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viernes, 30 de octubre de 2020
IT´S A BIRD…
Por motivos varios, esta novela gráfica de 2004 cae en mis manos recién hoy. Nunca la había tenido en mis manos, no había visto ni una sóla página interior, hasta ayer o anteayer. Pero había leído varias críticas, todas absolutamente laudatorias, que me habían convencido de que Steven T. Seagle y Teddy Kristiansen se habían mandado una gema del infinito, una obra para aspirar a la consagración definitiva que no les había llegado en los ´90 con House of Secrets.
Ahora, con la novela gráfica, me parece que me la inflaron un poquito. Me gustó mucho, me pareció una forma muy inteligente de contar una historia autobiográfica, la sentí muy genuina, me interesó mucho toda la parte del backstage, todas esas escenas en las que Seagle cuenta esos tire-y-afloje entre un guionista y una editorial a la hora de subirse o no a un trabajo tan único como es el de escribir una serie regular de Superman. Me pareció también muy ingenioso el abordaje del proceso creativo del guionista, esa búsqueda de imágenes o sensaciones que le puedan disparar ideas para desde ahí meterse con los conceptos centrales de estos personajes icónicos, inmensos, infinitamente más potentes en la cultura popular que cualquier otra creación que se le pueda ocurrir a cada autor en forma individual.
Esas mini-historias que Seagle inserta en la trama, en las que explora aspectos de Superman desde ópticas más personales, o más atípicas, son sin dudas lo más atractivo que tiene el libro. Ejercicios de imaginación, de libertad, de abrir la cabeza para tratar de pensar desde otro lado los rasgos más obvios del superhéroe más obvio. Ahí hay muchos hallazgos, riesgo y sobre todo vuelo poético. Y después está la parte que menos me interesó, que es la que le aporta el conflicto “central” a la trama: esa enfermedad hereditaria que cada (aproximadamente) 30 años mata de modo cruel y grotesco a un integrante de la familia de Seagle, sin saltearse ninguna generación. No milito de modo dogmático contra las novelas gráficas centradas en enfermedades, pero tampoco es algo que me llame mucho la atención. Seagle maneja bien los momentos para impactar al lector con las revelaciones, lleva con buen pulso el “misterio” del paradero de su padre y lo usa astutamente como elemento para desestabilizar al protagonista. Pero no me llegó a conmover, no me convenció de que hacía falta un drama familiar de esa intensidad para sostener mi interés hasta el final de la novela. Yo me conformaba con lo otro, con ese conflicto más tranqui, más interno, más intelectual, del guionista que no sabe si tiene o no lo que hay que tener para escribir comics de Superman. Esas escenas en las que Seagle toma conciencia de lo que significa Superman para la gente común me movilizaron mucho más que las que giran en torno al Mal de Huntington.
Y bueno, donde no se puede poner un sólo pero, donde es todo, pero todo ganancia, donde hasta la escena más prosaica se eleva en un halo mágico de lirismo y belleza iridiscente, es en la faceta gráfica. Teddy Kristiansen despliega todo su talento sin guardarse nada y eso es todo lo que deberíamos saber antes de comprar el libro sin decir ni mu. La extensión de la novela le permite combinar todas esas páginas de escenas costumbristas, de gente hablando o pensando, con algunos momentos en los que se cuela algo de acción. Pero además en cada una de las secuencias “imaginadas por el guionista”, en la que nos muestra las ideas que se le van ocurriendo a medida que reflexiona acerca de Superman y su mitología, Kristiansen encuentra espacio para experimentar, para probar cosas nuevas en la puesta en página y en el tratamiento visual global de cada una de estas mini-historias. Como en todas sus obras, el gran danés borra de a poquito las fronteras entre la gráfica y la plástica, y es en estas breves secuencias donde lo vemos detonar una gama de recursos pictóricos y narrativos amplísima e hipnótica.
Si sos fan de Superman y alguna vez soñaste con convertirte en guionista de historietas para poder escribir esa saga espectacular y definitiva de tu héroe favorito, It´s a Bird te va a partir la cabeza en mil pedazos. Si sos fan de Kristiansen, obviamente también. Si lo tuyo son los comics de enfermedades y los dramas familiares que se articulan en torno a estas, seguro la vas a pasar mal, pero lo vas a disfrutar. Y si te gusta una historieta más adulta, más artística y te parece que los buenos autores pierden su tiempo o se convierten en putas baratas por entrar en el juego de DC y ponerle el cuerpo (a veces incluso el alma) a un comic de Superman, acá te esperan unas cuantas sorpresas interesantes. No estamos hablando de la Gloria Máxima del Noveno Arte, pero sí de una novela gráfica más que sólida, con momentos de una belleza realmente infrecuente.
Nada más, por hoy. Nos reencontramos el mes que viene, con nuevas reseñas, acá en el blog.
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lunes, 18 de mayo de 2015
18/ 05: SUPERMAN Y LA BOMBA DE LA PAZ
Esta es una historieta rarísima, que yo nunca había leído, a pesar de que se editó en 1990 en Dinamarca y al año siguiente en España (es decir, en algo más parecido a un idioma humano). Originalmente se llamó Superman og Fredsbomben y pasó a la historia por ser la primera historieta de Superman desarrollada oficilamente en Europa, sin supervisión de DC. Nunca supe muy bien por qué DC accedió a darle luz verde a un proyecto que no pudo controlar. Sospecho que habrá sido por expreso pedido de una editorial que tenía la licencia para publicar DC en Dinamarca y que debería desembolsar cifras muy convincentes. Dinamarca es un mercado en el que a DC le va muy bien hace muchísimos años, así que puede ser. Lo cierto es que el guionista Neils Sondergaard tuvo total libertad para contar una historia de Superman en un formato bien europeo: un álbum 100% autoconclusivo, de 46 páginas, tamaño grande, pintado a color directo… Y la timba, la extraña cruza entre un álbum europeo y un comic de superhéroes, le salió bastante bien.
Dos datos curiosos: primero, esta historia nunca se editó en EEUU. Segundo, esta historia está integrada casi perfectamente al Universo DC. Sondergaard no mandó fruta, no mezcló elementos de distintas versiones, no agarró para el lado de los Elseworlds. Este es el Superman posta de la continuidad oficial (de 1990), con la Lois Lane de esa época y el Lex Luthor de esa época. Incluso se menciona a los Global Guardians y hace un cameo Ice, en el que deja en claro que es una heroína noruega que forma parte de la JLI. La única libertad que se toma el guionista es la de inventarle una hermana a Ice, una fisiculturista agresiva, una marimacho con poderes sobre el hielo que parece una caricatura mitad graciosa y mitad grotesca de Brigitte Nielsen. El resto, podía pasar tranquilamente como un Annual o un prestige editado oficialmente por DC en EEUU.
Bueno, no… hay un pequeño detalle. El comic tiene un marcado matiz político. Sondergaard aborda el tema del desarme nuclear y lo hace desde una postura muy crítica del doble discurso de EEUU y Rusia, muy lejos de la ingenuidad política con la que los guionistas yankis suelen abordar este tema. Acá hay una visión muy europea, de países que hicieron muy buena letra en el ámbito de la lucha por la paz (si se me permite el oxímoron) y que tienen la autoridad moral suficiente para decirle en la cara a los yankis “Paren de vender humo y tomen medidas EN SERIO para frenar la carrera armamentista”. Sondergaard podría haber aprovechado la presencia de Luthor para cargar las tintas sobre el villano y no salpicar al gobierno de EEUU, y sin embargo elige el camino más arriesgado, que es el de cuestionarlo duramente.
¿Y qué hace Superman en una historia que se mete con los tapones de punta a discutir temas de política internacional? La última vez que lo habíamos visto envuelto en una trama que agarraba para ese lado (The Dark Knight Returns), cumplió un rol lamentable, reducido por Frank Miller a un títere de Ronald Reagan, crédulo y fácil de manipular. Acá el rol de Superman está mejor pensado y el ensamblaje entre la bajada de línea y la aventura superheroica funciona bastante bien. La machaca no abunda, pero siempre está bien justificada, con amenazas que casi están al nivel de poder del Hombre de Acero.
De todos modos, lo más lindo que tiene este álbum es el dibujo, del ídolo danés Teddy Kristiansen. Ojo, no es el Kristiansen de ahora, el que venera a Egon Schiele. Es el Kristiansen anterior a Grendel Tales, el que miraba muchísimo a Pasqual Ferry y a Fernando De Felipe, el que aprendió narrativa yanki copiándole los yeites a Matt Wagner y en menor medida al Dark Knight de Miller, Janson y Varley. Es un Kristiansen mínimo, vital y móvil: Mínimo porque tiene un trazo muy despojado, muy claro, casi sin manchas, con el que define todo en pocas pinceladas y recién en el color le agrega tonalidades; vital porque son dibujos frescos, amistosos, llenos de onda, a los que se le nota una gran libertad; y móvil porque las figuran tienen un gran dinamismo, una plasticidad alucinante. Un hermoso trabajo de este gran danés que más tarde se reinventaría como un artista mucho más complejo.
Y bueno, obviamente me gustó y recomiendo esta extraña aventura de Superman. No es la mega-maravilla definitiva pero como intento de mestizaje entre comic europeo y comic yanki, funciona realmente muy bien. Ojalá hubiera más proyectos de este tipo, más cruces entre estas formas tan distintas de pensar y producir historietas.
Dos datos curiosos: primero, esta historia nunca se editó en EEUU. Segundo, esta historia está integrada casi perfectamente al Universo DC. Sondergaard no mandó fruta, no mezcló elementos de distintas versiones, no agarró para el lado de los Elseworlds. Este es el Superman posta de la continuidad oficial (de 1990), con la Lois Lane de esa época y el Lex Luthor de esa época. Incluso se menciona a los Global Guardians y hace un cameo Ice, en el que deja en claro que es una heroína noruega que forma parte de la JLI. La única libertad que se toma el guionista es la de inventarle una hermana a Ice, una fisiculturista agresiva, una marimacho con poderes sobre el hielo que parece una caricatura mitad graciosa y mitad grotesca de Brigitte Nielsen. El resto, podía pasar tranquilamente como un Annual o un prestige editado oficialmente por DC en EEUU.
Bueno, no… hay un pequeño detalle. El comic tiene un marcado matiz político. Sondergaard aborda el tema del desarme nuclear y lo hace desde una postura muy crítica del doble discurso de EEUU y Rusia, muy lejos de la ingenuidad política con la que los guionistas yankis suelen abordar este tema. Acá hay una visión muy europea, de países que hicieron muy buena letra en el ámbito de la lucha por la paz (si se me permite el oxímoron) y que tienen la autoridad moral suficiente para decirle en la cara a los yankis “Paren de vender humo y tomen medidas EN SERIO para frenar la carrera armamentista”. Sondergaard podría haber aprovechado la presencia de Luthor para cargar las tintas sobre el villano y no salpicar al gobierno de EEUU, y sin embargo elige el camino más arriesgado, que es el de cuestionarlo duramente.
¿Y qué hace Superman en una historia que se mete con los tapones de punta a discutir temas de política internacional? La última vez que lo habíamos visto envuelto en una trama que agarraba para ese lado (The Dark Knight Returns), cumplió un rol lamentable, reducido por Frank Miller a un títere de Ronald Reagan, crédulo y fácil de manipular. Acá el rol de Superman está mejor pensado y el ensamblaje entre la bajada de línea y la aventura superheroica funciona bastante bien. La machaca no abunda, pero siempre está bien justificada, con amenazas que casi están al nivel de poder del Hombre de Acero.
De todos modos, lo más lindo que tiene este álbum es el dibujo, del ídolo danés Teddy Kristiansen. Ojo, no es el Kristiansen de ahora, el que venera a Egon Schiele. Es el Kristiansen anterior a Grendel Tales, el que miraba muchísimo a Pasqual Ferry y a Fernando De Felipe, el que aprendió narrativa yanki copiándole los yeites a Matt Wagner y en menor medida al Dark Knight de Miller, Janson y Varley. Es un Kristiansen mínimo, vital y móvil: Mínimo porque tiene un trazo muy despojado, muy claro, casi sin manchas, con el que define todo en pocas pinceladas y recién en el color le agrega tonalidades; vital porque son dibujos frescos, amistosos, llenos de onda, a los que se le nota una gran libertad; y móvil porque las figuran tienen un gran dinamismo, una plasticidad alucinante. Un hermoso trabajo de este gran danés que más tarde se reinventaría como un artista mucho más complejo.
Y bueno, obviamente me gustó y recomiendo esta extraña aventura de Superman. No es la mega-maravilla definitiva pero como intento de mestizaje entre comic europeo y comic yanki, funciona realmente muy bien. Ojalá hubiera más proyectos de este tipo, más cruces entre estas formas tan distintas de pensar y producir historietas.
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domingo, 23 de febrero de 2014
23/ 02: GENIUS
Otra vez lejos de la aventura y de los elementos fantásticos, la aceitadísima dupla integrada por Steven T. Seagle y Teddy Kristiansen lanza una nueva novela gráfica y es casi inevitable compararla con la anterior (El Cuaderno Rojo, reseñada el 18/06/13).
Genius cuenta la historia de Ted Halker, un chico con una capacidad intelectual asombrosa, que se convierte en pocos años en un físico brillante, con una carrera sumamente promisoria en el campo teórico y de investigación. Pero ahora Ted ya pasó los 40 y hace muchos años que no se le ocurre una idea genial, de esas que cambian el juego y abren todo tipo de posibilidades. De a poco, su crédito entre la elite de los físicos se empieza a acabar, y ahora tiene un hijo adolescente, una nena que apunta a ser una nueva genia y una esposa que padece una enfermedad muy heavy, de esas que requieren MUCHA plata para pilotearla. Si no frota la lámpara pronto, si no saca de la galera alguna genialidad digna de Albert Einstein, Ted se va al descenso, arrastrando a toda su familia.
¿Nombré a Einstein? Mirá qué casualidad: el suegro de Ted, un oscuro policía militar jubilado y postrado hace años en una silla de ruedas, conoció a Einstein en los años ´30 y pasó muchas horas en compañía del seminal científico. Ted intentará por todos los medios sonsacarle a su suegro cierto secreto que una vez le reveló Einstein, convencido de que ahí está el génesis de la idea que le va a permitir recuperar su propio status de genio. No te quiero contar si lo logra o no, porque ahí está el principal atractivo de la novela: en los diálogos afiladísimos entre un Ted desesperado que quiere zafar con una idea ajena y un viejito mal llevado, turro hasta la tumba, que humilla permanentemente a su yerno y encanuta innecesariamente la data que le habilitó Einstein.
Además, hay hermosas secuencias de Ted con su hijo Aron, secuencias en las que Ted flashea que pasea y charla con Einstein y un montón de otras secuencias que ilustran uno de los ejes temáticos del libro: no es lo mismo el saber que la sabiduría. Ted es un monstruo de la física, capacitado para desarrollar cálculos y fórmulas de altísima complejidad, pero hay cosas de la vida diaria, de la relación cotidiana con la gente común, en las que se mueve como un completo inútil. Porque claro, le falta la otra pata, la de la sensibilidad, la picardía, la empatía, la de las cosas que no enseñan los libros.
Con estos elementos, Seagle arma un relato que fluye armónicamente a lo largo de 120 páginas, que nunca se hacen densas ni parsimoniosas, como sí sucedía con El Cuaderno Rojo. Genius tiene otro ritmo, al que no le faltan las pausas ni las escenas pachorras, pero al que le sobra una vitalidad que a El Cuaderno... no le sobraba para nada. El final, que podría haber sido un golpe bajo más maligno que Rodríguez Larreta, es realmente exquisito y nos muestra cómo Ted logra arañar un decoroso empate e incluso replantear su “vínculo” con el fantasma de Einstein, esa sombra inefable contra la que parecen medirse la chota todos los científicos que aparecen en la novela.
El dibujo de Kristiansen es austero, despojado, siempre en ese estilo cercano al de Egon Schiele, pero ya sin esas narices angulosas. Acá las caras están un poquito más redonditas, más “amables”, siempre dentro de una estética dominada por la síntesis. Y también –por qué no decirlo- por una cierta frialdad. El único personaje realmente expresivo, que deja ver sus emociones en su rostro y en la forma de moverse, es Francis, el octogenario suegro de Ted. Los fondos aparecen cuando no queda otra y apenas bocetados, mientras que por atrás de los personajes solemos ver colores y texturas muy elaborados. La narrativa es muy accesible, muy fluída, ayudada por el hecho de que no hay páginas de más de cinco cuadros. Kristiansen acierta también cuando, en las escenas en las que Ted “dialoga” con Einstein, hace desaparecer los bordes de las viñetas. El color también es austero y se basa en una paleta intencionalmente limitada, con engamados que dominan las distintas secuencias. El más logrado es uno en el que predomina el turquesa oscuro, en la escena en la que Ted y Francis pasean por el parque a la noche, donde Kristiansen pela unos trucos cromáticos dignos de Miguelanxo Prado en Trazo de Tiza.
Otra obra rara, sin piñas, ni persecuciones, ni garches, donde dos maestros muy cancheros en lo suyo nos meten en una trama muy real, en la que los diálogos y los silencios acentúan un dramatismo que los dibujos casi se esfuerzan por desenfatizar. Genius no es “un antes y un después” de nada y es probable que Seagle y Kristiansen pelen obras mejores que esta en un futuro cercano. Aún así, es papa muy fina, distinta, impredecible, sumamente recomendable.
Genius cuenta la historia de Ted Halker, un chico con una capacidad intelectual asombrosa, que se convierte en pocos años en un físico brillante, con una carrera sumamente promisoria en el campo teórico y de investigación. Pero ahora Ted ya pasó los 40 y hace muchos años que no se le ocurre una idea genial, de esas que cambian el juego y abren todo tipo de posibilidades. De a poco, su crédito entre la elite de los físicos se empieza a acabar, y ahora tiene un hijo adolescente, una nena que apunta a ser una nueva genia y una esposa que padece una enfermedad muy heavy, de esas que requieren MUCHA plata para pilotearla. Si no frota la lámpara pronto, si no saca de la galera alguna genialidad digna de Albert Einstein, Ted se va al descenso, arrastrando a toda su familia.
¿Nombré a Einstein? Mirá qué casualidad: el suegro de Ted, un oscuro policía militar jubilado y postrado hace años en una silla de ruedas, conoció a Einstein en los años ´30 y pasó muchas horas en compañía del seminal científico. Ted intentará por todos los medios sonsacarle a su suegro cierto secreto que una vez le reveló Einstein, convencido de que ahí está el génesis de la idea que le va a permitir recuperar su propio status de genio. No te quiero contar si lo logra o no, porque ahí está el principal atractivo de la novela: en los diálogos afiladísimos entre un Ted desesperado que quiere zafar con una idea ajena y un viejito mal llevado, turro hasta la tumba, que humilla permanentemente a su yerno y encanuta innecesariamente la data que le habilitó Einstein.
Además, hay hermosas secuencias de Ted con su hijo Aron, secuencias en las que Ted flashea que pasea y charla con Einstein y un montón de otras secuencias que ilustran uno de los ejes temáticos del libro: no es lo mismo el saber que la sabiduría. Ted es un monstruo de la física, capacitado para desarrollar cálculos y fórmulas de altísima complejidad, pero hay cosas de la vida diaria, de la relación cotidiana con la gente común, en las que se mueve como un completo inútil. Porque claro, le falta la otra pata, la de la sensibilidad, la picardía, la empatía, la de las cosas que no enseñan los libros.
Con estos elementos, Seagle arma un relato que fluye armónicamente a lo largo de 120 páginas, que nunca se hacen densas ni parsimoniosas, como sí sucedía con El Cuaderno Rojo. Genius tiene otro ritmo, al que no le faltan las pausas ni las escenas pachorras, pero al que le sobra una vitalidad que a El Cuaderno... no le sobraba para nada. El final, que podría haber sido un golpe bajo más maligno que Rodríguez Larreta, es realmente exquisito y nos muestra cómo Ted logra arañar un decoroso empate e incluso replantear su “vínculo” con el fantasma de Einstein, esa sombra inefable contra la que parecen medirse la chota todos los científicos que aparecen en la novela.
El dibujo de Kristiansen es austero, despojado, siempre en ese estilo cercano al de Egon Schiele, pero ya sin esas narices angulosas. Acá las caras están un poquito más redonditas, más “amables”, siempre dentro de una estética dominada por la síntesis. Y también –por qué no decirlo- por una cierta frialdad. El único personaje realmente expresivo, que deja ver sus emociones en su rostro y en la forma de moverse, es Francis, el octogenario suegro de Ted. Los fondos aparecen cuando no queda otra y apenas bocetados, mientras que por atrás de los personajes solemos ver colores y texturas muy elaborados. La narrativa es muy accesible, muy fluída, ayudada por el hecho de que no hay páginas de más de cinco cuadros. Kristiansen acierta también cuando, en las escenas en las que Ted “dialoga” con Einstein, hace desaparecer los bordes de las viñetas. El color también es austero y se basa en una paleta intencionalmente limitada, con engamados que dominan las distintas secuencias. El más logrado es uno en el que predomina el turquesa oscuro, en la escena en la que Ted y Francis pasean por el parque a la noche, donde Kristiansen pela unos trucos cromáticos dignos de Miguelanxo Prado en Trazo de Tiza.
Otra obra rara, sin piñas, ni persecuciones, ni garches, donde dos maestros muy cancheros en lo suyo nos meten en una trama muy real, en la que los diálogos y los silencios acentúan un dramatismo que los dibujos casi se esfuerzan por desenfatizar. Genius no es “un antes y un después” de nada y es probable que Seagle y Kristiansen pelen obras mejores que esta en un futuro cercano. Aún así, es papa muy fina, distinta, impredecible, sumamente recomendable.
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Teddy Kristiansen
martes, 18 de junio de 2013
18/ 06: EL CUADERNO ROJO
Hora de visitar al glorioso Teddy Kristiansen, el más internacional de los maestros del comic danés, de quien –injusta e inexplicablemente- nunca había reseñado ninguna obra en los tres años y medio que lleva el blog. El título está mal traducido: debería llamarse El Diario Rojo, o a lo sumo La Agenda Roja. Digo, tomando como punto de partida el título con el que se conoció la obra en Francia, que fue el primer país donde se editó. No es un error grosero, y menos en comparación con el manoseo que sufrió esta historieta cuando la publicó Image en EEUU.
El Cuaderno Rojo se parece poquísimo a los trabajos que hizo Kristiansen para las editoriales yankis. Sólo en su número de Solo (valga la redundancia) hay historietas con estos climas, este ritmo y esta narrativa. Una de las historietas de aquel Solo (la que se titula Love Story) tiene tanto en común con El Cuaderno Rojo que –con mínimas modificaciones- hasta podría ser un capítulo de este libro. Por suerte, la que hoy nos ocupa no es una historia de amor. O sí, pero de amor al arte. Kristiansen nos presenta a William Ackroyd, un escritor viudo, que se pone a investigar la vida de William Miller, un poeta inglés de principios del Siglo XX. Sin embargo, termina por interesarse más por un amigo (y cuñado) del poeta, el enigmático Philip Marnham, un muchacho con talento para las artes plásticas que en 1910 se va a probar suerte a París. Ackroyd (y Kristiansen) reconstruyen la trágica vida de Marnham a través de cartas, dibujos, pinturas y sobre todo de diarios íntimos en los que el artista documentaba su vida cotidiana.
El ritmo de la obra es sumamente parsimonioso, avanza con la lentitud con la que avanzaban las cosas hace 100 años, y está muy contaminado de melancolía. El pobre Marnham no la pasa bien en París y la cosa definitivamente empeora cuando se le ocurre enrolarse en el ejército para pelear contra los alemanes en la Primera Guerra Mundial. Los tramos en los que el protagonismo recae en Acrkoyd también tienen ese tono crepuscular, triste, esa cosa tanguera del “todo tiempo pasado fue mejor”. Eso es lo único que tengo para criticarle a Kristiansen, la falta de onda, de alegría, de una rendijita por la que filtrar aunque sea cinco centavos de esperanza. No esperaba un canto a la vida, repleto de optimismo y felicidad, pero tampoco un clima tan bajonero, sostenido durante tantas páginas. Incluso el epílogo, sumamente depresivo, podría no estar, como para que la historia no terminara tan para el orto.
El resto es una maravilla. Los bloques de textos son brillantes (y eso que Kristiansen suele trabajar con guionistas), los saltos de una época a la otra están muy bien planificados, todo tiene un vuelo poético muy alto, muy borgeano. Por momentos, uno sufre en carne propia las desgracias que narra el desdichado Marnham, cagado de frío en una trinchera espantosa, superpoblada de ratas y cadáveres en descomposición. De a poco, el autor nos da la información que necesitamos para completar el cuadro, para deducir por qué Philip abandona su carrera como pintor para sumergirse en el infierno de la guerra, todo de modo bien dosificado y coherente, aunque no predecible.
Como sucede a menudo, nada de lo dicho anteriormente importa, porque el atractivo principal de esta obra es, sin dudas, el dibujo de Teddy Kristiansen. Y cuando dibuja el Gran Danés, el guión puede ser la última de las giladas, que igual la hinchada va a delirar. Si sos fan de Teddy, esto te masacra. Nunca viste en este tamaño grandote páginas del ídolo a color directo y con tan pocos cuadros (nunca más de seis, muchas veces tres o dos). Acá se luce como nunca el trazo de Kristiansen, su línea tipo Egon Schiele, su personalísimo tratamiento del color (un poquito más cerca de Edvard Munch o Van Gogh), esa impronta rara, etérea, que se ve en los paisajes (hay muchos, algunos muy desoladores), su habilidad para la síntesis... Todo eso en viñetas grandes, muchas de ellas compuestas como si fueran a exponerse por sí solas en un museo, en las que se aprecian con claridad las texturas, los detalles, las sutilezas de este genio del dibujo. La narrativa tenía todo para fracasar (pocas viñetas muy laburadas, muchos bloques de texto de gran vuelo poético, etc.) y sin embargo funciona. Repito: le falta un poco de ritmo, pero aún así hay secuencias de gran intensidad, que subrayan con categoría las emociones que Kristiansen le hace vivir a Philip en el pasado y a Acrkoyd en el presente.
El Cuaderno Rojo es anti-pochoclo desde que empieza hasta mucho después de que termina. Es una historia de misterio, es cierto, a la que el Gran Danés atraviesa con el tema del amor al arte, la curiosidad de un escritor que siente que su tiempo se termina, y -sobre todo- con un crudo retrato de los horrores de la guerra. El resultado es una obra triste, que te deja con una profunda desazón, en grosero contrapunto con el infinito placer estético que provocan los textos y las imágenes que te obsequia un Teddy Kristiansen inspiradísimo. Belleza bajonera, pero belleza al fin.
El Cuaderno Rojo se parece poquísimo a los trabajos que hizo Kristiansen para las editoriales yankis. Sólo en su número de Solo (valga la redundancia) hay historietas con estos climas, este ritmo y esta narrativa. Una de las historietas de aquel Solo (la que se titula Love Story) tiene tanto en común con El Cuaderno Rojo que –con mínimas modificaciones- hasta podría ser un capítulo de este libro. Por suerte, la que hoy nos ocupa no es una historia de amor. O sí, pero de amor al arte. Kristiansen nos presenta a William Ackroyd, un escritor viudo, que se pone a investigar la vida de William Miller, un poeta inglés de principios del Siglo XX. Sin embargo, termina por interesarse más por un amigo (y cuñado) del poeta, el enigmático Philip Marnham, un muchacho con talento para las artes plásticas que en 1910 se va a probar suerte a París. Ackroyd (y Kristiansen) reconstruyen la trágica vida de Marnham a través de cartas, dibujos, pinturas y sobre todo de diarios íntimos en los que el artista documentaba su vida cotidiana.
El ritmo de la obra es sumamente parsimonioso, avanza con la lentitud con la que avanzaban las cosas hace 100 años, y está muy contaminado de melancolía. El pobre Marnham no la pasa bien en París y la cosa definitivamente empeora cuando se le ocurre enrolarse en el ejército para pelear contra los alemanes en la Primera Guerra Mundial. Los tramos en los que el protagonismo recae en Acrkoyd también tienen ese tono crepuscular, triste, esa cosa tanguera del “todo tiempo pasado fue mejor”. Eso es lo único que tengo para criticarle a Kristiansen, la falta de onda, de alegría, de una rendijita por la que filtrar aunque sea cinco centavos de esperanza. No esperaba un canto a la vida, repleto de optimismo y felicidad, pero tampoco un clima tan bajonero, sostenido durante tantas páginas. Incluso el epílogo, sumamente depresivo, podría no estar, como para que la historia no terminara tan para el orto.
El resto es una maravilla. Los bloques de textos son brillantes (y eso que Kristiansen suele trabajar con guionistas), los saltos de una época a la otra están muy bien planificados, todo tiene un vuelo poético muy alto, muy borgeano. Por momentos, uno sufre en carne propia las desgracias que narra el desdichado Marnham, cagado de frío en una trinchera espantosa, superpoblada de ratas y cadáveres en descomposición. De a poco, el autor nos da la información que necesitamos para completar el cuadro, para deducir por qué Philip abandona su carrera como pintor para sumergirse en el infierno de la guerra, todo de modo bien dosificado y coherente, aunque no predecible.
Como sucede a menudo, nada de lo dicho anteriormente importa, porque el atractivo principal de esta obra es, sin dudas, el dibujo de Teddy Kristiansen. Y cuando dibuja el Gran Danés, el guión puede ser la última de las giladas, que igual la hinchada va a delirar. Si sos fan de Teddy, esto te masacra. Nunca viste en este tamaño grandote páginas del ídolo a color directo y con tan pocos cuadros (nunca más de seis, muchas veces tres o dos). Acá se luce como nunca el trazo de Kristiansen, su línea tipo Egon Schiele, su personalísimo tratamiento del color (un poquito más cerca de Edvard Munch o Van Gogh), esa impronta rara, etérea, que se ve en los paisajes (hay muchos, algunos muy desoladores), su habilidad para la síntesis... Todo eso en viñetas grandes, muchas de ellas compuestas como si fueran a exponerse por sí solas en un museo, en las que se aprecian con claridad las texturas, los detalles, las sutilezas de este genio del dibujo. La narrativa tenía todo para fracasar (pocas viñetas muy laburadas, muchos bloques de texto de gran vuelo poético, etc.) y sin embargo funciona. Repito: le falta un poco de ritmo, pero aún así hay secuencias de gran intensidad, que subrayan con categoría las emociones que Kristiansen le hace vivir a Philip en el pasado y a Acrkoyd en el presente.
El Cuaderno Rojo es anti-pochoclo desde que empieza hasta mucho después de que termina. Es una historia de misterio, es cierto, a la que el Gran Danés atraviesa con el tema del amor al arte, la curiosidad de un escritor que siente que su tiempo se termina, y -sobre todo- con un crudo retrato de los horrores de la guerra. El resultado es una obra triste, que te deja con una profunda desazón, en grosero contrapunto con el infinito placer estético que provocan los textos y las imágenes que te obsequia un Teddy Kristiansen inspiradísimo. Belleza bajonera, pero belleza al fin.
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