Hoy tengo poquísimo tiempo para escribir la reseña, pero en parte no jode tanto, porque realmente es poco lo que tengo para decir.
Este libro de Julius Knipl se parece muchísimo al otro que reseñé acá en el blog, con lo cual recomiendo repasar lo que escribí allá por el 15/04/10. Todo lo ya escrito en aquella oportunidad se aplica esta vez, con una salvedad: la historieta larga con la que cierra el tomo, que esta vez se centra en un diario que en vez de publicar las noticias, publica los sueños de la gente, una idea definitivamente brillante, a la que Ben Katchor le saca un jugo delicioso a lo largo de 17 páginas que nunca antes se habían publicado.
El resto, es lo de siempre: planchas en su mayoría autoconclusivas, protagonizadas por Julius Knipl, ambientadas en esta extraña versión de Manhattan que huele a naftalina, a comida y a berretada (muy barata, eso sí) y que respira la nostalgia más bizarra, la nostalgia de las cosas que nunca sucedieron. Estamos ante una serie rarísima, repleta de ideas maravillosas, pero en la que (fuera de la historieta larga del final) prácticamente no existen las tramas, no existe el conflicto, no existe la tensión dramática y no existe el desarrollo de personajes. Todo pasa por las ideas, las ideas, las ideas, expresadas en muy buenos bloques de texto, magníficos diálogos y ese clima tan particular, que no se puede siquiera intentar imitar sin colgarse el cartelito de “clon choto de Ben Katchor”.
Y por supuesto, un atractivo fundamental, excluyente, que es la inconmensurable calidad del dibujo. Abigarrado, nunca sobrecargado, de fina impronta caricaturesca, con un laburo inconcebible en la arquitectura y en las vistas de los interiores de negocios y edificios, complementado y enaltecido con un sinfín de tonalidades de gris, aplicadas con pinceladas criteriosas, precisas, de enorme belleza y plasticidad. Y el rotulado, por supuesto, que es otro rasgo central de la fascinante identidad gráfica de Ben Katchor.
Las no-historias de Julius Knipl son comics sumamente atípicos, cuasi- alienígenas, con pocos puntos de contacto con lo que los comiqueros estamos acostumbrados a leer. Por suerte, también son la obra de un genio indiscutible, que encontró un público amplio, sofisticado y dispuesto a sumergirse en este coctel adictivo, que mezcla el delirio más absurdo con el costumbrismo más agudo y unos dibujos demasiado buenos para ser reales.
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sábado, 8 de junio de 2013
martes, 14 de mayo de 2013
14/ 05: THE JEW OF NEW YORK
Esto es muy raro, de verdad. Se trata de la primera novela gráfica del maestro Ben Katchor, lanzada en 1998. Hasta ese punto, Katchor sólo había trabajado en historietas muy breves en un registro mitad humorístico y mitad poético, una especie de versión un toque más surrealista de las Crónicas del Angel Gris que escribía Alejandro Dolina. The Jew of New York es mucho más verosímil que las historias cortas de Katchor. Acá no hay delirios extremos, sino profusa (aunque tal vez apócrifa) documentación para respaldar cada bizarreada de las que presenciamos a lo largo de estas casi 100 páginas. En parte por eso, por estar más borrosas las fronteras entre la joda y la crónica, esta obra ofrece más dificultades a la hora de la lectura.
También porque Katchor narra varias historias en paralelo. Todas están conectadas, porque transcurren en la Nueva York de 1835, cuando la ciudad todavía era chica. Además, todos los protagonistas son judíos y en aquel entonces la mayoría de los judíos de Nueva York se conocían e interactuaban entre sí. O sea que todos los protagonistas se cruzan más de una vez a lo largo del libro. Incluso Miss Patella, el único personaje femenino y no judío con peso en la trama, si bien parece venir claramente de otro palo, tiene su cruce con alguno de los miembros de este vasto elenco protagónico. Pero no es todo tan intrincado como parece a primera vista: alcanza con prestar un poquito de atención y se entiende todo, no te mezclás a los personajes, ni te confundís cada vez que cuentan quiénes son y a qué se dedican.
Al final, todas las líneas argumentales van a tener su cierre, algunos más abruptos, o más descolgados, otros más lógicos y naturales. El tema es la cantidad de páginas en las que las tramas no avanzan. Katchor se cuelga en extensos diálogos, en paseos por la ciudad, en anécdotas menores, y esto refuerza la sensación de que “no pasa nada”. Son muchas páginas de ocho viñetas, con mucho texto (tanto en los globos como en los bloques), casi cero acción y un ritmo muy pachorro, capaz de ahuyentar a los lectores más acostumbrados al palo-y-palo. Eventualmente vendrán los finales, pero mientras tanto hay que tener paciencia, o disfrutar en modo zen de esos diálogos formales al borde del ridículo, que Katchor usa para subrayar la excentricidad de sus personajes.
Lo más interesante son los conceptos: el proyecto de gasificar un lago para tener soda en las canillas y las fuentes, el cazador de castores que se acostumbra a vivir a la intemperie, el tipo que casi se convierte en un animal cuadrúpedo, la disparatada (y a la vez muy documentada) teoría que sostiene que las tribus aborígenes de la región de Buffalo en realidad tienen origen judío, el indio que recita salmos en hebreo, la producción de una obra de teatro sobre un intendente de Nueva York que quiso reunir a todos los judíos para fundar la nueva Jerusalem en una isla yanki, el comerciante que finge su propia muerte para huir a Inglaterra con un valioso cargamento de pieles... Todas esas ideas nutren los argumentos de Katchor y les dan tema de conversación a los personajes que –definitivamente- hablan más de lo que hacen. Como subtexto, el autor reflexiona sobre qué es ser judío lejos de Israel, baja línea acerca de cómo el furor capitalista va a darle a Nueva York su rostro definitivo y acerca de cómo los europeos (y sus descendientes) acostaron a los pueblos originarios.
Entre tantas puntas atractivas (no siempre desarrolladas al ritmo que a uno más lo seduce) surge y se eleva el dibujo de Katchor. Ahí es donde se acaban los peros, ahí es donde explota la magia. Si el guión te deja dudas acerca de cuánto de todo eso es posta y cuánto delirio del autor, ahí viene el dibujo a explicarte con jerarquía que se trata de una farsa surreal. Perfectamente documentada en lo que respecta a edificios, vestuario, vehículos, etc., y a la vez claramente virada al juego, a la caricatura, a las márgenes del disparate. La línea de Katchor, rica en expresividad, repleta de matices, se complementa a la perfección con las aguadas, que introducen mediante hermosas pinceladas una amplia gama de grises, pensada para suplir la ausencia total de masas negras. Cuando no se pasa de las siete viñetas, Katchor pela una grilla muy interesante, con una viñeta grande en el centro de la página y seis (o menos) alrededor, algo que a un autor menos dúctil le podría complicar un toque la narrativa. Acá, ningún problema. Bueno, sí, las páginas de ocho o nueve viñetas chiquititas y con toneladas de texto, que aunque estén bien dibujadas, son un bajón.
The Jew of New York es –repito- una novela gráfica rarísima. Por momentos desopilante, por momentos enroscada al pedo en situaciones que no van a ningún lado. Da para tenerla por la cantidad de ideas brillantes y originalísimas que desparrama Katchor, por el magnífico trabajo de documentación histórica, y por los dibujos, que son una auténtica delicia.
También porque Katchor narra varias historias en paralelo. Todas están conectadas, porque transcurren en la Nueva York de 1835, cuando la ciudad todavía era chica. Además, todos los protagonistas son judíos y en aquel entonces la mayoría de los judíos de Nueva York se conocían e interactuaban entre sí. O sea que todos los protagonistas se cruzan más de una vez a lo largo del libro. Incluso Miss Patella, el único personaje femenino y no judío con peso en la trama, si bien parece venir claramente de otro palo, tiene su cruce con alguno de los miembros de este vasto elenco protagónico. Pero no es todo tan intrincado como parece a primera vista: alcanza con prestar un poquito de atención y se entiende todo, no te mezclás a los personajes, ni te confundís cada vez que cuentan quiénes son y a qué se dedican.
Al final, todas las líneas argumentales van a tener su cierre, algunos más abruptos, o más descolgados, otros más lógicos y naturales. El tema es la cantidad de páginas en las que las tramas no avanzan. Katchor se cuelga en extensos diálogos, en paseos por la ciudad, en anécdotas menores, y esto refuerza la sensación de que “no pasa nada”. Son muchas páginas de ocho viñetas, con mucho texto (tanto en los globos como en los bloques), casi cero acción y un ritmo muy pachorro, capaz de ahuyentar a los lectores más acostumbrados al palo-y-palo. Eventualmente vendrán los finales, pero mientras tanto hay que tener paciencia, o disfrutar en modo zen de esos diálogos formales al borde del ridículo, que Katchor usa para subrayar la excentricidad de sus personajes.
Lo más interesante son los conceptos: el proyecto de gasificar un lago para tener soda en las canillas y las fuentes, el cazador de castores que se acostumbra a vivir a la intemperie, el tipo que casi se convierte en un animal cuadrúpedo, la disparatada (y a la vez muy documentada) teoría que sostiene que las tribus aborígenes de la región de Buffalo en realidad tienen origen judío, el indio que recita salmos en hebreo, la producción de una obra de teatro sobre un intendente de Nueva York que quiso reunir a todos los judíos para fundar la nueva Jerusalem en una isla yanki, el comerciante que finge su propia muerte para huir a Inglaterra con un valioso cargamento de pieles... Todas esas ideas nutren los argumentos de Katchor y les dan tema de conversación a los personajes que –definitivamente- hablan más de lo que hacen. Como subtexto, el autor reflexiona sobre qué es ser judío lejos de Israel, baja línea acerca de cómo el furor capitalista va a darle a Nueva York su rostro definitivo y acerca de cómo los europeos (y sus descendientes) acostaron a los pueblos originarios.
Entre tantas puntas atractivas (no siempre desarrolladas al ritmo que a uno más lo seduce) surge y se eleva el dibujo de Katchor. Ahí es donde se acaban los peros, ahí es donde explota la magia. Si el guión te deja dudas acerca de cuánto de todo eso es posta y cuánto delirio del autor, ahí viene el dibujo a explicarte con jerarquía que se trata de una farsa surreal. Perfectamente documentada en lo que respecta a edificios, vestuario, vehículos, etc., y a la vez claramente virada al juego, a la caricatura, a las márgenes del disparate. La línea de Katchor, rica en expresividad, repleta de matices, se complementa a la perfección con las aguadas, que introducen mediante hermosas pinceladas una amplia gama de grises, pensada para suplir la ausencia total de masas negras. Cuando no se pasa de las siete viñetas, Katchor pela una grilla muy interesante, con una viñeta grande en el centro de la página y seis (o menos) alrededor, algo que a un autor menos dúctil le podría complicar un toque la narrativa. Acá, ningún problema. Bueno, sí, las páginas de ocho o nueve viñetas chiquititas y con toneladas de texto, que aunque estén bien dibujadas, son un bajón.
The Jew of New York es –repito- una novela gráfica rarísima. Por momentos desopilante, por momentos enroscada al pedo en situaciones que no van a ningún lado. Da para tenerla por la cantidad de ideas brillantes y originalísimas que desparrama Katchor, por el magnífico trabajo de documentación histórica, y por los dibujos, que son una auténtica delicia.
jueves, 15 de abril de 2010
15/ 04: JULIUS KNIPL, REAL ESTATE PHOTOGRAPHER: THE BEAUTY SUPPLY DISTRICT
A Ben Katchor lo había oído nombrar un par de veces en el Comics Journal, pero nunca había visto una historieta suya hasta que un día, desde una mesa de saldos, me tiró onda Cheap Novelties, el primer libro protagonizado por Julius Knipl, el fotógrafo inmobiliario. Y fue amor a primera vista. Fue abrir el libro y jurarle fidelidad eterna a Katchor y a su entrañable personaje. Así fue como, ni bien pude, me pedí este libro de Julius Knipl, que es el que hoy me toca reseñar, convencido de que era el segundo, pero en realidad hay uno más en el medio.
Las historietas de Julius aparecieron semanalmente en el Forward y otros periódicos alternativos yankis desde 1988 y se publicaron también en Japón y Francia. Cada página narra una “historia”, o algo así. En general, al principio la fórmula era Julius con su cámara y su trípode, recorriendo un viejo barrio de una especie de New York surreal. Cada edificio que fotografiaba y cada cuadra que recorría le traían recuerdos de otras épocas, mucho más prósperas, en las que esos barrios hoy venidos a menos eran el corazón de una ciudad cuyo comercio latía a full. Las anécdotas de Knipl eran sencillas, sutiles, con un tinte de nostalgia casi dolinesca y algún tinte absurdo, o de fina ironía acerca de la mentalidad consumista de las clases medias urbanas. No hay, en rigor de verdad, una historia con principio, desarrollo y final, sino pequeñas anécdotas, observaciones y reflexiones, tan minimalistas como acertadas.
Algo pasó en el libro que no tengo, porque en el tercero la fórmula se ve muy distinta. Julius no aparece nunca con su cámara (apenas lo vemos una vez en su departamento revelando fotos) y además de los negocios, sus paseos lo llevan mucho por plazas, teatros, museos y restaurantes. Muchas de las “historias” le son narradas a Knipl por otros personajes, con lo cual su rol se empequeñece tanto, que en varias planchas ni lo vemos. El tono también muta, de esa nostalgia medio en joda que uno asocia con los textos de Alejandro Dolina hacia una especie de festival del “tiremos fruta”. Katchor se va de mambo (bien) acumulando ideas absurdas, muchas de las cuales están apenas esbozadas: un tour guiado al local desocupado más viejo de los EEUU, el Museo de Arte Inmanente, un negocio que vende aspirinas importadas, guantes de box y decoraciones para tortas de bodas, una empresa que localiza y vende billetes de los años ´60, el Santo Patrono de los que cruzan mal la calle… y así. Miles de conceptos limados (pero no del todo improbables en los tiempos limados que corren) desfilan frente a los ojos de Julius Knipl, para quien nada de esto es demasiado raro, sino que por el contrario, lo vive con total naturalidad. Hay humor (obvio, así es muy fácil), hay ironías y sutilezas, pero tanta acumulación de bizarreadas se hace un poco densa.
Al igual que el primer libro, este termina con una historieta extensa, que es la que da título al volúmen y que Katchor crea especialmente para esta edición. Acá, después de 80 páginas casi sin contar historias, el autor cuenta unas 250, todas entrelazadas entre sí. Cada tipo que menciona a otro, cuenta la historia de ese, ese a su vez cuenta la historia de otro, que por ahí está en una universidad estudiando la obra de tal tipo, que se nos explica en detalle, y a su vez ese personaje recuerda a otro, del que también se nos cuenta la historia, y así todo se va por las ramas, obviamente de modo intencional, hasta volver a la “realidad” de Julius y sus amigos.
No hablé nada del dibujo de Katchor, pero alcanza con decir que es magistral. Su manejo de los grises (logrados con aguadas) es perfecto y la forma en que tuerce las perspectivas (y hasta las letras de los globos) es alucinante. Con esos ángulos fumados y su asombroso poder de observación, Katchor puede tomar un paisaje urbano gris y mediocre y darle no sólo vida, sino incluso magia. Estamos frente a un autor atípico, que labura para un público muy amplio y de paladar muy sofisticado. Un genio indiscutible, pero cuya obra no tiene muchos puntos de contacto con lo que los comiqueros estamos acostumbrados a leer. A ver quién se le anima…
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