“Es sólo un momento” dice el tema de Vicentico. Y esa frase resume mi crítica sobre Jeremy Brood, una historieta realizada por Jan Strnad (el de Sword of the Atom, ¿te acordás?) y el maestro Richard Corben para la revista Epic, allá por 1982-83.
La historia aporta poco, casi nada, pero tiene un momento magistral, una secuencia de esas que se te graban para siempre en la mente y en la que volvés a pensar cada vez que armás tu antología personal de momentos alucinantes del Noveno Arte. Me refiero a la secuencia de cuatro páginas en las que Brood observa cómo los seguidores de Holobar están a punto de sacrificar a Brynne en un altar. Ahí está todo: el clima, la tensión, el montaje, la puesta en escena, el erotismo, la bizarreada. No sé si Strnad le entregó a Corben un guión detallado, con indicaciones minuciosas para cada viñeta o si el gigante de Kansas trabajó simplemente sobre un plot. Lo cierto es que en esas cuatro páginas los autores conjugan sus respectivos talentos y crean una escena impecable, a prueba de balas, majestuosa aún hoy, 30 años después.
El resto es más de lo mismo. El héroe taciturno que cae a un planeta oscurantista y atrasado a salvar a los pobres nativos. Jeremy Brood es el clásico milico yanki, recio, recto y altruista. Lo vemos mostrar algo de humanidad sólo en la primera secuencia, cuando los nervios le juegan una mala pasada y se retira de un entrevero sexual con su co-piloto/ amante (que está buenísima) sin haber logrado la tan ansiada erección (sí, este es un futuro alternativo en el que no existe el viagra). Durante el resto de la novela, Brood asume el rol del líder, del mesías, del Guacho Pistola como si toda su vida se hubiese preparado para eso. No la va a tener excesivamente fácil, ni le va a salir todo gratis, pero su actitud es la del tipo que sabe que la tiene clara. Sobre el final, Strnad pega un volantazo para bajar a Brood del pedestal y está bueno, pero llega un toquecito tarde: cinco viñetas antes del final del libro.
El truco de Jeremy Brood es que arranca como una historia de ciencia-ficción y rápidamente decanta hacia una historia de fantasía épica, no tan distinta de Den (aunque acá el protagonista no muestra la chota). ¿A qué se debe la panquequeada? Yo sospecho que fue Corben el que lo convenció a Strnad de amagar con una cosa y después hacer otra, simplemente porque en 1982 Corben era Gardel en Europa y en Europa no había revistas de fantasía épica y sí de ciencia-ficción. Arrancar la serie con dos cosmonautas en una nave era un magnífico engaña-pichanga para conseguir editor en el Viejo Continente. Por otro lado, el truco del tipo de otra cultura que cae entre “los primitivos”, los salva de un peligro grosso y decide quedarse y formar pareja con una minita local, Strnad lo acababa de hacer en Sword of the Atom, así que seguramente le re-cerró lo de trasladar la saga a un contexto que ya se sabía muy de memoria.
Lo cierto es que leída hoy, Jeremy Brood se salva sólo por la secuencia del altar de sacrificios y por el dibujo de Corben, que está espectacular. Una vez que superás el bajón de esas tipografías amargas y uniformes (presentes en todas las obras de Corben editadas por él mismo en el sello Fantagor), te esperan 64 páginas con un despliegue visual alucinante. La doble página del combate contra los bichos voladores, la escena en la que Brood encuentra al cadáver de su amiga, lo que le pasa al personaje por la mente cuando se tiene que empomar a la virgen para evitar que la maten… todo está obscenamente bien dibujado por este genio de la anatomía, el color y la iluminación. Como siempre, hay momentos en los que Corben camina por la angosta cornisa que da al grotesco, con caras o cuerpos muy exagerados. Eso explica (en parte) su preferencia por los relatos fantásticos, llenos de criaturas extrañas que no tienen por qué verse ni moverse como las que vemos normalmente en el mundo real. Ahí se puede ir al carajo sin que nadie le pase factura, porque son razas que sólo existen en su (infinita) imaginación.
Me imagino que debe ser jodido conseguir hoy en día esta novela gráfica (yo la encontré de pedo en una comiquería acá, en Lima) pero la historia salió serializada en las revistas Epic y 1984. Y seguro hay un recopilatorio español de los ´80. El tema es si vale la pena o no rastrearla, y la respuesta es “según qué tan fanático de Corben seas”. Si no estás totalmente adicto a los dibujos del ídolo, seguí de largo y concentrá tus esfuerzos en conseguir material con guiones más interesantes. El de Jeremy Brood no es exactamente una abominación, pero no alcanza ni a palos para poner a esta historieta entre las obras más importantes de Corben, o del comic para adultos de principios de los ´80, o de la revista Epic. Si querés un comic de Strnad y Corben que te devaste el bocho aún hoy, no te puedo recomendar uno, sino dos: Mutant World y New Tales of the Arabian Nights. Al lado de esas dos, Jeremy Brood pasa muy desapercibida.
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lunes, 18 de junio de 2012
miércoles, 8 de septiembre de 2010
08/ 09: SWORD OF THE ATOM
Para 1983, los dibujantes más grossos de 1963 estaban muertos (Wally Wood), dibujaban comics muy de vez en cuando (Nick Cardy, Alex Toth) o se habían convertido en momias herrumbrosas (Curt Swan, Steve Ditko, Carmine Infantino… hasta el Rey Kirby empezaba a oler a naftalina). Pero había tres grandes de verdad, que seguían dado cátedra como en su mejor momento. Un genio (Gene Colan) y dos maestros: Joe Kubert y Gil Kane.
Hoy me encuentro con este último quien, después de años de batallar en Marvel, se pudrió (como tantos) del despotismo de Jim Shooter y a principios de los ´80 desembarcó en DC, donde ahora el capo era su viejo amigo Dick Giordano. En 1983, Kane y Giordano pergeñaron una extraña vuelta de tuerca para un personaje que el veterano maestro había ayudado a crear a principios de los ´60, pero que nunca había logrado la chapa suficiente para jugar en Primera. Era la época en que DC volvía a experimentar, y lo hacía en el –por entonces- innovador formato de las miniseries. Sword of the Atom pertenece a aquella primera camada de miniseries, esas en las que pasaban cosas importantes, que cambiaban radicalmente el status quo de los personajes, o que revelaban partes importantes del pasado de algun héroe, grupo o personaje medio misterioso.
El ciudadano Kane, fanático del género de espada y brujería, logró lo imposible: convenció a Giordano de convertir a Atom, un héroe científico de la más rancia estirpe Julius-Schwartzeana, en un guerrero tipo Conan. No sé qué le dio de tomar o de fumar a Giordano, pero la propuesta se aprobó y Atom pasó de los laboratorios de la universidad de Ivy Town a la jungla del Matto Grosso, donde –mirá lo que son las casualidades- se topó con una civilización de seres humanos en miniatura, como él, pero amarillos (y no eran los Simpsons!). La historia de cómo Atom llega a la jungla la armó Kane con un guionista especialista en machaca sanguinolienta, que publicaba habitualmente en Heavy Metal o en las revistas de Warren: Jan Strnad (frecuente colaborador de Richard Corben) tenía menos DC que Max Cachimba, pero la verdad es que formó buena dupla con el legendario dibujante.
Lo grosso es el principio: el sacudón brutal al status quo de un personaje que llevaba 20 años paradito en el hombro de algún otro miembro de la JLA. El giro en la relación con su esposa, el choque inicial entre el científico culto y conservador y esta civilización cuasi-salvaje. El resto, son peripecias. Una vez que Atom se adapta a su nuevo entorno, decide que esta vida de espadazos y flechazos tiene más onda que la del profesor universitario/ superhéroe de la B Nacional, el atractivo decae y Strnad llena millones de páginas con aventuras casi intrascendentes, al estilo Conan, pero con mínimas variantes.
Un elemento copado es el de la tecnología. Como esto transcurre en pleno Siglo XX, algo de tecnología se cuela en la trama y para los últimos episodios, ya hay una onda He-Man, donde las espadas conviven con maquinolas power metal. Y el otro es el regreso –en algún punto de las secuelas a la mini original- de Jean Loring, su nuevo novio y Norman, un amigo de Ray Palmer, a interactuar con los personajes del mundo en miniatura. De ahí Strnad saca un juguito bastante piola. Pero el gancho, lo que realmente te atrapa y te hace seguir compenetrado con la historia, es el dibujo de Gil Kane. Acá el prócer no se guarda nada. Despliega todos sus trucos narrativos, toda su galería de escorzos impactantes, esos primeros planos increíbles, y encima se entinta a sí mismo, con lo cual todo se disfruta mucho más. En el último episodio (un one-shot de 1988), cuando Pat Broderick reemplaza a Kane, el libro se desploma y la historia parece caerse a pedazos, aunque en rigor de verdad no es la más floja ni mucho menos (aunque sí la más sangrienta y truculenta).
Sword of the Atom fue un clásico ochentoso de segunda línea (un Platense-Deportivo Español), una serie de culto muy loca, con mucho impacto en un personaje muy conocido pero con pocos fans, un arriesgado cambio de género para un héroe clásico, y además una demostración de la vigencia de un dibujante mítico, que se mantuvo activo, dinámico y actual prácticamente hasta su muerte, a principios de 2000. Hoy se puede leer sin mayor dificultad y hasta disfrutarlo, si te gustan la fantasía heroica o si sos fan del gauchazo Gil.
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