el blog de reseñas de Andrés Accorsi
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sábado, 4 de abril de 2020

SABADO DE ENCIERRO

Hoy no pisé la calle en todo el día, me quiero matar. Pero bueno, es lo que nos toca. Vamos con las reseñas, que para eso estamos.
Hoy me toca ser sumamente injusto con un libro glorioso, nacido para reparar abyectas injusticias. Injusto porque lo voy a reseñar así nomás, sintéticamente, como si fuera uno más de tantos, cuando en realidad es una gema única. En 1998, Glénat armó un Frankenstein maravilloso llamado Héroes Modernos. ¿Qué tiene adentro? Tres obras distintas, compuestas por historias cortas, de la dupla integrada por el escritor y periodista Ignacio Vidal-Folch y el asombroso historietista Miguel Gallardo. Bajo este título genérico se agrupan casi 150 páginas realizadas por este tándem entre principios de los ´80 y mediados de los ´90.
La primera parte está dedicada a las historias de Pepito Magefesa y otros pastiches posmodernos, breves historietas en las que Vidal-Folch y Gallardo juegan a satirizar géneros, desde las artes plásticas a las telenovelas, y por supuesto se ceban mal en su mirada ácida y desangelada hacia la historieta clásica, sobre todo la de los diarios de EEUU. Originalmente estas historias aparecieron en los primeros números de la gloriosa revista Cairo, y se reeditaron alguna vez en un tomo llamado “Pepito Magefesa y otras historias”, que está descatalogado hace décadas y nunca pude conseguir. Imaginate mi alegría cuando me cayó este libro.
La segunda parte compila todas las historias cortas de Perico Carambola, una versión noventosa, más adulta y más sacada, de un personaje clásico del comic humorístico español que fue El Reporter Tribulete. Esto ya lo había sacado Glénat unos años antes, en formato revista. Obviamente en libro me gusta más. Las historias son alucinantes, el dibujo de Gallardo es excelso, los diálogos, las situaciones, todo es una combinación brillante entre delirio y mala leche. Y el tramo final, el más breve, abarca las historias cortas de Roberto España y Manolín (que también habían aparecido en formato revista), una serie en la que Vidal-Folch y Gallardo (a esta altura ya un camaleón, un Metamorpho del dibujo) se mimetizan con los autores de Roberto Alcázar y Pedrín, una serie emblemática del comic español de la época post-Guerra Civil, famoso por bajar una línea muy derechosa, muy alineada (o alienada) con la época más sanguinaria de la dictadura de Francisco Franco. Vidal-Folch y Gallardo invierten la carga ideológica y ponen a estos clones de Roberto Alcázar y Pedrín a predicar la democracia y la corrección política con resultados hilarantes. Una verdadera genialidad que –me da la sensación- en su momento pasó un poco desapercibida.
Soy muy fan de Miguel Gallardo, lo sigo a muerte desde mediados de los ´80 y ya había leído en revistas TODO el material de Héroes Modernos. Pero me hizo muy feliz reencontarme con estos personajes y volver a cagarme de risa como la primera vez.
Me vengo a Argentina, con una grata sorpresa editada en nuestro país a fines de 2019: Rancat Año Uno. En la superficie, parece la enésima historieta de superhéroes, en este caso a cargo de autores argentinos que tratan de imitar la estética yanki. Y algo de eso hay, pero a) está muy bien logrado, escrito por Matts (que si no me equivoco es Matías Timarchi), dibujado por Germán Erramouspe y coloreado por Ramón Bunge a un nivel que no tiene nada que envidiarle al de cualquier producto del mainstream de EEUU, y b) también hay algo más, un filo, una mala leche, una habilidad para llevar al límite la temática del justiciero urbano, que no es tan frecuente en el comic yanki de chabones enmascarados que se cagan a trompadas.
Hasta ahora las historietas de superhéroes argentinos que publicaba Capitán Ediciones eran ambientadas en nuestro país y aptas para todo público. Rancat, por el contrario, está claramente ambientada en EEUU (los personajes incluso se tratan de tú) y tiene montones de elementos no aptos para todo público, desde un nivel de violencia desolador, hasta sexo, corrupción policial zarpada, una red de prostitución infantil o un protagonista (no me animo a ponerle el rótulo de “héroe”) que le da a la falopa. La onda sórdida y grim´n gritty funciona muy bien, el dibujo de Erramouspe es excelente y si no se luce más es porque hay páginas donde Matts se va un poco de mambo con la cantidad de texto.
Al final de la historia más larga hay una más breve, también escrita por Matts y dibujada como los dioses por Facundo Percio, capo absoluto. Y lo mejor es el postre: ocho paginitas, una historia menor, apenas una anécdota, con muy buenos dibujos de Rafael Ortiz y un guionazo de Mauro Mantella, con unos diálogos brillantes. Esto que hace Mantella con Rancat no sólo levanta la temperatura del libro y del personaje, sino que echa por tierra el intento de presentarlo como un héroe yanki. Sólo un argentino puede escribir una historia así, plantearla y resolverla de esa manera, con ese timing, esa mirada, esa impronta. Al final no sé si me hice muy fan de Rancat (me cuesta empatizar con un justiciero urbano sacado, violento y bastante amoral), pero esa última historieta me pareció excelente de verdad.

Nada más, por hoy. Diviértanse como puedan, que nos quedan muchos días de encierro por delante.

martes, 19 de junio de 2012

19/ 06: MAKOKI: FUGA EN LA MODELO

Alguna vez, la historieta fue realmente contracultural y revolucionaria. Incluso en Europa, donde siempre se priorizó una onda más tranqui, más doméstica, más presentable. A fines de los ´70, y en paralelo a la transición democrática, explotó en España el underground más sacado, más extremo del que se tenga memoria. Con la revista El Víbora como nave insignia y la línea chunga como propuesta estética, un grupo de creadores pasados de rosca, talentosos e iconoclastas pusieron de moda un comic en el que gobernaba el descontrol. Historietas violentas, sórdidas, en las que los héroes (así, sin comillas) mentían, robaban y mataban para conseguir guita que gastaban en alcohol y drogas duras, para luego darse a la fuga en lisérgicas peripecias, con la pasma siempre pisándoles los talones. Entre esta fauna de gatillo fácil, estirpe barriobajera y venas picoteadas por la heroína se destacó claramente Makoki, un personaje que en su primera aparición se escapaba de un neuropsiquiátrico.
Fuga en la Modelo incluye, en realidad, dos sagas. En la primera, a Makoki ni se lo nombra. Los protagonistas son el Tío Emo, Cuco y el Niñato, más conocidos como “la Basca” (la barra de amigos). A lo largo de estas 44 páginas, el trío funcionará como una versión aún más lumpen de los Freak Brothers de Gilbert Shelton y se verán envueltos en mil y un sucesos violentos (aunque narrados en clave humorística) hasta llegar a Madrid con varios kilos de hachís comprados a dos mangos en un pueblito cerca de Melilla, en la región controlada por “los moros”. La gracia de esta trepidante aventura está en los diálogos, en la construcción de los personajes y sobre todo en el desarrollo, en la acumulación de peripecias una más zarpada que la otra, hasta llegar a un desenlace totalmente abrupto, escrito a lo bestia y sin final feliz para casi ninguno de los involucrados.
En la segunda aventura del tomo, Fuga en la Modelo, el protagonista es el Tío Emo, que arma un plan para escaparse (junto a otros presos) de la cárcel de Barcelona donde lo tienen encerrado. Makoki y su amigo Morgan reaparecen (en su primera aparición en El Víbora) para ayudar a los presos en su fuga, pero también lo hacen los “villanos” de las primeras aventuras de Makoki: el delirante Doctor Otto y el Robesto, el violento gigante porteño (amante de los tangos), ahora transformado en una especie de cyborg de enorme poder destructivo. La crueldad de Emo (lejos, el más jodido y peligroso miembro de la Basca) está exacerbada en estas 17 páginas y por suerte contrasta un poquito con la “cartoon violence” de las secuencias protagonizadas por Makoki y Morgan. De todos modos, de este cóctel explosivo sólo puede salir un final truculento, con muchísima muerte y destrucción, y –de nuevo- es un final apresurado, abrupto, que resuelve casi todo en poquísimas viñetas.
Leídas hoy, estas historietas exhiben claramente las torpezas y las limitaciones de la dupla autoral. Pero puestas en el contexto de 1980-81, uno entiende perfectamente por qué Miguel Gallardo y Juan Mediavilla se convirtieron en dos de los autores emblemáticos de El Víbora y por qué Makoki y la Basca se ganaron un lugar de privilegio en la cultura popular española. Gallardo y Mediavilla trabajaban juntos el guión, el lápiz y la tinta. Por lo menos en esta primera etapa, cuesta bastante discernir cuándo dibuja uno y cuándo el otro. Yo sospecho que en la aventura de la Basca, hay muchísimo dibujo de Mediavilla (el más salvaje de la dupla, luego adicto a la heroína, como el Niñato), que era el que dibujaba más rápido y se cebaba más metiendo tramitas y cross-hatchings enfermizos. La segunda historia parece tener más dibujos de Gallardo, el que se sentía más cómodo en las páginas con muchas viñetas y manejaba una línea más cercana a la de Elzie Segar. Pero también hay muchísimo cross-hatching, probablemente agregado por Mediavilla. El conjunto de ambos autores es esta mezcla adictiva entre Segar, Benito Jaccovitti y –obviamente- Shelton y Robert Crumb. La acción está caricaturizada, los fondos oscilan entre el laburo minucioso y demencial y la desaparición absoluta, y el rotulado de los –muchísimos- globos y bloques de texto resalta la sensación de cosa extraña, visceral, muchas veces improvisada. Con estas historietas (y algunas anteriores), Gallardo y Mediavilla sentaron las bases de lo que se conoció como “línea chunga”, una estética marginal, sucia, desprolija, pensada mucho más para impactar que para agradar al lector, con un pulso a veces tembloroso (efecto de las drogas) que revelaba la improbable utilización de bocetos o incluso la realización de buena parte de la historieta directamente en tinta, sin dibujarla primero a lápiz. O sea, la antítesis perfecta de la línea clara, que justo en esos años vivía su asombrosa renovación.
Todo era posible en el extraño mundo de Makoki y la Basca y si bien la distancia temporal nos permite ver un montón de cosas que están hechas así nomás, sin pensarlas o laburarlas lo suficiente, estas historietas conservan intactas su pasta de clásicos, siguen transmitiendo esa señal que te dice “Atenti, flaco, que acá está pasando algo nuevo, algo que no pasó nunca y que andá a saber si alguna vez vuelve a pasar”. Si decodificás el slang español de los ´80, esto además de ser estéticamente adictivo, te va a hacer reir mucho. Pero claro, hay que abstraerse del pequeño detalle de que nos estamos riendo de historias en las que “los buenos” son malvivientes, drogadictos y asesinos, y en las que muere bocha de gente. Hoy, no sé si alguien se animaría a publicar historietas así.