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Aylan Kurdi |
El niño de la playa
La emigración será el gran problema del presente siglo, junto a la falta de agua.
12:45 a.m. | 6 de septiembre de 2015
No era necesario verle la cara ni conocer su nombre. Ni escuchar el relato de su padre. Su cuerpecito varado en la arena, acariciado por las olas, es el grito atronador de los desesperados. Era sirio, pero pudo ser sudanés, pakistaní, chino, libio, salvadoreño, somalí, cubano... Son cientos los que mueren cada año en el planeta intentando alcanzar otra frontera.
¿Qué hacemos en Colombia con emigrantes que pasan por este país arriesgando la vida, igual que la familia del niño de la playa? ¿Acaso escuchamos a este u otro gobierno ofreciéndoles refugio, techo, comida, un futuro, dándoles la mano? Y los ciudadanos, ¿clamamos por sus derechos con el mismo fervor que con los deportados colombianos?
Decenas de ellos utilizan Urabá y la ruta del Darién en su tortuoso recorrido hacia Estados Unidos. Van hombres solos y también padres con hijos. Si los caza la policía en una flota, con frecuencia los dejan seguir a condición de pagar un soborno. Otros agentes honestos los detienen y no saben qué hacer con ellos. Lo normal es que sus países –Bangladés o Somalia– no tengan delegación diplomática. Y si cuentan con una embajada en Bogotá, alegan que no hay fondos para repatriarlos.
Los detectados al menos han sobrevivido a un viaje caro y espantoso, con unos tramos recorridos en condiciones infrahumanas. A otros se los traga el mar o la selva, y si llegan a una orilla y los recogen, quedan en el cementerio de Turbo, enterrados sin nombre.
Ahora que el gobierno Santos está conmovido por los compatriotas expulsados de Venezuela como perros, podría voltear la mirada hacia el otro lado y buscar una salida a esos seres humanos llegados de lejos. Poseen las mismas ansias que los nuestros de salir adelante con su esfuerzo, de encontrar una nación que los acoja.
Hace poco estuve en Urabá y conversé con unos policías sobre esos extranjeros. Y estábamos de acuerdo. Pensábamos que no deberían detenerlos, sino mirar para otro lado si advertían su presencia en Turbo o Apartadó, donde demoran varias jornadas escondidos en casas de lugareños que los guardan a cambio de que la red de coyotes les paguen una plata.
Deberían permitirles continuar su ruta hacia La Miel, el pueblito panameño por el que muchos pasan. No hacen daño a nadie, no son delincuentes, y Colombia solo es territorio de tránsito.
Lo bueno sería que los emigrantes asiáticos, latinos y africanos nos vieran como puerto de destino y les abriéramos los brazos. Pero ni siquiera acogemos a los cubanos en busca de asilo del aeropuerto de El Dorado, y hace poco deportamos a un estudiante venezolano a sabiendas de que lo juzgarán sin garantías ni derechos. ¿Qué puede, por tanto, esperar el resto?
Colombia debe abrir la mano no solo a la rica inversión extranjera, también a emigrantes sin recursos, cargados de sueños. Siempre fue un país cerrado, a diferencia de Venezuela, así nos duela reconocerlo.
Los recientes dramas del Táchira, Budapest, el Mediterráneo o la costa turca deberían movernos a pensar que también aquí somos culpables de una tragedia de dimensiones bíblicas para la que no hay soluciones fáciles ni rápidas en ningún lugar del planeta. La emigración será el gran problema del presente siglo, junto a la falta de agua.
Es fácil tirar piedras a europeos y norteamericanos por una fotografía que nos devasta. Y seguir sin mover un dedo cuando el drama toca la puerta de casa.