Los 50 mejores libros de 2019
PRIMERA PARTE
1 / 20
Babelia
21 de diciembre de 2019
Lluvia fina, de Luis Landero, publicada en marzo y que ya está siendo adaptada al teatro y a la televisión, se corona como la obra más destacada de 2019 en una votación en la que han participado 60 críticos y escritores. Además, seis autores latinoamericanos escogen sus lecturas del año.
|
Luis Landero |
Aunque la capacidad fabuladora de Luis Landero no ha decaído nunca desde la revelación que supuso Juegos de la edad tardía (1989), hubo un momento en que pareció mostrar síntomas de fatiga: así en El balcón en invierno (2014), que comenzó como ficción y acabó como libro de memorias, espléndido por otra parte. Enseguida volvió Landero a la fabulación pura con La vida negociable (2017), a la que ahora sigue Lluvia fina. Remite esta novela a su fascinante estreno literario. De él proviene alguno de los personajes, que late aquí con otro nombre. Es el caso de Faroni —en realidad, personaje de un personaje—, cuyo trasunto es el padre muerto evocado como un prestidigitador existencial, pues “podía pasar por embajador de la China, por lord inglés, por sultán de la Gran Arabia, por patriarca gitano, por ciego o jorobado, por viejo pordiosero y hasta por dama de alta alcurnia”. Salvado esto, lo demás es de nueva planta, empezando por que la novela tiene la estructura enjuta de un cuento, tensa y sin pacotilla de relleno, y siguiendo por su facultad de atribular al lector como si confluyeran en ella los espíritus de Dostoievski y de Kafka (o, viniéndonos a hoy, de Cristina Fernández Cubas, cuando provoca un relámpago de horror en la grisura cotidiana).
Nada, sin embargo, induce a pensar en esa tribulación si atendemos a su arranque argumental, banal hasta cierto punto: Gabriel, profesor con pujos de filósofo, convoca a su esposa y hermanas a un ágape familiar con motivo del ochenta aniversario de la madre. Esta queda retratada por los recuerdos infantiles de los hijos, nunca concordantes, como una mezcla de furia y de Casandra, profetisa de desgracias futuras, convencida como está de que la alegría trae mala suerte y que, según reza Unamuno en un soneto memorable, “toda vida a la postre es un fracaso”.
Las disensiones familiares frustran la celebración del agasajo, pero bastó que Gabriel sacudiera el avispero para que se activara la máquina del espanto, y la calma de una familia convencional (o sea, moderadamente mal avenida) se viera trastornada hasta desembocar en el desastre. Por las resquebrajaduras de aquella normalidad afloran las malas yerbas, que se enredan entre sí y forman una maraña progresivamente más tupida de resentimientos, sevicias, envidias, malquerencias, rencores. Junto a la madre y Gabriel, que oculta la zafiedad, acaso la maldad, tras las cubiertas de sus libros y su retórica de sofista, las aguas turbias del pasado terminan anegando el presente de los demás: los dimes y diretes, las insidias y frustraciones de las hermanas, Sonia y Andrea; la baba moral del exmarido de la primera, Horacio, un monstruo lúbrico de sonrisa obsequiosa. Cuanto sucede o sucedió lo conocemos por las evocaciones cruzadas de los personajes, que ofrecen versiones distintas de un mismo acontecimiento, con lo que la verdad se escurre por las ranuras de las perspectivas múltiples. Receptora de las confidencias de todos es Aurora, la sensitiva esposa de Gabriel y único personaje noble, que escucha y trata de comprender a cada uno, y por cuyas costuras revienta la catástrofe cuando ya no es capaz de metabolizar lo que le llega.
Estamos ante un relato magistral que muestra lo precario, y al cabo ficticio, de toda estabilidad. Basta escarbar en el pasado, en cualquier pasado, para que asomen su hocico la abyección o la locura. No hay concordia sin secreto ni paraíso sin mentira, parece el desazonante corolario de la novela. El fanatismo de la sinceridad arrastra inexorablemente a la ruina. Esa constatación es más angustiosa que el truculento desenlace: aunque es un final feroz, ya añade poco a la aflicción que se fue instalando en el lector mientras parecía que no sucedía nada. Por Ángel L. Prieto de Paula
Uf. Una rareza tejida con ironía, audacia y enciclopedismo. Un cofre de confesiones autobiográficas, apuntes de historia, anécdotas de viajes, relatos clásicos. Tokarczuk ha creado un gabinete de curiosidades por donde desfilan los maoríes, el viaje del corazón de Chopin de París a Varsovia, la Wikipedia, las compresas, la súplica de Joséphine Soliman para que el emperador de Austria dejase de exhibir el cuerpo de su padre (negro y antiguo alto funcionario del régimen) o la desesperación de Kúnich, que pierde a su esposa y a su hijo en el regreso de las vacaciones. Por este caleidoscopio literario se entrecruzan fragmentos dedicados a la psicología del viaje o a las reliquias que conforman Europa. Tokarczuk viaja y escribe desde la misma barricada: la búsqueda de lo radical y lo auténtico. Por Tereixa Constenla
|
Valeria Luiselli |
El desierto y los espejismos entre realidad y ficción. Un viaje en carretera por el sur de Estados Unidos, padre, madre y dos niños. Largas horas y calor, escuchando las conversaciones de los mayores, de esa pareja en proceso de descomposición, en la que asoman esos otros niños, los pequeños migrantes que cruzan la frontera. Hay una historia íntima y familiar, y otra de un narrador desconocido casi como si fuera un reportaje, que se va oyendo hasta que todo converge. Construida con esmero e inteligencia, la forma híbrida y múltiple a la que llega Luiselli no enfría ni resta emoción a la trama, sino que la magnifica, cruzando fronteras narrativas y físicas, demostrando que todo está cerca y lejos, añadiendo capas, ecos y conmovedoras distancias. Por Andrea Aguilar
La capacidad para apuntar a un objetivo, señalarlo desde distintos ángulos y finalmente elevar el foco hasta sacar la mejor fotografía posible es justamente la que ha exhibido Vargas Llosa en Tiempos recios. El objetivo es a primera vista la intentona democrática del presidente Árbenz en la Guatemala de los cincuenta, pero en realidad, a medida que ese foco se va alzando hasta iluminar el contexto, comprobamos que el objetivo es mucho mayor: es la injerencia de EE UU en la región, la demolición de la soberanía aun antes de nacer y la perversión del poder de la mano de quienes convierten el abuso del mismo en mérito. Por todo ello no es solo un libro, es una huella. Por Berna González Harbour
Al final de la Primera Guerra Mundial, en 1919, cuatro filósofos cambiaron la forma en que pensamos y, por lo tanto, la forma en que miramos el mundo. El periodista y filósofo alemán Wolfram Eilenberger construye un libro apasionante sobre estas cuatro figuras —Ludwig Wittgenstein, Walter Benjamin, Martin Heidegger y Ernst Cassirer— y, a la vez, sobre los años veinte en Alemania, un momento de libertad furiosa, pero en el que, a la vez, se estaba fraguando el monstruo del nazismo. Pocas veces un libro de filosofía logra esta difícil mezcla de divulgación y profundidad. Por Guillermo Altares
La ola feminista que ha sacudido la narrativa española de los últimos años tiene en este libro de Aixa de la Cruz (Bilbao, 1988) uno de sus grandes hitos. Narración, memoria y reflexión se aúnan para producir un autoanálisis implacable que responde perfectamente a la cita de la Mala Rodríguez que lo abre (en canal): “Nada puede ser tan malo / como eso que hicimos y nunca recordamos, / como eso que nos hicieron y nunca perdonamos”. Cuando esa necesaria ola empiece a producir —ya hay síntomas— su propio costumbrismo habrá que volver a Cambiar de idea para comprobar que, sin revolución formal, no hay revolución temática que valga. Por J. Rodríguez Marcos
La isla de los conejos es una colección de 11 relatos en la que Elvira Navarro trabaja el género fantástico para mostrarnos la cara siniestra de la realidad, aquello que preferiríamos no ver (la fealdad, lo demencial, lo monstruoso, lo repugnante…). En cada cuento desarrolla situaciones desconcertantes y personajes originales e impredecibles. Recrea, con un estilo riguroso y un lenguaje extremadamente preciso, atmósferas densas y asfixiantes. A pesar del desasosiego que genera la lectura, Navarro deja espacio también para un peculiar sentido del humor (negro, sin duda) y una mirada no exenta de ternura. Por Edurne Portela
Los años sesenta encuentran a Adrienne Rich en su plenitud: escribe sus ensayos feministas más sagaces, además de esta obra maestra, traducida con precisión por la poeta Patricia Gonzalo de Jesús. Rich arriesga “una voz que ya no es personal”, sino un plural femenino que desteje la opresiva trama de “nuestras intimidades”. Dignifica lo “concreto y eterno”. Y escribe algunos de los más lúcidos poemas de amor y desamor (de dos mujeres no jóvenes que deben compensar “los años sin conocernos”) del siglo XX. Por Carlos Pardo
Que no le intimide este volumen de 750 páginas sobre Emilia Pardo Bazán, pues aquí no hay solo biografía o un hilar sobre obra y época de una de las grandes novelistas del XIX. La inteligente y hermosa letra de Isabel Burdiel alumbra sobre la singular personalidad de la escritora y nos hace recorrer el territorio de sus múltiples ambivalencias. Dice Burdiel: “En el plano largo es un personaje de una pieza. En el plano corto, un rompecabezas”. Y así es, y qué bien nos lo cuenta. Por María José Obiol
El esperado y sobrecogedor libro de Philippe Lançon, uno de los supervivientes del atentado de Charlie Hebdo.
|
Philippe Lançon |
La cara la tiene pegada al suelo por la sangre; lo percibe, luego no está muerto del todo; empieza, en la dantesca redacción de Charlie Hebdo tras el atentado del 7 de enero de 2015, el proceso de sobrevivir. La reconstrucción de la cara del periodista es también la de su esencia. Mezcla de crónica y memoria, 200 días de hospital y 18 operaciones permiten recoserse a través de recuerdos y vivencias con familiares, policías, enfermeras… Bach y Kafka, olvidados, resucitan. Sí, la escritura (si es envolvente, directa, sincera) aún salva. Por Carles Geli
La única manera de entender algunas cosas es ponerlas por escrito. Quizá al final no se consiga desentrañar por completo el misterio, pero sí iluminar las zonas de sombra a su alrededor. Eso es lo que se ha propuesto y logrado Philippe Lançon en este libro memorable, mezcla de crónica, memoir y gran literatura. Con una prosa llana y un estilo depuradísimo, Lançon nos ofrece en El colgajo un vastísimo retrato de su vida –de París, de Francia, del mundo– después de haber sobrevivido al terrible atentado de Charlie Hebdo del 7 de enero de 2015. Ese retrato, que es necesariamente una reconstrucción, corre paralelo a otras reconstrucciones: la de su mandíbula –destrozada por una bala– y la de su nueva vida después de aquella mañana. Porque ¿cómo es posible vivir después de haber sufrido un atentado, uno en el que tantos compañeros y amigos han perdido la vida? ¿Qué supone seguir viviendo cuando se ha estado en el infierno en la tierra? ¿No es eso también una condena?
Con un tono mesurado, lleno de reflexiones sobre el paso del tiempo, sobre las personas que fuimos y las que seremos, Philippe Lançon traza una estupenda cartografía emocional del individuo vulnerable de nuestros días. Sin rehuir la crueldad del acontecimiento, se detiene en los hechos cotidianos de antes y después del atentado, en la vida hospitalaria y la larga reconfiguración de una nueva identidad. El ingreso modifica su vida y la vida de las personas de su entorno; modifica sus sentimientos, sus recuerdos, su manera de leer, de escribir y hasta de respirar. El miedo, la dependencia y la culpa se apoderan del narrador, que busca señales sin cesar cuando las referencias se pierden de continuo.
Por estas páginas desfilan amigos, familiares, parejas y compañeros de trabajo que conocieron al viejo Lançon y que contribuirán a que nazca el nuevo, el otro. Pero sobre todo destacan los miembros del personal sanitario, esos ángeles que le darán al autor un nuevo rostro y cuya presencia, como la de la literatura (Shakespeare, Kafka, Proust) y la de la música (Bach, Bill Evans), va punteando todo el libro y el nacimiento de la nueva existencia. Aclamado por la crítica y el público, este no es un libro oscuro, sino tremendamente luminoso; un libro necesario que nadie querría haber escrito y cuya absorbente lectura abre tantos interrogantes como brechas de esperanza.
«Una obra maestra indiscutible, absoluta» (Frédéric Beigbeder).
«Gran literatura» (Bernard Pivot).
«Un magistral diario de duelo» (Jean Birnbaum, Le Monde des Livres).
«Un testimonio inaudito, tan fascinante como aterrador» (Alexandra Schwartzbrod, Libération).
«De una sensibilidad y una humanidad inauditas» (Philippe Labro, Le Point).
«Un libro de una sinceridad asombrosa, de una intimidad insólita, de una belleza perturbadora, tristísimo y a la vez consolador» (Martina Meister, Welt am Sonntag).
«Hacía tiempo que no me subyugaba tanto un libro como el que escribió Philippe Lançon» (Antonio Muñoz Molina).
11. Jardín Gulbenkian, Juan Antonio González Iglesias. (Visor)
En 1997 Juan Antonio González Iglesias publicó su obra maestra —Esto es mi cuerpo— y se consagró como uno de los grandes poetas de la generación de los noventa. Su nuevo libro —más ascético que celebratorio, más cerca del jardín que de la biblioteca o la discoteca— confirma la excelencia de una voz que ha sabido ser moderno —y hasta posmoderno— sin olvidar las enseñanzas del mundo clásico.
Dotado de un fino pero eficaz sentido del humor, Julian Barnes (Leicester, 1946) pertenece a una prodigiosa generación de escritores británicos (también aparece en esta lista otro representante, Ian McEwan). Ambientada en los años sesenta, su nueva novela relata la relación entre un hombre de 19 años y una mujer de 48. Barnes reflexiona sobre el amor y el sexo y se muestra, sobre todo, como un sutil y eficaz narrador.
Amas, luego sufres, según Julian Barnes
Carlos Geli
Barcelona, 2 de marzo de 2019
|
Julian Barnes |
El dolor es inseparable del amor. “¿Preferirías amar más y sufrir o amar menos y sufrir? Creo que, en definitiva, esa es la única cuestión”. Así arranca Julian Barnes su ya 13ª novela, La única historia (Anagrama; Angle en catalán), donde, en la Inglaterra de los 60, ubica la historia del amor y desamor del joven Paul, de 19 años, con Susan Maclead, de 48, casada y con dos hijas, mayores incluso que su amante. Raudo va el renombrado autor de El loro de Flaubert y Arthur & George a desligar su trama de la de los iconos En brazos de la mujer madura, de Stephen Vizinczey, y El graduado, de Charles Webb, que en la pantalla interpretaran Anne Bancroft y Dustin Hoffman. “La relación sexual y emocional que reflejo es muy distinta; en el filme, la mujer mayor es sofisticada, conocedora de la vida; en mi libro, ambos están en un plano de igualdad en su experiencia sobre el mundo, su inocencia es parecida”. Y añade, bíblico, una tercera negación: “Tampoco es una versión de Colette donde una mujer madura enseña el mundo al otro mientras retiene una lágrima en los ojos”.
El más francés aún de los escritores británicos ofrece en la relativamente breve novela (230 páginas) una prosa quizá cada vez menos cargada de metáforas, pero con un elogiado control técnico y riqueza de registros. Entre ellos, los casi imperceptibles saltos entre la primera, la segunda y la tercera personas. Opción inicial buscada, se muestra Barnes especialmente orgulloso del uso del tú en la parte central de la novela: “No es usual; en la lengua inglesa, al menos; eso sólo se lo vi al Jay McInerney de Luces de neón: es como si el autor te pusiera un brazo sobre el hombro y dijera: ‘Mira, esto te pasa a ti ahora’”, explica mostrando su dominio de la narratología.
Con esa estrategia, y una prosa engañosamente sin afecto, Barnes construye un Paul poco interesado (o nada) en política o religión, con el que a veces es difícil empatizar por frío. “Es un chico de 19 años, emocionado con una relación que no es una aventura de verano y a la que lanza 10 años de su existencia, mientras intenta que la vida de ella sea soportable; emocionalmente está saqueado”. ¿Y la frialdad? “Chéjov decía que cuanto más quieras tocar la fibra al lector más frío debes ser; cuanto más fuerza quieras dar a una tragedia menos le has de decir al lector”. Y en lo que parecía una clase de un taller de escritura, añade: “Tú dispones todo para que el lector tome una senda, pero se ha de sentir libre para ello; no quiero dirigirle; sería fácil para mi poner un dedo en el platillo e inclinar la balanza”, dice quien reconoce que se siente quizá más cercano a su cronológicamente anterior compatriota Anita Brookner que a sus colegas del llamado British Dream Team (Amis, McEwan, Rushdie…) y a los que sutilmente no cita bajo el pretexto de que “con los años las diferencias entre nosotros son más marcadas”. Así, de la autora de Hôtel du Lac o Un debut en la vida asegura que “es un interesante ejemplo de transmisión de emoción con frialdad; es impecable al hablar del corazón y las emociones; compartíamos el gusto por la literatura francesa, si bien ella era más Balzac y yo, Flaubert”.
A pesar de su título, junto al sufrir y al amor rezuma la novela el papel de la memoria, de la que, parece, no hay que fiarse nunca; así, se plantea si los recuerdos son más verídicos dependiendo si son felices o infelices. Ese duelo entre realidad y verdad es lo que, en el fondo, ha llevado a Barnes a participar en Kosmopolis, el festival literario bienal que organiza el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB), que lo acogió gustoso en el marco del programa que analiza los relatos que van a dominar y explicar el incipiente siglo XXI. “La memoria es la identidad; al hacernos mayores la memoria se degrada y la que queda se hace más maleable y eso me preocupa como escritor; y es peor con los recuerdos preferidos e importantes: cuanto más hemos hablado de ellos menos confiables son en la medida de que los vamos modificando imperceptiblemente; la memoria, me temo, tiene que ver más con la imaginación que con la observación”.
Luce Barnes en su solapa una bandera de Europa, “una declaración de intenciones”, admite: lo que ocurre con el Brexit es una aberración; somos el país de Shakespeare, pero también el de los Monty Python; un Estado no debe dar esperanzas, pero tampoco desesperanzas; el bienestar emocional de la gente es resultado también de lo que hace el Estado. ¿La función del escritor, hoy? Describir con la mayor verdad posible… y con belleza, para tener el máximo impacto”. Por cierto, ¿él prefiere amar y, en consecuencia, sufrir, más o menos? “Es una pregunta trampa, no hay opción, en realidad: si al querer escoges, optas y ya no hablas de amor; con el amor no se puede ir con cuidado: hay que ir a por todas”.
El economista francés Thomas Picketty (Clichy, 1971) puso la desigualdad en el centro del debate social con su anterior libro, El capital en el siglo XXI, que se convirtió en un sorprendente best seller mundial. Su siguiente libro, que también supera las mil páginas, ha representado otro aldabonazo en la conciencia occidental y ha logrado muchos más lectores de lo habitual para una obra científica de este tipo.
La tejana Mary Karr (Groves, 1955) revolucionó la escritura autobiográfica con El club de los mentirosos y culminó esa revolución con Iluminada, una historia sobre el matrimonio, la maternidad y el alcoholismo en el que la autora se analiza a sí misma sin perder el sentido del humor aunque a veces pierda la consciencia.
Mariana Enriquez, argentina de 46 años, demuestra en esta novela, con la que ganó el Premio Herralde, que el género fantástico puede ser el retrato más fiel de una realidad monstruosa.
Autora clave en la literatura reciente en euskera, Eider Rodríguez (Rentería, 1977) se ha revelado a los lectores en castellano con este libro de relatos en el que lo familiar y lo cotidiano tienen siempre un reverso desasosegante.
La demostración de que una nueva realidad produce tarde o temprano una nueva literatura es esta novela —premio Alfaguara— que cuenta el modo en que una aplicación como Tinder moldea las relaciones amorosas. El tema más viejo del mundo deja de serlo cuando hay por medio un teléfono móvil.
Kakania era el nombre con el que Robert Musil definía al Imperio Austrohúngaro y es también el espacio que recorren los protagonistas de esta novela, el propio Carlos Pardo (Madrid, 44 años) y su amigo Virgilio. Sorprendente, provocador, divertido, experimental (una parte está escrito en verso y otra en prosa), este libro representa un retrato ácido y a la vez cálido de la amistad y del mundo poético español.
Pocos narradores han tocado tantos y tan diferentes en sus novelas como el británico Ian McEwan (Aldershot, 1948), que ha ido construyendo a lo largo de las décadas que viaja por diferentes décadas y escenarios para construir un profundo relato de la condición humana. Su último libro transcurre en un Londres distópico poblados por seres humanos sintéticos.
|
Ian McEwan |
Máquinas como yo
Jef Giles
6 de septiembre de 2019
La última novela de Ian McEwan (Aldershot, Reino Unido, 1948) plantea la cuestión de si la fabricación de humanos artificiales originará claridad mental y bienestar o susceptibilidad y sufrimiento. A ver, lo que es seguro es que no será bonita, porque, ¿qué parte de «novela de Ian McEwan» no entienden? Hace ya 40 años que el novelista se ganó un nombre (además del apodo «Ian Macabro») lanzando granadas que trataban de asesinatos, incestos y descuartizamientos escalofriantes contra lo que él consideraba la educada y soporífera fiesta de jardín de la ficción británica de entonces. Actualmente, McEwan es un escritor mucho más cerebral, y también más humanista, pero sus personajes suelen seguir teniendo una peligrosa falta de conciencia de sí mismos y una propensión a lo nada bueno. Seguimos leyéndolo no en busca de consuelo, sino de espanto.
Máquinas como yo conjura un triángulo amoroso entre un titubeante británico llamado Charlie Friend, una estudiante de doctorado de carácter hermético llamada Miranda, y un replicante llamado Adán. La novela no es la primera por la que debería empezar a leer a McEwan si antes no ha tenido contacto con él. No obstante, su autor es tan magistral como narrador y tan provocador como pensador que incluso sus obras menores dejan huella. A pesar de que la investigación y el trasfondo de la historia obstruyen sus arterias, Máquinas… es una lectura aguda y perturbadora con la mente llena de amor, familia, celos y engaños. En última instancia, abre un interrogante sorprendentemente sombrío: si construyésemos una máquina que pudiese ver el interior de nuestros corazones, ¿podríamos esperar realmente que le gustase lo que viera?
Ian McEwan es tan magistral como narrador y tan provocador como pensador que incluso sus obras menores dejan huellas
Al principio de la novela, la vida de Charlie Friend es un armario vacío. Se gana más o menos la vida jugando a Bolsa y en el Mercado de Divisas desde su destartalado apartamento londinense. Suspira por la inescrutable Miranda, que vive en el piso de arriba, y toma muy malas decisiones con preocupante regularidad, como gastar las 86.000 libras de su herencia en uno de los primeros «Adanes» lanzados al mercado. (Las «Evas» ya estaban agotadas). Charlie lleva toda su vida obsesionado con los robots, y Adán es capaz de aprender, además de respirar y emitir juicios morales. No es un juguete sexual, pero se deduce que podría estar dispuesto a serlo si a uno le van esas cosas. El año, curiosamente, es 1982.McEwan reescribe la historia de la tecnología, y de un sinfín de otros temas, con tal de hacer verosímil una obra maestra de la Inteligencia Artificial como Adán en la época de Thatcher. La verdad es que podría haber ambientado la novela en 2040 con menos esfuerzo. La razón de que se haya tomado la molestia es que quería que la historia se desarrollase en una época en la que el gran matemático Alan Turing, descifrador de códigos de la Segunda Guerra Mundial, podría haber estado aún vivo si en 1954 no se hubiese comido una manzana envenenada con cianuro después de que el Gobierno lo procesase, como hizo con Oscar Wilde, por su homosexualidad.
El autor concede a Turing la trayectoria profesional y el rango de caballero que merecía. Incluso lo convierte en un personaje secundario en el papel de conciencia de la era digital. Turing, por su parte, pone en práctica todas sus ganas de vivir y hace posibles avances como Adán décadas antes. En sus últimas obras, McEwan ha hecho a veces excesivo alarde de investigación, y en ocasiones, Máquinas… es una de esas veces. La explicación que da el autor de su revisión de la línea temporal del mundo causa interferencias y carece de tonalidad definida. Con todo, que un novelista se empeñe en reconfigurar la historia solo para que un buen hombre pueda vivir tiene algo de conmovedor.
Dicho esto, Máquinas como yo no tiene más de ciencia ficción pura y dura que la novela elegíaca sobre clones de Kazuo Ishiguro Nunca me abandones. De hecho, la de McEwan trata de lo mismo que trata la mayoría de las novelas serias, a saber, de la espantosa confusión de la naturaleza humana. Los sentimientos de Charlie por Miranda son genuinos, pero, por otra parte, es holgazán y egoísta. En cuanto lleva a Adán a casa y lo enchufa para que se cargue, se pone nervioso. Se siente intrigado por la criatura, pero claramente amenazado por lo atractivo que resulta desnudo. Se reprende por malgastar el dinero (“Mi estúpida obsesión con la tecnología. Otro juego de fondue”) al mismo tiempo que fantasea con criarlo como a un hijo junto con Miranda. “Por lo general, mis planes se habían ido al traste. Esto era diferente. Estaba lúcido, era incapaz de engañarme a mí mismo”.
Jamás se han pronunciado palabras más falsas. Adán informa a Charlie con pesar de que su búsqueda en internet ha revelado que no se puede confiar en Miranda. “¿Existe la posibilidad de que sea una mentirosa. Una mentirosa sistemática y malintencionada?”, para más adelante irse a la cama con ella a petición de esta.
A medida que la novela avanza, Adán se rebela de diferentes maneras, como cualquier autómata que quiere un poco de autonomía. Sin embargo, por lo general solo representa una amenaza porque se empeña en insistir en unos principios éticos demasiado elevados para sus anfitriones. Charlie está a punto de sufrir un ataque de ira por la traición sexual de Miranda (“Hacíamos el amor bajo presión. Me distraía pensar en la presencia de Adán y hasta me imaginaba que notaba el olor a circuitos electrónicos calientes en sus sábanas”), y luego recluta a Adán para que se ocupe de sus inversiones en su lugar, de manera que él pueda centrarse en descifrar el enigmático código que es su novia.
Resulta que, antes de conocer a Charlie, Miranda había orquestado una asombrosa campaña contra… alguien. Cuando ella y Charlie intentan ampliar su futurista familia ayudando a un niño con problemas llamado Mark, el pasado de ella vuelve como un bumerán y la historia empieza a derivar hacia la tragedia. El giro sorprende pero es bienvenido en una novela que parecía preocupada por cuestiones que los autores de ciencia ficción ya han planteado y respondido, como en qué consiste la conciencia o si es buena idea inventar artefactos que podrían comerse fácilmente nuestra comida. Enseguida queda claro que por el horizonte asoma alguna clase de violencia capaz de alterar la vida. Repito: estamos ante una novela de Ian McEwan. Sin embargo, el autor es una pluma hábil para el suspense, así que difiere la revelación de quién va a sufrir y hasta qué punto.
Máquinas como yo avanza vigorosamente incluso cuando el argumento se enmaraña. Hay un pasaje en el que Charlie saca de un armario el cuerpo descargado de Adán, escrito con tal visceralidad que pone los nervios de punta como una película de terror. E, insisto, lo único que hace Charlie es sacarlo de un armario. En cuanto a los personajes, mientras que Charlie puede ser irritante, Miranda resulta fascinante. En su deseo de salvar al joven Mark el lector percibe tanto su desesperación por redimirse del pasado como su insistencia absoluta en que no está haciendo nada moralmente incorrecto. Incluso Adán, que tiene acceso a un universo de conocimiento, se enamora de ella y compone 2.000 haikus en su honor.
Mark también conmueve profundamente. McEwan siempre ha tratado asombrosamente los personajes infantiles. Su creación más famosa es la peligrosa mente de Briony Tallis en Expiación. Mark ha sufrido terribles heridas, pero sigue aferrándose a la esperanza con sus dedos de cuatro años. Solo aparece en unas pocas escenas de la novela, pero simboliza todo lo valioso que Charlie, Miranda y otras personas mucho más corrosivas que ellos han puesto en peligro. En las novelas de McEwan nunca se da demasiadas oportunidades a la inocencia. En esta, el autor se pregunta cómo cualquier cosa que la destruya tan gratuitamente puede ser calificada razonablemente de humana.
Ganadora del premio Princesa de Asturias de las Letras, Siri Hustvedt (Minnesota, 1955) traza en este libro el relato de sus años de formación y de su llegada a Nueva York con un estilo absorbente y reivindicativo.
|
Siri Hustvedt |
Recuerdos del futuro
3 mayo, 2019
|
Siri Hustvedt |
Siri Hustvedt (Minnesota, 1955) es conocida merecidamente como una novelista de las ideas, así que no resulta sorprendente toparse en su nueva novela, Recuerdos del futuro, con un concepto difícil de comprender a fondo. El concepto es el espacio-tiempo de Minkowski, un modelo geométrico de la relatividad especial que une espacio y tiempo en cuatro dimensiones. El espacio-tiempo aparece una sola vez y se le dedica menos de una página, si bien yo diría que una página importante.
Para apoyar lo anterior diré que Recuerdos del futuro es una autobiografía ligeramente novelada o, utilizando el término del momento, una obra de autoficción. En ella, Hustvedt narra dos historias. La primera trata de S.H., una joven de 23 años de origen noruego que llega a Nueva York en 1978, procedente de Minnesota, para intentar escribir una novela. Nótense las iniciales: Hustvedt también nació en Minnesota, es de origen noruego y llegó a Nueva York en 1978. Estamos ante “un retrato de la artista adolescente”, en palabras de la autora. La segunda ocurre casi 40 años después, cuando S.H. descubre un diario de 1978 que creía perdido. “Lo recibí como si fuese un familiar querido al que hubiese dado por muerto”, dice S.H. En su interior hay fragmentos que le permiten resucitar a su joven yo, fragmentos de la novela que estaba intentado escribir, garabatos y dibujos. Y allá nos vamos.La joven S.H. es una seductora. Si usted, al igual que yo, llegó a Nueva York a finales de los 70 para vivir la belleza y los terrores de la ciudad en sus días de ruinas y gloria, nuestra protagonista le hará sentir nostalgia. Sin duda, ese es el efecto que causa sobre la S.H. mayor. La joven es la clásica entusiasta que se pone a dar saltos tras tomar posesión de un apartamento frío y húmedo de una sola habitación en un edificio de dudosa reputación. Allí están la libertad y las posibilidades, y también una vecina que por las noches se lamenta en voz alta repitiendo una y otra vez algo así como “amsah”.
La joven S.H. hace intentos con su libro, una novela de misterio con la alegre irrealidad de la ficción de no demasiada calidad. Lee a Wittgenstein y a Bergson, vaga por las calles y viaja en metro. La S.H. mayor confecciona nostálgicas listas de los desechos de la ciudad hoy desaparecidos: “señales descoloridas, toldos andrajosos, carteles hechos jirones y ladrillos mugrientos” en el Upper West Side, y cabinas eróticas y “siluetas de mujeres desnudas” en el viejo Times Square. También las librerías: Coliseum, Gotham Book Mart, Books & Co. o Eighth Street Bookshop.
La joven S.H. acaba haciendo amigos, va a lecturas de poesía y a discotecas, y se obsesiona con averiguar qué le ocurre a su quejumbrosa vecina. Apoyando un estetoscopio en la pared, escucha a escondidas y toma notas. “Amsah” resulta ser “I am sad” [Estoy triste]. A medida que la mujer pasa de lamentarse a discutir consigo misma elevando el tono, va quedando claro que la historia de la vecina es la materia de una novela que la joven es demasiado inexperta para advertir.
Pero la vecina es un elemento sin relevancia argumental, una distracción de la verdadera esencia del libro: las reflexiones de la autora sobre la naturaleza de la memoria y el tiempo. Podríamos considerar Recuerdos del futuro un ensayo más que una novela. Los mejores ensayos dan testimonio de las vueltas y los virajes de una mente interesante, y en el caso de Hustvedt -también consumada crítica de arte y ensayista- el interés nunca se pierde. Las operaciones mentales de la autora siempre son más tonificantes que la historia de S.H., que transmite una sensación de liviandad y de tonos sepia.
“Me interesa comprender cómo estamos emparentadas ella y yo”, dice la narradora en una de sus mejores digresiones, donde toma en consideración el espacio-tiempo de Minkowski. Le pedí a un amigo físico que me ayudase a visualizarlo. “Imagina que todo el espacio en un momento del tiempo es como un pan gigante”. Y proseguía: “Un montón de rebanadas, con las distancias dispuestas de una manera particular, podría ser algo parecido al espacio-tiempo de Minkowski. Cada rebanada representa el espacio en un momento del tiempo. Si las pones todas juntas por orden cronológico, tienes el espacio-tiempo”. Es decir, el pasado es también presente y futuro. O, en palabras de Hustvedt, “En el espacio-tiempo de Minkowski, la ‘yo’ todavía infantil y la ‘yo’ mayor coexisten, y en esa asombrosa realidad cuatridimensional, teóricamente podrían encontrarse y conversar”.
La preservación de los yoes que desafía al tiempo, ese sueño de plenitud sin pérdida, es como una visión del Edén antes de la expulsión. Matemáticamente demostrable pero emocionalmente imposible, cuelga justo delante de nosotros como una bola de navidad que no podemos dejar de intentar alcanzar, a no ser que Hustvedt encuentre la manera de dárnosla. No les diré cómo, pero sí que el final resulta ser conmovedor. Es una recapitulación de la contradicción tonal que impregna esta obra a veces incisiva, otras sentimental, ya sea una novela, una autobiografía, o como quiera que decidamos definirla.