Mario Vargas Llosa, Patricia Llosa, Carlos Fuentes, Juan Carlos Onetti,
Aquellos sí eran puticlubs
Juan Tallón
21 de abril de 2013
Hay muchos puticlubs, pero ninguno es el de Junta Larsen. Ni el de don Anselmo. La literatura está plagada de prostíbulos que solo son eso, prostíbulos, hombres, mujeres, mala música, olor a desinfectante. En cambio, las «casas» de Junta y don Anselmo representan complejos símbolos, además de burdeles. En realidad, son utopías, hasta que un día se desmoronan, como todo lo bello. Si solo fuesen prostíbulos, tal vez siguiesen abiertos, como todo lo atroz. Cuando Juan Carlos Onetti y Mario Vargas Llosa publican en los años 60 Juntacadáveres y La casa verde, respectivamente, están en algún sentido fundando algo parecido a una «literatura de prostíbulo», que, como el nombre indica, no tiene demasiado que ver con los prostíbulos —que hacía mucho tiempo que aparecían en la literatura universal— pero sí con su metáfora. La modernidad y grosería del capitalismo había producido, para aquellos años, una época grotesca de gloria y desgracia, placer e inmundicia, esplendor y ocaso, simultáneamente. Y los burdeles de Vargas Llosa y Onetti reflejaban ese escenario, tratado por el particular estilo de cada autor. Hay una variante de la modernidad en estos libros, imposible de desligar de la decadencia, que crece sobre una voz que escucha en su cabeza el protagonista, a menudo un individuo enigmático, oscuro, sin pasado, o en todo caso con un oscuro pasado. Esa voz dice: «¡Funda un prostíbulo, che!».
El infortunio me persigue, y seguramente el día de mi nacimiento había en el cielo alguna mala estrella o cometa u otro astro maligno. Recuerdo que conocí, hace tiempo, a un mecánico que había estado trabajando en Francia y que luego había vuelto, y decía que también él era infortunado. Ese mecánico se juntó con unos jovenzuelos; salían de noche con un coche, sujetaban una cadena a los cierres metálicos y luego ponían en marcha el coche, y el cierre se salía de quicio y se enrollaba, y ellos entraban en las tiendas y robaban. Pues bien, aquel mecánico tenía una guillotina tatuada en el pecho, y debajo un letrero: Pas de chance, que en francés quiere decir, precisamente: «nada de suerte.» Al mover los músculos del pecho parecía como que la cuchilla de la guillotina cayese, y él decía que ese sería su fin. A decir verdad, no acabó en la guillotina, pero se ganó cinco años de cárcel. Bueno, pues también yo debería tener un letrero similar en el pecho, o incluso en la frente: «nada de suerte.» Todos hacen lo que yo he hecho, pero a los demás les va bien y a mí no. Así, pues, soy infortunado, y con toda seguridad alguien me quiere mal, o será que el mundo entero la tiene tomada conmigo.
Habían elegido Anacapri para la luna de miel porque Giacomo había estado allí unos meses antes y deseaba regresar con su mujer. Giacomo había estado en primavera y recordaba el aire fresco y puro y el sol dorado sobre miríadas de flores que rondaban los insectos, ante el mar violeta. Pero cuando llegaron a la isla todo resultó muy distinto. Estaban a mediados de agosto, en un verano bochornoso, con el cielo nublado por los lívidos vapores de la canícula; y en Anacapri no encontraron flores, ni aire puro, ni el mar violeta alabado por Giacomo. Los senderos serpenteantes de la campiña estaban cubiertos por una harina amarilla y áspera, el polvo de cuatro meses de sequía, sobre la que incluso los lagartos —que se deslizan tan levemente— dejaban un rastro profundo. Al mirar al campo se veían —sorprendentes en esa época del año— aquí y allá, frondas rojas y marrones o incluso árboles enteramente muertos por falta de agua. El aire, nutrido por el polvo de la tierra quemada, estaba inmóvil, tan seco que resultaba doloroso en la nariz, sin aromas marinos o florales, cargado del olor acre de los excrementos secos y las piedras caldeadas. En el mar, el hermoso color violado que hacía pensar en bancos de violetas flotantes a ras de agua, se había mudado en un gris espejeante donde el cielo del siroco reflejaba fastidiosamente su triste luz deslumbradora.
Nunca he podido soportar el ruido del agua corriendo en la oscuridad mientras a su alrededor murmura la lluvia. Fuentes estrepitosas en la noche, dentro del vasto crujido de un temporal, resaca metálica del mar azotado por una efímera llovizna, lúgubre borboteo de una gárgola de hierro en las tinieblas de una calleja inundada, el oír un agua rumorear en la oscuridad mientras enormes cantidades de agua se derraman desde el cielo sobre la tierra me irrita y me indigna como un exceso casi increíble. Sobre todo en la ciudad, el agua tan alegre de las fuentes se convierte para mí, en las noches lluviosas, en una verdadera persecución. Pienso entonces en la ciudad como un gran cuerpo llegado a un supremo grado de descomposición, el cual, bajo el diluvio que lo pudre, gime y desborda en los lugares más inesperados el abundante humor que lo hincha y lo hace pesado.
La enfermedad había durado cerca de un par de meses; en cuanto Tancredi estuvo en disposición de andar, sus padres decidieron mandarlo al mar. Encontraron un chalet en una playa y comenzaron los habituales preparativos para la partida. Pero el muchacho miraba con malestar aquellas prematuras maletas, aquellas ropas que no habían tenido tiempo de impregnarse del punzante olor de la naftalina. La idea de esas vacaciones anticipadas trastornaba un oscuro sentimiento suyo de orden; por otro lado, interrumpir los estudios, aunque no se sentía capaz de proseguirlos, le parecía un acto grave, un salto en la oscuridad. En realidad no se daba cuenta de que para él había acabado la infancia y de que comenzaba la inquieta y turbia adolescencia. Se había metido en la cama con bucles, caprichoso y violento, y se alzaba de ella con el pelo cortado y liso sobre la flaca nuca, sin ganas, débil y lleno de obsesiones. Antaño no había sabido lo que eran la repugnancia, el miedo o el remordimiento; ahora, cien cosas le daban asco; el miedo se había instalado junto a él y no le dejaba ni un momento; experimentaba un continuo remordimiento, aunque, por muchos esfuerzos que hacía, no conseguía recordar con qué culpa se había manchado. Sin embargo, seguía siendo el mismo Tancredi para su madre, que durante todo el viaje lo trató como a un niño; y esto le hizo enfurecer de vergüenza. Cuando llegaron a la playa, la madre, a la que le gustaba jugar a las cartas y que había encontrado otras personas con los mismos gustos, lo confió a la criada Verónica para que lo vigilase y lo acompañase a la playa. Esta llevó al muchacho unos días a la playa; después lo vigiló un poco menos y por último dejó de ocuparse de él: Tancredi quedó solo y enteramente libre.
Un joyero, de nombre Dragotis, recibió una proposición bastante ventajosa de un tal Ataman, intermediario. Se trataba de dirigirse a una ciudad cercana para mostrar ciertas joyas de gran precio a una persona enriquecida que quería adornar con ellas a su esposa. Al joyero le pareció que ésta era una buena ocasión para iniciar a su único hijo, Cosma, en la práctica de los negocios. Por otra parte, Cosma ya se había ejercitado en opera-dones de menor cuantía; y aunque distraído y como desinteresado, debido a los volubles humores de su juvenil edad, demostraba ser despierto y con dones naturales; más aún, a veces dejaba asombrado a su padre con su inesperada sagacidad. El joyero dijo a su hijo que tendría que dirigirse a esa ciudad junto con el intermediario, persona de su entera confianza. Le daría una cartera de cuero con las joyas. Le proporcionó toda clase de aclaraciones sobre los precios y las cualidades de la mercancía. Por lo demás, sólo se trataba de los preliminares: de enseñar las joyas a la señora, que, estando encinta, no se encontraba en condiciones de afrontar un viaje a la capital; luego el padre iría en persona a cerrar la venta.
Aunque muy distintos uno del otro, Perrone y Mostallino eran inseparables, si bien en realidad no los unía la amistad, sino, como a menudo ocurre, la casualidad y las distracciones comunes.
Todos los hombres, y la mayoría sin saberlo, prestan a las horas, a los días, a las estaciones y a los años el mudable color de sus propios sentimientos. Para muchos, la mañana es angustiosa y la noche alegre, o bien al contrario. Las estaciones aparecen favorables o desfavorables según los casos. Los mismos años, mientras duran la memoria y la esperanza, se distinguen en afortunados o infortunados, en tranquilos o azarosos y así sucesivamente. Esta facultad de dar un carácter a las divisiones convencionales del tiempo está viva sobre todo en la juventud, edad en la que cada momento que pasa parece nuevo antes de vivirlo y es insustituible tan pronto como ha pasado; con la edad madura, y sobre todo con la vejez, se debilita, dominada por la costumbre, y al fin se apaga. Pero el noble Tarcisio, quizás porque vivía ocioso a sus cuarenta años igual que a los veinte, y no había dejado que el trabajo convirtiese el tiempo, como quiere el proverbio, en oro, conservaba intacto este poder; y para él, como en la adolescencia, cada minuto de la jornada, cada día del mes, cada estación del año conservaban esa fisonomía adusta o amable que tienen para el jugador, incluso cuando pierde y la partida se acerca a su fin, las diversas figuras de las cartas. Tarcisio, a los cuarenta y cinco años pasados, había perdido definitivamente su partida; y cualquier otro, en su lugar, no habría esperado ya nada de los años que le restaban de vida, numerosos quizá, pero de escaso valor, semejantes en todo a las cartas bajas que quedan en la mano cuando se han tirado todos los triunfos. Sin embargo, se obstinaba en esperar; y los años de la madurez lo encontraban con tanta ilusión como aquellos otros, ya lejanos, de la primera juventud.
Un tal Urati, mecánico, tras haber servido como camarero durante unos diez días en un chalet, se había quedado con la idea fija de introducirse a hurtadillas una noche en él y echar mano a cuantos objetos de valor allí se encontraban. Urati no tenía antecedentes, pero esos diez días de servicio, como él mismo decía, le abrieron los ojos. Allí dentro había, pensaba él, lo suficiente para vivir a sus anchas y sin trabajar durante unos años. Se confió a un sencillo y rudo camarada, llamado Lopresto. Urati, nacido en la ciudad, tenía las apariencias de un burgués; y mientras no se veían sus manos callosas y deformadas, con uñas rotas y negras, lo podían tomar incluso por un estudiante o un joven empleado. Más aún, su cara afilada y morena, de nariz recta y fino bigote, recordaba mucho la de un célebre actor cinematográfico. Lopresto, en cambio, era un campesino y no sólo tenía informes y rudas las manos, sino también el rostro, sobre el cual, en cualquier circunstancia, restaba la expresión atónita y retrasada de quien está habituado al trabajo manual y reflexiona poco. Urati le dijo a Lopresto que podían hacerse ricos sin esfuerzo y sin peligro y le expuso su plan. Urati tenía un gran ascendiente sobre Lopresto. No necesitó mucho, con su charla perentoria y desenvuelta, para convencer, o mejor dicho para aturdir a su compañero. Este, tras hacer dos o tres objeciones ridículas y totalmente ajenas al tema, se rindió casi de inmediato ante las burlas de Urati y aceptó.
Queridísima Nora: ¿Sabes a quién encontré últimamente? A Diana. ¿La recuerdas? Diana, la que estaba con nosotras en el colegio de hermanas francesas. Diana, la hija única de aquel hombracho rústico, propietario de tierras en Maremma. Diana, que jamás había conocido a su madre, muerta al darla a luz. Diana, de quien decíamos que tan fría, blanca, limpia, sana, con su cabello rubio y sus ojos azules y su cuerpo formado como el de una estatua, se convertiría en una de esas mujeres insensibles y frías que tal vez echan al mundo una bandada de hijos, pero no conocen el amor.
Un día que mi mujer andaba de mal humor le dijo la verdad a aquella buena señora que nos traía la ayuda de la Sociedad Asistencial de Roma y que no dejaba de preguntarnos por qué traíamos tantos hijos al mundo: “Si tuviéramos dinero, en la noche iríamos al cine… Pero como no lo tenemos, nos vamos a la cama y así nacen los hijos”. La señora se sintió ofendida al oír tales palabras y se fue sin decir nada. Yo regañé a mi mujer porque no es bueno decir siempre la verdad, y antes de decirla uno debe saber con quién trata.
La calle se mostraba como una especie de túnel bajo una bóveda de diminuto y plumoso follaje verde y amarillo. Sostenían esta nube de hojas otoñales determinados árboles cuyos troncos eran de una negrura violenta y como carbonizada, que parecían empapados por toda la lluvia de los días anteriores. Innumerables hojas verdes y amarillas derribadas por el agua sobre el pellejo negro y graso del asfalto habían quedado adheridas haciéndolo parecer manchado como la piel de la pantera. En un sitio se había formado un gran montón de esas hojas; el verde y el amarillo, mezclándose y reluciendo por el agua, daban la ilusión de un oro copioso vomitado por la rotura de un cofre; y era una extraña visión, casi digna de ser deplorada como una gran riqueza inexplicablemente abandonada y despreciada. Yo no padecía, pero sabía que si hubiese tenido un dolor aquellos colores tan fuertes me habrían hecho sufrir, como todo detalle de excesiva evidencia al que una sensibilidad herida atribuye inmediatamente un significado. Así, en cuanto salimos de la casa, le hice notar a Livio el color de esas hojas y de esos troncos. Pero él meneó la cabeza y contestó que no tenía la mente como para eso. A continuación, con un tono suplicante, me pidió que no lo dejara: quería estar conmigo algo más.
Dacia Maraini: «Alberto Moravia era un padre y un hijo para mí»
A 30 años de la muerte del eterno escritor romano, entrevistamos a la que fue su compañera durante dos décadas, autora de la que Altamarea publica una nueva novela de sororidad, epidemia y confinamiento en la Sicilia del siglo XVIIIBruno Padilla del Valle
24 de septiembre de 2020
No todos los días se tiene la oportunidad de dialogar con una de las figuras más emblemáticas de las letras italianas contemporáneas. El arte de la conversación, del intercambio de ideas, fue uno de los elementos que unió a la escritora Dacia Maraini (Fiesole, 1936) con otros grandes personajes del país transalpino y de la cultura europea del siglo pasado. Entre ellos se hallaba Alberto Moravia (1907-1990), con quien mantuvo una relación sentimental, y no menos intelectual, a lo largo de dos décadas. También Pier Paolo Pasolini (1922-1975), uno de sus mejores amigos y compañero de batallas; más de una, perdida. Pero parece a todas luces injusto acordarse solo de ella como testigo y cómplice, sobre todo porque la justicia es uno de los grandes temas de la obra de Maraini.
También es de justicia, pues en nuestro país no ha recibido nunca la atención que merece, el hecho de que la editorial Altamarea publique estos días su última novela bajo el título Trío. Dos amigas, un hombre y la peste en Sicilia. Libro recién salido del horno del confinamiento y que, pese a su ambientación en un episodio lejano en la historia de Italia, tiene mucho que ver con nuestro pandémico (sobre)vivir. Un lanzamiento que se suma al que este mismo sello realizó en verano de otro título suyo,Isolina. La mujer descuartizada, publicado originalmente hace 35 años como crónica sobre un horrible e ignoto caso de violencia de género ocurrido en 1900.
Fallecidas ya otras insignes autoras del siglo XX como Natalia Ginzburg, Elsa Morante, Alda Merini u Oriana Fallaci, Maraini resta en la actualidad como la más traducida y reconocida (ganadora de los premios Formentor, Campiello y Strega), sobresaliendo además como candidata al Nobel de literatura desde 2014. A la novela y el ensayo ha sumado en su amplísima trayectoria la dramaturgia y la poesía, así como la escritura de guiones para cineastas como Marco Ferreri, Margarethe von Trotta y el propio Pasolini.
Con tanto a sus espaldas, a día de hoy no se resigna a representar un mero tópico –uno habitual es el de historia viva– y se muestra más activa que nunca, tanto publicando como compartiendo su visión de las cosas en escuelas y medios de comunicación. Asombran la humildad, la gentileza y el respeto desde los que atiende esta videoentrevista. Sin grandes aspavientos ni exaltaciones, dice mucho más de lo que su tono calmo aparenta, aunque es siempre justo aquello que pretende decir.
Alberto Moravia: más allá de lo conyugal
En el momento en que se conocieron, Alberto Moravia tenía 55 años y Dacia Maraini, 26. Él ya había estado casado con Elsa Morante, de la que no llegó a obtener el divorcio, mientras que ella también venía de un matrimonio-fracaso, en su caso mucho más breve, con el pintor Lucio Pozzi (que la había abandonado estando embarazada; perdió ese hijo al séptimo mes, como cuenta en el libro Cuerpo feliz, editado por Altamarea en 2019). Todo comenzó entre ellos cuando Alberto le escribió a Dacia el prólogo de su primer libro, que bien podría considerarse el prólogo de una hermosa relación que se extendió más allá de la amorosa. Ahora ella, de alguna forma, escribe el epílogo a aquella correspondencia que incluso trascendió la muerte de él.
Cuando falleció, el 26 de septiembre de 1990, Moravia estaba a punto de cumplir la edad que ahora tiene Maraini. Por entonces ya llevaba unos años casado con la española Carmen Llera. El día anterior a sufrir la hemorragia cerebral, Alberto había ido a ver a Dacia y le había pedido que lo acompañara a la casa de Sabaudia junto a la playa (la que ambos habían tenido en común con Pasolini) para coger unos zapatos que había olvidado. Por eso, cuando a la mañana siguiente le dieron la mala noticia, ella casi no lo creía. Más tarde pensó –según ha contado– que la muerte de Moravia había estado a la altura de su carácter: «rápido, valiente, impaciente, racional, sin sentimentalismos ni cursilerías inútiles». A Maraini no solo no le molesta seguir hablando de él 30 años después; se diría que es feliz evocando aquellos días junto al autor de obras cardinales de la narrativa contemporánea (Los indiferentes, La romana, El conformista, El desprecio, Dos mujeres…) y su historia de amistad inagotable.
Pregunta.-En La grande festa (2011), donde usted entabla un diálogo imaginario con seres queridos y ausentes, escribió que Moravia representaba la eternidad, pero el tiempo sigue pasando aquí, en el mundo de los vivos. En estos 30 años, ¿qué ha extrañado más de su relación con él? Respuesta.- Sobre todo lo sigo echando de menos, muchísimo, como el hombre afectuoso y delicioso que era: atento a los demás, muy dulce. No tenía nada de machista, nada del hombre que quiere dominar, poseer, controlar… por eso fue tan amado por las mujeres. No es casualidad que conviviese con tres escritoras, porque siempre fue muy respetuoso hacia nosotras. Creo que esto lo hacía particularmente sensible y encantador.
«Moravia no tenía mucho interés por las instituciones: ni el matrimonio, ni la familia»
P.- El hecho de que mencione a las tres mujeres de su vida me recuerda a la novela de Moravia El amor conyugal (1947), en la que el protagonista se muestra contrario a los convencionalismos en este tipo de relaciones. ¿Cree que se asemeja esa concepción de la pareja a la propia de él? R.- Desde luego él no tenía mucho interés por las instituciones: ni el matrimonio, ni la familia… Entendía que la pareja se basa en el afecto y la confluencia de intereses. Por ejemplo, nosotros estábamos muy bien juntos cuando viajábamos, porque era una pasión para ambos. También la lectura. Podíamos estar horas, uno junto al otro, leyendo. Nos unía la curiosidad cultural e intelectual. Él era crítico de cine para el diario L’Espresso, así que iba casi todos los días. Yo, en cambio, lo llevaba más al teatro. Creo que la pareja se basa en eso, porque el amor llega hasta un cierto punto. De hecho, nosotros seguimos viéndonos muy a menudo después de que se hubiera casado con Carmen [Llera], cada dos o tres días, porque la amistad perduraba.
P.- Tanto usted como sobre todo Llera eran mucho más jóvenes que Moravia, y es curioso porque él decía: «Las mujeres me han educado». Estamos habituados al prejuicio de que en esas relaciones el hombre, siendo mayor, tiene una actitud paternalista, pero usted ha destacado que a él le gustaba estar rodeado de gente joven para seguir contagiándose de esa energía. R.- Es que él no tenía en absoluto una actitud altiva de maestro, sino justo lo contrario: quería aprender. Todos los escritores noveles se le acercaban, pero sobre todo era él quien preguntaba. Por ejemplo, en el 68 era todo oídos, porque quería entender aquel movimiento y escuchaba a los jóvenes. Y lo mismo con el feminismo, porque cuando nos conocimos ciertamente él no sabía nada de aquello, pero siempre estaba muy interesado en las nuevas ideas y jamás tenía una actitud de rechazo o superioridad. Aquella forma de ser hacía que pareciese mucho más joven. De hecho, siempre he pensado que él para mí era un padre y un hijo.
P.- Hablando de paternidades, en el prólogo al libro de Moravia ¿De qué tribu eres? (Altamarea, 2019), escribe de él que habría podido ser antropólogo, como su padre Fosco Maraini. Esa curiosidad de ustedes dos por conocer otras culturas, ¿de dónde parte? R.- A Alberto le encantaba viajar, aunque su acercamiento a esas culturas diversas era más histórico y filosófico. Yo sí creo haber heredado de mi padre esa visión antropológica respecto de la realidad, me interesa muchísimo aunque sea desde mi faceta habitual de narradora.
P.- En esos viajes se hizo muy frecuente la presencia de Pasolini, ¿no es cierto? R.- Sí, venia a menudo con nosotros. Pier Paolo era realmente un amigo extraordinario, de un carácter tranquilo, tímido y dulcísimo. Muchos no se creen esto cuando lo cuento, porque tenía esa dualidad: cuando escribía se mostraba muy duro y provocador, pero en su vida diaria era incapaz de hacerle daño a una mosca. Nunca alzaba la voz ni se ofendía. Viajar con él era todo un placer, porque jamás se cansaba y se adaptaba a todo, como nosotros dos: ya hubiera que dormir en el suelo, en el coche o en una misión religiosa, atravesar por medio del fango o aguantar sin comida ni bebida durante horas. Así eran nuestros viajes, nos movíamos sin grandes comodidades y fuera del itinerario turístico.
«Todos los escritores noveles se acercaban a Moravia, pero sobre todo era él quien preguntaba. En el 68 era todo oídos, quería entender aquel movimiento»
P.- La turistificación podría ser señalada como una de las grandes plagas del mundo actual. En su ensayo El hombre como fin (1964), Moravia ya hablaba de la mercantilización del individuo que más tarde también Pasolini sostendría, y ambos criticaron la Europa del siglo XX por hipócrita y acomodaticia. ¿Se plantea alguna vez qué dirían de la actual? R.- Bueno, sin duda ambos fueron proféticos al hablar de la transformación de la civilización europea en todo lo que tiene que ver con el consumismo. Pienso que hoy día habrían sido francos y muy duros en lo que respecta a la globalización, la velocidad del mundo, el fetichismo de la tecnología.
Entre las declaraciones visionarias de Moravia, tenemos las que hizo para El País en agosto de 1980: «Podría decirse que ahora el mundo es global […] Si yo me ocupo de un pequeño pueblo de 5.000 habitantes, veo todo muy realmente, muy concretamente […] Ahora que vivo en el mundo, todo se ha hecho abstracto y hay que tener mucha fuerza para comprender lo que hay debajo de ciertas fórmulas y detrás de cada eslogan».
R.- Hablando de la tecnología, ahora queremos atribuirle la capacidad de darnos un remedio para la pandemia, pero hemos visto que este pequeño microorganismo es más fuerte que cualquier solución tecnológica. Un misterio ante el que nuestro cuerpo (a diferencia de la tecnología, que se puede desarrollar) queda inerme, expuesto a sus debilidades y su fragilidad. Creo que estas cuestiones ya las predijo en cierto modo Alberto, y luego a esas ideas Pier Paolo le añadió pasión, emotividad poética. Porque recordemos que Pasolini era, antes que cualquier otra cosa, un gran poeta, como dijo Alberto con lágrimas en los ojos en aquel famoso discurso.
Se refiere Maraini a las inolvidables palabras que pronunció Moravia en el funeral de su amigo, el 5 de noviembre de 1975, para poner de manifiesto la grandeza de una figura que Italia llora todavía hoy: «Hemos perdido, ante todo, a un poeta. Y no hay muchos poetas en el mundo, solo nacen tres o cuatro en un siglo. Cuando termine este siglo, Pasolini será uno de los pocos que contarán como poeta. El poeta debe ser sagrado».
«En el mundo de hoy, Moravia y Pasolini habrían sido muy duros criticando el fetichismo de la tecnología»
P.- Es inmenso el legado de Pasolini y sin duda aquel reconocimiento de Moravia lo engrandeció aún más. Pero, respecto a usted misma, ¿no ha estado nunca temerosa de la sombra que la figura de Moravia pudiese ejercer sobre la suya propia como escritora? R.- Pues mire, al inicio de nuestra relación tenía ese temor. Para colmo, alguno incluso llegó a decir que mis libros los escribía él [ríe]… por entonces, muchos no creían que una mujer pudiese tener talento. Pero yo lo amaba tanto que esos comentarios, aunque me molestaban, jamás entorpecieron nuestra vida de pareja. Él siempre se alegró por mis éxitos porque era un hombre generoso, no sentía a los demás como rivales. Elsa Morante, su primera mujer, logró una gran repercusión con su obra y a veces hasta mayores ventas que Alberto, pero él nunca cayó en la mezquindad de competir con ella; era demasiado inteligente para eso.
Paradójicamente, la muerte de Moravia pareció traer algo de justicia poética a la carrera de Maraini, quien ese mismo año publicaría La larga vida de Marianna Ucrìa (1990), convertido a la sazón en el mayor de sus éxitos. La desgracia fue que él no viviera para leerlo ni asistir a su gran acogida. En esa década y las posteriores, la autora florentina siguió alumbrando libros importantes, convirtiéndose sin pretenderlo en aquella idea que Moravia tenía del escritor como testigo, poseedor de «la verdad de quienes presencian los hechos de su tiempo y los reproducen con honestidad». También las obras de Maraini, aun cuando se centran en sucesos remotos, nos hablan del mundo de hoy.
«Trío»: la humanidad como enfermedad incurable
Fue durante la preparación de La larga vida de Marianna Ucrìa, en la década de 1980, cuando Dacia Maraini tuvo conocimiento de la historia que este año ha convertido en Trío. Dos amigas, un hombre y la peste en Sicilia. Por entonces investigaba sobre esta isla italiana y el siglo XVIII para dar contexto a su novela, consultando no solo libros, sino también documentos de la época como testamentos, cartas o diarios. Un día se topó con unas crónicas sobre la peste en Messina que la impresionaron. Eran el relato de una tragedia que comienza en 1743, con una embarcación procedente de Grecia y doce marineros a bordo que, sin saberlo, portan la enfermedad. Con el paso de los meses, la bacteria arrasa con un 70% de la población que habitaba la llamada puerta de Sicilia, con la salvedad de unos pocos que han logrado huir.
Muchos años después de conocer esta historia, en 2006, Maraini publicó un cuento de apenas diez páginas con aquel escenario de fondo. Se trataba de un sencillo relato amoroso en el que una mujer escapa de la peste con su marido y se refugian en la montaña. A la autora le parecía interesante la idea de que, en una situación de extremo riesgo, los sentimientos se vuelven más intensos. Y ahí quedó la cosa hasta este 2020, con la llegada de la pandemia y un confinamiento que la obligó a pasar tres meses encerrada en casa, sola. Fue entonces cuando la asaltó aquella historia y sus paralelismos con la situación actual. Recuperó la historia y la reescribió como novela, con una novedad argumental decisiva: la relación de amor sería a tres, con dos mujeres protagonistas, amigas desde la infancia que, desde un estatus diferente (esposa la una, amante la otra) comparten al mismo hombre y luchan por que que su amistad sobreviva.
Resulta inevitable pensar en otras ternas que han sido esenciales en la trayectoria vital de Dacia Maraini. Tres fueron a menudo, como hemos contado, en su amistad con Alberto Moravia y Pier Paolo Pasolini. Tres mujeres, también, acompañaron a Moravia como pareja a lo largo de tres etapas distintas, primero Elsa Morante (1941-1962), luego la propia Maraini (1962-1983) y finalmente Carmen Llera (1986-1990).
Pregunta.- La idea del enamoramiento tiene en este relato la connotación de una dolencia: «Para nosotras, las mujeres, el amor es como una enfermedad incurable», expresa una de las protagonistas. ¿Por qué ha querido darle ese matiz en nuestro contexto actual? Respuesta.- Desde el punto de vista psicológico, es impresionante comprobar cómo el ser humano no ha cambiado mucho desde aquella epidemia en Sicilia. Todavía hoy nos ponemos a buscar al autor, al responsable, igual que entonces fue lo primero que se hizo. En la crisis actual, se ha ido apuntando como culpables a un complot internacional, al Estado porque esconde las cosas, a China, a la gran industria farmacéutica…
P.- Parece que necesitemos un enemigo menos abstracto que el virus. R.- Exacto. De hecho, la otra cuestión comparable a entonces es el miedo, que no produce nunca nada bueno. Hay una parte de la sociedad que reacciona bien, con generosidad y solidaridad, pero diría que es una minoría. Para la mayoría, el miedo está sacando a la luz unos sentimientos que permanecían ocultos, como en secreto: aislamiento, odio, agresividad. Estas reacciones me inquietan porque yo, que ya he vivido una guerra, no querría pasar por otra. Y el ambiente que estamos percibiendo, usted mismo lo estará viendo, es muy parecido al de una guerra. Asistimos a una explosión de violencia en todo el mundo.
«El miedo al virus está sacando a la luz sentimientos ocultos: aislamiento, odio, agresividad. Yo, que ya he vivido una guerra, no querría pasar por otra»
Un apunte sobre la infancia de Dacia y el origen de su desasosiego. Teniendo ella apenas dos años, su familia abandonó la Italia fascista para recalar en Japón, donde su padre Fosco había obtenido una beca para continuar su carrera como etnólogo. Poco después y debido al pacto firmado por la República de Saló, los Maraini acabarían confinados en un campo de concentración japonés entre 1943 y 1946, una brutal experiencia que la escritora evocó más tarde en la colección de poemas Mangiami pure (1978).
P.- La crueldad de los prejuicios sociales es otro de los temas que suelen interesarle. En Trío leemos: «Para él dos mujeres que aman al mismo hombre no pueden pensar más que en veneno y cuchillos». Colocar en primer plano de este relato un ejemplo de sororidad, ¿es una forma de luchar contra esas ideas nocivas? R.- Absolutamente. Pienso que la amistad es lo más sagrado que pueda existir, siempre y cuando no sea interesada ni haya sexo de por medio. El sexo es mucho más salvaje, animalesco, suele tender a la exclusividad; por tanto, es difícil de controlar, como ocurre por ejemplo con los celos. Por contra, la amistad deviene algo precioso que puede durar toda la vida, y no es exclusiva. En Trío no solo quería introducir como protagonistas a estas dos mujeres jóvenes e inteligentes que son muy amigas, sino también esa nueva cultura que se instala entre ellas, de forma inconsciente, y que está naciendo en ese momento para sustituir al feudalismo. Este se basaba en una relación vertical entre señor y siervo en todos los ámbitos; incluso en el matrimonio, donde esposa e hijos eran propiedad del padre de familia. Sin embargo en Europa, a mitad del siglo XVIII, surgen esas ideas nuevas, que más tarde desembocarán en la Ilustración, fundadas en el deseo y la demanda de libertad, lo que comportaba igualdad a todos los niveles. De alguna forma, ellas sienten esa nueva cultura que invade el continente y, como son abiertas y buenas lectoras (lo que resulta fundamental), la aplican a su amistad con un libre albedrío que antes habría sido imposible.
P.- Tras leerla, he pensado en Trío como una versión (muy diferente) de Jules y Jim, en este caso con dos mujeres en el triángulo de afectos. Lo que me resulta interesante de su libro es que estas mujeres no son solo protagonistas, sino también narradoras subjetivas. ¿Cuál fue el motivo de darle forma epistolar a su novela? R.- La idea me vino a la cabeza porque, en aquel periodo histórico sobre el que tanto he leído, todo se escribía a través de cartas. Por ejemplo, muchísimas obras filosóficas de la época tenían formato epistolar. Se ha de tener en cuenta que entonces el correo postal era importantísimo, se escribía a diario porque no había ningún otro medio de comunicación, y las cartas eran el medio esencial para la difusión y el intercambio de las ideas. Por eso cuando comencé a escribir, de una forma bastante espontánea, me salió reproducir aquel estilo, aquel modo de proceder y de hablarse que era típico del siglo XVIII.
P.- Personalmente, su novela me ha hecho pensar en otro tema de actualidad como es el poliamor u otras tendencias en la línea de las relaciones líquidas definidas por Zygmunt Bauman. Me resulta curioso pensar que el confinamiento quizá nos haya obligado más al amor doméstico y haya dificultado las relaciones abiertas. ¿Qué opina de estas formas nuevas (si lo son) de entender el amor? R.- Bueno… es una cuestión complicada. Estamos en una época en que la libertad se ha convertido en una conquista que todos reivindican, y por desgracia en el mundo no es que abunde. Yo no creo que se pueda hablar de una libertad sexual en sí misma, y en cualquier caso no existe si no se tiene libertad de pensamiento, de palabra, de movimiento. La libertad es una complejidad maravillosa, muy anhelada y defendida, pero siempre ha de darse en el marco de la sacralidad –aunque lo digo como persona laica– del otro. Para respetar ese principio, no hacen falta reglas hipócritas; basta una cierta sensibilidad hacia la otra persona.
«La amistad es lo más sagrado que pueda existir. El sexo es más salvaje, animalesco, tiende a la exclusividad»
Quizá ahí reside la clave de que Maraini apueste, al menos en este tramo de su vida, por un sentimiento menos tiránico que el amoroso: «La amistad es eterna, el amor es frágil, delicado, está destinado a morir joven», escribe una de sus heroínas. Ambas llevan esta relación a tres bandas con naturalidad y juntas evocan al marido/amante ausente. Por Helena de Troya estalló una guerra, pero aquí no, ya que en medio de la tragedia, la amistad se presenta como «la única certeza del futuro». De alguna forma, lo que les hace sobrevivir mentalmente a la pandemia es contarlo a la otra, compartirlo. Por eso es vital que Maraini cuente esta historia, porque son historias como esta las únicas que nos pueden salvar.
«Isolina»: escribir para dar voz a la justicia
La historia real de la que emerge el otro libro de Dacia Maraini que Altamarea ha editado este año, bajo el título Isolina. La mujer descuartizada, no es menos asombrosa ni menos oportuna. El suceso tuvo lugar en el año 1900, con la ciudad de Verona como escenario (no neutral, como veremos). Isolina era una chiquilla, bastante ingenua, de una familia muy pobre. Tiene un amorío con un militar, de la familia aristocrática Trivulzio. Se queda embarazada y quiere tenerlo, pero él está aterrorizado, porque se vería obligado a casarse con una mujer de clase baja. Entonces la invita a cenar y, junto a otros oficiales, la fuerza a abortar en una sala cerrada del restaurante. Isolina muere desangrada. Ellos la cortan en pedazos, los meten en bolsas y las arrojan al río Adigio, hasta que tiempo después son rescatadas e identificados los restos de la chica. A Trivulzio lo apresan y rápidamente lo condenan, pero en ese momento se activa una maquinaria de intimidaciones, pruebas desaparecidas y falsos testimonios para que absuelvan al teniente.
Ocho décadas más tarde, un editor encarga a Maraini –junto a otros destacados escritores italianos– un libro para una serie sobre casos de la crónica de sucesos del pasado. Le da un listado de temas a elegir, pero ninguno le convence, así que ella misma comienza a indagar en los diarios de finales del siglo XIX y principios del XX. Así da con la desconocida y silenciada historia de Isolina. No se lo piensa, pese a que es 1980 y el país (el mundo) quizá no esté tan preparado para un crudísimo relato de violencia de género y sistémica. Su estilo es seco y cortante, conciso y directo. Se me ocurre que tal vez tampoco hoy estemos preparados como sociedad para mirar de frente esta realidad, pero ahí la tenemos, delante de nuestros ojos.
Pregunta.- ¿Qué le llevó en aquel momento a elegir este asunto tan áspero para el lector? Respuesta.- Es importante contextualizar en torno a Verona, una ciudad cuya población mayoritaria por aquel entonces eran militares de profesión. Muchos de ellos se sentían con el derecho de ir por ahí tonteando con estas chicas humildes, porque las ricas estaban más protegidas. En cambio, las jóvenes dedicadas a profesiones modestas (lavanderas, costureras, planchaderas…) eran frecuente objeto de desfogue para los militares. Isolina fue una de tantas, y si de algo pecó fue de candidez a la hora de poner esperanzas en su relación con Trivulzio. El argumento tenía que ver con la violencia de género, pero también con una mirada social sobre aquello que constituye la relación entre una institución y los ciudadanos, sobre todo los más pobres e indefensos. Cuando Trivulzio va a ser juzgado, el ejército italiano decide que esa mancha no puede atribuirse a la institución, y es eso lo que me pareció interesante del caso: que si una institución protege a un acusado, se convierte en cómplice de su crimen, como ocurrió aquí.
P.- En el caso de Isolina lo terrible, además, es que los pocos que la defendían, lo hacían con fines políticos (aunque fuesen antimilitaristas y, para muchos, loables). Como señala usted, sus propios abogados provocan que la víctima quede en un segundo plano. R.- Para mí, había un doble discurso de violencia, tanto privada como pública, que quise evidenciar. Le di un enfoque político, si se quiere, pero a mi manera: analizando todos los particulares de la historia, documentándome durante más de un año con los periódicos de la época, porque no se conservan otros testimonios. Hasta la tumba de Isolina fue eliminada, y no quedó ni su nombre en los registros del cementerio. Aquel libro era casi un acto de reivindicación, de justicia sobre la figura de esta jovencita, que además fue injuriada continuamente durante el proceso. Por eso lo escribí, para darle voz a la justicia.
«Si una institución protege a un acusado, como hizo el ejército italiano en el caso Isolina, se convierte en cómplice de su crimen»
P.- Su libro también me ha sacudido por ciertas similitudes del relato, tristemente, con la actualidad. Aquí en España hemos tenido de forma reciente un famoso caso de violación en grupo (La Manada) que, pese a las pruebas bastante claras, dividió a la opinión pública. Como en el caso Isolina, a veces el juicio moral a la víctima parecía pesar más, ¿qué es lo que no ha cambiado tanto desde 1900? R.- Creo que ciertos hombres débiles, que identifican la propia virilidad con la posesión de una mujer, están aterrados por la libertad que el género femenino ha conquistado. Como las mujeres se han hecho más aguerridas, decisoras y autónomas, para algunos se han convertido en una amenaza. Pero son aquellos hombres que no han entendido lo que significa la paridad y piensan que el dominio (el enjuiciamiento, el control, el maltrato) sobre las mujeres es parte del destino, algo que viene dado por naturaleza. Esos hombres, acaso los más frágiles, son aquellos que actúan con mayor brutalidad, porque no se ven capaces de soportar un cambio de roles. Incluso cuando no son conscientes, es esa la idea que subyace en sus acciones: te violo para humillarte, porque debes estar en tu sitio y no creerte independiente de mí.
P.- Creo que otro de los motivos por los que su libro resulta tan vigente es por la incidencia hoy día de los juicios mediáticos, como fue el de Isolina en su época. Su libro demuestra, por un lado, que el poder de los medios y su influencia en la opinión pública vienen de muy lejos. Por otro, que el periodismo de investigación (como el que usted puso en práctica para esta obra) es necesario. ¿Cree que en el mundo actual sigue habiendo sitio para este tipo de crónica? R.- Algún espacio queda, sí. Como ejemplo aquí en Italia tenemos la Rai 3 [cadena televisiva pública] que, aunque dispone de escasos recursos, cuenta con algunos periodistas de investigación muy buenos. Pero son pocos. La mayoría de las televisiones se basan en el escándalo, la repetición de viejas fórmulas, las mujeres vistas y exhibidas como cuerpos. Pero también en las redes sociales asistimos a comportamientos de una violencia verbal y una misoginia horrendas; además de anónimas, muy a menudo, y por tanto aún más viles. Incluso el lenguaje en estos canales resulta insoportable por su pobreza, superficialidad y vulgaridad, como si los mensajes salieran en forma de vómito social.
«No pretendo atacar al estómago del lector apelando a sus emociones más primitivas, yo quiero hacer que razone»
P.- La entiendo porque, además, sé que una de sus mayores motivaciones es la justicia, pero las ideologías y los sentimientos pueden afectar a la interpretación que cada uno hace de esa idea. ¿Cómo se puede evitar el sensacionalismo, la simplificación, incluso cuando se pretende hacer justicia (aunque sea escribiendo, como en su caso)? R.- De hecho no es nada fácil, porque el riesgo de que ciertos temas caigan en lo morboso siempre está ahí. En Isolina traté de atenerme a un lenguaje muy sencillo, límpido, lo más transparente posible. Cuando escribo novelas, mi estilo suele ser más rico en metáforas y otras figuras literarias, pero aquí quise mantener un tono sobrio justamente para evitar la complacencia. Quizá me divierto más escribiendo ficción, donde incluso me gusta probar invenciones lingüísticas, pero para este tipo de relato suelo crear una mayor distancia. Mi intención era jugar lo menos posible con la imaginación, centrándome en los hechos, las palabras del proceso. No pretendo atacar al estómago del lector apelando a sus emociones más primitivas, yo quiero hacer que razone.
Dicho y hecho. Al menos por unas horas, olvidamos la saturación de imágenes a la que estamos acostumbrados (e insensibilizados) y nos hacemos partícipes de otro grado de rigor, de honestidad, para representar la realidad. Por si a alguno se le había olvidado, las palabras son todo aquello con lo que contamos, literalmente. Dacia Maraini, con toda justicia, las ha conseguido restituir para nosotros.
Altamarea Ediciones ha publicado de Dacia Maraini los libros Trío. Dos amigas, un hombre y la peste en Sicilia (2020), Isolina. La mujer descuartizada (2020), Cuerpo feliz. Mujeres, revoluciones y un hijo perdido (2019) y Los años rotos (2018). De Alberto Moravia ha incluido en su catálogo ¿De qué tribu eres? (2019) y Agostino (2019).