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Edna O’Brien |
Una correspondencia por correo electrónico sobre el criminal de guerra serbobosnio Radovan Karadžić condujo a un vínculo inesperado de Ed Vulliamy con la escritora irlandesa, quien murió la semana pasada a los 93 años.
Ed Vulliamy
Domingo 4 de agosto de 2024
Al principio pensé que se trataba de una broma, o que tal vez había dos Edna O'Brien: una era la más grande mujer viva que escribía en inglés (como la describió Philip Roth), mientras que la otra era alguien que casualmente tenía el mismo nombre. De repente me llegó un correo electrónico de “Edna O'Brien”, que quería conocerme y hablar sobre un libro con el que pensaba que yo podría ayudar. Respondí, encantado de complacerme, tratando de preguntar discretamente si esa era o no “la” Edna O'Brien, cuyo trabajo había admirado durante décadas.
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Edna O’Brien |
Conocí a Edna O'Brien en 2012, cuando trabajaba como asistente de dirección de escena en Dublín en una producción de The Country Girls. No había leído el libro antes de empezar el trabajo y lo llevé al pub para echarle un vistazo la noche anterior al comienzo de los ensayos. Cinco horas después, todavía estaba allí, había terminado el libro y había vuelto al principio.
En nuestro momento actual, en la tensa coyuntura política de la Década de las Conmemoraciones, el centenario de Irlanda del Norte, el Brexit y el plan del gobierno del Reino Unido para una “amnistía” para los disturbios, es oportuno volver a visitar la olvidada novela sobre el estado de la nación de 1994 de Edna O'Brien, House of Splendid Isolation.
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Edna O’Brien |
Él simplemente dijo mi nombre. Dijo “Martha”, y una vez más pude sentir que estaba sucediendo. Mis piernas temblaban bajo el gran mantel blanco y mi cabeza se nublaba, aunque no estaba borracha. Así es como me enamoro. Él estaba sentado frente a mí, el objeto de mi amor. Ojos grises. Cabello rubio opaco. El cabello estaba encaneciendo por fuera y él había extendido las hebras grises externas a lo ancho de su cabeza como para disfrazar el rubio, como algunos hombres disfrazan una zona de calvicie. Tenía lo que yo llamo una sonrisa religiosa, una sonrisa interior que aparecía y desaparecía, gobernada, por así decirlo, por su alegría privada por lo que oía o veía: un comentario que yo hacía, el camarero retirando los platos fríos que servían de adorno y trayendo otros calentados de un diseño diferente, la cortina de nailon ondeando hacia adentro y rozando mi brazo desnudo y maduro por el verano. Era el final de un cálido verano en Londres.
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Edna O'Brien, 1971 Foto de John Minihan |
La gente habla de “estilo tardío” en la música clásica, pero ¿cómo podría ser ese “estilo tardío” en la ficción contemporánea? En las últimas obras de Muriel Spark, Philip Roth, Saul Bellow, William Golding y ahora Edna O’Brien, se puede detectar cierta impaciencia con las convenciones formales o genéricas; un humor negro y salvaje; una audacia en la afirmación y la argumentación; una prisa tónica en la narración, de modo que el proceso habitual de limpieza del terreno, ritmo y evidencia se acelera o se descarta por completo, como si fuera (como suele ser) mera palabrería narrativa que nos impide hablar de lo que realmente importa. En gran parte de esa obra tardía, hay una atmósfera ligeramente enrarecida, la prosa un poco menos rica y hospitalaria que antes, los personajes menos completos o persuasivos, una sensación general de excedente atenuado, pero no en la asombrosa nueva novela de Edna O’Brien, “The Little Red Chairs” (Little, Brown), su decimoséptima. O'Brien tiene ochenta y cinco años, y elogiar esta novela por su ambición, su audaz vitalidad, su curiosidad sobre la época actual y sobre las vidas de aquellos desplazados por su turbulencia no debería confundirse con el elogio ambiguo de que todo esto es notable dada la avanzada edad del autor. Es simplemente una novela notable.
IA pesar de su título, la nueva y melancólica colección de relatos de Edna O'Brien no está poblada tanto por santos o condenados como por personajes imperfectos que todos podemos reconocer: los tristes y los abandonados, los esperanzados y los desamparados, personas que habitan plenamente su complejo presente, pero que anticipan las pérdidas que les sobrevendrán. Los personajes de O'Brien están bañados por el anhelo más que por el arrepentimiento, y encuentran amistades en rincones inusuales; puede que no busquen la redención, pero su autora es lo suficientemente indulgente como para concedérsela de todos modos.
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Edna O´Brien |
Ella luchó contra su madre, su país y la religión para escribir sobre la sexualidad femenina. Ahora ya de 86 años de edad, la gran escritora irlandesa advierte: “A pesar de toda mi afabilidad, también soy fría”
Por Janan Ganesh*
23 de julio de 2017
«Toda creatividad viene del trauma y de las heridas». Edna O’Brien hace un gesto sobre su rostro, como si estuviera cubierto de heridas. De hecho, la novelista irlandesa tiene una piel sin arrugas y el cabello del color de la piel del zorro. La única pista de su edad («86 y medio») es la variedad de experiencias que se infunden en su conversación. «Tienes que tener una herida de algún tipo, y tengo una herida triple. De mi familia, especialmente de mi madre, de mi país, y de la religión. Y eso no es poca cosa».
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Edna O’Brien |
La decana de las letras irlandesas –de reconocimiento tardío– no ha interpretado otro papel que el de su propia vida. La de una niña nacida en una pequeña localidad rural del oeste de Irlanda que creció en la atmósfera del catolicismo irlandés de los años cuarenta, en un hogar empobrecido por la afición al alcohol de su padre y el integrismo religioso de su madre. Pero allí donde otros veían falta de libertad ella atisbó literatura. El noble arte que le permitiría llegar a los rincones irregulares del corazón humano.
Escapó de aquella prisión rural para estudiar Farmacia en Dublín, donde trabajó como boticaria hasta que conoció al que sería su marido, Ernest Gébler. Un hombre violento, celoso y bloqueado como escritor que nunca perdonó la fluidez literaria de su esposa ni soportó su fulminante éxito con una novela escrita en tres semanas. Sería «Chicas de campo» un libro que sacudió la Irlanda rural hace cincuenta años, hasta el punto de que el párroco de su aldea quemó tres ejemplares en la plaza pública. O’Brien se enfrentó a una persecución en toda regla, señalada por sus paisanos como enemiga de Irlanda y escritora escandalosa. Desde ese momento, su país se convirtió en el material del que están compuestos sus treinta novelas, sus celebrados relatos cortos y sus presentes memorias, las mismas que juró que nunca escribiría.
Irlanda en el mapa
Como en toda su obra, hace en ellas, por Irlanda, lo que su gran amigo («sin privilegios», insiste) Philip Roth hizo por Newark: lo escandalizó, y luego lo colocó en el mapa. Para aquellos que esperen nuevas y escandalosas revelaciones de la «Diosa del amor», su reticencia como autobiógrafa le decepcionará: O’Brien ha besado mucho, pero dice muy poco de sus besos. Si bien la pasión ha sido uno de los temas medulares de su literatura, la gente que le ha apasionado queda al margen de estas páginas y siquiera revela el nombre del político que le partió el corazón.
Después de 10 años en la cárcel de su matrimonio, se separó y perdió la custodia de sus dos hijos. Para cuando la recuperó, su vida era diametralmente opuesta a la de aquella niña que creció obsesionada con su madre. Sus libros se habían convertido en películas, tomaba LSD con el precursor de la antipsiquiatría RD Laing, y su casa era una fiesta continua. Bebía con Sean Connery, tuvo una aventura con Robert Mitchum y Paul McCartney cantaba a sus hijos. Pasaba las vacaciones con Gore Vidal, cenaba con Marlon Brando y se dejaba besar por Norman Mailer. En un episodio surrealista se hace amiga de Jackie Onassis, que llegaría a decirle que era una de las tres personas que más amaba en el planeta. Siendo profundamente interesantes, el libro decae a medida que la autora se hace mayor, quizá porque los tiempos de su madurez resultan menos vívidos e interesantes pese al desfile de estrellas que retrata. Estamos ante una de las pocas escritoras cuya prosa contiene la cadencia de los salmos, el ritmo de la liturgia. Algo que nos hace leerla con un sentimiento casi de duelo.
Jordi Amat
29 de julio de 2024
El pasado 27 de julio la novelista Edna O’Brien murió a los 93 años. Nacida a finales de 1930 en el pueblo de Tuamgraney (Condado de Clare), vivió la mayor parte de su vida en Londres. Pronto huyó de su país. “Si encuentras que tus raíces son demasiado amenazantes, demasiado punzantes”, le confesó a Philip Roth, “tienes que irte”. Pero la Irlanda de su infancia y juventud fueron siempre el núcleo de su obra. Al decir de José María Guelbenzu, ha sido “la mejor escritora irlandesa de nuestro tiempo”.
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Edna O’Brien |
Philip Roth
CONVERSACIÓN CON EDNA O’BRIEN
La escritora irlandesa Edna O’Brien, que lleva muchos años viviendo en Londres, se mudó hace poco a una avenida de imponentes fachadas decimonónicas, una calle que en los años setenta del siglo XIX, cuando la construyeron, era conocida, según me cuenta la propia O’Brien, por las muchas queridas y mantenidas que en ella vivían. Las agencias inmobiliarias han dado en llamar a este rincón del distrito de Maida Vale «la Belgravia del futuro»; [1] por el momento, lo que parece es una zona de obras, por la gran cantidad de viviendas en rehabilitación que pueden verse.
En su poema «No es necesario ser una habitación para estar embrujado», Emily Dickinson escribió sobre los numerosos nichos de la mente y los encuentros espectrales de la noche. He estado pensando en las habitaciones amenazantes de Philip Roth, un hombre tan cuidadosamente reservado en su vida y un autor alocado y locuazmente confesional. Expuso su propio manifiesto en unas pocas y concisas palabras: «La ficción no es un concurso de belleza y la ficción no es autobiografía». Si escribiera una autobiografía, sostenía, haría que El innombrable de Beckett se leyera como una de las ricas narraciones de Charles Dickens.
Edna O’Brien
LAS CHICAS DEL CAMPO
18
Me había retrasado y el señor Gentleman esperaba, aburrido. Me regaló una orquídea que tenía dos tonos de morado: uno más claro, y otro muy oscuro. Me la prendí en la rebeca.
Edna O’Brien
LAS CHICAS DEL CAMPO
17
Me puse de pie y dije, histérica:
—Quiero irme a casa.
—Eres una golfa frígida. Una golfa frígida —dijo él, y dio un trago largo de whisky.
—¡Y tú eres mezquino y asqueroso! —exclamé yo. Había perdido la compostura.
Edna O’Brien
LAS CHICAS DEL CAMPO
7
Estaba junto a la verja esperando a que pasara el autobús cuando apareció el coche del señor Gentleman. Avanzó hasta la gasolinera de la colina, donde se detuvo para repostar, y luego dio media vuelta y deshizo el camino.
Edna O’Brien
LA MONJA Y EL JARDINERO
Nos sentamos en un cenador en lo alto de la colina y vimos desfilar ante nosotras a las demás en grupitos de tres o cuatro. Una pila de sillas de jardín ocupaba un rincón del cenador, y por el suelo había un montón de herramientas.
—¿Quién usa estas cosas? —pregunté.
—Las monjas —explicó Cynthia—. Ahora ya no hay jardinero.
Al decir esto se le escapó una tímida risilla.
—¿Y eso? —Había despertado mi curiosidad.
—Porque una monja se fugó con él, el año pasado. Salía mucho para echarle una mano, plantar en los macizos y esas cosas, ¡y vaya si intimaron! Así que se largó con él.
Aquello sí que era emocionante; la clase de historias que nos gustaba oír. Baba se inclinó hacia delante y se le iluminó la cara ante la idea de escuchar por fin algo sustancioso.
—¿Y cómo se las apañó? —preguntó a Cynthia.
—Saltó la tapia una noche.
Baba se puso a tararear: «Y cuando la lu-lu-luna brille sobre la vaqueriza, te estaré esperando en la puerta de la co-cocina…».
—¿Y se casaron? —quise saber.
De nuevo me estremecí, ansiosa por escuchar cómo terminaba la historia; temblaba porque deseaba un final feliz.
—No. Nos enteramos de que él la dejó al cabo de unos meses —dijo Cynthia con indiferencia.
Edna O’Brien
LAS CHICAS DEL CAMPO, cap. 8
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Edna O’Brien |
29 de julio de 2024
Los escritores no tienen obligación de ser carismáticos: la página es lo importante, incluso en la era de las apariciones públicas y las redes sociales. Pero a veces hay una consonancia sorprendente entre la persona que conoces y la obra que lees, y así fue con Edna O'Brien, cuya prosa poética exigía una especie de rendición, y cuya presencia física era igualmente poderosa. Hace unos años le confié mis nervios por entrevistarla en un gran evento público a la escritora India Knight, quien me aseguró que "charlaría como el viento", una descripción notablemente acertada de alguien cuya conversación se desarrollaba en toda la gama de ráfagas y céfiros, vigorizante, estimulante e irresistible. Simplemente te abrochabas el cinturón y tratabas de seguir sus cambios de dirección.