Cuentan que cuando los jefazos de HBO recibieron el último capítulo de Los Soprano y lo visionaron la cara les cambió de color. Uno de ellos cogió el teléfono y llamo a David Chase para decirle que les habían enviado un DVD defectuoso, que el final estaba cortado. Cuando Chase les replicó que no había ningún problema en el DVD, que el desenlace era ese, ardió Troya. Sea como fuere, Chase se salió con la suya y Tony Soprano acabó como su creador creyó que debía acabar.
Es una leyenda urbana, más o menos confirmada, que plasma la relevancia del show que marcó la era dorada de la televisión, cuando HBO salió del armario y decidió (entre burlas y dudas de sus competidores) dedicar recursos a la ficción.
Los Soprano era a priori una apuesta arriesgada: la historia de un mafioso de Nueva Jersey, su mujer, sus hijos, su psicóloga y sus colegas. Tony Soprano, el protagonista, parecía haber inspirado aquella canción de Queen, Under pressure: un tipo al que su vida le viene grande, dotado de un delirante sentido de la responsabilidad y capaz de cualquier cosa con tal de mantener su reino, uno de esos castillos de cartas al alcance de cualquier estornudo furtivo.
Para dar vida a semejante sujeto Chase se acordó de James Gandolfini (Nueva Jersey, 1961), un hombre inmenso, de silueta hitchcockniana y mirada pálida. La planta la tenía, eso era obvio, faltaba ver si conseguiría unir la imprescindible empatía necesaria para conseguir el cariño del público y la contundencia que se espera de un gánster de Nueva Jersey, un Estado donde bromas las justas.
Gandolfini superó cualquier expectativa: el monstruo que se sacó de la manga, nadando entre un —imprevisto— sentido de la fragilidad, la oscuridad de sus arranques violentos (salpicados con un humor negro mate) y su abigarrada concepción de la lealtad, se adueñó de la serie. La canibalizó de tal manera que si en algún momento había existido la tentación de escribir una epopeya coral esta se desvaneció como una botella de whisky en el Bada Bing, el inolvidable antro donde Tony y sus compinches (hombres que hacían sonreír a Scorsese) resolvían sus líos. Algunos por la vía rápida y otros por cualquier vía.
En algún momento, a lo largo de sus seis impresionantes temporadas, la serie dejó de ser la historia de un delincuente de una ciudad obrera para abrazar a Hamlet, a las tragedias griegas y al cine negro (hasta el Arthur ‘Cody’ Jarret de James Cagney se hubiera emocionado con Tony) y trascender su presunta dimensión televisiva, contribuyendo definitivamente al establecimiento de ese sello de tres letras que hasta ese momento había estado ligada a los deportes y los conciertos: HBO.
El peso de Gandolfini en Los Soprano (tanto el real como el figurado) fue fuente de conflicto: si por un lado la obesidad del actor convertía los rodajes en procesos cada vez más fatigosos, por el otro su figura se agigantaba a medida que su personaje se alambicaba. No había descanso para Tony ni para Gandolfini.
Los periodistas que le entrevistaron pueden recordar su respiración fatigada y esos andares de hombre agotado que compensaba con un discurso impecable, culto, de modales exquisitos. De hecho, su habilidad para la oratoria y sus múltiples referentes culturales recordaban a los plumillas el descomunal talento que atesoraba aquel intérprete, capaz de meterse en la piel de un tipo que era su nemesis. Palmo a palmo, Tony se convirtió en un icono de la cultura pop, algo impensable para un gánster de ficción pero absolutamente lógico en el contexto popular que regía el mundo televisivo hace una década. Recordemos: sin Twitter, con Facebook en pañales, sin la omnipresencia de las redes sociales.
Pero Gandolfini no fue solo Tony. El actor era una bestia teatral (su gran pasión, Broadway debería apagar las luces al menos por un rato) y una presencia constante en la gran pantalla, donde se le puede recordar enAmor a quemarropa, Marea roja, In the loop y más recientemente en la esplendida La noche más oscura. Su muerte, a los 51 años, por una afección cardiaca, le ha encontrado en Roma. No es mal lugar para un actor imperial, cuya carrera se ha fundido a negro antes de tiempo, pero cuya inmortalidad en términos culturales es innegociable. David Chase, su amigo, “su hermano”, decía hace unas horas que el intérprete era “un genio”. Pocos actores pueden presumir de dejar un vacío: Gandolfini —no cabe duda— es uno de ellos.