|
Obra de María José Gil Lozano |
Juan Carlos
Onetti
EL ÁRBOL
Cuando
aquella mañana de cielo feliz, la muchacha, violín en mano, llamó a la puerta
de la casita jardín de los Risi, un hombre de paisano, un poco mulato, abrió de
un tirón y la obligó a pasar.
- Póngase
contra la pared y apóyese en las manos.
Mientras
obedecía, la muchacha tuvo tiempo de pasar un vistazo por la cara de la
sirvienta de Fide que estaba blanca, moviendo las manos sobre el vientre,
emparedada por otros dos monos que se turnaban para apresurar preguntas o
mezclaban las interrogaciones con la vieja técnica tan aprendida, tan puesta a
prueba. Los tres hombres en mangas de camisa y sudando, fingiendo premura e
importancia.
El portero
cacheó a la muchacha y detuvo la congénita insolencia de las manos en los senos
y las nalgas.
- Limpia,
dijo. Ahora abra el violín.
- El
estuche.
- Sí,
doctora. El estuche del violín.
Ella había escondido
los papelitos celestes que le había prestado anoche la mujer de Fide, entre un
si bemol y un pizzicato. Pero al fin aparecieron.
Era una
lista de nombres de sentenciados a muerte que tal vez aún sigan vivos.
- ¿Y esto? -
preguntó el primero, con aire sobrador, buscando meter en la luz atenuada de la
mañana una expresión de amenaza inteligente.
La sirvienta
de los Fide repetía:
- No, ya le
dije. Los trajo ayer a casa. No sé dónde está. Ya le dije. No avisó por
teléfono ni lo vi. Ya le dije. No sé dónde está. Ya le dije.
- Y usted
ahora se va al jardín con el mocoso - le dijo el hombre a la muchacha. Y nada
de macanas que no empezamos todavía.
Así que ella
abrió la puerta vidriera y en el pequeño jardín respiró el aroma de la tierra
húmeda y el olor del verano, agrupados en el gran árbol solitario.
Bob estaba
despatarrado, allá arriba, en las ramas más altas.
- Traé la
pelota que está allá en el fondo - dijo Bob.
La pelota
estaba a dos metros contra el muro gris de la divisoria. Era de goma, grande y parecía
estar pintada con gajos de todos los colores.
La muchacha
tiró la pelota al niño y el niño a ella, y así siguieron, riendo los dos. Ahora
se oía a la sirvienta de los Fide, a veces gritaba, otras lloraba. Las voces
gruesas de los hombres se entreveraban, se alzaban y se alejaban.
- No sé. Ya
le dije. No sé nada.
El golpe de
un bofetón y un insulto. El niño continuaba ignorante y riendo, ella sonreía,
mirándolo, mostrándole la cara, la pelota iba y venía, rodaba brillosa y alegre
sobre la tierra que interrumpían algunos puñados de pasto.
Jugaban y la
muchacha estaba segura de no estar allí, de soñar los subibajas de la pelota.
No había hombres dentro de la casa acosando a la sirvienta de Fide, no existía
la amenaza del pronto encierro, el interrogatorio, la tortura. Miraba la pared
húmeda que rodeaba el jardín, pensaba en la posibilidad de saltar, la de huir
del sueño, de quebrar la pesadilla.
No había en
el mundo otra cosa que el jardín escuálido, el vaivén de la pelota, la alegría
del niño a cuyos padres estaban matando en otro lejano inimaginable lugar,
país, continente...
Era
necesario seguir jugando con el niño, sentir que la pelota le golpeaba la
barriga, lanzarla de vuelta.
El niño,
puro y sencillo, tan cerca de la casa y el horror; el niño, lo único que
subsistía de los padres en aquel momento y ella tenía que ser padre y madre
mientras durara la pesadilla infinita, las voces groseras en la casa, la risa
nerviosa del chico en el árbol.
Porque si
prolongaba sin pausa el monótono juego, ambos quedarían apartados del tiempo,
nunca rozados por la suciedad del mundo.