Huyamos de aquí
Todos huimos. Hasta las ratas huyen. La vida va de eso. Incluso la muerte. Hay infinitas formas de hacerlo. Ni siquiera tiene que existir una razón. La huida posee una cara absurda que la libera de ese requisito. A la mierda. Cualquier momento es bueno para largarse. Ni siquiera hay que ir lejos. Eso te exime de hacer una maleta y meter una muda. Huir, a veces, solo es dar media vuelta en mitad de la calle, con el mismo calzoncillo. O abandonar un libro en la página 17. O entrar en Zara con 20 euros. John Fante contaba que su primera huida seria fue, en realidad, una carrera desesperada de 200 metros, cuando solo tenía diez años. Ese día caminaba por las calles de su Denver natal y decrépito, de regreso del colegio, cuando vio salir a una mujer de la parte de atrás de la casa del Padre Stevens. Ella parecía feliz, y el pequeño John se quedó estudiando fijamente su gesto. Tal vez le extrañó, aunque sin tener claro por qué le extrañaba, aquella presencia femenina en la casa del pastor. En verdad, no tenía aún edad para distinguir a una prostituta a lo lejos, mirando de reojo. El descaro de su mirada fija incomodó a la mujer, que cuando estuvo a su altura emborronó la sonrisa y le espetó: «Qué coño miras, mocoso. ¿Quieres que te la chupe?» El muchacho salió corriendo, aterrorizado por la presencia del verbo chupar. Normal. Solo con el tiempo aprendes que no se huye de la mamada, sino que se va hacia ella.