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domingo, 13 de septiembre de 2020

Faulkner / Un tejado para la casa del Señor

William Faulkner — Annie Dills
William Faulkner
William Faulkner
Un tejado para la casa del Señor
(“Shingles for the Lord”)


      Papá se levantó más de una hora antes de que fuese de día y agarró la mula y bajó hasta casa de Killegrew a pedirle prestado el escoplo y el mazo. Tendría que haber estado de vuelta, con todo, en tres cuartos de hora. Pero había salido el sol y ya había ordeñado yo a las vacas y les había echado el pienso y me estaba desayunando cuando él volvió, con la mula no sólo babeando espuma, sino a punto de derrengarse.

jueves, 6 de junio de 2019

Faulkner / Dos soldados



William Faulkner
Dos soldados
(“Two Soldiers”)
      Pete y yo bajábamos a la casa del Viejo Killegrew a oír su radio. Esperábamos a después de la cena, a después de que anocheciera, y nos plantábamos ante la ventana del salón del Viejo Killegrew, y la escuchábamos porque la mujer del Viejo Killegrew estaba sorda como una tapia, así que el viejo ponía la radio a todo el volumen que la podía poner, y por eso Pete y yo la escuchábamos igual de bien o mejor que la mujer del Viejo Killegrew, o a mí me lo parece, pese a estar allí de pie, fuera, con la ventana cerrada.
      Y aquella noche le dije:
      —¿Cómo? ¿Japoneses? ¿Y qué es una bahía de perla?[1]
      Y Pete me dijo que me callara.

miércoles, 29 de mayo de 2019

Faulkner / Incendiar establos



William Faulkner
Incendiar establos
 

(“Barn Burning”)

      El almacén en el que tuvo lugar la vista celebrada por el juez de paz apestaba bastante a queso. El chiquillo, acuclillado sobre el barril de los clavos, al fondo de un local atestado de gente, era sabedor de que olía a queso, y a unas cuantas cosas más: desde el asiento al que se había encaramado alcanzaba a ver las estanterías alineadas en las que se apilaban bien apretadas las formas sólidas, chaparras, dinámicas, de aquellas latas cuyas etiquetas leyó con el estómago, sin recurrir a unos rótulos que para su caletre nada significaban, fijándose en cambio en los diablos rojos y en la curvatura argentina de los peces,[1] todo lo cual, el queso de cuyo olor era consciente y la carne hermética, enlatada, cuyo olor creían percibir sus intestinos, le llegaba en rachas intermitentes y efímeras en medio de un constante efluvio, el olor y la sensación de tener un poco de miedo, más que nada por la desesperanza y por la tristeza, la vieja y feroz pulsión de la sangre. No alcanzaba a ver la mesa tras la que se había sentado el juez, frente al cual se encontraban de pie su padre y el enemigo de su padre («nuestro enemigo —pensó con la misma desesperanza—, ¡nuestro de los dos! ¡Tan suyo como mío! ¡Es mi padre!»), aunque sí los oía, u oyó más bien a los dos, porque su padre aún no había dicho ni palabra:
      —¿Y qué pruebas tiene, señor Harris?

miércoles, 2 de julio de 2014

William Faulkner / Una rosa para Emily



William Faulkner
UNA ROSA PARA EMILY

I

Cuando murió la señorita Emilia Grierson, casi toda la ciudad asistió a su funeral; los hombres, con esa especie de respetuosa devoción ante un monumento que desaparece; las mujeres, en su mayoría, animadas de un sentimiento de curiosidad por ver por dentro la casa en la que nadie había entrado en los últimos diez años, salvo un viejo sirviente, que hacía de cocinero y jardinero a la vez.