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sábado, 31 de agosto de 2024

El primer día del festival de cine de Venecia de 2024, en imágenes

 


La actriz Sigourney Weaver posa con el León de Oro por su carrera artística, el miércoles.
16 fotos
FESTIVAL VENECIA

El primer día del festival de cine de Venecia de 2024, en imágenes

Le mostramos las fotografías de la primera jornada del festival


EL PAÍS
28 AGO 2024 - 12:43 

miércoles, 14 de agosto de 2024

Robert Mapplethorpe y Patti Smith: “Si no vienes conmigo, me haré homosexual”

 


Robert Mapplethorpe y Patti Smith
Robert Mapplethorpe y Patti Smith, en un club de Kansas City en 1978.ALLAN TANNENBAUM (POLARIS/CONTACTOPHOTO)


Robert Mapplethorpe y Patti Smith: “Si no vienes conmigo, me haré homosexual” 

“Finge que eres mi novio”, le pidió ella al conocerlo para librarse de un hombre. Esa noche dejaron de fingir. Juntos vivieron una historia de amor deslumbrante cruzada por los excesos y el arte hasta que la vida de él se apagó una noche en la que ella, al otro lado del teléfono, se quedó oyendo su respiración, dormido por la morfina


Manuel Jabois

Sanxenxo, 13 de agosto de 2024

El 3 de julio de 1967, Patricia Lee Smith, de 20 años, llegó a Nueva York con un peto, un jersey negro de cuello alto y una vieja gabardina gris, y una maletita de cuadros rojos y amarillos en la que había varios cuadernos, lápices de dibujo y un ejemplar de Iluminaciones, de Rimbaud, que le estaba cambiando una vida ya de por sí agitada: embarazada a los 19 años, había dejado a su bebé en una familia de adopción. Meses después de aquello, en Nueva York, ella se dirigió a la dirección que le habían dado y allí, en una habitación, se encontró a un chico dormido sobre una cama de hierro. “Era pálido y delgado con una oscura mata de pelo rizado. Tenía el torso desnudo y collares de cuentas alrededor del cuello (…). Se levantó de un salto, se puso las sandalias y una camiseta blanca y me indicó que le siguiera (…). Nunca había visto a nadie como él”, escribió ella 43 años después. El joven la ayudó a llegar a su habitación, y se despidieron.

Días después, tras conseguir su primer trabajo en una de las librerías Brentano’s, apareció ese chico por la puerta. Camisa blanca y corbata, esta vez. “Parecía un colegial católico”. Compró un collar persa, el preferido de Patti Smith. Mientras se lo envolvía, a ella se le escapó: “No se lo regales a ninguna chica que no sea yo”. Él sonrió y dijo: “Descuida”. Pasó una semana y Patti Smith, hambrienta y sin lugar para dormir (lo hacía a escondidas en la tienda, sobre su abrigo, cuando todos se marchaban: esperaba encerrada en el baño), aceptó la invitación a cenar de un escritor que llevaba días merodeando la librería y observándola. Olvidó los consejos de su madre (con un desconocido, a ninguna parte) azuzada por el hambre. Cenaron caro y mucho, y ya en la calle él la invitó a subir a tomar una copa. Desesperada, miró a todas partes buscando una salida. Apareció de la nada el chico de la cama de hierro, el chico del collar persa. Fue hacia él: “Finge que eres mi novio”, le pidió. Pasaron la noche juntos de un lado para otro y hablando sin parar (“me sorprendió lo cómoda y abierta que me sentía con él; más adelante, me dijo que se había tomado un ácido”). Durmieron abrazados y no volvieron a separarse nunca.

Él le dijo su nombre a Patti aquella noche, Bob, pero ella decidió que no le pegaba Bob, así que lo llamó Robert. Robert Mapplethorpe, ese era su nombre real. También su nombre artístico, porque esta es una historia de amor absoluto entre dos chicos de 20 años que, con el tiempo, se convertirían en dos leyendas del siglo XX. Pero esto último da igual.

Ella —dijo en Éramos unos niños (Lumen, 2011), un libro capital en el que desmenuza su relación abrasiva e insólita— era una cría mala obsesionada con portarse bien; él, un niño bueno con muchas ganas de portarse mal. Dependían de la generosidad de los amigos de Robert para dormir bajo techo, para ahorrar dinero Patti se saltaba comidas (una compañera de trabajo la vio tan flaca que empezó a dejarle una fiambrera con sopa en el guardarropa) y aunque, escribe, nunca cuestionó la decisión de entregar a su hijo en adopción, “aprendí que dar vida y desentenderse de ello no era tan fácil”. Lloraba tanto que Robert la llamaba Empapadita. Tenía, dice, las caderas tan estrechas que el embarazo le había abierto literalmente la piel de la barriga. La primera vez que se acostaron juntos, Robert pudo ver las estrías que cruzaban su abdomen.

Lo que ocurrió entre ellos y alrededor de ellos, bajo ellos y sobre ellos, es una historia tan asombrosa y deslumbrante que esta página solo puede dar pobre testimonio de su inicio y de su final. En medio, Patti Smith sería compositora, cantante, escritora, y Robert Mapplethorpe, que pintaba cuando conoció a Patti, se hizo célebre como fotógrafo. Vivieron juntos en el Chelsea Hotel en una época, 1969, en la que por allí vivían o pasaron Andrea Feldman, Leonard Cohen, Bob Dylan, Keith Richards, Janis Joplin, Jimi Hendrix, Dylan Thomas o Allen Ginsberg. También Jim Carroll, el poeta (yonqui, chapero, de todo) que escribió su vida en Diario de un rebelde, luego película protagonizada por Leonardo DiCaprio. “¿Cómo sabes que no eres gay?”, le preguntó una vez Robert. “Porque siempre pido dinero”, le respondió Carroll. Cuando Patti y Robert empezaron a tener una relación más íntima, más amistosa, menos sexual, ella empezó a salir con Sam Shepard.

Robert la enfrentó un día. Quiso llevársela con él a San Francisco. “Tengo que descubrir quién soy”, dijo. Ella se negó. Él insistió: “Si no vienes conmigo, estaré con un tío. Me volveré homosexual”. Y Patti no comprendió: “No había nada en nuestra relación que me hubiera preparado para semejante revelación. Todas las señales que él había transmitido de forma indirecta, las había interpretado como la evolución de su arte. No de su personalidad”. “Me han acusado de vestir como un puto, de tener mente de puto y cuerpo de puto”, le escribió a ella meses después, aún impactado por Cowboy de medianoche. “Introdujo el concepto de puto en su obra y, más adelante, en su vida”, dijo Patti; “Puto, puto, puto. Supongo que es lo que me va”, resumió él. (Años antes, él se había empezado a prostituir para pagar el alquiler de los dos).

Seguían juntos, siempre siguieron juntos a su manera, también haciendo el amor. “Cada uno por su lado, juntos”, resumió Patti. Robert le hizo una fotografía icónica: la portada de Horses, el primer disco de Patti Smith. “Esta es la que tiene la magia”, dijo él eligiendo una de la selección. “Cuando ahora la miro, no me veo nunca a mí. Nos veo a los dos”, dijo ella.

En febrero de 1989, muchos, muchos años después, Robert Mapplethorpe, enfermo de VIH, recibe a Patti Smith junto a su enfermera. Allí le lanza una pregunta demoledora: “Patti, ¿nos la ha jugado el arte?”. “No lo sé, Robert. No lo sé”. “Patti, me estoy muriendo. Duele muchísimo”. Y ella supo, por primera vez, que aquel chico de 20 años que había conocido pobre y harapiento, feliz con un ácido encima, y que le había acompañado toda su vida, se iba a morir.

Un mes después, ella llamó como cada noche al hospital para desearle buenas noches. Pero la morfina lo había dormido y Patti se quedó al teléfono oyendo su respiración cansada sospechando que jamás volvería a escuchar su voz. Ordenó sus cosas en el escritorio, que también habían sido de Robert, arropó a sus hijos, se acostó con su marido, al que le dijo: “Sigue vivo”, y luego rezó. Cuando se despertó, y bajó las escaleras, en medio del silencio de la casa, supo que Robert Mapplethorpe había muerto. Minutos después, el teléfono sonó. Patti Smith recuerda que estaba puesta la ópera Tosca en el televisor: “He vivido para el amor, he vivido para el arte”.


https://elpais.com/estilo-de-vida/2024-08-14/robert-mapplethorpe-y-patti-smith-si-no-vienes-conmigo-me-hare-homosexual.html


EL PAÍS 



sábado, 27 de junio de 2020

Patti Smith / «Cuando voy a Madrid lo primero que hago es ir al Reina Sofía a decir hola al Guernica»

Patti Smith en Philadelphia en octubre de 20k19  durante la presentación de su último libro

Patti Smith: «Cuando voy a Madrid lo primero que hago es ir al Reina Sofía a decir hola al Guernica»

Acaba de publicar un personal recorrido por la Costa Oeste. Durante los días más duros del confinamiento hablamos con la artista de recuerdos pasados, proyectos cancelados y de un futuro en reconstrucción. Y, sorpresa, nos cantó el 'People have the power'.


LETICIA GARCÍA
19 JUN 2020 18:18

A Patti Smith, considerada una de las 100 mejores artistas de todos los tiempos por la revista Rolling Stone y escritora prolífica y multipremiada, lo que le ha dado paz durante el confinamiento es hacerse la cama cada mañana. «Antes ni me la hacía, pero me da equilibrio. Este encierro me ha hecho ser más consciente de mi entorno. Friego, doy de comer al gato… son pequeños logros que me mantienen a flote», cuenta desde su casa de Queens, donde atiende esta llamada durante este periodo de reclusión. «¡Hasta hago ejercicio! Creo que es muy importante que estemos activos, pero sin pedirnos demasiado. Tengo 73 años y una afección en los bronquios, no quiero estrés y necesito un sistema inmunitario fuerte. ¿Me gusta? No, pero tengo que hacerlo así».

jueves, 11 de junio de 2020

‘El año del Mono’ / Adelanto del nuevo libro de memorias de Patti Smith





Patti Smith.
Patti Smith.

‘El año del Mono’ 

Adelanto del nuevo libro de memorias de Patti Smith


'Babelia' adelanta un fragmento del texto, que llega este jueves a las librerías españolas



9 de junio de 2020

Epílogo de un epílogo

Se lo suplico a todos. Templen el miedo con la razón, el pánico con la paciencia y la incertidumbre con la educación. (Abdu Sharkawy)
Hace ya tiempo que terminó el año del Mono, y hemos entrado en una nueva década, que de momento se ha desarrollado con retos crecientes y una náusea sistémica, aunque no necesariamente inducida por la enfermedad o el movimiento. Se trata más bien de una náusea psíquica, que nos vemos obligados a paliar por cualquier medio que tengamos a nuestro alcance. Aunque el nuevo año albergaba mensajes de esperanza, su progresión ha hecho que nuestras preocupaciones personales y globales queden eclipsadas por una profunda falta de juicio.

lunes, 17 de febrero de 2020

Hugo García Michel / Qué más se puede decir de Patti Smith

Patti Smith

Hugo García Michel
¿Qué más se puede decir sobre Patti Smith?
01/08/2012
Hay personajes tan definitivos que poco o nada se les puede agregar. ¿Qué de nuevo podría uno escribir acerca de quien ha trascendido a su tiempo, ha transformado su nombre en leyenda y se ha convertido en mito viviente?

Patti Smith


No se trata de endiosar a alguien. Nada más lejos de las intenciones de este artículo que colgarle a otro ser humano cualidades que lo transmuten en apóstol, en Mesías, en semidiós. Luego acaban por creérselo y ya sabemos cómo termina eso. Se trata, eso sí, de saber que existen personas con cualidades y sensibilidades, con talentos y facultades que las colocan más allá de lo común. Genios, las llaman algunos.

Rosa Amills / Las fantasías sexuales de Patti Smith


Roser Amills

Roser Amills

Las fantasías sexuales de Patti Smith 

y otros al desnudo

Madrid, 7 jun (EFE).- Thomas Edison cuando iba al teatro hablaba con su novia en morse con los dedos sobre sus muslos desnudos y Patti Smith se masturbaba mientras escribía. Estas son algunas de las mil fantasías eróticas que ha reunido la escritora española Roser Amills en un libro.
Un libro, que bajo el título "Las 1.001 fantasías más eróticas y salvajes de la historia", editado por Entre Parentésis, en España y Latinoamérica, agrupa con mucho sentido del humor y documentación, cientos de fantasías de personajes célebres, escritores, políticos, artistas, actores y actrices, algunos ya muertos, pero también vivos.

Telecinco | las 1.001 fantasías en el programa de Ana Rosa Quintana


Einstein, Marilyn Monroe, Warren Beatty, Fernando Sánchez Dragó, Borges, Rosa Regás, Julio Iglesias, Madonna, Eva Longoria, Naomi Campell o Courtney Love cruzan su sueños y deseos más húmedos en este libro con Juan Ramón Jiménez, Fidel Castro, Hitchcock, Hitler, Ava Gardner, Cleopatra, María Félix, Frida Kahlo, Amy Winehouse.

martes, 17 de septiembre de 2019

Patti Smith / Mujercitas



MUJERCITAS

Esa chica llamada Jo March

'Mujercitas', la novela de Louisa May Alcott, cumple 150 años este otoño. La cantante Patti Smith rinde homenaje a una obra que ha marcado a sucesivas generaciones de mujeres


Patti Smith
20 de octubre de 2018

Ningún libro me sirvió mejor como guía, cuando empecé a recorrer mi camino de juventud, que Mujercitas, la novela más querida de cuantas escribió Louise May Alcott. Yo era una soñadora flacucha de solo 10 años. La vida ya empezaba a plantear retos para un chicazo torpe que crecía en los cincuenta, una década que marcaba fuertes diferencias y roles entre los sexos. Con una absoluta falta de interés por las actividades que se supone que me correspondían, me iba en mi bicicleta azul a un lugar solitario en medio del bosque a leer, a menudo, una y otra vez, los libros que había sacado de la biblioteca. Era difícil verme sin un libro en las manos, y sacrificaba horas de sueño y de juego para entrar a fondo en cada uno de esos mundos únicos.
Muchos libros maravillosos cautivaron mi imaginación, pero algo extraordinario ocurrió con Mujercitas. Me reconocí como en un espejo en aquella chica larguirucha y testaruda que corría, se desgarraba las faldas trepando a los árboles, tenía un habla común y corriente y criticaba las pretensiones sociales. Una chica a la que se podía encontrar recostada contra un gran roble con un libro o en su mesa del ático inclinada sobre un manuscrito. Era Josephine March. Incluso su nombre respiraba libertad, una chica llamada Jo. Louisa May Alcott se había envuelto en su gloriosa capa, había trabajado en su propio escritorio y había creado un nuevo tipo de heroína. Una chica estadounidense del siglo XIX obstinadamente moderna. Una chica que escribía. Como innumerables jóvenes antes que yo, encontré un modelo en alguien que no se parecía a los demás, que poseía un alma revolucionaria y que también tenía sentido de la responsabilidad. Su dedicación al oficio me ofreció la primera ventana desde la que observar el trabajo de un escritor, y me inundó el deseo de asumir como propia esa vocación. Sus tropiezos, entre cómicos y audaces, eran envidiables y me daban permiso para cometer yo los míos.
Situada en Nueva Inglaterra a mediados del siglo XIX, en plena guerra de SecesiónMujercitas no es una epopeya arrolladora. Por el contrario, nos lleva a la atmósfera viva, combativa y cálida del cuarto de estar de la familia March. Allí nos presenta a las cuatro jóvenes hermanas, cada una con su curiosa personalidad, que desarrollan su propia energía. Descubrimos sus sueños y decepciones, sus peleas y su imaginación, el mundo que las rodea y en el que aprenden a moverse. Cada una luchando con lo suyo, pero conscientes de las expectativas que hay depositadas en ellas.
La familia March es gente refinada pero pobre, por debajo de la clase media, que pasa ciertas privaciones y es objeto de burlas por no llevar la vestimenta apropiada. En las primeras páginas, las cuatro niñas están acurrucadas en torno al fuego, lamentándose de pasar las Navidades solas, sin regalos bajo el árbol, con su padre en la guerra y su bondadosa madre ayudando a los pobres. Sin embargo, a falta de las comodidades que desean, siguen el ejemplo de su madre, y se privan aún más, donando lo poco que tienen a sus vecinos más desafortunados. Jo escribe relatos góticos, a penique la palabra, para ganar algo de dinero para la familia. Vende, para horror de todas, lo único de lo que presumía —su larga cabellera castaña— para ayudar a recaudar fondos para la guerra. ­Beth, terriblemente tímida, sale haga el tiempo que haga, en detrimento de su frágil salud, para atender a los hijos enfermos de otros más pobres que ellas. La mayor, la bella y controladora Meg, lucha contra su obsesivo deseo de tener cosas buenas y una mejor posición social. Pero, al mismo tiempo, es el centro estable, preocupado y moral de sus hermanas. Y la más pequeña, la artística y algo egocéntrica Amy, se convierte en una joven elegante y avanzada.



Como innumerables jóvenes antes que yo, encontré un modelo en alguien que no se parecía a los demás, que poseía un alma revolucionaria

Louisa May Alcott se inspiró vagamente en su propia familia para escribir Mujercitas. Como Jo, en quien es fácil ver a la autora, Al­cott era la segunda de cuatro hermanas. Su madre, que ponía el deber y la caridad por delante de todo, fue el modelo para la señora March. Su padre, idealista, enérgico y progresista, no aparece en la obra. Tal vez para evitar tener que hablar de su terrible inutilidad a la hora de cubrir las necesidades de la familia. Los Alcott se mudaron de casa unas 30 veces hasta que se establecieron en una granja en ruinas en Concord, Massachu­setts, la cuna del trascendentalismo. Ralph Waldo Emerson organizó la compra del terreno, rodeado de un frutal de manzanos. Henry David Thoreau ayudó al padre a reparar la casa. Alcott creció en un torbellino de conversaciones de algunas de las mentes más abiertas de su época: Emerson, Thoreau, Hawthorne y Whitman. A orillas del estanque de Walden, Thoreau colaboró con su padre en su educación, respondiendo a la batería de preguntas que ardían en la mente de la impetuosa niña.
Su infancia puede parecer que tiene un eco idílico, al crecer en un hogar inspirador, recibir una educación liberal y poder moverse con soltura entre los grandes pensadores del siglo XIX. Pero la realidad cotidiana era muy dura; la familia dormía en una casa que no tenía casi nada para calentarla en invierno, en colchones de paja sobre el suelo y, a menudo, sin nada que llevar a la mesa para cenar.
Alcott se propuso encontrar una manera de mantener a su familia, sacarla de la pobreza, igual que Jo pelea para mantener a la suya. Una promesa que yo también me hice, consciente de los apuros de mi propia familia en la posguerra.
Louisa deseaba e insistió en tener una habitación propia, y su padre le construyó un escritorio ovalado, con un tintero, que colocó entre dos ventanas. Ahí escribió sus primeros intentos de novelas pulp bajo el seudónimo de A. M. Barnard y pudo ganar el pan para toda la familia. Igual que Walt Whitman, se había jugado la vida como enfermera voluntaria durante la guerra de Secesión y había publicado Hospital Sketches (Escenas de hospital), texto que obtuvo una excelente acogida. Pero fue Mujercitas el que le dio, casi instantáneamente, un éxito en el ámbito nacional, seguridad económica y una legión de devotos lectores.



Alcott creció en un torbellino de conversaciones de algunas de las mentes más abiertas de su época: Emerson, Thoreau, Hawthorne y Whitman

El éxito de Mujercitas allanó el camino que se había fijado para el resto de su vida. Alcott se negó a casarse y a aceptar las convenciones sociales de su época. Escribió y viajó mucho por Europa. Como su personaje Jo, dio con su propio método para seguir su vocación creativa y, al mismo tiempo, prestar atención a asuntos domésticos cruciales, y siempre fue la que mantuvo a su familia y se responsabilizó de sus necesidades. Y, como Jo, en su trabajo, logró transmitir el gozo de su imaginación salvaje, sus desesperados anhelos y la tragedia de la pérdida. A través de las chicas March conocí la pobreza extrema y el coste de la guerra. Aprendí con Jo que el arte no es fruto solo de los sueños, sino también de la disciplina, de la entrega constante y confiada y la voluntad de aceptar las críticas certeras y aprender de ellas. Jo, como su autora, estaba siempre escribiendo y ensuciando el suelo con sus intentos fallidos, hasta que se despojó de todas esas capas y conectó con el centro de su expresión personal.
Tocada por la necesidad en la infancia, aprendí a mirar más allá, a otros menos afortunados. Tocada por la muerte de una amiga de niña, encontré el ejemplo de cómo asumir la pérdida de un ser querido. Cuando Beth cae gravemente enferma, suplica a la inconsolable Jo que no se aflija demasiado por ella. Decidida a estar a la altura del estoico valor de Beth, Jo encuentra las palabras necesarias para tranquilizar y confortar a su dulce hermana favorita. Unas palabras que me han acompañado siempre.
Más que nadie en el mundo, ­Beth, pensaba que no podía dejarte marchar, pero estoy aprendiendo a sentir que no te voy a perder, que estarás conmigo más que nunca, y que la muerte no podrá separarnos, aunque lo parezca”.
Hay momentos en la literatura en los que nace un nuevo personaje, uno que está en la cima con otros, emblemáticos de una época, o que se adelantan a ella. Han existido muchos personajes llenos de vida antes de Jo March, pero ninguno como ella, que escribe y siempre es fiel a sí misma. Crear el personaje de Jo en una época en la que las mujeres aún no podían votar fue un paso decisivo. Era una activista que predicaba con el ejemplo. Y desde la distancia tendiendo una mano de hermana, ella siempre ha estado ahí para recibir y saludar a chicas inconformistas como yo, con un meneo de su melena recortada y un guiño juguetón para decirnos que la sigamos. Para guiarnos, darnos aliento, plantar su huella en un camino que ella nos invita a seguir.
Uno puede imaginar a Louisa sentada en el escritorio construido por su padre, ante el arco blanco de la media luna, inventando situaciones nuevas para inspirarse y azuzar a sus lectores. Pero ninguna de sus obras tendría tanto eco como Mujercitas, un manual básico de la evolución y valor de la conciencia. La crónica de cuatro chicas inolvidables, cada una ofreciendo algo propio. Y Jo March, como su creadora, la comprensión del sacrificio, también como responsabilidad hacia una misma y hacia el propio arte. Louisa May Alcott infundió vida, risas y una esperanza y empeño infatigables a las hermanas March y, por tanto, a todas las mujercitas de su tiempo y del que estaba por llegar.
Patti Smith es cantante, poeta, artista y autora, entre otros libros, de Devoción (Lumen). Este texto es el prólogo a la edición de Mujercitas publicada por Penguin Classics, Penguin Random House, LLC. © 2018 Patti Smith.


Algo pasa con Patti Smith





Patti Smith Porta Ferrada
Actuación de Patti Smith en el festival de la Porta Ferrada. XAVIER CASALS

Algo pasa con Patti Smith

La carismática cantante ofreció en Sant Feliu de Guíxols una actuación por momentos desconcertante


LUIS HIDALGO
Sant Feliu de Guíxols 8 AGO 2019 - 04:50 COT

Es cierto que las leyendas vivas generan unas expectativas que no siempre se cumplimentan, y también es cierto que la causa no siempre son ellas, sino más bien las desmesuradas esperanzas en ellas depositadas, tan elevadas que ni un mismísimo milagrito podría colmarlas. Van quedando pocas figuras del calado de Patti Smith, musa, poeta, rockera, mujer indomable, empoderada se diría hoy, y siempre capitana de su travesía. Todo esto es cierto, un hambre desmesurado no se aplaca por las buenas, pero también resulta incontestable que el concierto que Patti ofreció en el festival de la Porta Ferrada, entradas agotadas, tuvo algunos detalles que hacen pensar por ejemplo en qué papel tiene la música en la vida de Patti.

Vaya por delante que en muchas cosas continúa igual. Su aspecto dominador, su rostro huesudo de Pasionaria anglosajona, una voz que se mantiene inmarchitablemente áspera y capaz de decir con sentido, un vestuario inalterable de tejanos, chaqueta negra, chaleco, botas y camiseta y una melena que es todo un símbolo: casi ninguna mujer, tampoco hombres, se atreve con la melena sin moño a los 72 años, y menos con buenos resultados estéticos. Patti es así: escupe al suelo y cuidadito con sugerirle que toque algo porque como en Sant Feliu de Guíxols puede soltarte una fresca. Patti sigue siendo la izquierda musical preocupada por la ecología y una libertad que pese a sonar ya a eslogan de La Sexta se antoja en ella sentida reivindicación.
Pero en el festival de la Porta Ferrada Patti encabezó una banda bastante corta en la que Lenny Kaye ha dejado todo el protagonismo al hijo de la jefa, Jackson Smith, un guitarrista que en ocasiones se peleaba con la afinación. El bajista, años ya con ella, se encargaba de teclados y bajo, con lo que en un mínimo de cuatro temas de un total de quince, no hubo bajo, y no pareció tanto una opción estética como que una persona no puede tocar bajo y teclados simultáneamente. Y el repertorio, pues está menos actualizado que la Biblia, siendo sus canciones más recientes “My Blackean year”, del año 2004 y “Beneath The Southern Cross”, datada en 1996. Bien, más reciente es la versión de “After The Gold Rush” de Neil Young, grabada por ella en 2012, pero eso es otro capítulo. Dejar el escenario para que su trío hiciese una versión de Stones, “I’m Free”, en plan banda tributo y luego tocar el “Walk On The Wild Side” de Reed no suena rebuscado ni original, la verdad. Como tampoco, por muy ecologistas que fuesen, recuperar a los australianos Midnight Oil o, por muy bueno que fue, a Jimmi Hendrix. En un repertorio corto tocar tantas versiones y tocarlas así, solo la de Young tuvo un tratamiento destacable, rebajó el octanaje de la actuación. Claro que quedaron los ases, pero precisamente por su aire de reliquia parece que en la vida de Patti hay otras prioridades que buscarles un acompañamiento más dinámico, escribir sin ir más lejos, y la música ya es solo un palio bajo el que dejarse ver. Bendito, pero palio.

lunes, 16 de septiembre de 2019

Patti Smith / Mis mejores canciones / Fragmento

Patti Smith

Patti Smith

MIS MEJORES CANCIONES 1970-2015

Fragmento

Encontrar una voz
Todos tenemos una canción.
Una canción llega de manera espontánea, expresando alegría, soledad, para disipar el miedo o mostrar un pequeño triunfo. Casi no nos damos cuenta de que estamos componiéndolas mientras las cantamos, a menudo solos, casi para nosotros.
Encontrar las palabras que llevamos dentro es lo que nos impulsa a cantar. Puede ser un himno, una esquirla de rebelión o una plegaria adolescente. Descubrimos la inspiración donde podemos, en una vieja guitarra arrinconada o en un garaje, debajo de la cama o colgada del escaparate de una casa de empeño. En una frase que nos trae el viento mientras caminamos. En el reflejo de nosotros mismos que vemos en el espejo. A veces reconocemos nuestra canción en la canción de otro. Es el milagro de la canción popular, canciones que son universalmente amadas, a menudo en su sencillez.
La transformación de estas canciones tan breves en poesía, la actuación improvisada y la colaboración dieron lugar a estas letras, escritas con gran esperanza de que calaran hondo, que llegaran a un oyente que descubriera lo que significan en su interior y las cantaran con nosotros.
La primera canción que recuerdo haber cantado es «Jesus Loves Me». Me veo cantándola sentada en un portal de Chicago, esperando a que apareciera por la calle el organillero con su mono. Oigo las canciones que flotaban en el aire. «Day-O», «Shrimp Boats» y «Heart of My Hearts». Oigo a mi padre silbar «Deep Purple» y la voz de mi madre cantándola hasta que nos dormíamos.
Recuerdo mi primer tocadiscos, poco más grande que una fiambrera, y mis dos discos, uno rojo y otro amarillo: Tubby The Tuba y Big Rock Candy Mountain. Era fascinante verlos dar vueltas, contemplar los mundos que evocaban. Pero la canción que me produjo la primera reacción visceral la cantaba Little Richard.
Era domingo. Mi madre y yo, cogidas de la mano. Me acompañaba a la escuela dominical. Ella llevaba unos guantes de cabritilla como los del Conejo Blanco de Alicia en el País de las Maravillas. Le daban un aire especial y yo los admiraba muchísimo. Pasamos por delante de la guarida de los chicos, dos enormes cajas de cartón de nevera cortadas y ensambladas. Ritchie Glasgow daba la vuelta al disco y lo que salió flotando de la ventana recortada a mano (más para respirar que para ver) hizo que me detuviera en seco y soltara la mano de mi madre con tanta brusquedad como para arrancarle el guante.
No sabía qué estaba oyendo ni por qué reaccionaba con tanta vehemencia. No era «Shrimp Boats» ni «Day-O» sino algo nuevo, y aunque no comprendía qué me atraía, me sentía atraída. Atraída hacia el emocionado baile de un muchacho. Era «Tutti Frutti», tan ajeno y al mismo tiempo tan familiar. Era Little Richard. Para mí constituyó el nacimiento del rock and roll.
Vivimos un tiempo en Filadelfia. A todos les gustaba cantar y bailar. Mi hermana y yo practicábamos el jitterbug. La gente cantaba a capela por las esquinas. Cuando yo tenía nueve años nos mudamos a South Jersey. Mi profesor de música adoraba la ópera. Llevaba a clase sus discos y nos hacía escuchar selecciones de Verdi y Puccini. Esa música me sedujo y me conmovió especialmente Maria Callas. Su intensidad emocional. Cómo parecía extraer algo de cada fibra de su ser para crear un susurro. Sus arias se elevaban del tocadiscos, sobre todo mi favorita, la popular canción de ópera «Un bel dì». Durante un tiempo soñé que era cantante de ópera, pero no tenía la vocación, la disciplina ni el cuerpo necesarios. Mi profesor, percibiendo mi deseo, me puso una tarea maravillosa. Como Manrico, yo cantaba la nana de Il trovatore, de Verdi. Por un instante fui capaz de sentir el efusivo amor del trovador hacia su hogar en las montañas.
Soñé que era cantante de jazz como June Christie y Chris Connor. Que abordaba las canciones con la carga letárgica de Billie Holiday. Que defendía a los oprimidos como «Pirate Jenny», de Lotte Lenya. Pero nunca soñé que cantaría en una banda de rock and roll. Todavía tenían que irrumpir en mi mundo. Aunque mi mundo estaba cambiando rápidamente.
Tuve el privilegio de crecer en un inspirado período de revolución espiritual y cultural. Y la música era la revolución donde todos teníamos una voz y a través de esa voz nos unimos. Nuestros campos de batalla fueron Ohio, Chicago, el Fillmore. Dimos un nuevo significado a la palabra «soldado». En lugar de una metralleta llevábamos una guitarra eléctrica colgada al hombro.
Escapé de los confines de una existencia rural. Adiós a la fábrica, al salón de baile de cuadrilla, a los huertos agostados. Me dirigí a Nueva York. Tenía en mente ser pintora y a través de esa búsqueda descubrí mi ritmo y la raíz de mi voz. De pie ante grandes hojas de papel clavadas en la pared, me sentía frustrada con la imagen; había dibujado palabras, ritmos que se escapaban de la página al yeso. Componer canciones derivó del acto físico de dibujar palabras. Más tarde el refinamiento de ese proceso llevaría a la interpretación.
En 1969 me instalé en el Chelsea Hotel con Robert Mapplethorpe. A esas alturas había renunciado a ser pintora. Me ofrecieron trabajo en un teatro underground. Lo encontré demasiado restrictivo. Yo anhelaba discutir con la gente, mantener contacto. Robert me animó a interpretar mi poesía. Asistí a recitales, pero me parecieron aún más restrictivos que el teatro. Bob Neuwirth me sugirió que pusiera música a mi estilo lírico y Sam Shepard utilizó dos de mis piezas en su obra de teatro Mad Dog Blues.
El 10 de febrero de 1971 di mi primer recital de poesía, actuando como telonera de Gerard Malanga en Saint Mark’s Church del Bowery. Impulsada por mi deseo de proyectar pura energía recluté a Lenny Kaye. El recital culminó con él imitando con la guitarra eléctrica una carrera de coches mientras yo leía «Ballad of a Bad Boy». Al parecer tuvo un efecto negativo. Lo tomé como una señal positiva.
En los años siguientes me dediqué a estudiar a Hank Williams, me compré el cancionero de Bob Dylan, aporreé una vieja Gibson de los años treinta. Trabajé en una librería. Dibujé. Posé para Robert. Garabateé en mis cuadernos. Deambulé entre los despojos de los años sesenta. Tanta alegría y al mismo tiempo descontento. Tantas voces alzadas y a continuación apagadas. El legado de mi generación parecía estar en peligro.
Eso era lo que ocupaba mi mente: la trayectoria del artista, la trayectoria de la libertad redefinida, la recreación del espacio, el surgimiento de nuevas voces.