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domingo, 25 de abril de 2021

Adela Fernández / Miedo




Adela 

Fernández

Biografía


MIEDO


Rodó la canica por tierra, cruzó el círculo trazado con una vara, pasó de largo sin caer en el hoyo. Al hincarme me rompí el pantalón de las rodillas. ¡Pelas! Ya me debes tres canicas. Me preguntó qué quería ser cuando fuera grande. Encarcelado, le dije. Me corrigió: carcelero. No, encarcelado, reafirmé; pienso matar al cabrón de mi padre.

La jaula de Adela Fernández



LA JAULA DE ADELA FERNÁNDEZ


Dueña de una lógica narrativa que se rige por el cinismo y la negrura, la escritora mexicana habría sido una gran amiga de Shirley Jackson, porque ambas son grandes narradoras de los horrores de la cotidianidad.


Karen Villeda
18 de febrero de 2020

Leí por vez primera a Adela Fernández (6 de diciembre de 1942 - 18 de agosto de 2013) en la clase de literatura de la preparatoria. Fueron dos cuentos de ella: “Agosto, el mes de los ojos” y “La jaula de la tía Enedina”, que es su relato más famoso, por el que Gabriel García Márquez calificó su obra como “seriecísima, tristísima y oscura”. En “La jaula de la tía Enedina”, una mujer despreciada por sus propios parientes, que “enloqueció de soledad”, es alimentada por su sobrino, al que la familia tampoco quiere por ser negro: “Mi madre nunca me ha dado un beso y mi padre dice que no soy su hijo. Goyita, la vieja cocinera, es la única que habla conmigo. Ella me dice que mi piel es negra porque nací aquel día del eclipse, cuando todo se puso oscuro y los perros aullaron (...) Piensan que al igual que el eclipse, yo le quito la luz a la gente.” La tía Enedina y su sobrino se hacen cómplices en un pacto de locura y sangre (“dentro de la jaula, pude ver dos niñitos gemelos, escuálidos, albinos. Tía Enedina los contemplaba con ternura y felizmente, como pájara, les daba el diminuto alimento. Mis hijos, flacos, dementes, comían alpiste y trinaban”). Estos son los personajes que esboza Adela Fernández en su narrativa: sufren rechazo, son excluidos y, en medio del abandono, muestran sus dolencias y sus carencias como lo único que pueden ofrecer. 

Ricardo Lugo / El robo y el perro

 

Ricardo Lugo

EL ROBO Y EL PERRO

para el extinto Bar de  la Bombilla 

Existen varios modos de robar libros: en las bolsas de un abrigo o saco, debajo del pantalón o escondidos tras la camisa; en algún compartimiento secreto de una mochila o de plano salir de la librería ultrajada con el libro bajo el sobaco, como si se tratase de la biblia que nos regaló nuestra madrina el día de nuestra primera comunión y que nos acompaña con su blancura a todas partes. Robo libros desde hace algunos años y hasta ahora todos los subterfugios de seguridad de las librerías se han reblandecido ante mi tenaz paciencia (ni siquiera ante mi ingenio): cámaras de seguridad, arcos detectores de placas de metal adheridas subrepticiamente a las solapas, guardias auscultadores y vigías que otean el horizonte en busca de maléficos farderos. Algunas librerías cuidan sus muros como si dentro de estos se ofrecieran bellísimas vírgenes persas y no libros de interiores blanquecinos —ni en el Salón Florida son tan aprehensivos con sus productos.

jueves, 20 de octubre de 2016

Adela Fernández / La quemazón


Adela 

Fernández

Biografía



LA QUEMAZÓN



uando entré a avisarle a mi padre que lo buscaban, estaba ahí, junto al fuego, masticando brasas y cantando para agradecer a los dioses los dones poseídos. Interrumpí su canto para decirle que urgentemente necesitaban de su ayuda. Un niño de Chenalhó venía a buscarlo porque su hermano, el más pequeño, estaba enfermo. Tras besar la tierra, que es la manera en que se saluda a un brujo cuando uno va pedirle que intervenga en una curación, le contó que al principio creyeron que el niño se había enfermado por los pecados de su madre. Pero ella, para aliviarlo, ya había comido su propio excremento como se debe hacer en estos casos y aún así el mal no se alejaba. Entonces fue cuando pensaron que no se trataba de los pecados ( que recaen en los niños inocentes para ser purgados por medio de las enfermedades, el dolor o incluso la muerte) sino que tal vez un Ti 'bal le había devorado el alma.

Adela Fernández / Agosto, el mes de los ojos



Adela 

Fernández

Biografía



AGOSTO, EL MES DE LOS OJOS


n mi pueblo, a causa del clima pluvioso se hizo costumbre el uso de paraguas, especialmente en agosto, mes abundante de lluvias. Por su función ocular, ahora, son imprescindibles en todas las épocas del año.
Mi abuelo era paragüero, el más viejo y famoso en su oficio. Nadie ha podido igualar su destreza y la calidad de su trabajo al que se dedico casi todo el tiempo, incluso dejó de dormir para entregarse de lleno a su obsesionante faena.

Adela Fernández / Cordelias

Niña y gato
Nueva York, 1982
Jorge Castillo

Adela 

Fernández

Biografía



CORDELIAS


l árabe llegó a nuestra aldea con su camioneta azul dando tumbos en la brecha pedregosa y mirando con enfado el paisaje baldío. Descargó en la bodega de Luciano 32 cajas de madera llenas de verdura y frutas, alimento apreciado en nuestra tierra infértil. Apenas se hubo ido, se amontonaron todas las mujeres prontas a comprar la mercancía. Don Luciano, aturdido, trataba de calmarlas, mientras con el martillo desprendía las tablas, dejando a la vista gulosa aquellas frutas y hortalizas de colores excitantes. El ambiente se llenó con la mezcla de olores de las yerbas aromáticas. Los niños esperábamos ansiosos aquellas frutas que por magulladas se deshacía de ellas para evitar que pudrieran a las otras.

sábado, 8 de octubre de 2016

Adela Fernández / La jaula de la tía Enedina


Adela 

Fernández

Biografía


LA JAULA 

DE LA TÍA ENEDINA


esde que tenía ocho años me mandaban a llevarle la comida a mi tía Enedina, la loca. Según mi madre, enloqueció de soledad. Tía Enedina vivía en el cuarto de trebejos que está al fondo del traspatio. Conforme me acostumbraron a que yo le llevara los alimentos, nadie volvió a visitarla, ni siquiera tenían curiosidad por ella. Yo también le daba de comer a las gallinas y a los marranos. Por éstos sí me preguntaban, y con sumo interés. Era importante para ellos saber cómo iba la engorda; en cambio, a nadie le interesaba que tía Enedina se consumiera poco a poco. Así eran las cosas, así fueron siempre, así me hice hombre, en la diaria tarea de llevarles comida a los animales y a la tía.

Ahora tengo diecinueve años y nada ha cambiado. A la tía nadie la quiere. A mí tampoco porque soy negro. Mi madre nunca me ha dado un beso y mi padre niega que soy hijo suyo. Goyita, la vieja cocinera, es la única que habla conmigo. Ella me dice que mi piel es negra porque nací aquel día del eclipse, cuando todo se puso oscuro y los perros aullaron. Por ella he aprendido a comprender la razón por la que no me quieren. Piensan que al igual que el eclipse, yo le quito la luz a la gente. Goyita es abierta, hablantina y me cuenta muchas cosas, entre ellas, cómo fue que enloqueció mi tía Enedina.

Dice que estaba a punto de casarse y en la víspera de su boda un hombre sucio y harapiento tocó a la puerta preguntando por ella. Le auguró que su novio no se presentaría a la iglesia y que para siempre sería una mujer soltera. Compadecido de su futuro le regaló una enorme jaula de latón para que en su vejez se consolara cuidando canarios. Nunca se supo si aquel hombre que se fue sin dar más detalles, era un enviado de Dios o del diablo.

Tal como se lo pronosticó aquel extraño, su prometido sin aclaración alguna desertó de contraer nupcias, y mi tía Enedina bajo el desconcierto y la inútil espera, enloqueció de soledad. Goyita me cuenta que así fueron las cosas y deben de haber sido así. Tía Enedina vive con su jaula y con su sueño: tener un canario. Cuando voy a verla es lo único que me pide, y en todos estos años yo no he podido llevárselo. En casa a mí no me dan dinero. El pajarero de la plaza no ha querido regalarme uno, y el día que le robé el suyo a doña Ruperta por poco me cuesta la vida. Lo escondí en una caja de zapatos, me descubrieron, y a golpes me obligaron a devolvérselo.

La verdad, a mí me da mucha lástima la tía, y como no he podido llevarle su canario, decidí darle caricias. Entré al cuarto... ella, acostumbrada a la oscuridad, se movía de un lado para otro. Se dio cuenta que su agilidad huidiza fue para mí fascinante. Apenas podía distinguirla, ya subiéndose a los muebles o encaramándose en un montón de periódicos. Parecía una rata gris metiéndose entre la chatarra. Se subía sobre la jaula y se mecía con un balanceo algo más que triste. Era muy semejante a una de esas arañas grandes y zancudas de pancita pequeña y patas largas.

A tientas, entre tumbos y tropezones comencé a perseguirla. Qué difícil me fue atraparla. Estaba sucia y apestosa. Su rostro tenía una gran similitud con la imagen de la Santa Leprosa de la capilla de San Lázaro; huesuda, cadavérica, con un Dios adentro que se gana mediante la conformidad. No fue fácil hacerle el amor. Me enredaba en los hilachos de su vestido de organdí, pero me las arreglé bien para estar con ella. Todo esto a cambio de un canario que por más empeñaba que puse, no podía regalarle.

Después de aquella morosidad, cada vez que llegaba con sus alimentos, sacaba la mano de uñas largas en busca de mi contacto. Llegué a entrar repetidas veces, pero eso comenzó a fastidiarme. Tía Enedina me lastimaba, incrustando en mi piel sus uñas, mordiendo, y sus huesos afilados, puntiagudos se encajaban en mi carne. Así que decidí buscar la manera de darle un canario costara lo que costara.

Han pasado ya tres meses que no entro al cuarto. Le hablo de mi promesa y ella ríe como un ratón, babea y pega de saltos. Me pide alpiste. Posiblemente quiere asegurar el alimento del prometido canario. Todos los días le llevo un poco de ese que compra Goyita para su jilguero.

Ha transcurrido más de un año y lo del canario parece imposible. Me duele comunicarle tal desesperanza, tampoco quiero hacerle de nuevo el amor. Le he propuesto a cambio de caricias y canario, el jilguero de Goyita. Salta, ríe, mueve negativamente la cabeza. Parece no desear más tener un pájaro, sin embargo insiste en los puños diarios de alpiste que le llevo. Cosas de su locura, el dorado de las semillas debe en mucho regocijarla.

Me sentí demasiado solo, tanto que decidí volver a entrar al oscuro aposento de la tía Enedina. Desde aquellos días en que yo le hacía el amor, han pasado ya dos años. A ella la he notado más calmada, puedo decir que vive en mansedumbre. Pensé que ya no me arañaría. Por eso entré, a causa de mi soledad y de haberla notado apacible.

Ya adentro del cuarto, quise hacerle el amor pero ella se encaramó en la jaula. Motivado por mi apetito de caricias, esperé largo rato, tiempo en que me fui acostumbrando a la penumbra. Fue entonces cuando dentro de la jaula, pude ver dos niñitos gemelos, escuálidos, albinos. Tía Enedina los contemplaba con ternura y felizmente, como pájara, les daba el diminuto alimento.

Mis hijos, flacos, dementes, comían alpiste y trinaban...

Adela Fernández
Duermevelas
Editorial Katún, México, D.F, 1986, pp.  7-11





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Jorge Ibargüengoitia / La ley de Herodes
Octavio Paz / Mi vida con la ola
Julio Garmendia / La hoja que no había caído en su otoño
Alejo Carpentier / El viaje a la semilla
Jorge Luis Borges / El Sur
Felisberto Hernández / El cocodrilo
Cristina Peri Rossi / Desastres íntimos
Juan Carlos Onetti / El infierno tan temido
Juan Rulfo / Diles que no me maten
María Luisa Bombal / El árbol
João Guimarrães Rosa / La tercera orilla del río
Adolfo Bioy Casares / En memoria de Paulina
Edmundo Valadés / La muerte tiene permiso
Gabriel García Márquez / El ahogado más hermoso del mundo
Onelio Jorge Cardoso / Francisca y la muerte
Virgilio Piñera / La carne
Juan José Arreola / El guardagujas
José Revueltas / Virgo
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Clarice Lispector / Una gallina
Rubem Fonseca / Feliz año nuevo
Guillermo Cabrera Infante / Abril es el mes más cruel
Samanta Schweblin / Un hombre sin suerte
Rosario Ferré / La muñeca menor
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Adela Fernández / La jaula de la tía Enedina
Marina Colasanti / La moza tejedora
Lygia Fagundes Telles / El muchacho del saxofón