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domingo, 15 de diciembre de 2024

Martín Caparrós / La palabra escritor

 


Jorge Luis Borges en 1977.
Jorge Luis Borges en 1977.SOPHIE BASSOULS (SYGMA

La palabra escritor

Resume y supera a cualquier otro elogio. Por más vueltas que le intente dar, para mí esa palabra sigue siendo un título


MARTÍN CAPARRÓS
21 ABR 2023 - 22:00 COT

La palabra escritor todavía me parece distinta de la mayoría: a veces noto que, cuando la digo, pronuncio diferente. No hay muchas palabras que haya respetado tanto, a lo largo de mi vida. Sé que es tonto, pero escritor, para mí, no es una descripción sino un título de nobleza, no un sustantivo sino un adjetivo.

sábado, 6 de enero de 2024

El oficio de escribir / Los detalles y las moscas

Gay Talese
Gay Talese.

LOS DETALLES Y LAS MOCAS Un detalle de mierda

Era la primera semana de agosto y yo no tenía donde caerme muerto, así que me fui al Reina Sofía, como otras veces. Me acomodé de pie ante el Guernica, vagamente interesado en el cuadro. Me gustaba tenerlo como banda sonora, acunando mis pensamientos mientras atendía al entorno. En este cuadro es muy importante precisamente el entorno, la atmósfera de que se rodea, los murmullos, las moscas, si las hay. Ese día, a última hora de la tarde, sucedió algo poco habitual, y durante unos minutos nos quedamos a solas con la pintura cuatro visitantes. Fue un instante mágico, de una soledad confortable y fresca. Todos estudiaban los secretos de la obra menos yo, que me fijé sin querer en uno de los vigilantes, en cuya frente se había detenido una mosca. Cuando la perdí de vista, desganado, advertí con fascinación que el vigilante estaba empalmado. No supe reprimir la risa, que apagué como pude con una mano. Hostia santísima, me dije, mientras comprobaba si las otras tres personas seguían mirando con obstinación la pintura. Lo hacían. En el siguiente minuto la erección siguió allí. El vigilante, curiosamente, parecía ignorarla, impertérrito, tal vez demasiado ocupado en tareas de vigilancia. En fin. Cuento esto porque ese instante fue la última constatación brutal de qué importantes son los detalles insignificantes.

martes, 7 de junio de 2022

Abelardo Castillo / Para ser escritor



Abelardo Castillo 

PARA SER ESCRITOR


-Podrás beber, fumar o drogarte. Podrás ser loco, homosexual, manco o epiléptico. Lo único que se precisa para escribir buenos libros es ser un buen escritor. Eso sí, te aconsejo no escribir drogado ni borracho ni haciendo el amor con la mano que te falta ni en mitad de un ataque de epilepsia o de locura.

-Un albañil puede habitar la casa que construye, decía más o menos Sartre, un sastre usa el traje que ha hecho: un escritor no puede ser lector de su propio libro. Un libro es lo que los lectores ponen en él. Ningún escritor puede agregar un sentido nuevo a sus propias palabras. Si puede hacerlo, debería escribir el libro otra vez.

- Lo mejor que se ha dicho sobre el cuento es lo que Edgar Poe escribió en su ensayo sobre Nathaniel Hawthorne. No pienso facilitarte las cosas reproduciéndolo. Tendrás que encontrarlo solo. Un escritor es un buscador de tesoros. Los descubre o no. Esa es la única diferencia entre la biblioteca de un escritor y el mueble del mismo nombre de las personas llamadas cultas.

-Podrás corregir tus textos o no corregirlos. Toltstoi escribió siete veces Guerra y Paz; Stendhal terminó La Cartuja de Parma en cincuenta y dos días. El único problema es cómo se las arregla uno para ser Tolstoi o Stendhal.

- Nadie escribió nunca un libro. Sólo se escriben borradores. Un gran escritor es el que escribe el borrador más hermoso.

-Los novelistas y los editores creen que una novela es más importante que un cuento. No les creas. Sólo es más larga.

-Los cuentistas afirman que el cuento es el género más difícil. Tampoco les creas. Sólo es más corto. El cuento es díficil únicamente para aquellos que nunca deberían intentarlo. Para Poe era facilísimo, para Cortazar, Chéjov o Hemingway también.

-No intentes ser original ni llamar la atención. Para conseguir eso no hace falta escribir cuentos o novelas, basta con salir desnudo a la calle.

-Podrás escribir: "Volvió a verla tres días más tarde", pero sólo a condición de saber perfectamente (aunque no lo digas) qué le pasó a tu personaje en esos tres días, y por qué fueron tres días y no una semana o un año.

-No es lo mismo ambigüedad que confusión. Una historia debe tener siempre un único final. Si quisiste sugerir dos o más desenlaces, esos desenlaces son un único final: se llama ambigüedad. Si nadie entiende ni medio se llama confusión.

-No describas sino lo esencial. La posición de un pie, en casi todos los casos, es más importante que el color de los zapatos.

-Lo que llamamos estilo sucede más allá de la gramática. No es lo mismo decir: "ahí está la ventana" que "la ventana está ahí". En un caso se privilegia el espacio; en el otro, el objeto. Toda sintaxis es una concepción del mundo.

-En el origen del conocimiento y de la literatura está el acto de contar. La crítica de la razón pura nos cuenta lo que Kant pensaba de los límites de la razón; los versos de La Eneida, la epopeya del Lacio; el teorema de Pitágoras, el cuadrado de la hipotenusa. El hombre es el único animal que cuenta.

-Cortázar solía decir que empezaba sus cuentos sin saber a dónde iba. No le creas. En sus mejores cuentos lo sabía perfectamente, aunque no supiera que lo sabía.

-Los grandes novelistas aconsejan ignorar el final de la historia, no tener nada claro qué hará el personaje en el próximo capítulo, no atarse a un plan previo. A ellos sí podrás creerles, pero con moderación. Digamos, hasta llegar a la página 150. Más allá de eso, saber tan poco de tu propio libro ya es mera imbecilidad.

-Cuidado con Borges, Kafka, Proust, Joyce, Arlt, Bernhard. Cuidado con esas prosas deslumbrantes o esos universos demasiado intensos. Se pegan a tus palabras como lapas. Esa gente no escribía así: era así.


"Ser escritor"
Abelardo Castillo


jueves, 3 de septiembre de 2020

Enrique Vila-Matas / Llamadla inspiración



Llamadla inspiración

Flaubert trabajaba con ella, aunque lo ocultara por temor a parecer lo que en realidad era: un romántico perdido


Enrique Vila-Matas
21 de enero de 2019

Me acuerdo de haber leído que, antes de lanzarse a escribir, Flaubert pasaba largas temporadas fantaseando, tumbado en la cama, sumergido en ensoñaciones en las que iba tomando forma la novela que solo abordaba cuando la tenía del todo organizada. Y también me acuerdo de la frase: “El umbral es el lugar en el que conviene detenerse”, oída ayer casualmente en la penumbra de un viejo pub de Londres. Es una frase que me transporta al método de trabajo de Kafka, bien diferente del de Flaubert, pues, sin renunciar al gesto previo de madurar en la cama sus proyectos, más bien tendía directamente a escribirlos, sin excesivos preámbulos. Tal vez por esto sus personajes (Karl Rossmann, Josef K., el mismo K…) se dedicaban tanto a demorarse, con impertinencia, en los más diversos umbrales, incomodando a todo bicho perteneciente al mundo del sentido común.

lunes, 7 de enero de 2019

Manuel Vilas / Los años del destape literario



Los años del destape literario

Tras años en los que en España el pudor y el catolicismo confinaban los secretos al confesionario, emerge una generación de escritores que no entiende otra literatura que no sea la literatura del yo


MANUEL VILAS
14 ABR 2018 - 04:14 COT

Hace unos meses releí con mis alumnos de la Universidad de Iowa la magnífica novela Señora de rojo sobre fondo gris, de Miguel Delibes. Y no me emocionó tanto como la primera vez que la leí, cuando se publicó en 1991. En esta relectura me sobró el pudor con que Delibes oscurece la naturaleza autobiográfica de los hechos que allí se narraban escondiéndose tras el personaje de un pintor. Delibes se negó a decir “soy yo, y esto que narro es lo que creo que pasó”. No lo hizo por pudor, tal vez un pudor de posguerra. No me molestó ese pudor en 1991; pero en este 2018, sí. El pudor se había hecho viejo, pensé. Es allí donde el pudor es una carga, en el momento en que puede erosionar la fuerza artística de una obra. Tampoco le sirvió de nada ese subterfugio a Delibes, pues todos los lectores leyeron la novela como un libro de duelo, y de carácter autobiográfico. Imagino que desde 1991 hasta este presente España ha ido perdiendo muchos e innecesarios pudores, y el primero que se perdió es el político, cuando España recobró la democracia. El pudor es inevitable en países sin libertades. Pero en países democráticos y occidentales, el pudor ocurre más en la mente de los escritores que en la de los lectores. Los libros del noruego Karl Ove Knausgård, que ha golpeado con fuerza la literatura europea, manifiestan una llamativa falta de pudor a la hora de exponer la vida personal a los ojos del público. Patrimonio, de Philip Roth, mostraba de manera impudorosa la enfermedad del padre del escritor, un hombre de 86 años con un tumor cerebral irreversible. Roth añadió a Patrimonio el subtítulo de Una historia verdadera. No era un añadido superfluo. Se suele decir que a la literatura y al lector les traen sin cuidado que lo que se narra en una novela sea verdad o no, pero yo creo que sí que importa. Porque el temblor de la confesión sigue conservando ese lujo ancestral de la verdad, o del teatro de la verdad. La verdad y el dolor acaban siendo lo mismo en las narraciones impúdicas. El año del pensamiento mágico, de Joan Didion, era un estudio del dolor que ampliaba lo que ya leímos en el magistral Una pena en observación, de C. S. Lewis, libro que tuvo gran éxito editorial en España. Tal vez este deseo de verdad fuese una de las últimas exploraciones que la literatura ofrecía a los escritores: la aventura de narrar la propia vida, y hacerlo desde ese lugar complejo al que podríamos llamar el sentimiento de lo que tuvo lugar, algo que conserva una iluminación especial y que los lectores detectan.

viernes, 13 de octubre de 2017

Ricardo Piglia / Tesis sobre el cuento

Ricardo Piglia
Ricardo Piglia
Tesis sobre el cuento
Los dos hilos: Análisis de las dos historias


En uno de sus cuadernos de notas, Chejov registró esta anécdota: "Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida". La forma clásica del cuento está condensada en el núcleo de ese relato futuro y no escrito.

Contra lo previsible y convencional (jugar-perder-suicidarse), la intriga se plantea como una paradoja. La anécdota tiende a desvincular la historia del juego y la historia del suicidio. Esa escisión es clave para definir el carácter doble de la forma del cuento.

Primera tesis: un cuento siempre cuenta dos historias.

domingo, 24 de abril de 2016

José Agustín Goytisolo / El oficio del poeta


José Agustín Goytisolo
El oficio del poeta

Contemplar las palabras
sobre el papel escritas,
medirlas, sopesar
su cuerpo en el conjunto
del poema, y después,
igual que un artesano,
separarse a mirar
cómo la luz emerge
de la sutil textura.
Así es el viejo oficio
del poeta, que comienza
en la idea, en el soplo
sobre el polvo infinito
de la memoria, sobre
la experiencia vivida,
la historia, los deseos,
las pasiones del hombre.

La materia del canto
nos lo ha ofrecido el pueblo
con su voz. Devolvamos
las palabras reunidas
a su auténtico dueño.




domingo, 3 de abril de 2016

Mario Vargas Llosa / El dato escondido

Ernes Hemingway

Mario Vargas Llosa
EL DATO ESCONDIDO

En alguna parte, Ernest Hemingway cuenta que, en sus comienzos literarios, se le ocurrió de pronto, en una historia que estaba escribiendo, suprimir el hecho principal: que su protagonista se ahorcaba. Y dice que, de este modo, descubrió un recurso narrativo que utilizaría con frecuencia en sus futuros cuentos y novelas. En efecto, no sería exagerado decir que las mejores historias de Hemingway están llenas de silencios significativos, datos escamoteados por un astuto narrador que se las arregla para que las informaciones que calla sean sin embargo locuaces y azucen la imaginación del lector, de modo que éste tenga que llenar aquellos blancos de la historia con hipótesis y conjeturas de su propia cosecha. Llamemos a este procedimiento ‘el dato escondido’ y digamos rápidamente que, aunque Hemingway le dio un uso personal y múltiple (algunas veces, magistral), estuvo lejos de inventarlo, pues es una técnica vieja como la novela y que aparece en todas las historias clásicas.

miércoles, 24 de febrero de 2016

Todo lo que le debemos a la siesta de Patricia Highsmith


Todo lo que le debemos a la siesta 

de Patricia Highsmith

La reina del suspense dejó un puñado de consejos básicos e inteligentes que son las tablas de la ley para un escritor


    Patricia Highsmith / RICARDO MARTÍN
    Cuenta Patricia Highsmith que una de las herramientas que más le ayudó a escribir fue la siesta. En sus primeros tiempos, cuando aún desempeñaba otros trabajos para sobrevivir, dormía al llegar a casa por la tarde y se bañaba al despertar para simular que empezaba un nuevo día, el de verdad, aquel en el que podía hacer lo que soñaba: poner una palabra tras otra para construir historias. Multiplicar cada día por dos fue el sombrero de su magia, del que iba a salir no un conejo, sino el puñado de las mejores novelas de suspense que siguen latiendo con brío décadas después.
    “Un sueñecito ahorra tiempo en lugar de malgastarlo”, cuenta como si tal cosa. “Me duermo con el problema y me despierto con la respuesta”.
    La divina siesta de Patricia Highsmith no es solo una de las sencillas confesiones que nos regala el libro del que aquí vamos a hablar. Es el retrato de que la literatura más sofisticada no está en la sofisticación, en la mirada perdida en busca de musas inexistentes ni en la ensoñación profunda, sino que se puede esconder en los ronquidos. Y es muestra del vigor de un libro cargado de lecciones de oficio, de humildad, de cotidianidad y también de fracaso. Si yo lo he conocido, nos viene a decir, no tenéis nada que temer. “Esto es lo que hace que la profesión de escritor sea animada y apasionante: la constante posibilidad de fracasar”.

    viernes, 21 de agosto de 2015

    Rafael Chirbes / Reflexiones de un escritor letrado


    Rafael Chirbes

    BIOGRAFÍA

    EL NOVELISTA PERPLEJO

    Reflexiones de un escritor letrado


    NORA CATELLI 15 MAR 2003


    Un libro de pensamiento literario. Un volumen de reflexiones de Rafael Chirbes en torno a su propia labor novelística y a la obra de autores como Max Aub y Juan Marsé.
    De todos los practicantes de las artes de la palabra, los novelistas han sido los primeros en querer desligarse de la cultura letrada. Seducidos por otros lenguajes - el cine, la televisión, el cómic, el vídeo-, muchos han abandonado la idea de que existe una tradición que deben conocer: proclamar que no se ha leído la Celestina, el Quijote o el Ulises de Joyce ha sido saludado como acto de valentía y sinceridad que sólo puede atraer lectores, en lugar de ahuyentarlos, como sería lógico: ¿para qué leer a aquel que se jacta de no haber leído? Pero aunque podamos ser señores de nuestras jactancias no lo somos de nuestra memoria: lo no leído no es más que lo leído sin querer; o sea, sin pensamiento. El fenómeno no es sólo español: cada sociedad literaria posee sus practicantes de esta ingenuidad sistemática y asombrosa. No es la única; hay otro modo paralelo de ingenuidad, en este caso pedante más que orgullosamente ignorante: la que proclama no necesitar "literatura secundaria" en su acceso a los clásicos y finge la experiencia sublime del contacto directo con Dante, por ejemplo.

    EL NOVELISTA PERPLEJO

    Rafael Chirbes
    Anagrama. Barcelona, 2003
    196 páginas. 13 euros
    Rafael Chirbes no incurre en ninguna de estas prácticas. No quiere ser iletrado ni tampoco finge que no lee crítica: El novelista perplejo es un libro de pensamiento literario -desde la cultura letrada y a partir de ella- en el que hay artículos de distinto origen acerca de problemas -técnicos, históricos, sociales- propios del arte de la palabra. Sobre todo, Chirbes no supone que nació novelista: no da por supuesto que cualquier experiencia vivida -aun la más banal- es transmisible cuando se publica ficción. En pocas ocasiones se refiere abiertamente a sus paisajes personales, y cuando lo hace estas alusiones se enlazan con otros destinos literarios. En primer lugar, con el de Juan Marsé: el homenaje irrestricto a Si te dicen que caí es una de las piezas más convincentes que he leído sobre esta novela extraordinaria. En segundo término, con el de Max Aub; los tres ensayos que aquí se le dedican, de gran extensión y riqueza de matices, lo convierten en una suerte de espejo sobre el cual proyectar los efectos actuales de los debates en torno de la novela castellana.

    Si con Aub, Chirbes erige una imagen compleja -en el cruce de vanguardia, exilio, conflicto lingüístico y función social del escritor-, en los trabajos dedicados a Borís Pilniak, Ford Madox Ford, Francis Bacon o Juan Eduardo Zúñiga trata de pensar en ciertos desafíos de la técnica definida como "lugar desde el que se mira" (página 53): experimento, perspectiva, construcción del narrador y vínculo entre historia y novela. Esos desafíos no se convierten en certidumbres, sino en estímulos para la reflexión: en El punto de vista se pueden rastrear todas las posiciones e indecisiones en torno de la relación entre búsqueda literaria y tradición, mientras que en Psicofonías (Legitimidad y narrativa) se hace un repaso detallado a la cuestión del realismo, auténtico y recurrente punto de toque de la narrativa actual.

    Quizá cuando parafrasea posturas críticas que no le convencen demasiado, Chirbes parece repetir objeciones antes oídas o resumidas que transitadas con atención. Según su propuesta, si lo he entendido bien, la "literariedad" aludiría a una literatura autosuficiente, "que no mira fuera de la literatura" ( página 23). Sabemos, sin embargo, que el término no se refiere a tal cosa, sino a aquello que hace que cualquier texto -un poema, un eslogan, una canción de cuna, un cuento- pueda ser leído como literatura. Sería en todo caso lo contrario de lo que Chirbes alude. Da más bien la impresión de que con esta palabra parece aquí señalarse una suerte de sospechosa concomitancia, en las letras españolas de la transición, entre "la escritura como brillante fruto de ingenios superiores" (página 23) y prestigio literario. No queda claro, en las páginas que siguen, qué se opondría a semejante bando excluyente.

    No obstante estas dubitaciones, Chirbes no erige para sí mismo un sitial de creador que lo exonere de la práctica de la confrontación intelectual o de la reflexión: en ese sentido, su libro es una inteligente y tácita refutación del abandono de las funciones letradas por parte de los novelistas. Incluso, a pesar de sus reticencias ante "eso que llaman intertextualidad" (página 81), él conscientemente deja las huellas de sus lecturas no sólo en las citas explícitas, sino también en el modo de argumentar. Y, después de todo, eso y no otra cosa es la "intertextualidad": una red de pistas de lecturas que, con voluntad de ser descubiertas, dejan los textos. Y la red de Chirbes dibuja un recorrido exigente y nada caprichoso por la genealogía propia de la novela castellana, por los hitos de la modernidad literaria y por sus exigencias formales y éticas.



    lunes, 4 de mayo de 2015

    Vargas Llosa / Las esquinas del tiempo / Así nace el título de una novela

    Mario Vargas Llosa
    Poster de T.A.

    Mario Vargas Llosa

    Las esquinas del tiempo

    • Así nace el título de una novela

    Cinco esquinas, el título de la novela que tiene proyectada Mario Vargas Llosa, es un término familiar para cualquier limeño experimentado. Se refiere a un punto de encuentro de cinco calles, en la zona de Barrios Altos, donde se cruzan autobuses, coches y peatones avezados. Ahora que estoy aquí el mundo parece gobernado por las oscilaciones de un semáforo que sirve a las cinco calles y que funciona como un faro en la incertidumbre. La zona, que está atravesada de montones de desperdicios, fachadas de rejas y paredes desolladas y pintarrajeadas, está lejos de lo que alguna vez fue. Hasta hace menos de cien años, este barrio aristocrático sirvió a su vez a la bohemia en sus tiempos de esplendor. César Vallejo, Ricardo Palma y el compositor Felipe Pinglo Alva mencionan en algunas de sus cartas sus estancias en los Barrios Altos (bautizados así porque se trata de una zona más alta que el resto de la ciudad y también por ser territorio de la aristocracia).
    Esta mañana, cuando le propuse a un amigo acompañarme a Cinco esquinas, él aceptó con muchas reticencias, diciéndome que es posible que no saliéramos vivos de aquí. Los maleantes que aún pululan en la zona son parte de la historia urbana. Uno de ellos fue el mítico Tatán (llamado en honor a su héroe de la selva), un delincuente tartamudo y feroz. Su novia, la Rayo, era conocida por la velocidad con la que podía robar carteras y huir de la policía. Le contesto a mi amigo que siendo domingo es probable que los delincuentes hayan ido a misa o que estén viendo el fútbol (es la final del Campeonato, felizmente), de modo que podemos andar tranquilos. No parece muy convencido.

    Vargas Llosa / Cinco esquinas / Así nace el título de una novela

    Mario Vargas Llosa
    Poster de T.A.
    Mario Vargas Llosa

    Así nace el título de una obra

    'Cinco esquinas' se llamará la nueva novela del Nobel peruano Mario Vargas Llosa


    Panorámica del punto que da nombre al barrio limeño, Cinco esquinas, en el cual se inspira Vargas Llosa para su nueva novela. / MORGANA VARGAS LLOSA

















    Durante un año, Mario Vargas Llosa trabajó en un archivo de wordal que llamó nuevanovela.doc. Los títulos de la novela, dice, le sirven para organizar la historia. Son un norte. Pero esta vez no tenía título y nunca antes le había pasado. Ha escrito novelas que tuvieron hasta tres: La ciudad y los perros se llamó antes Los impostores y La morada del héroe. También ha escrito novelas que nacieron con el título puesto, como La Casa Verde. Y títulos que aparecieron con una imagen, como Conversación en La Catedral, que surgió en cuanto tuvo la idea del barcito que serviría de escenario a la conversación que vertebra la obra.
    Vargas Llosa no tenía título y hace un par de semanas, sin saberlo, salió a la calle a buscarlo. Partió de su casa de Barranco, en Lima, con gafas de sol, un gorro que le tapaba media cara y una gabardina de aires detectivescos. La ruta que tomaría ese día la había fijado, también sin saberlo, en 1952.

    lunes, 16 de diciembre de 2013

    Antonio Muñoz Molina / Los narradores



    REPORTAJE: IDA Y VUELTA

    Los narradores

    Por ANTONIO MUÑOZ MOLINA

    Babelia, El País, 16/04/2011

    Quién sabe de dónde vienen las historias. De joven uno piensa que inventarlas, construir tramas brillantes, encontrar una forma original de contar, es un talento específico y más bien secreto que posee muy poca gente, los escritores, los maestros. Uno quiere ser literario sin interrupción, sublime sin interrupción, como el dandi de Baudelaire, y se enamora de libros que tratan de escritores y de escritores que ejercen de manera incesante como tales, que van vestidos de escritores y hablan como escritores con otros escritores y son tan literarios que los críticos literarios los adoran, sabiendo que pisan un terreno seguro, el de la literatura evidente, la literatura literariamente enroscada alrededor de sí misma. Uno hace o se propone hacer diagramas de argumentos; uno lee las conversaciones de Truffaut con Hitchcock y las cartas de Flaubert y a poco que se descuide se convence desoladamente de que le falta originalidad o imaginación, o de que la literatura les sucede a otros y sucede en otra parte, en los lugares distinguidos y lejanos en los que las cosas ocurren de verdad, donde los escritores se juntan para discutir y beber hasta las tantas de la madrugada como si vivieran en el París de la Generación Perdida, donde los escritores viven esas experiencias que son propias de escritores y que sirven de material para los libros.
    Yo recuerdo el complejo que tenía la primera vez que fui a Madrid a una reunión de escritores. De escritores de verdad, no los que compartían conmigo la visibilidad vehemente pero limitada por los confines de nuestra provincia. Ahora ha hecho veinticinco años. Yo había publicado mi primera novela solo un par de meses atrás y había descubierto que aparecer más bien por lotería en el catálogo de una editorial importante no lo libraba a uno de la quejumbrosa condición de invisible, o de una visibilidad sumamente limitada, que consistía sobre todo en ir a la sección de libros de Galerías Preciados -hablo de otra época- y buscar con aprensión el nombre de uno y el título de su novela en aquellas estanterías inundadas de novedades rutilantes: novedades además que tenían la ventaja de no estar tituladas en latín, de no llevar un guardia civil con tricornio y a caballo en la portada, de no ir firmadas con el nombre y los apellidos por completo vulgares de un desconocido.
    Después de un rato de apuro encontraba el libro; a continuación el alivio de encontrarlo quedaba malogrado por la sospecha de que si estaba allí era porque no lo había comprado nadie. Pero de cualquier manera lo más desconcertante era que no parecía haber conexión entre aquel libro que ocupaba un lugar modesto pero indudable en el espacio y mi propia persona, a pesar de la foto deplorable que venía en la solapa. La novela estaba en aquella librería y sin duda, con ubicuidad asombrosa, en muchas más librerías de otras ciudades, pero aun así no me parecía que hubiera alguna conexión entre ella y yo. Las novelas las escribían los escritores. Los escritores aparecían retratados en los suplementos literarios de Madrid y de Barcelona, y se les notaba en las fotos que eran escritores: en el escorzo, en la manera en que miraban a la cámara, en las cosas que decían en las entrevistas. Cuando los vi de cerca en el hotel Wellington de Madrid, juntos, bebiendo copas en el bar, hablando de cosas de escritores, me sentí más ajeno que nunca a aquel gremio prestigioso. Los escritores jóvenes no llevaban bigote de funcionario municipal por oposición y no tenían hijos pequeños. Eran los años ochenta, y había que ser de verdad un pringado para trabajar de funcionario en un ayuntamiento de provincias y ser padre de familia. Me desmoralizó mucho escucharle decir a uno de los más renombrados que él vivía en un hotel.
    ¡Vivir en un hotel! Eso sí que era ser literario. Escribir novelas en una habitación de hotel, como un maldito de la novela negra americana, beber bourbon, andar por los bares hasta las tantas de la madrugada, caer bajo el hechizo de mujeres fatales. Vivir solo, desde luego. Solo como un lobo solitario. Apurar la noche, acostarse con la primera luz del día, levantarse a las doce. Nada de fichar a las ocho o de recoger a un niño llorón de la guardería. Trasnochar para escribir o para emborracharse o para escribir emborrachándose, no porque el niño tiene cuarenta de fiebre y hay que darle un Apiretal.
    Lo que me atraía entonces del talento narrativo era que me parecía muy singular, exclusivo, reservado a unas pocas personas, los escritores. Ahora lo que me intriga, lo que me gusta de mi oficio, es la convicción de que casi todo el mundo está dotado para dedicarse a él, o por lo menos de que mucha gente que no escribirá nunca un libro o no llegará a publicarlo posee la capacidad de contar historias, o, para decirlo con más intensidad citando a Antonio Machado, el don preclaro de evocar los sueños. Las grandes narraciones no son una destilación rara y exquisita de unas pocas mentes especiales: andan por ahí tan libremente como el polen en primavera, como los vilanos o las obleas de los olmos o los huevos innumerables de los peces o de las ranas. En un libro extraordinario sobre el trabajo de escribir, On Writing, Stephen King dice dos cosas que me intrigaron mucho la primera vez que las leí, hace solo unos meses: que grandes cantidades de personas están dotadas para contar buenas historias; y que la razón de una gran parte de la mala escritura es el miedo.
    Para ser pintor o para ser músico hace falta un entrenamiento concienzudo de muchos años. Para escribir, para contar, las dotes necesarias las posee en su plenitud cualquier niño antes de ir a la escuela: el dominio sofisticado del idioma, el instinto de dar forma narrativa a la experiencia. Cualquier persona que cuenta con claridad y coraje su propia vida está relatando una imperiosa novela. No hay vida que no merezca ser contada, que no sea singular y al mismo tiempo inteligible y común. Abro el periódico hace unos días y encuentro la siguiente historia: en China, durante un viaje en tren, una mujer se encuentra sentada frente a una familia feliz; un padre, una madre, los dos atractivos y jóvenes, bien vestidos, educados; una hija de tres o cuatro años. La mujer observa a esos desconocidos que las horas de viaje acaban envolviendo en una familiaridad afectuosa. Al llegar a su destino se despide de ellos: baja del tren y camina por una gran ciudad. Al final de la tarde ha de tomar un tren para continuar su viaje. Vuelve a la plaza de la estación cuando ya se están encendiendo las luces y le llama la atención una niña que está sola en un banco. Pronto habrá caído la noche y no parece que nadie vaya a recogerla. Y entonces la mujer comprende: ese padre, esa madre, han abandonado a su hija, porque quieren engendrar un varón y en China está prohibido tener más de un hijo. Lo que está sucediendo, lo que merece ser contado, lo que se ha contado tantas veces desde hace milenios, es el cuento de los niños abandonados por sus padres en mitad del bosque.


    Stephen King
    On Writing, A Memoir of the Craft.
    Simon & Schuster, 2010.


    viernes, 9 de enero de 2009

    Cortázar habla sobre "El perseguidor" y Charlie Parker


    CORTÁZAR
    HABLA SOBRE «EL PERSEGUIDOR»
    Y CHARLIE PARKER

    De «Los cuentos: un juego mágico»,
    charla con Omar Prego Gadea

    JC: Vos sabés que en «El perseguidor» hay un episodio en donde Johnny cuenta cómo el tiempo queda abolido. Bueno, eso es absolutamente autobiográfico. Y además no solo me sucedía en la época en que escribía «El perseguidor» —y que en ese momento, en el orden del cuento me vino bien, entró esa intuición que tiene Johnny— sino que me sigue sucediendo. Por ejemplo, hace tres o cuatro días volví por el lado de la Place d’Italie, en el metro, y tenía que llegar hasta aquí, a la Gare de l’Est. Estaba en un estado de cansancio, de mala salud, como sabés, y muy distraído. Los estados de distracción (eso que se llama distracción) son para mí estados de pasaje, favorecen ese tipo de cosas. Cuando estoy muy distraído, en un momento dado es ahí por donde me escapo. Bueno, el otro día me pasó exactamente lo mismo en el metro. Entré en el metro, me senté, el metro echó a andar y yo empecé a pensar. Era el final de una conversación con un amigo; seguí pensando, le di vueltas a la cosa y aparecieron episodios del pasado, una serie de imágenes. El solo hecho de que yo te lo esté contando así ya está llevándonos unos cuantos segundos, ¿no? Pero eso siguió y siguió. Yo no tenía ningún control de tipo temporal, simplemente estaba perdido en una meditación. Y en un momento determinado sentí el golpe de los frenos, el tren se detenía. Miré la estación, suponiendo que ya debía estar muy cerca de la Gare de l’Est. Y era la primera estación después de aquella en que yo lo había tomado.
    OP: Que si no me equivoco se llama Campo Formio.
    JC: Sí. Es decir, se trata exactamente del mismo episodio de Johnny. Con un poco de trabajo yo podría reconstruir todo lo que pensé. Y te aseguro que en nuestro tiempo, en el que podemos medir con este reloj, eso nos llevaría por lo menos diez minutos. Y yo sé perfectamente que entre esas dos estaciones hay un minuto. Entonces, hay una especie de superposición de tiempos diferentes, que yo no puedo utilizar. Ojalá pudiera utilizarlos. Lo he pensado muchas veces con nostalgia, porque si yo pudiera multiplicar mi tiempo sería casi como ganar una especie de inmortalidad.
    OP: Exactamente. Ahora bien, si pasamos de estos cuentos tuyos a «El perseguidor» se nota como una especie de ruptura. Tú dijiste en otra entrevista que no es ahí que tuviste por primera vez conciencia del peso, de la gravitación de un personaje, pero sí que en este cuento lo que importa es el personaje, que empezaste a tener una mayor visión existencial de la literatura. Lo que puede parecer paradójico es que tú no conociste al personaje en cuestión, a Charlie Parker.
                JC: No, yo no lo conocí personalmente, aunque sí estéticamente, porque me tocó vivir en el momento en que Charlie Parker renovó completamente la estética del jazz y después de un período en que nadie creía y la gente estaba desconcertada por un sistema de sonidos que no tenía nada que ver con lo habitual, se dieron cuenta de que allí había un genio de la música. Y entonces la anécdota de ese cuento es la siguiente: a mí me perseguía desde hacía varios meses una historia, un cuento largo, en el que por primera vez yo me enfrentaba con un semejante. Porque la verdad es que, como decís vos, hay una ruptura en «El perseguidor». En todos los cuentos precedentes, los personajes pueden estar vivos, pueden comunicarle algo al lector, pero si se analiza bien —es como en los cuentos de Borges— los personajes son marionetas al servicio de una acción fantástica.
    OP: Son cuentos de situaciones.
    JC: Claro. Cuentos en los que los personajes están situados, cada uno de ellos, pero no son lo determinante del cuento. Con una que otra excepción. Antes de «El perseguidor» yo ya había escrito algunos cuentos que no tienen nada de fantástico, que son muy humanos, como «Final del juego ». Eso ya eran caminos que se me iban abriendo. Pero la primera vez que se me planteó eso que vos llamás existencial —y es cierto—, es decir el diálogo, el enfrentamiento con un semejante, con alguien que no es un doble mío, sino que es otro ser humano que no está puesto al servicio de una historia fantástica, en la que la historia es el personaje, contiene al personaje, está determinada por el personaje, fue en «El perseguidor». ¿Por qué fue Charlie Parker? Primero porque yo acababa de descubrirlo como músico, había ido comprando sus discos, lo escuchaba con un infinito amor, pero nunca lo conocí personalmente. Me perseguía la idea de ese cuento y al principio con la típica deformación profesional, me dije: «Bueno, el personaje tendría que ser un escritor, un escritor es un tipo problemático». Pero no me decidía porque me parecía aburrido, me parecía un poco tópico tomar un escritor. Pensé en un pintor, pero tampoco me entusiasmaba mucho. Tenía que ser un individuo que respondiera a características muy especiales. Es decir, todo eso que sale de «El perseguidor»: un individuo que al mismo tiempo tiene una capacidad intuitiva enorme y que es muy ignorante, primario. Es muy difícil crear un personaje que no piensa, un hombre que no piensa, que siente. Que siente y reacciona en su música, en sus amores, en sus vicios en su desgracia, en todo. Y en ese momento murió Charlie Parker. Yo leí en un diario una pequeña biografía suya —creo que era de Charles Delonnay— en la que se daba una serie de detalles que yo no conocía. Por ejemplo, los períodos de locura que había tenido, cómo había estado internado en Estados Unidos, sus problemas de familia, la muerte de su hija, todo eso. Fue una iluminación. Terminé de leer ese artículo y al otro día o ese mismo día, no me acuerdo, empecé a escribir el cuento. Porque de inmediato sentí que el personaje era él; porque su forma de ser, las anécdotas que yo conocía de él, su música, su inocencia, su ignorancia, toda la complejidad del personaje, era lo que yo había estado buscando.
    OP: Lo que habías estado persiguiendo. El perseguidor eras vos.
    JC: Sí. Pero si yo no hubiera leído esa biografía o esa necrológica de Charlie Parker, tal vez no hubiera escrito el cuento. Porque estaba muy perdido, no encontraba al personaje.
    OP: Un escritor en busca de su personaje. Pero además, por lo que yo sé, tuviste otras dificultades.
    JC: Hubo una doble dificultad. La primera me concierne a mí. Yo empecé a escribir «El perseguidor» profundamente embalado y escribí casi de un tirón toda la primera secuencia, esa que transcurre en la pieza del hotel, cuando Bruno va a visitar a Johnny y lo encuentra enfermo, con Dédée. Eso toma unas veinte páginas, es bastante largo. Bruno le deja algún dinero y se va, se mete en un café y trata de olvidarse, con la ambivalencia típica del personaje. Y ahí me bloqueé. Al otro día quise seguir el cuento y nada. Releí las veinte páginas y nada. Quedé totalmente bloqueado, me era imposible seguir. Entonces metí todo eso en un cajón y pasaron tres meses, una cosa muy excepcional en mi trabajo de cuentista, porque a mí los cuentos me salen de un tirón. Pasaron tres meses, entonces, me dieron un contrato en las Naciones Unidas, en Ginebra. Tenía que pasarme tres meses en una pensión y me puse a sacar papeles. Entre ellos iban esas veinte páginas, pero yo no me di cuenta. Metí todo en una maleta y me fui. Hasta que un día, en la pensión, buscando no sé qué papel, salió eso. Después de tres meses vos te releés como si eso que estás leyendo fuera de otro, ¿no? Leí, y seguí, seguí, terminé las veinte páginas, me senté a la máquina, puse una hoja y en tres días terminé el cuento. Nunca me he podido explicar la razón del bloqueo y mucho menos la razón de que haya podido empalmarlo. Pero creo que si yo no contara esto nadie se daría cuenta de que el cuento estuvo interrumpido.
    OP: Yo creo que no hay ninguna censura y los críticos no han dicho nada al respecto.
    JC: Las censuras son literarias, cada capítulo está escrito en un tiempo de verbo diferente. Está hecho a propósito, porque son alusiones musicales. Y salió así hasta el final. En cuanto a la segunda dificultad a la que aludiste, ocurrió que a mí el cuento me gustó mucho. Por esa época me fui a Buenos Aires y se lo di a leer a un amigo a quien yo le tenía plena confianza, era uno de esos lectores privados que tienen muchos escritores. Lo leyó y como era un tipo que no tenía pelos en la lengua me dijo: «Tiralo». «Tiralo; es demasiado largo», me dijo. Y agregó: «No tiene sentido». Bueno, tuve la debilidad de desobedecerle y me traje el cuento de vuelta a París. Y entonces lo leyó Aurora (Aurora Bernárdez, la primera mujer de Cortázar) y le gustó enormemente. Esto no quiere decir que yo consulte mucho a otras personas; tal vez se trate de una extraña vanidad. Pero una vez que yo he conseguido lo que creo que tengo que conseguir, me importa un bledo que les guste o no les guste. De todos modos, lo di a leer a dos o tres personas. Ese cuento dio lugar a otro cuento largo, “Las armas secretas”, ahí ya se armó el libro y se publicó.
    OP: Onetti me dijo que había sido uno de los primeros lectores de «El perseguidor» y que de inmediato te escribió una carta —él, que suele escribir muy pocas cartas— declarándote su total entusiasmo.
    JC: Onetti hizo mucho más que eso. Esto que te voy a contar lo supe por Dolly Muhr (Dorotea Muhr, la mujer de Onetti). Onetti leyó «El  perseguidor», se fue al cuarto de baño de su casa y rompió el espejo de un puñetazo.
    OP: Exactamente. Onetti nos contó eso un día a mi mujer y a mí, allá en Montevideo. Fue esa secuencia —vos empezás esa parte del cuento abriéndola con esa sola palabra, «secuencias»— de la muerte de Bee, la hija mayor de Johnny y Lan.
    JC: Nadie ha tenido una reacción que me pueda conmover más.


    Cortázar con trompeta

    De «La vuelta a Julio Cortázar en 80 preguntas»,
    entrevista por Hugo Guerrero Marthineitz

    H.G.M.: ¿Vio la película El Perseguidor que se hizo sobre un cuento suyo?
    J.C.: Sí, la vi en un festival europeo. En esa película me gustó mucho la banda sonora. Entonces yo no sabía que el que tocaba era el Gato Barbieri, porque el Gato no tenía en aquel momento la justa fama que consiguió después. Yo sabía que había dos hermanos Barbieri, que uno había hecho los temas y el otro, los había tocado, pero no los conocía. Cuando vi la película, la música me impresionó, porque yo me estaba temiendo que se hiciese un simple pastiche de Charlie Parker. Puesto que el personaje, en alguna medida, encarnaba a Charlie Parker, los Barbieri tuvieron la extraordinaria habilidad y la honestidad de hacer una música muy original y que, al mismo tiempo, tenía un estilo. Era un homenaje, pero no un pastiche.