Y la música creó a Cuba
‘La música en Cuba’, de Alejo Carpentier, publicado originalmente en 1946, es un libro que trata de una isla parecida al paraíso y de cómo fue poblada por las melodías. ‘Babelia’ adelanta el prólogo de Iván de la Nuez a la reciente edición de Libros del Kultrum
Iván de la Nuez
26 de mayo de 2022
Este libro trata de una isla parecida al paraíso y de cómo fue poblada por la música. Esta historia empieza en un archipiélago de recolectores, cazadores y pescadores, sin música ni gobierno, entregados a la fuma del tabaco y la sensualidad colectiva.
Primera historia de la música en Cuba, recorre desde el siglo XVI hasta el momento en que esa música triunfa en el mundo de la mano de El Manisero de Moisés Simon, por una parte, y de la orquesta de Xavier Cugat, por la otra.
Por el camino, la recuperación de Esteban Salas (cuyo arte había quedado sumido “en la más absoluta obscuridad” hasta este libro). O la música de salones y teatros del siglo XVII. O el tráfico musical entre La Habana, Sevilla, Veracruz, Puerto Rico y Venezuela. O las disputas musicales que van conformando la nación cubana. O los primeros compases de las contradanzas y el cuchumbé, zarabandas y habaneras, bufos y clásicos, la influencia de África y el patrimonio heredado de España. O el entramado sinuoso de la industria musical...
Carpentier deja constancia de su admiraciones —Saumell, Ignacio Cervantes, Amadeo Roldán, García Caturla—, incorpora el término “afrocubanismo” y remata su libro elogiando la música de vanguardia en la isla, protagonizada por las obras de Julián Orbón, Harold Gramatges, Gisela Fernández o el Grupo Renovación. Pero también hay lugar para sus fobias, como es el caso de Perucho Figueredo, autor del himno nacional, al que considera un fenómeno sociológico o iconográfico más que musicológico. Tampoco perdona la deriva musical de Ernesto Lecuona ni se corta a la hora de atizar a Cugat, que le parece algo así como un usurpador poco serio.
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Alejo Carpentier, 1979 Foto de Ulf Andersen |
A diferencia de José Lezama Lima, que considera como primer texto poético de Cuba al Diario de Navegación, de Cristóbal Colón, quien ni es poeta ni cubano, Carpentier no tiene esa relación mística con la inmanencia del espacio insular. Si para Lezama, lo que ocurre en la isla es ya cubano (más allá de que la nacionalidad no esté constituida del todo), para Carpentier lo que demuestra la música es, precisamente, la necesidad de un tiempo formador si se quiere hablar con propiedad de una cultura nacional.
Por eso, su libro se puede leer como la historia de un puente que va desde la música en Cuba hasta la música de Cuba.
Semejante distinción va mas allá de un juego de preposiciones y, en buena medida, refleja su propia y complicada biografía; la acrobacia identitaria que lo acompañó toda su vida desde su nacimiento en 1904, en Lausana y no en La Habana, hasta su muerte en París y su funeral con honores de Estado en la Cuba comunista de 1980. (Y con guardia incluida del mismo Fidel Castro).
El libro aborda cómo se va componiendo el sonido cubano hasta alcanzar esa pléyade de géneros que hará de ese país, en términos musicales, acaso uno de los más poderosos del planeta
Roberto González Echevarría ha escrutado como nadie esa “doble vida” en su libro The Pilgrim at Home, aparecido en 1977 y traducido más tarde al español como El peregrino en su patria. Esa dualidad entre el revolucionario y el intelectual refinado, el hombre de negocios y el escritor, el cubano y el francés, el comunista y el surrealista, el anfitrión de salón y el representante de la dictadura del proletariado. Todo ello bajo el muy cuidado reino de su mundo, que creó a partir de una biografía hecha a su medida. A fin de cuentas, casi todo lo que sabemos sobre Carpentier lo escribió él mismo.
Volviendo a La música en Cuba, González Echevarría cuenta que le llevó a Carpentier la nueva edición de 1972 (Fondo de Cultura Económica) a París, donde este se desempeñaba, a la sazón, como diplomático del gobierno cubano.
Un detalle interesante es que la primera impresión de La música en Cuba, fechada en 1946, aparecida también en ese sello y escrita por encargo de Daniel Cossío Villegas, se publicó en la colección Tierra Firme, mientras que la segunda impresión pertenece a la Colección Popular. Una prueba de la importancia que se le daba a la cultura popular y de cuánto ha disminuido esa percepción medio siglo después. De hecho, puede decirse que este libro arrastra esa “oralidad mediatizada” identificada por Anke Birken y que se debe a su experiencia anterior en la radio, medio en el que Carpentier trabajó por muchos años y del que era un defensor acérrimo.
La música en Cuba es, por otra parte, el primer ensayo publicado, en forma de libro, por Alejo Carpentier. Y su segundo libro en general, posterior a esa primera novela de la que renegó largo tiempo: Ecué-Yamba-Ó, “la suerte está echada” en lengua abakuá, publicada en 1933.
Estamos, entonces, ante una obra de tránsito entre el Carpentier ensayista y el novelista que, después de La música en Cuba, publicará tres novelas tan extraordinarias como El reino de este mundo, Los pasos perdidos o El acoso, por solo mencionar las aparecidas antes de la Revolución cubana de 1959.
Este es un ensayo sobre cómo la música conquista un territorio todavía insonoro y lo llena de notas. Y de cómo se va componiendo el sonido cubano hasta alcanzar esa pléyade de géneros que hará de ese país, en términos musicales, acaso uno de los más poderosos del planeta.
Este es un libro en el que se explica la colonización con la espada y con la cruz, pero también con la batuta. Con las escrituras y con las partituras.
En Ruido insurgente, Michael Denning percibe dos niveles en los ensayos sobre música. Uno genérico y otro general. El primero atendería a la música en sí y a su lugar en la evolución de las especies por su conexión con el lenguaje, el cerebro o el sonido. El segundo estaría enfocado en las panorámicas generales (rough guides les llama), que se expandirían a todo un sistema que comprende el mercado musical o las microhistorias de géneros y artistas concretos. La música en Cuba -un texto pionero para los estudios cubanos y para el ensayo musical per se-, combina esas dos variantes y las desborda. Entre otras cosas, porque se trata de un texto híbrido que enriquece la escritura y la música a partes iguales.
Alejo Carpentier le concede importancia a la búsqueda de una partitura perdida, pero también a lo que significa el sonido en la configuración de un orden nacional. Atiende las historias particulares de músicos como Esteban Salas o García Caturla o Ignacio Cervantes, pero también al fenómeno social y hasta político que emana de un concierto. Descubre los sones que prefiguraron el son tal como hoy lo conocemos y a la vez se interna en las disputas sobre la música de concierto. Le importa el archivo, pero no ignora la jerarquía que tiene el salón donde se baila. Rebusca en la historia de los instrumentos con la misma pasión que investiga la sociología de las audiencias. Ama las partituras, pero le fascina la improvisación. El legado europeo y el africano, la herencia intelectual y la natural. Le seduce la trascendencia geográfica de la música cubana y le amarga la deriva colonialista de su banalización indolente.
En la estela de Fernando Ortiz —el gran sabio que crea el concepto transculturación en el Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, libro aparecido seis años antes que La música en Cuba—, Carpentier hace suya la crítica anticolonial que establece su obra. Y aplica a la música la reprobación de Ortiz a los intereses económicos que los mercaderes “habrían de torcer y trenzar durante siglos”, como hilos de la historia y “como sostenes y ataduras del pueblo”.
De ahí su validación de las Antillas como lugares llamados a deglutir la cultura de Occidente, mientras este las está colonizando. Es, en esa cuerda, que las define como un “espacio musical profanopopular” de resistencia al vasallaje.
Cuando aparece La música en Cuba todavía no se han publicado ensayos musicales del calado de Mystery Train (Greil Marcus), Bossa Nova (Ruy Castro), Women Composers: The Lost Tradition Found (Diane Peacock Jezic), El ritmo perdido (Santiago Auserón), Wagnerismo (Alex Ross), Women Making Music: The Western Art Tradition, 1150-1950 (Judith Tick) el ya citado Ruido insurgente (Denning). Pero Carpentier, de muchas maneras, se adelanta a estos libros en su compleja percepción del sistema musical como una pieza cardinal de la industria capitalista moderna. Y, a diferencia de esos ensayos que nos hablan de cómo el territorio funda una música, el suyo nos habla de cómo la música funda un territorio. (Soy algo lapidario aquí, pero no tanto).
Valga recordar que las islas poseen, quizá de una manera más acusada que otros espacios, una intensa atmósfera acústica. En su libro En el mismo barco, Peter Sloterdijk recoge una definición del compositor canadiense R. Murray Schafer que habla del soundscape, paisaje sonoro característico de un grupo psicosocial concreto. Una “sonoesfera que atrae a los suyos hacia el interior de un globo terráqueo psicoacústico”.
Aunque aquí también caben otros grandes sonidos, como las lenguas maternas, el caso de la imantación ejercida por la música cubana tiene sus singularidades. Porque esa música no atrae tan sólo a los suyos, sino también a los otros, hasta hacerlos caer en sus propias trampas y navegar por sus propias aguas. Esas eran, según Blanchot, las intenciones de las sirenas de Homero con Ulises o la seducción de la ballena de Melville sobre Ahab.
La lista de esas atracciones foráneas es larga, y compone en sí misma una historia de la apropiación cultural ejercida desde el aquí muy criticado Xavier Cugat hasta Ry Cooder, pasando por George Gershwin, Dizzie Gillespie, Nat King Cole, David Byrne o Marc Ribot con sus cubanos postizos. (Hablando de las polémicas musicales a principios del siglo XIX, ya Carpentier nos habla del alemán Juan Nepomuceno Goetz como un músico que llega a Cuba para sustituir a un catalán “que se las da de cubano”).
La música en Cuba es, además, una arqueología de los escasos estudios que hasta entonces existían en la isla, un arduo trabajo de recuperación de partituras, amén de una crítica a la precaria conservación de los archivos musicales en el tercer mundo, un estado de la cuestión en materia de los debates antillanos sobre sobre su propia identidad musical y, a ratos, una compilación de letras y músicas divertidas que nos hablan de su vasto conocimiento de la cultura popular.
Cuando Carpentier publica este libro, faltan aún trece años para el triunfo guerrillero de 1959 y para que su autor se convierta en uno de los intelectuales orgánicos de la Revolución, ostentando altos cargos políticos -director de la Editora Nacional, vicepresidente del Consejo Nacional de Cultura- o diplomáticos. Tampoco es todavía el novelista fundador de lo real maravilloso, ni el narrador de las grandes alegorías de la revolución en el Caribe o de los dictadores latinoamericanos, ni el hombre fascinado por Haití o el río Orinoco. Allí transcurre una de sus grandes novelas, Los pasos perdidos (1953), en la que el experto de un museo occidental viaja a una comunidad indígena para traerse sus instrumentos musicales a Europa. Esta obra, por cierto, permite más de un parangón con el Fitzcarraldo posterior de Werner Herzog. La música está presente, asimismo, en El acoso, una novela experimental de 1956 cuya trama dura lo mismo que la Sinfonía Heroica de Beethoven. O en Concierto Barroco (1974) y La consagración de la primavera (1978).
Pero antes y después —en el ensayo y la novela—, puede decirse que Carpentier siempre se ocupó de la música. Bien en crónicas y artículos sueltos (publicados, por ejemplo, en la revista Carteles), bien en libros como Los temas de la lira y el bongó (compilado por Radamés Giro).
Sobre esa relación destacan, en España, Alejo Carpentier y la música, de Blas Matamoro, o Música y escritura en Alejo Carpentier, donde Gabriel María Rubio Navarro describe su literatura como una “poética del sonido” que no solo habla sobre música, sino que está regida por la estructura musical como un mecanismo interno de su escritura. Otros autores y autoras han buscado las aristas de su obra múltiple: Alain Absire, Graziella Pogolotti, Jean-Louis Coatrieux, Anke Birken, Daniel-Henri Pageaux, Sandra Pein, Timothy J. Cox, Juliane Ziegler, Oxana Guskova, Pierre Dombrowski, Nicolai Bühnemann, Araceli García Carranza, Leonardo Padura, Wilfredo Cancio Isla, Rogelio Rodríguez Coronel, Luisa Campuzano, Rita de Maeseneer o Ana Cairo.
La música en Cuba ofrece claves de lo que después será el sistema Carpentier, con esa literatura total que abarca el cine, la arquitectura, el ballet o la Ópera. Aquí queda a la vista, por otra parte, que pese a tenerse como un paradigma de intelectual erudito y culterano, fue un persistente defensor de eliminar la frontera entre alta cultura y cultura popular.
Carpentier, obviamente, no conoció Spotify o Youtube, pero probablemente se sentiría reconfortado si supiera que algunas de las piezas comentadas en este libro pueden escucharse hoy en esas plataformas.
Cuando muere en París un 23 de abril de 1980, estaba finalizando una novela sobre Paul Lafargue. El poeta represaliado Heberto Padilla —entonces desahuciado en Cuba después de haberse convertido en “el hombre del caso”— lo recuerda, viejo y cansado, atravesando la barrera de su totemismo oficial para darle ánimos en privado. Por esos tiempos, apadrina a un joven genio del piano como Jorge Luis Prats, que acaba de ganar el primer premio del concurso Long-Thibaud-Crespin en Francia y al que dedica una pieza crítica propia de sus mejores días. En esos años finales, llega a reconocer su admiración por Pink Floyd o por el baile de John Travolta.
Aquella novela sobre Lafargue no alcanzó a terminarla, pero sí supo de su último libro antes de morir, cuya edición española corrió a cargo de Eduardo Rincón, que también escribió el prólogo. ¿Su título? Ese músico que llevo dentro.
Cierre nada casual para un ciclo, vital e intelectual, que empieza y acaba con música.
Dejemos aquí, pues, esta introducción. La música en Cuba nos llama.