LEILA GUERRIERO
30 DIC 2016 - 07:54 COT
Hay un fotógrafo, hay una cámara, hay un paisaje. Ese paisaje es un rostro. El rostro austero, de ojos de fiebre, de un señor llamado Samuel que ha escrito, entre otras cosas, algo llamado Esperando a Godot. O el rostro de bigote casi cómico de un señor llamado James que ha escrito, entre otras cosas, algo llamado Finnegans Wake. O el rostro estepario de una mujer llamada Virginia que ha escrito, entre otras cosas, algo llamado Las olas. Hay un fotógrafo, hay una cámara, hay un rostro. Sólo que no es cualquier rostro, sino un rostro que estaba ahí cuando ese hombre o esa mujer escribieron Mientras agonizo o Cien años de soledad o Matar a un ruiseñor. Un rostro que fue testigo. Hay una cámara, hay un rostro, hay un fotógrafo que espera el instante preciso para disparar y lograr… ¿qué? ¿La imagen definitiva de Beckett, Neruda, Woolf? ¿Una figurita más para su colección, una extraña forma del autógrafo? En el siglo XIX, el francés Gaspard-Félix Tournachon (Nadar) les puso rostro a través de la fotografía a Victor Hugo, Baudelaire, Alejandro Dumas. Desde entonces, muchos fotógrafos han dedicado parte de su obra al retrato de escritores. Pero si el atelier de un artista plástico es una cornucopia de situaciones visuales excitantes, si un actor es un cheque en blanco de histrionismo, ¿qué interés pueden despertar los escritores cuya actividad consiste en permanecer inmóviles rodeados de una escenografía que, con excepciones, recuerda a la de los programas de cable de bajo presupuesto: diversas combinaciones de biblioteca-silla-escritorio y, si hay suerte, un gato? Es un día de noviembre de 2016 y el fotógrafo chileno Luis Poirot está tenso.