FELIPE BETIM São Paulo 1 SEP 2015 - 23:17 CEST
José Pepe Mujica camina encorvado, despacio. Conduce su Volkswagen Escarabajo, viste un traje ya bastante usado, no se corta las uñas de los pies, tiene una panza inmensa y evita todo el tiempo mirar a los ojos. Su forma de hablar es suave, dulce. Dice cosas obvias, sensatas, que cualquier otro campesino anciano podría decir. La última, el pasado sábado junto al expresidente Lula: "Los políticos deben aprender a vivir como la mayoría del país, no como la minoría".
Sus palabras, junto con su conducta personal, que es coherente con lo que predica, hicieron que este exguerrillero, tan normal y tan humano, llegase a la presidencia de Uruguay en 2009 y alcanzase el estatus de gurú y filósofo internacional de toda una generación. Su sencillez fascina, su sabiduría asombra. Especialmente a una juventud con nuevos valores, menos materiales, y que exige cambios. Y todo eso a los 80 años de edad.
Mujica estuvo esta semana en Brasil y brilló como una estrella del pop. En tiempos de tanta desilusión política, casi 10.000 jóvenes acudieron a la Universidade Estadual do Rio de Janeiro (UERJ) solo para ver a un señor normal, pacato, y escuchar un espectáculo de sensateces. Casi un sermón de abuelo. Una fan dijo que había llegado dos horas antes del evento para conseguir su lugar, como si se tratase de un concierto. Y la explicación de todo —además, claro está, de que legalizó la marihuana— es tan sencilla como sus palabras: hay ciertos elementos de nuestra vida política cotidiana que han dejado de ser naturales y se han vuelto insultantes.
Para limitarnos al ámbito de la política brasileña: ya no es natural que las arcas públicas de un país en desarrollo paguen 324.000 reales (unos 80.000 euros) en 52 habitaciones de lujo y 17 coches para una comitiva, como hizo la presidenta Dilma Rousseff en Roma en 2013 para la misa inaugural del Papa Francisco. O que, en tiempos de ajuste fiscal, haya una factura de 100.000 dólares (casi 90.000 euros) en limusinas en Estados Unidos este año. Es una aberración que diputados, senadores y concejales ganen, si sumamos todos los beneficios, cerca de 100.000 reales (más de 24.000 euros) al mes, que trabajen tres días a la semana y, además, deambulen con los lujosos coches negros oficiales por la ciudad —y encima quieren prohibir el Uber. Es un insulto ver Lamborghinis y obras de arte escondidas en manos de quien fue elegido para velar por el bien público.