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sábado, 30 de marzo de 2013

Lina Vargas / Quién dijo que no se les podía hablar de eso


LIBROS PARA NIÑOS

¿Quién dijo que no se les podía hablar de eso?

Libros para niños

A propósito del Congreso Iberoamericano de Lengua y Literatura Infantil y Juvenil que se realizó en Bogotá del pasado 5 al 9 de marzo, Arcadia pregunta: ¿Cómo contar a los niños el dolor, lo difícil, lo triste, lo incomprensible? Por ejemplo, la misma guerra que vivimos.


Por Lina Vargas
Bogotá, 14 de marzo de 2013



Cuando uno lee La luna en los almendros o Los agujeros negros Camino a casa siente un golpe en el estómago. Es el mismo golpe que ocurre después de leer La metamorfosis o Anna Karenina o cualquier otra gran obra de la literatura universal.
El primero, La luna en los almendros, de Gerardo Meneses, es sobre un niño que vive en el campo con sus papás y su hermano Enrique. Un día, mientras los niños están en la escuela, ven bajar de la montaña a un grupo de hombres armados. Uno de ellos le pasa un papel a Enrique. Días después, el Ejército lo requisa, encuentra el papel y lo acusa a él y a su papá de ser guerrilleros. La familia, entonces, debe irse para otro pueblo. Los agujeros negros, de Yolanda Reyes, cuenta la historia de Juan, un niño que quiere saber por qué sus papás fueron asesinados cuando él era un bebé. La protagonista de Camino a casa, un libro-álbum con textos de Jairo Buitrago e ilustraciones de Rafael Yockteng, es una niña que le pide a un león que la acompañe hasta su casa y que, aunque se vaya, regrese cada vez que ella lo llame. Los tres son libros para niños y los tres hablan sobre el conflicto en Colombia. De poco sirve contarlos porque sería como decir que La metamorfosis es sobre un tipo que se cree insecto y Anna Karenina sobre una muchacha aburrida que termina suicidándose. Y la literatura, todos sabemos, está en otra parte. Incluso la literatura infantil.
¿Niños que leen sobre desplazamientos, asesinatos y desapariciones? ¿No se suponía que la niñez era la etapa de la inocencia? ¿Por qué no protegerlos ante el horror?
Resulta que al tiempo que el siglo XX era testigo de las luchas por los derechos de las mujeres, los negros y los homosexuales, otro grupo –de adultos– intentaba que los niños fueran reconocidos como personas. La exposición Los niños que fuimos. Huellas de la infancia en Colombia, organizada por la Biblioteca Luis Ángel Arango en Bogotá, muestra cómo paradójicamente, mientras muchos niños colombianos de los siglos XIX y principios del XX eran abusados con castigos físicos, obligados a trabajar en el campo y en las ciudades y llevados a la guerra, había una tendencia a idealizar la infancia. Lo curioso es que durante el siglo XX los cambios en la manera de entender a los niños en áreas como la psicología, la pediatría y la pedagogía fueron simultáneos a las transformaciones de la literatura dirigida a ellos. “El niño era una proyección del adulto y la literatura se utilizaba para adoctrinarlo”, dice la escritora e investigadora de literatura infantil y juvenil Beatriz Helena Robledo. Fue solo hasta finales de los años ochenta, agrega la escritora Yolanda Reyes, cuando en Colombia hubo un reconocimiento de la literatura para niños como un campo para hablar de las emociones. “Y eso ?–dice Reyes– parte de la idea de que los niños son gente, no ositos de peluche a los que hay que edulcorarles la realidad”. En la Constitución del 91 los niños fueron reconocidos como sujetos de derechos. 



Para entonces, esa revolución ya marchaba en Europa donde, a la par que Primo Levi intentaba dar palabras al dolor sufrido en la Segunda Guerra Mundial, un grupo de escritores para niños se atrevía a hablar de las heridas de la guerra. De allí salieron Cuando Hitler robó el conejo rosa de la alemana Judith Kerr, ¡Vuela, abejorro! de la austriaca Christine Nöstlinger, Flon Flon yMusina de la francesa Elzbieta y Rosa Blanca del italiano Roberto Innocenti. Libros que dejaban atrás la idealización de la infancia para dar paso a una literatura en la que la realidad de los hechos se mezcla con la subjetividad de las emociones sin imponer mensajes moralizantes ni hacer concesiones. La mayoría de esos libros llegó a Colombia en la década del noventa de la mano de la editorial Alfaguara y fueron la lectura obligatoria de una primera generación de escritores para niños: Yolanda Reyes, Irene Vasco, Ivar Da Coll y Triunfo Arciniegas. 



Algo similar pasaba en Suramérica donde autores como el chileno Antonio Skármeta publicó La composición, sobre Pedro, un niño que vive en Santiago de Chile y un día ve cómo los militares se llevan preso al papá de uno de sus amigos. “Pedro ya había escuchado eso de ‘contra la dictadura’. Lo decía la radio por las noches, muchas veces. Pero no sabía muy bien qué quería decir”. “Papá, ¿tú estás en contra de la dictadura? –preguntó Pedro”. La respuesta, desde luego, no llega. Poco después un militar les pide a los niños del colegio de Pedro que hagan una composición con el tema “Lo que hace mi familia por las noches”. Pedro, que cada noche ve a sus papás escuchar la radio, hablar y en ocasiones llorar escribe que ellos juegan ajedrez. El libro de Skármeta lo confirma: los niños no son tontos. No hay temas vetados para ellos.



Las historias 

De acuerdo. Pero ¿cómo narrar esos temas? Igual que en la literatura para adultos, no hay una fórmula. O hay tantas como libros haya. Lo primero que habría que decir es que a pesar de hablar sobre la realidad colombiana, los libros para niños que tocan el conflicto son algo más que la cruda transcripción de los hechos. Los agujeros negros, por ejemplo, parte del asesinato de dos investigadores del Cinep en la Bogotá de los años setenta. El pequeño hijo de la pareja se salvó de morir porque su mamá lo escondió en un armario. La noticia salió en todos los periódicos, pero eso no era lo que le interesaba contar a Yolanda Reyes. “No hablé con un lenguaje inmediatista –dice Reyes. Al contrario, esa historia me sirvió para construir un símbolo sobre mi perplejidad y el dolor de los otros”.

Algo similar ocurre en Eloísa y los bichos de Buitrago y Yockteng, un bellísimo libro-álbum sobre una niña llamada Eloísa que llega a una ciudad donde todos son bichos raros. Podría decirse que es una historia sobre desplazamiento, pero es más que eso. Es un relato intimista sobre los miedos de una niña y sobre lo difícil que es adaptarse a un lugar nuevo.“Yo antes iba a otra escuela y tenía otros amigos”, recuerda Buitrago que le han dicho los niños cuando leen Eloísa y los bichos. 




También está El árbol triste de Triunfo Arciniegas, un libro de una sutileza casi onírica con ilustraciones de Diego Álvarez en la edición de SM, que cuenta la historia de tres pájaros que llegan al árbol de la casa de una niña. Se quedan tres meses y levantan vuelo. El árbol y la niña guardan la esperanza de que los pájaros vuelvan. Finalmente regresan despelucados y tristes. Entonces la niña y su papá ven por televisión que los pájaros vienen de un país que está en guerra. Los pájaros parten de nuevo, jamás vuelven y la guerra continúa.

El árbol triste es un buen ejemplo para mostrar que si bien no hay temas vedados en la literatura infantil, eso no quiere decir que cualquier tratamiento narrativo sea válido. Así como los contenidos son complejos el modo de contarlos también reta a los niños como lectores: giros en el tiempo, distintos narradores, metáforas, personajes contradictorios, finales abiertos, alusiones e inferencias. Mejor dicho, todo lo que debe tener un buen libro. A Pilar Osorio, especialista en literatura infantil, no le cabe duda de que un niño “sabe que hay algo en la página que la página no dice”.
En La luna en los almendros, el lector desconoce qué dice el papel por el que Enrique es acusado de ser guerrillero. Ante la pregunta de si un niño puede interpretar ese papel, Beatriz Helena Robledo dice: “Hoy estamos convencidos de que los niños tienen una capacidad de interpretación activa y de que interpretan a su manera como lo hace cualquier persona a partir de su experiencia y sus conocimientos. Un niño campesino, uno que vive en la calle y otro de una familia con recursos son tres lectores diferentes y seguramente interpretarán ese papel de forma distinta”.
María José López, Bibiana Carreño, Leila Patiño y Marta Celis son profesoras que asisten al Club de Lectura Infantil y Juvenil de la Biblioteca Luis Ángel Arango. Las cuatro han leído libros sobre conflicto con sus alumnos. Muchos de ellos, víctimas del conflicto. “Yo tuve un niño de ocho años que vio matar a su papá cuando era pequeño –recuerda Celis. Cuando leímos La luna en los almendros, él se salió del salón y empezó a golpear todo”. Esa no es necesariamente una mala experiencia. “A través de la lectura los niños se acercan al profesor y cuentan sus historias. Es una forma de despertar emociones”, dice Patiño. Gerardo Meneses recuerda que en una visita al colegio de hijos de oficiales en Bogotá un niño le preguntó: “En su libro el Ejército es malo. ¿Qué pasa cuando es un papá soldado al que matan?". “Oye, el león es el papá”, le dijo a Bibiana Carreño su hijo de tres años después de leer Camino a casa.





Nombrar las cosas



Tengo miedo, el libro-álbum de Ivar Da Coll es ya un clásico. Para su más reciente edición publicada el año pasado por Babel, Da Coll hizo nuevas ilustraciones. Esta vez los monstruos no solo no dejan dormir al protagonista, sino que sacan a los animales de sus casas, se llevan a algunos para no regresarlos jamás y escupen fuego sobre pueblos enteros. “Los monstruos están permanentemente en nuestra vida –dice Da Coll–, se manifiestan con distintas formas: unas veces pertenecen a lo imaginativo y otras son equivalentes a monstruosidades que se dan en la realidad”. La ilustración de una fila de desplazados sin final, mamás cargando a sus hijos, hombres con colchones al hombro y niños con tapas de ollas en la mano mientras una especie de aparición los obliga a salir de su pueblo, quedará, sin duda, en el registro de las más impactantes de la literatura infantil colombiana.



El miedo es una constante en los libros para niños que hablan del conflicto. De los cerca de quince títulos que se han escrito sobre el tema en los últimos años, casi todos tienen en la primera página la palabra miedo. “Abue, tengo miedo”, dice Juan, el protagonista de Los agujeros negros. Lo mismo ocurre con los niños de La luna en los almendros que experimentan miedo ante todo lo desconocido: el río, una serpiente, los rayos, la violencia y la tristeza de su papá.



También hay miedo en No comas renacuajos de Francisco Montaña Ibáñez, quizás uno de los libros más desgarradores que se hayan publicado en Colombia, y en Paso a paso de Irene Vasco, una de las primeras escritoras colombianas en hablar a los niños de manera honesta sobre el secuestro. Y hay una elaborada mezcla de miedo, culpa y nostalgia en El mordisco de la medianoche de Francisco Leal Quevedo, sobre Mile, una niña que vive en una ranchería en La Guajira y una tarde, al volver del colegio, ve a unos hombres que están contrabandeando armas.


El miedo es una emoción estrechamente relacionada con la infancia, pero es también una forma de protegerse ante situaciones peligrosas. Y protegerse, en muchos casos, significa nombrar las cosas que causan horror. “El lenguaje es un lugar seguro porque tiene principio, medio y fin, sujeto y predicado que te ayudan a organizar el mundo –dice Reyes. Y creo que los niños necesitan poner cosas en lugares seguros”. 





La literatura infantil no debería servir para nada. No de la forma en que sirve una pastilla o un bloqueador solar o un tenedor. Es necesaria, en cambio, para que el lector cree referentes y nombre mundos imaginarios. Es necesaria también para ponerse en los zapatos del otro y sentir un dolor ajeno. Cualquier colombiano que haya crecido en el último siglo podrá recordar una frase que le decían cuando era niño: “De esas cosas no se habla”. Hoy sabemos que no es así, que un niño tiene el derecho a saber que la gente se muere, que en las guerras hay torturas y desapariciones y que en la vida también hay espacio para el horror. ¿Se confundirá? ¿Se hará preguntas cuando cierre el libro? Por supuesto. Sin embargo, que levante la mano el adulto que sea capaz de responderle a Juan, el protagonista de Los agujeros negros: ¿Quiénes son los malos?

http://www.revistaarcadia.com/impresa/periodismo/articulo/quien-dijo-no-podia-hablar-eso/31353

martes, 19 de marzo de 2013

Evelio Rosero / Cuchilla / Reseña de Francisco Montaña

Evelio Rosero

Evelio Rosero
CUCHILLA
Por Francisco Montaña

"La literatura para niños no debe ser aséptica,
porque los seres humanos no somos asépticos"
Francisco Montaña



"

"Cuchilla es la historia de un profesor, alcohólico, enamorado profundamente y como se enamoran los alcohólicos, de una mujer que lo soporta hasta que no puede soportarlo más. Y toda la historia está vista a través de un par de hermanos que son sus alumnos. Uno de ellos cae profundamente enamorado de la esposa de Cuchilla y el otro le teme horriblemente, porque Cuchilla es una porquería, es el peor profesor de todos".
El colombiano Francisco Montaña resume así esta obra de su compatriota Evelio José Rosero, su recomendación para la lista de lectura para jóvenes iberoamericanos.
"Es un libro que está divinamente bien escrito y tiene además la capacidad de meterse dentro de un conflicto sucio. Y es que yo estoy convencido que la literatura para niños no debe ser aséptica, porque los seres humanos no somos asépticos. Todos tenemos conflictos, todos tenemos odios, todos tenemos vicios, somos seres complejos. Y que el personaje que detona esta historia sea precisamente un alcohólico, un tipo que huele mal, que es represivo, es una maravilla, pues es una oportunidad para entender que los seres humanos somos esa maravillosa complejidad".
http://www.bbc.co.uk






Viejas nuevas noticias

Domingo 20 de octubre de 2002


Evelio Rosero 

POR UNA LITERATURA LÚDICA


Por Clara Medina

Evelio Rosero visitó Quito y Guayaquil, 
donde se reunió con profesores. 
Habló de sus experiencias como lector.

Cuenta que era un niño tímido y solitario, que encontraba en la lectura su diversión y compañía. Y también tenía un diario, en el que anotaba los sucesos familiares. Estos dos factores fueron quizá los que determinaron más tarde el oficio del colombiano Evelio Rosero: la escritura. Primero como periodista y luego como narrador.


“Escogí el periodismo porque era lo más cercano que había a la escritura”, afirma este autor colombiano, de 44 años, que visita Ecuador para compartir con profesores de Quito y Guayaquil sus  vivencias como lector y literato.

A los 21 años ganó su primer premio de narrativa con un relato que tuvo su germen en un hecho real. “Cuando el Papa visitó Colombia escondieron a los locos y a los mendigos para que él no los viera. Esta situación me motivó a  escribir el cuento Ausentes, que envié al certamen y que tenía entre el jurado al escritor Manuel Mejía Vallejo”.

Rosero triunfó. Ese hecho se convirtió en aliciente para seguir escribiendo. “El premio era bueno, 40.000 pesos.  Fue un gran espaldarazo. Después he ganado otros concursos, pero nunca he sentido tanta emoción como la primera vez”.

La literatura para niños forma parte de una de sus vetas creativas. Desembocó en ella por el recuerdo de los libros de historias que leyó en su infancia. “Quise volver a temas como el fantasma, el vampiro, pero tratarlos desde otro punto de vista”. También influyeron en su decisión sus sobrinos. “Cuando visitaban mi casa y veían mis libros, me preguntaban que a quién le escribía yo cartas tan aburridas. Y entonces eso me motivó a escribir para ellos”.

Piensa que se debe  acercar a los niños a la lectura, pero no a la fuerza ni como una obligatoriedad, sino como un aspecto lúdico, de diversión. Cree que un factor que ahuyenta a los estudiantes de la literatura es que en los centros educativos les enseñan obras demasiado lejanas. Según dice, es mejor comenzar con literatura contemporánea, “algo actual, que enganche a los chicos”.

A este autor no le gusta hablar de literatura infantil o de literatura para adultos. Más que clasificaciones, argumenta,  lo que se requiere es que la literatura sea transparente, que llegue a un niño y también a una persona de 80 años. Con esa filosofía escribe.

Uno de los libros de su autoría que se difunden en Ecuador es la novela Cuchilla, que trata de la relación de un tirano profesor de historia con sus alumnos. Aunque  ese profesor pertenece más a la generación del escritor que a la actual, dice que los chicos le confiesan que todavía queda uno que otro “cuchilla”.

http://www.eluniverso.com/2002/10/20/0001/261/14D860B02C7042BAB32DC78B87CBB913.html





EVELIO ROSERO
Escritor y periodista colombiano. Nació en Bogotá en 1958. Con apenas 21 años obtuvo el Premio Nacional del Cuento Gobernación del Quindío, 1979, por el relato "Ausentes", publicado por el Instituto Colombiano de Cultura en el libro 17 Cuentos Colombianos. En 1982 obtuvo el Premio Iberoamericano de Libro de Cuentos Netzahualcóyotl, organizado en México.  Ha escrito, así mismo, el conjunto de relatos, Cuentos para matar un perro y otros cuentos. En 1991 publicó la novela para niños Pelea en el parque. En 1992 ganó el Premio Nacional de Literatura con el libro de cuentos El aprendiz de mago, reeditado en 1996 como El aprendiz de mago y otros cuentos de miedoSus obras se caracterizan por el arraigo en las temáticas populares y juveniles; incorporan, además, una visión realista del país y sus conflictos sociales con un lenguaje pleno de imaginación, ironía, humor y honda reflexión.

Novelas

Mateo solo. Entreletras, Bogotá, 1984
Juliana los mira. Anagrama, Barcelona, 1986
El incendiado. Editorial Planeta, Bogotá, 1988
Papá es santo y sabio. Carlos Valencia Editores, Bogotá, 1989
Señor que no conoce luna. Editorial Planeta, Bogotá, 1992
Cuchilla. Editorial Norma, Bogotá, 2000
Plutón. Editorial Espasa-Calpe, Madrid, 2000
Los almuerzos. Universidad de Antioquia, Medellín. 2001
Los ejércitos. Tusquets, Barcelona, 2007 (Premio Tusquets Editores de Novela 2006, Independent Foreign Fiction Prize 2009)
La carroza de Bolívar  Tusquets, Barcelona, 2012.