martes, 18 de abril de 2023
Julio Ramón Ribeyro / Prosas apátridas / Reseña
lunes, 17 de abril de 2023
Antonio Cisneros entrevista a Julio Ramón Ribeyro
ANTONIO CISNEROS ENTREVISTA A JULIO RAMÓN RIBEYRO
domingo, 16 de abril de 2023
Julio Ramón Ribeyro / Decálogo para cuentistas
Julio Ramón Ribeyro
Decálogo para cuentistas
martes, 24 de mayo de 2022
Otras novelas que también hicieron boom
Otras novelas que también hicieron boom
HELENA Y ÁNXELLas seis novelas cuyas primeras ediciones aparecen en el mosaico de la izquierda justificarían por sí mismas y sin añadidos de mercadotecnia editorial o compadreos de cátedras universitarias cualquier movimiento literario.
Sucede que fueron editadas con pocos años de diferencia —a mediados de los sesenta— y en una misma región del planeta, la América en la que se habla sobre todo español, y sucede también que algunas editoriales de Barcelona vieron en aquel momento, y dada la pésima salud de la literatura española de entonces, la oportunidad de hacer negocio publicando buenos libros —no todas con el mismo buen ojo: el venerado Carlos Barral rechazó en 1966, y se pasó la vida lamentándolo, el manuscrito que le acaba de remitir un joven escritor colombiano de una novela titulada Cien años de soledad que con el paso del tiempo vendería, que sepamos, casi 40 millones de copias—.
A aquellos autores más o menos coetáneos les pusieron con presteza un nombre sonoro, boom, que recordaba, no por casualidad, el todavía fresco (1959) triunfo de los castristas en Cuba. Algunos de los escritores del boom vivían en el exilio, otros malvivían con el periodismo pagado por pieza; unos veneraban a Faulkner y sus territorios míticos, mientras que otros preferían el indigenismo derivado del Popol Vuh y sus muchas encarnaciones; a veces se reunían y bebían mucho whisky pero, pasados unos años, terminaron dándose potentes cuchilladas metafóricas unos a otros, casi siempre por un quítame allá esos misiles o, como es tradición entre los lationamericanos, por la forma de interpretar la palabra revolución.
Nadie puede precisar cuándo empezó el boom porque nadie lo sabe y la fecha es opinable (unos conjeturan que en 1960, otros dicen que en 1962, otros que en 1963 y otros, a los que humildemente me sumo, pensamos que todo había empezado en los años cincuenta, con Juan Rulfo, Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges, sin cuya paternidad la descendencia hubiera sido otra), pero algunos se han empeñado en celebrar este año el 50º aniversario del fenómenos editorial.
Aunque las razones para la celebración del medio siglo son peregrinas —se cita un cierto Congreso de Intelectuales de Concepción (Chile), celebrado en enero de 1962 y al que no asistieron más que un grupo de escritores de la órbita marxista (el comisario Neruda entre ellos, desde luego) y en el que Carlos Fuentes pronunció una frase de vergüenza ajena que resume el ambiente: “política y literatura son inseparables y Latinoamérica sólo puede mirar hacia Cuba”— y la reseña de los 50 años resulta complaciente y preñada de colegueo o intereses comerciales —no se menciona, por ejemplo, el daño colateral causado por el boom, en cuyos posos se asienta la epidemia perniciosa del realismo mágico de bata y zapatillas de Isabelita Allende y otros tan lánguidos como ella—, no me importa entrar en el juego, sobre todo porque creo que la mejor literatura en español de los siglos XX y XXI, quizá la única que merece ser llamada literatura, procede de las Américas.
Siguiendo el juego que propuso hace unos días Arsenio Escolar con sus diez libros favoritos del boom —y alertando que Arsenio me gana de largo como rata de biblioteca—, les dejo una lista de siete novelas menores que también hicieron boom pese a que los méritos casi siempre fueron para otras. Advierto que llevo años sin leer algunas, de modo que acudo a la cada día más débil memoria para recuperar sentimientos. Una nota, digamos, técnica: las imágenes de las cubiertas son de las primeras ediciones, inencontrables hoy, pero los vínculos en los títulos remiten a la edición más barata de las que todavía están en el mercado.
El monstruo que engendró Rayuela
Los premios. Julio Cortázar, 1960
La primera novela de Cortázar que encontró editor tras el rechazo de sus dos primeros manuscritos, tiene bastante del ambiente opresivo desarrollado en las zonas opacas de la vida cotidiana que encontramos en sus magistrales relatos —ya había publicado tres tomos de cuentos—.
Un grupo muy heterogéneo de personas gana un premio para viajar en un barco. En esa atmósfera cerrada el narrador habla como en astillas y deja que sea el lector quien recomponga la acción, adelantando la fórmula que Cortázar depurará en Rayuela tres años más tarde. No es casualidad que uno de los protagonistas de la ópera prima sea un tal Horacio Oliveira, el personaje central al que Cortázar colocará a la deriva en el París de Rayuela.
Novela del absurdo y la búsqueda inútil, porque toda búsqueda conduce a la destrucción, Los premios, que el escritor redactó en París mientras vivía en una aguda penuria material, Cortázar intenta construir una novela híbrida como “un monstruo, uno de esos monstruos que el hombre acepta, mantiene a su lado; mezcla de heterogeneidades, grifo convertido en animal doméstico“.
Como dice uno de los angustiados personajes, ya no se trata de entender la realidad, sino de “abrazar la creación desde su verdadera base analógica. Romper el tiempo-espacio que es un nivel plagado de defectos“.
La falsa arcadia del campo
Crónica de San Gabriel. Julio Ramón Ribeyro, 1960
Julio Ramón Ribeyro, un ser desprendido, una bendita persona, es uno de los escritores que militan con injusticia en la segunda división del boom pese a su amplia producción de cuentos y su papel capital en el realismo urbano latinoamericano.
Crónica de San Gabriel, escrita durante un viaje de juventud por Europa, en el invierno polar de Munich (“sin saber alemán y en una pensión en donde era imposible comunicarse por desconocer el idioma … comencé pues a escribir para salirme del entorno en el que vivía e imaginaba todo el tiempo que pasaba unas plácidas vacaciones en la sierra peruana”), es una de las mejores novelas de iniciación en español del siglo XX.
La peripecia del adolescente Lucho en una hacienda de montaña le obliga a descubrir que la arcadia del campo es sólo una abstracción y que le han enviado a un lugar donde “el pez más grande se come al chico” y “los débiles no tienen derecho a vivir”.
Un descarnado libro fabricado con maña por un escritor que opinaba que “la historia puede ser real o inventada. Si es real ,debe parecer inventada, y si es inventada, real”.
La novela rusa de Gabo
El coronel no tiene quien le escriba, Gabriel García Márquez, 1961
Pregunta: Dime, qué comemos. Respuesta (pura, explícita, invencible): Mierda.
El celebre intercambio de palabras que resume episódicamente la gran novela corta que García Márquez publicó seis años antes de Cien años de soledad, es suficiente: estamos ante una voz narrativa de una extraña resonancia, capaz de contener todas las voces de un pueblo.
El coronel no tiene quien le escriba es la dulce y desoladora crónica de una espera sin futuro: la pensión que nunca llega. A partir de la situación dramática, todo está salpicado por el humor explosivo y bravo del Caribe que tan bien sabe explotar el autor.
Contenida y sobria, carente de los excesos de estilo que acaso lastren algunas obras posteriores del colombiano, es, como menciona Caballero Bonald, un “acabado modelo de sencillez, de naturalidad discursiva y hasta de inocencia verbal”, donde hasta lo complejo se muestra de modo escueto.
La historia de un personaje insular y solo, una bellísima obra de tintes rusos bajo el martirio del sol.
Apuesta por los perdedores
El lugar sin límites. José Donoso, 1965
Estridente en la esfera privada, de la que solamente supimos en detalle (homosexualidad reprimida, egocentrismo, neurosis) tras su muerte en 1996, el chileno José Donoso tampoco merece el lugar secundario que algunos le adjudican en el canon del boom.
El lugar sin límites desarrolla la vida miserable en El Olivo, una ciudad ruin y venida a menos, y disecciona la sociedad local, que es un eco de la sociedad chilena, católica, ultranacionalista y muy conservadora en lo social, a través del burdel que gestiona Manuela González, un homosexual travestido.
Con pinceladas que pueden provenir del estilo enfático de Conrad y Graham Greene y una prosa telegráfica que tiene de más una conexión con la de Hemingway, Donoso apuesta por los perdedores y saca pecho ante el dolor. Pese a que es más conocido por la experimental El obsceno pájaro de la noche (1970), yo prefiero la negrura marginal de su novela de burdeles, apariencias y dobleces.
Frenética musicalidad
Los cachorros. Mario Vargas Llosa, 1967
Cuando Vargas Llosa escribió Los cachorros tenía 29 años y era el más joven de los escritores del boom. La circunstancia no tiene valor, pero ayuda a explicar por qué la obra es la de mayor calado generacional del grupo y, al tiempo, la de más acelerada narrativa.
De una precisión que aturde y escrita con tanta urgencia que la lectura resulta angustiosa (y tóxica), la vida de Pichula Cuéllar, un distinto —no diré por qué para no incurrir en el spoiler— es presentada con una fluidez desbordante y experimental (diálogos sin marcas, cambios de persona en el habla narrativa), pero nunca trivial ni caprichosa.
El gran Roberto Bolaño, quizá el descendiente más brillante de los escritores del boom, destacó la “musicalidad sustentad en el habla cotidiana” de Los cachorros y añadió: “El descenso a los infiernos, narrado entre grititos y susurros, es de alguna manera el descenso a otro tipo de infierno al que se verán abocados los narradores. De hecho, lo que aterroriza a los narradores es que Pichula Cuéllar es uno de ellos y que empeña, de forma natural, su voluntad en ser uno de ellos (…) Toda anomalía es infernal, aunque tras la destrucción de Cuéllar lo que las voces que arman el relato tienen ante sí es la planicie de la madurez, la tranquila destrucción de sus cuerpos, la resignada y total aceptación de una mediocridad burguesa”.
Tras esta magistral novela, publicada por primera vez con fotos de Xavier Miserachs, Vargas Llosa logró el empuje necesario para abordar su obra mejor y más ambiciosa, Conversación en la Catedral (1969).
El cubano extranjero
De dónde son los cantantes. Severo Sarduy, 1967
Los cubanos citados en todos los elencos del boom son Guillermo Cabrera Infante, Alejo Carpentier y José Lezama Lima.
Que olviden a Severo Sarduy es inexplicable, aunque quizá algo tenga que ver su proclamada extranjería —se consideraba más europeo que caribeño, renegó del tropicalismo de la patria y de los trabajos como periodista en revistas revolucionarias para embarcarse en la experimentación de la metaficción parisina de Tel Quel y buscó en el budismo una explicación vital—.
De dónde son los cantantes construye una imagen de La Habana, la ciudad a la que nunca regresó desde 1960, con las voces superpuestas de las tres grandes herencias que conformaron la identidad local: lo español, lo africano y lo chino.
Carnavalesca, paródica y y barroca, la novela es, según Sarduy, un “collage hacia adentro”, y prefigura la que sería su obra más celebrada, Cobra (1972).
El gran olvidado
Cicatrices. Juan José Saer, 1969
Lean: “Hay esa porquería de luz de junio, mala, entrando por la vidriera. Estoy inclinado sobre la mesa, haciendo deslizar el taco, listo para tirar. La colorada y la blanca —mi bola es la de punto— están del otro lado de la mesa, cerca del rincón. Tengo que golpear suavecito, para que mi bola corra muy despacio, choque primero con la colorada, después con la blanca y pegue después en la baranda entre la colorada y la blanca: la colorada va a golpear contra la baranda lateral, antes de que mi bola choque contra la baranda del fondo, hacia la que tiene que ir en línea oblicua después de chocar contra la blanca”.
Ahora intenten responder —yo no sé o no puedo o no quiero—: ¿por qué Juan José Saer, uno de los escritores más deslumbrantes en español no fue reconocido hasta los años ochenta y murió en 2005 sin haber sido apenas publicado en España?
Su ciclo de novelas sobre Santa Fe, la localidad argentina en la que vivió exiliado antes de optar, en 1968, por la migración trasatlántica en París, son equívocas: el lector las sobrevuela con levedad hasta que, bien pronto, se siente dentro de una caverna donde él mismo participa de un rito de memoria colectiva.
Mi favorita es Cicatrices, la historia de un crimen (un obrero del metal mata a su mujer el uno de mayo) contada por cuatro narradores diferentes en un ejercicio sutil de lírica política.
Ricardo Piglia ha dicho que “la prosa de Saer, que parece surgir de la nada, que se produce a sí misma con la misma perfección desde el principio, es en realidad una elaboración muy sutil de la gran poesía escrita en lengua española“. Tiene toda la razón.
TRASDOSdomingo, 17 de mayo de 2020
Diez grandes diarios de escritores
15 DIC 2017 03:19 PM
miércoles, 26 de junio de 2019
Julio Ramón Ribeyro / Una dura música propia
Julio Ramón Ribeyro |
Una dura música propia
El autor recrea la soledad del escritor peruano Julio Ramón Ribeyro y su búsqueda de la perfección
29 ABR 2019 - 15:47 COT
sábado, 23 de diciembre de 2017
Julio Ramón Ribeyro / Contar lo minúsculo
Contar lo minúsculo
Julio Ramón Ribeyro convirtió lo personal en gesta. Una biografía nos hace entender que no es hombre de listas
martes, 12 de abril de 2016
Alejandro Zambra / Julio Ramón Ribyeiro en su tela de araña
Julio Ramón Ribeyro según Javier Prado |
Julio Ramón Ribeyro en su tela de araña
viernes, 30 de enero de 2015
Julio Ramón Ribeyro / Prosas apátridas / 5
Belleza inmóvil Cuernavaca, México 27 de noviembre de 2007 Fotografía de Triunfo Arciniegas |
Conocer el cuerpo de una mujer es una tarea tan lenta y tan encomiable como aprender una lengua muerta. Cada noche se añade una nueva comarca a nuestro placer y un nuevo signo a nuestro ya cuantioso vocabulario. Pero siempre quedan misterios por desvelar. El cuerpo de una mujer, todo cuerpo humano, es por definición infinito. Uno empieza por tener acceso a la mano, ese apéndice utilitario, instrumental, del cuerpo, siempre descubierto, siempre dispuesto a entregarse a no importa quién, que trafica con toda suerte de objetos y ha adquirido, a fuerza de sociabilidad, un caracter casi impersonal y anodino, como el del funcionario o portero del palacio humano. Pero es lo que primero se conoce: cada dedo se va individualizando, adquiere un nombre de familia, y luego cada uña, cada vena, cada arruga, cada imperceptible lunar. Además no es sólo la mano la que conoce la mano: también los labios conocen la mano y entonces se añade un sabor, un olor, una consistencia, una temperatura, un grado de suavidad o de aspereza, una comestibilidad. Hay manos que se devoran como el ala de un pájaro; otras que se atracan en la garganta como un eterno cadalso. ¿Y qué decir del brazo, del hombro, del seno, del muslo, de ...? Apollinaire habla de las Siete Puertas del cuerpo de una mujer. Apreciación arbitraria. El cuerpo de una mujer no tiene puertas, como el mar.
Julio Ramón Ribeyro
Prosas apátridas
Barcelona, Seix Barral Biblioteca Breve, 2007, p.16
Julio Ramón Ribeyro / Prosas apátridas 1
Julio Ramón Ribeyro / Prosas apátridas 2
Julio Ramón Ribeyro / Prosas apátridas 3
Julio Ramón Ribeyro / Prosas apátridas 5
MESTER DE BREVERÍA
Julio Ramón Ribeyro / Prosas apátridas 192 / La carta
Julio Ramón Ribeyro / Prosas apátridas / 3
El sentimiento de la edad es relativo: se es siempre joven o viejo con respecto a alguien. César Vallejo dice en un poema en prosa que por más que pasen los años nunca alcanzará la edad de su madre, lo que es cierto además. Es comprensible que los hombres de cuarenta o cincuenta años sigan sintiéndose jóvenes, pues saben que todavía hay hombres de setenta u ochenta. Sólo cuando se llega a esta última edad comienzan a escasear los puntos de referencia por la cima. Los octogenarios se sienten pocos, es decir solos, viejos.
Julio Ramón Ribeyro
Prosas apátridas
Barcelona, Seix Barral Biblioteca Breve, 2007, p.15
Julio Ramón Ribeyro / Prosas apátridas 1
Julio Ramón Ribeyro / Prosas apátridas 2
Julio Ramón Ribeyro / Prosas apátridas 3
Julio Ramón Ribeyro / Prosas apátridas 5
Julio Ramón Ribeyro / Prosas apátridas / 2
Vivimos en un mundo ambiguo, las palabras no quieren decir nada, las ideas son cheques sin provisión, los valores carecen de valor, las personas son impenetrables, los hechos amasijos de contradicciones, la verdad una quimera y la realidad un fenómeno tan difuso que es difícil distinguirla del sueño, la fantasía o la alucinación. La duda, que es el signo de la inteligencia, es también la tara más ominosa de mi caracter. Ella me ha hecho ver y no ver, actuar y no actuar, ha impedido en mí la formación de convicciones duraderas, ha matado hasta la pasión y me ha dado finalmente del mundo la imagen de un remolino donde se ahogan los fantasmas de los días sin dejar otra cosa que briznas de sucesos locos y gesticulaciones sin causa ni finalidad.
Julio Ramón Ribeyro
Prosas apátridas
Barcelona, Seix Barral Biblioteca Breve, 2007, p.14
Julio Ramón Ribeyro / Prosas apátridas 1
Julio Ramón Ribeyro / Prosas apátridas 2
Julio Ramón Ribeyro / Prosas apátridas 3
Julio Ramón Ribeyro / Prosas apátridas 5
Julio Ramón Ribeyro / Prosas apátridas / 1
“¡Cuántos libros, Dios mío, y qué poco tiempo y a veces qué pocas ganas de leerlos! Mi propia biblioteca, donde antes cada libro que ingresaba era previamente leído y digerido, se va plagando de libros parásitos, que llegan allí muchas veces no se sabe cómo y que por un fenómeno de imantación y de aglutinación contribuyen a cimentar la montaña de lo ilegible y, entre estos libros, perdidos, los que yo he escrito. No digo en cien años, en diez, en veinte, ¿qué quedará de todo esto? Quizás sólo los autores que vienen de muy atrás, la docena de clásicos que atraviesan los siglos a menudo sin ser muy leídos, pero airosos y robustos, por una especie de impulso elemental o de derecho adquirido. Los libros de Camus, de Gide, que hace apenas dos decenios se leían con tanta pasión, ¿qué interés tienen ahora, a pesar de que fueron escritos con tanto amor y tanta pena? ¿Por qué dentro de cien años se seguirá leyendo a Quevedo y no a Jean Paul Sartre? ¿Por qué a Francois Villon y no a Carlos Fuentes? ¿Qué cosa hay que poner en una obra para durar? Diríase que la gloria literaria es una lotería y la perduración artística un enigma. Y a pesar de ello se sigue escribiendo, publicando, leyendo, glosando. Entrar a una librería es pavoroso y paralizante para cualquier escritor, es como la antesala del olvido: en sus nichos de madera, ya los libros se aprestan a dormir su sueño definitivo, muchas veces antes de haber vivido. ¿Qué emperador chino fue el que destruyó el alfabeto y todas las huellas de la escritura? ¿No fue Eróstrato el que incendió la biblioteca de Alejandría? Quizás lo que pueda devolvernos el gusto por la lectura sería la destrucción de todo lo escrito y el hecho de partir inocente, alegremente de cero.”
Julio Ramón Ribeyro
Prosas apátridas
Barcelona, Seix Barral Biblioteca Breve, 2007, pp. 13 - 14
Julio Ramón Ribeyro / Prosas apátridas 1
Julio Ramón Ribeyro / Prosas apátridas 2
Julio Ramón Ribeyro / Prosas apátridas 3
Julio Ramón Ribeyro / Prosas apátridas 5