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jueves, 17 de octubre de 2024

Alvaro Cepeda Samudio / El padre

 


Alvaro Cepeda Samudio
EL PADRE

      El Padre está sentado en una silla rústica hecha de madera y de cuero templado y sin curtir. El Padre tiene sesenta años y es fuerte y duro. Cuando se ponga de pies el Padre será de baja estatura, las espaldas serán anchas, la nuca abultada, el pecho poderoso, la cintura delgada y las piernas ligeramente corvas de haber pasado gran parte de sus sesenta años sobre un caballo. Cuando hable la voz del Padre será áspera, autoritaria, hecha de dar órdenes siempre. No hay ternura en el Padre. Pero tampoco hay torpeza. Es implacable pero no hay venganza ni amargura en él. Es naturalmente duro como el guayacán.

domingo, 10 de junio de 2018

Alvaro Cepeda Samudio / Vamos a matar los gaticos



Gato meditando
Jardín Botánico, Buenos Aires, 2010
Foto de Triunfo Arciniegas

Álvaro Cepeda Samudio
VAMOS A MATAR LOS GATICOS

“Vamos a matar a los gaticos ­—dijo Doris—, vamos a matarlos. Yo sé cómo se hace, vamos a matarlos”.
“No, todavía no”.
“Pero tú dijiste que los íbamos a matar apenas nacieran —dijo Martha—. Tú dijiste que teníamos que matarlos para evitar que los regalaran”.
“¿Cuántos son? —preguntó Doris”.
“No sé: parece que hay cinco”.
“¿Dónde están?” —preguntó Doris.
“En el último cuarto. Los pusieron en la caja donde dormía Teddy”.
“¿Son bonitos?” —preguntó Doris.
“Yo no sé, yo no los he visto todavía. Pero sé que ya nacieron porque esta mañana lo estaban diciendo en la cocina”.
“Vamos a verlos” —dijo Martha.
“No, ahora no: después. Vamos a subirnos al techo”.
“Vamos —dijo Doris— y jugamos a Tarzán, ¿quieres? Bueno. Voy a buscar las cosas”.
“Yo no juego —dijo Martha”.
“¿Por qué no quieres jugar?”
“No puedo —dijo Martha—, yo no puedo subirme al techo”.
“¿Por qué no puedes subirte?”
“Tú sabes” —dijo Martha.
“Ella tiene miedo —dijo Doris—, vamos tú y yo”.
“Yo no tengo miedo —dijo Martha—, es que me da pena”.
“Vamos Doris, ella nos espera aquí”.
“Miedosa” —dijo Doris.
“Yo no soy miedosa —dijo Martha—, es que me da pena”.
“¿Por qué te da pena?” —preguntó Doris.
“Déjala ya, Doris”.
“Yo no tengo pantalones” dijo Martha.
“Ahora se lo voy a decir a mamá —dijo Doris—, ayer también viniste sin pantalones. Yo te vi”.
“Tú sabías que no tenía pantalones. Tú me dijiste. Y ahora quieres jugar a Tarzán” —dijo Martha.
“Cuando volvamos a la casa le voy a decir a mamá que tú le dices a Martha que no se ponga pantalones” —dijo Doris.
“Vamos a matar a los gaticos”.
“Vamos” —dijo Doris.
“Si se lo dices no los matamos” —dijo Martha.
“¿Se lo vas a decir, Doris?”
“No —dijo Doris. Vamos a matar a los gaticos. Entren”.
“¿Para qué cierras las ventanas? —preguntó Doris.
“Para que ella no se salga. Tráeme esa tabla, Martha”.
“Tenemos que sacarla de la caja porque de pronto se pone rabiosa y nos muerde” —dijo Doris.
“No, ella no muerde. Sostén la tapa mientras yo los saco”.
“¿Cuántos hay? —preguntó Doris.
“Cuatro nada más”.
“Abre la ventana, yo no los veo bien. ¿Son bonitos?” —dijo Martha.
“Sí, son bonitos. Hay dos negros y dos grises”.
“Yo quiero llevarme uno negro” —dijo Doris.
“No, hay que matarlos a todos. No te vas a llevar a ninguno. Yo dije que los iba a matar a todos. Mira, así: apriétalos por el cuello así, ¿ves? Apriétalos bien fuerte por un momento. Es fácil”.
“¿Ves? Este ya está muerto. Mata tú este otro”.
“Mata este tú, Martha, yo mato mejor el gris” —dijo Doris.
“No, yo me voy, yo no quiero matar ninguno” —dijo Martha.
“No tengas miedo, no te van a morder. ¿No ves que ni siquiera tiene dientes?”
“No, yo no quiero matar ninguno” —dijo Martha.
“Suelta ese ya, Doris, ya está muerto. Mata este otro”.
“No los maten, no los maten” —gritó Martha.
“Cállate, cállate, cállate. Sostén la tapa, Doris”.
“¿Qué vas a hacer?” —preguntó Doris.
“A ponerlos otra vez dentro de la caja”.
“Por qué no los enterramos en el patio y les hacemos procesión —dijo Doris—. ¿Quieres que traiga tres cajitas de cartón?”.
“Yo tengo en la casa un montón de cajitas”
“No, vamos a ponerlos en la caja otra vez. Falta uno. ¿No has podido matarlo todavía, Doris?”.
“Yo no quiero matar al negrito” —dijo Doris.
“Dámelo acá. Apura, Doris, dámelo”.
“Dáselo, Doris” —dijo Martha.
“Salgan. Cierra la puerta, Martha”.
“Vamos a subirnos al techo, dijo Doris”.
“No, hace mucho calor”.
“Pero yo quiero unas guindas. Tengo hambre” —dijo Doris.
“En la nevera hay galletas. Ve y tráelas”.
“¿Por qué lloras? —preguntó Martha.
“Yo no estoy llorando”.
“Sí estás llorando” —dijo Martha.
“No me molestes”.
“Tú no querias matar los gaticos” —dijo Martha.
“Sí quería”.
“No tengas miedo. Doris no le dice nada a Mamá” —dijo Martha.
“Yo no tengo miedo” “¿Entonces por qué estás llorando?” —dijo Martha.
“Por nada, por nada, por nada”.


Álvaro Cepeda Samudio
Todos estábamos a la espera
Bogotá, El Áncora editores, 2003, pp. 56-60







jueves, 12 de abril de 2018

Alvaro Cepeda Samudio / Todos estábamos a la espera



ÁLVARO CEPEDA SAMUDIO
TODOS ESTÁBAMOS A LA ESPERA

Íbamos llegando uno a uno y nos sentábamos en los altos bancos a lo largo del bar. Nos quedábamos allí, en silencio, oyendo las canciones que alguien cantaba en los discos. Otras noches había boxeo. Entonces dejábamos de echar monedas en el tocadiscos y mirábamos la pelea. Pero no duraban mucho tiempo. Casi nunca llegaban al último round, pues siempre alguien era tirado violentamente sobre la lona gris y un hombre con un corbatín le levantaba la mano al que se había quedado en pie y la pelea terminaba. Algunas veces apostábamos, pero después de un tiempo no quisimos ver más esto y dejamos de sintonizar al Madison. Nadie dijo nada. Nos pusimos de acuerdo sobre ello sin que nadie lo propusiera. Dejamos de ver el boxeo como hacíamos todo: sin decirnos nada. Había otras noches cuando no teníamos dinero y entonces entrábamos, nos acercábamos al tocadiscos y apretábamos un botón. La canción sonaba un largo rato y luego nos íbamos otra vez. Porque teníamos que ir todas las noches, pues no sabíamos cuándo llegaría y no queríamos que llegara y no estuviéramos nosotros allí. Pero el dueño se dio cuenta. Supo que nosotros también estábamos a la espera y una noche, cuando pasábamos frente a él hacia el tocadiscos, nos dijo: “Pueden tomar lo que quieran”. Entonces nos acercamos al bar y comenzamos a tomar como siempre. Desde esa noche ya nunca dejamos de ir. Y aunque no tuviéramos dinero, nos sentábamos en los altos bancos rojos y pedíamos nuestros tragos. Una noche llegó alguien a quien nunca habíamos visto. Como si conociera el lugar desde mucho antes, como si él supiera de nosotros. Tomó un banco y lo acercó al nuestro. Luego dijo: “Voy a quedarme aquí. Tiene que llegar a este bar”. Nadie lo miró. Pero nosotros sí. Tenía el pelo negro, una pipa labrada y un saco grueso. No dijimos nada y él puso sus billetes sobre el mostrador y comenzó a tomar lentamente. “Hace tiempo que estoy esperando”, dijo, y golpeó la pipa contra la palma de la mano abierta y dura. “Me salí de la carretera con los catorce que me tocaban a mí. Caminé detrás de ellos hasta que encontré un pequeño claro de arena blanca. Entonces oí que ya él había terminado. Ya su ametralladora no sonaba. Estaban de espaldas. Yo comencé a llorar. Cuando él llegó su ametralladora volvió a sonar. Yo me dije que no quería oír más. Y ni siquiera oí cuando las balas se callaron. Seguramente me dijo que lo siguiera y yo lo seguí, pero ya no oí más”. Nosotros no dijimos nada porque él siguió hablando y nosotros dejamos de oírlo de pronto. Era que habíamos comenzado a recordar. Y nos fuimos apartando poco a poco a medida que los recuerdos se alejaban. Llegamos a una estación. Había buses plateados y ventanillas numeradas en negro en el fondo del gran corredor. Allí habíamos comenzado, sentados en unas butacas tibias por el calor de los cuerpos que llenaban la estación, con las revistas y los periódicos desordenados a nuestro lado. No sabíamos si esperábamos o nos esperaban. Allí habíamos comenzado. Pero antes era yo. Yo solo viajando sobre las carreteras de ladrillos rojos. Yo frente a la vendedora de revistas, comprando todas las revistas y todos los periódicos, no para leerlos, sino para ofrecérselos a quien había de sentarse a mi lado en el doble asiento del viaje, y la voz de la muchacha preguntando a qué hora sale su bus y un negro le da la hora que yo conozco; porque he estado esperando toda la noche en esa estación. Y de pronto me quedo solo con la muchacha y las paredes se van alejando en cuatro direcciones y estamos allí solos, la muchacha y yo, el negro, con los botones dorados de su chaqueta y su brillante escoba, se aleja empujado por la huida de las paredes mientras la muchacha de las revistas desaparece detrás de las carátulas multicolores que le hacen muecas. Yo le hablo a la muchacha que tiene un largo tiquete verde en las manos y mira sin entender los itinerarios con su complicada combinación de números. En la enorme soledad de la estación mi voz y la voz de la muchacha van llenando lentamente todos sus vacíos. Y después ya no hablamos más. La muchacha se duerme contra la madera lustrosa de los bancos y yo estoy velando su sueño derrotado. De pronto me dice sin abrir los ojos: “Tengo hambre”. Y  yo me levanto sin ruido y atravieso el frío ancho de la calle porque he visto en algún lado las vitrinas opacadas de un restaurante. En un tarro de cartón me dan café caliente para la muchacha. Yo le digo al griego que está detrás del mostrador: “Ella está ahí en la estación, no sé para dónde va, pero ha esperado el bus toda la noche y tiene hambre”. Y el griego me pregunta: “¿Por qué no te vas con ella?”. Y  yo le contesto que no lo había pensado, pero que quiero irme con ella. Me llena un tarro de cartón blanco y me lo entrega. “Llévaselo y antes de despertarla dile que te vas con ella”. Yo lo hago así y la muchacha se toma lentamente el café mientras yo pienso en lo que me ha dicho el griego. Cuando llegan los buses nos levantamos y salimos a leer las letras blancas hasta hacerlas coincidir con los tiquetes. Yo me vuelvo al restaurante y le digo al griego que ella se ha ido. Él me dice: “Tiene que volver”. Yo atravieso todo el frío del mundo que se ha acumulado en la calle, recojo mis revistas y me meto en el último bus.
Y otra vez las estaciones repetidas a lo largo del cansancio que había comenzado hacía muchas semanas. Y por fin he llegado a esta estación y me he encontrado en este banco rodeado de periódicos y revistas. Cuando la voz vieja conocida que anuncia las llegadas y las salidas anunció el nombre que esperábamos, ya éramos nosotros. Y subimos a nuestro bus. Ahora estamos en este bar todavía a la espera. Nos rodea gente, cada uno con su espera. Estamos estrechamente unidos en que todos sabemos que estamos a la espera pero no nos conocemos, ni siquiera hablamos. Solamente “nosotros” hablamos de vez en cuando. Y ahora ha llegado este hombre y nos ha hablado, nos ha dicho cosas que no hemos preguntado. Secretamente sabemos que ha de seguir hablando y hablando, que mañana vendrá y hablará otra vez, y seguirá viniendo todas las noches. Vamos a tener miedo, miedo de que nos interrumpa a cada momento cuando nos ponemos a parar monedas de canto sobre la madera humedecida por nuestros vasos. Y de que pregunte cuando nos ponemos a jugar con los círculos de agua que hay debajo de cada trago. Yo sé que nos está mirando y espera que volvamos la cabeza hacia él para seguir hablando. Pero tenemos miedo y no queremos mirarlo, no podemos mirarlo porque tenemos los ojos redondeados sobre los vasos. No podemos oírlo, pues alguien ha vuelto a meter monedas en el tocadiscos y hemos hecho tapones de música para nuestros oídos. Y para distraernos pensamos: −la foca azul tiene una pelita blanca y roja sobre la nariz−cómo se llamará la foca−tonto no ves que se llama Carstairs−no ese no es el nombre de la foca−es el nombre del whiskey−pero no es lo mismo−yo siempre quise ver las focas−vamos a verlas una tarde cuando haya verano−no, ya he perdido el interés y de propio no son tan reales como esta foca azul−aquellas también tendrán pelotas rojas pues yo las llevaré−llevaremos pelotas blancas y pelotas rojas, las más grandes y más blancas y más rojas que podamos conseguir−llevaremos pelotas para dárselas a las focas−sí tal vez podríamos ir un día cuando haya verano−y después iríamos a un cine, me gusta el cine−creo que me gustaría ver una película que se llame los rinocerontes hacen pompas de jabón en la que esté Susan Peters que cuando yo era pequeño se parecía a una muchacha que llevaba sus libros amarrados con una correa verde−hubo un tiempo cuando veía todas las películas−cuando no se tienen sueños, cuando no esperamos nada, tenemos que meternos en las salas de cine y tomar los sueños prestados de las películas−también yo iba al cine todos los días a hacer míos todos los sueños−. Dejamos de pensar y nos pusimos a jugar otra vez con las monedas. Nos habíamos olvidado de nuestro miedo, no supimos cuándo entró; estaba mirándonos cuando alzamos la cabeza para pedir los tragos. La vimos al mismo tiempo, pero yo me quedé mirándola. Cuando me levanté, todas las monedas que estaban paradas de canto comenzaron a rodar. Yo le dije: “He estado esperándote Madeleine”. Y luego: “Ahora vendrás todas las noches”. Ella siguió mirándome y asintió. Cuando salíamos oí su voz diciéndome: “Ya no me necesita más. Déjame ir ahora”. Yo le tomé la mano y se la apreté con fuerza. Mientras cruzamos la calle veíamos a Madeleine a través de la vitrina que había comenzado a esperar.

Álvaro Cepeda Samudio






Garrincha / "Yo vivo la vida, la vida no me vive a mí"


Garrincha

"Yo vivo la vida,

la vida no me vive a mí"



Por ÁLVARO CEPEDA SAMUDIO

Qué grato y oportuno reunir detrás del tiempo a dos grandes personajes de nuestro siglo XX, ahora, en los albores del XXI: Garrincha y Álvaro Cepeda Samudio, invariables en su genial naturaleza. Este reportaje fue publicado inicialmente en El Heraldo, de Barranquilla, Colombia y reproducido el domingo 11 de junio en El Universal de Cartagena. Gracias a ODG, quien lo remitió).



ACS: He notado que los periódicos colombianos, al mencionar su nombre, sólo hablan de su espectacular romance con la cantante Elsa Soares. ¿Es que a usted ya no le interesa el fútbol?
El rostro abotagado de Manuel Dos Santos, taciturno, sin expresión, como la de un boxeador que ha perdido muchos combates, se ilumina de pronto en una sonrisa abierta, y los ojos hasta ahora pequeños, y también sin expresión, por primera vez comienzan a aparecer inteligentes, vivos, iluminados como la sonrisa. El hombre bueno y descomplicado que es realmente esta leyenda del fútbol mundial que se llama "Garrincha", aparece como del cubilete de un prestidigitador al conjuro de un nombre: Elsa Soares.

martes, 10 de abril de 2018

Álvaro Cepeda Samudio / Entrevista con Alejandro Obregón


ÁLVARO CEPEDA SAMUDIO
ENTREVISTA CON ALEJANDRO OBREGÓN
BIOGRAFÍA
“The road of excess leads to the palace of wisdom”
El Viejo Blake
Aunque por más de veinte años hemos vivido juntos; escandalizado juntos; emborrachado juntos disparado juntos a las lechuzas y a los faroles de las escuelas de Bellas Artes; toreado juntos cantando juntos las nanas de las garrapatas que parió la gata; construido cartillas remplazando en las letras encerradas los cuadros coloreados de bandera colombiana por símbolos que nos permitan juntos entendernos mejor, recibido juntos más de un centenar de brechas que debieron ser cosidas por puntadas de sutura en broncas, accidentes y simples tonterías; aunque por más de veinte años hemos cogido juntos la vida por los cachos, y si ha sido necesario también por el rabo, y la hemos tratado de agotar a patadas y a riesgo de piel sin perder nuestro infinito afán de estar vivos y juntos: a pesar de todo esto yo nunca he escrito sobre Obregón porque es el único hombre a quien confiaría mis hijos para siempre. (Lo que, sin constituir abiertamente una declaración de amor, pero sí de confianza, indica que nunca hemos enredado nuestras profesiones).