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jueves, 13 de julio de 2017

Eliane Brum / Muriendo en primera persona



Oliver Sacks


Muriendo en primera persona


Después de haberse convertido en algo silenciado en el siglo XX, la muerte ocupa cada vez más espacio en las narrativas


Traducción de Óscar Curros




ELIANE BRUM
4 AGO 2015 - 13:36 COT



El 24 de julio, Oliver Sacks, escritor, neurólogo y uno de los pensadores más interesantes de nuestro tiempo, escribió un nuevo artículo sobre su morir, en la página de Opinión del diario The New York Times. En febrero, él había anunciado que tenía cáncer de hígado, sin posibilidad de curación, en un bellísimo texto sobre la vida, que se tradujo y se publicó en el mundo entero. Ahora, a los 82 años, Sacks comienza a sentir náuseas y debilidad por la enfermedad, pero no menos encanto y curiosidad por la existencia. Sigue esperando con alegría la llegada de las revistas científicas, ansioso por los descubrimientos sobre un universo que le fascina. Semanas atrás, él estaba en el campo, lejos de las luces de la ciudad, cuando se deparó con la totalidad monumental del cielo "salpicado de estrellas". Sacos concluyó: "Ese esplendor celestial de inmediato me hizo darme cuenta de cuán cortos eran el tiempo y la vida que me quedaban. Mi percepción de la belleza del cielo, de la eternidad, era inseparable de mi percepción de transitoriedad. Y de la muerte". Les contó entonces sus sentimientos a los amigos que le acompañaban, Kate y Allen, y les dijo: "Me gustaría ver este cielo de nuevo cuando me esté muriendo". Y los amigos le aseguraron que harían que pudiese ver las estrellas una vez más.



Al contarnos sobre su morir, un morir vivo, en el que la experiencia de llegar al fin es una novedad más para un hombre curioso con el mundo y con la existencia, Oliver Sacks se ha convertido en uno de los señalizadores de que algo fundamental está cambiando en nuestra época. Y de forma bastante rápida, ya que nuestro tiempo histórico es acelerado. Aunque el silencio acerca de la muerte, la enfermedad y el luto aún persista en la vida cotidiana —y quizás sea aún lo que se le impone a la mayoría de la gente—, ya no vivimos la muerte "avergonzada" o "clandestina" que se estableció en el siglo 20. El enfermo terminal que finge que no se está muriendo, para no alarmar ni la familia ni al equipo médico, puede estar empezando a convertirse en un espécimen en extinción. La muerte empieza a volverse sin pudor y especialmente confesional, muy en sintonía con este momento en el que se narra todo en las redes sociales.

La historia humana se puede contar según el modo como cada sociedad, en diferentes períodos históricos, miró a la muerte y se ocupó de ella. El trabajo más completo sobre este tema posiblemente sea aún el del historiador francés Philippe Ariès (1914-1984), primero en un libro llamado Historia de la muerte en Occidente y, después, en una obra mayor, titulada El hombre ante la muerte. En estos análisis, el historiador muestra cómo, en el siglo 20, la muerte pasó a ser escondida y acallada. Ya no un acto público, sino una especie de no acontecimiento. En la sociedad tecnicista era necesario que se ocultase la muerte entre las paredes de un hospital, de la forma más aséptica posible, e inmediatamente se olvidase. Esta mentalidad ayuda a explicar por qué, a día de hoy, cualquiera que pierda a aquellos que ama tenga legalmente un tiempo cortísimo para ausentarse del trabajo y empezar a elaborar su luto. Cuando se espera que la ciencia prolongue la vida a cualquier precio y la juventud se convierte en un valor en sí misma, la muerte pasa a ser un fracaso que debe escamotearse.






En el siglo 20, la muerte se volvió tan obscena como el sexo en la época victoriana; y el luto, tan secreto como la masturbación

En el siglo 20, el fin de la vida se convirtió en algo a ignorar y, así, no había necesidad ni de superarlo, ya que lo mejor sería fingir que ni siquiera había sucedido. "La muerte en el hospital, erizado de tubos, está a punto de convertirse hoy en una imagen popular más aterradora que el traspasado o el esqueleto de la retórica macabra", escribió Philippe Ariès. La muerte se había convertido en algo casi contagioso y aquel que se moría, en el portador de una enfermedad/mala noticia cuya contaminación los vivos deberían evitar a toda costa.
Otro pensador, el antropólogo británico Geoffrey Gorer (1905-1985), escribió un ensayo sobre lo que él llamó la Pornografía de la Muerte. "Hoy en día la muerte y el luto se tratan con el mismo pudor que los impulsos sexuales hace un siglo", afirmó. La prohibición del sexo, en la era victoriana, había sido sustituida por la prohibición de la muerte, en el siglo 20. La muerte se había vuelto obscena y fea, por lo que debería esconderse. Y el luto, circunscrito al ámbito privado, se había vuelto tan secreto e individual como la masturbación.
Como ocurre tantas otras veces, el arte anticipó la interpretación de su época. Ese cambio en la mirada sobre la muerte consolidado en el siglo 20 ya se podía detectar, a finales del siglo 19, en la pequeña obra maestra de Tolstói: La muerte de Iván Ilich. En su libro Educación para la muerte – temas y reflexiones la psicóloga brasileña Maria Júlia Kovács así analiza la novela del escritor ruso: "Nadie quiere hablar de lo que está pasando con el enfermo, ni siquiera él mismo, que sufre, gime, pero nada dice. Los familiares también sufren, no saben qué hacer, pero fingen que está todo bien". A pesar de que todos tratan de banalizar el acontecimiento, transformándolo en un no acontecimiento, el enfermo, aunque nada diga, sabe lo que vive.
El siglo 21, de cuyo nacimiento hemos sido testigos, comienza a engendrar otra mirada sobre la muerte, cuyas señales ya podrían notarse en las últimas décadas del anterior. La historia, como se sabe, es movimiento y conflicto. El propio surgimiento del concepto de hospice y de la práctica de los "cuidados paliativos", en los años 60 del siglo pasado, con la idea de que cuidar es más importante que curar y de que es necesario escuchar a aquel que vive su morir, comenzó a poner en jaque el silenciamiento de la muerte.






Susan Sontag, que murió sin reconciliarse con la muerte, escribió acerca de cómo el cáncer fue la muerte “sucia” del siglo XX

Hoy en día, no son apenas las series de televisión y las películas del cine las que han pasado a tratar de la muerte, la enfermedad y el envejecimiento con una frecuencia cada vez mayor. En esta nueva mirada sobre el fin de la vida, Internet, con sus redes sociales, ha desempeñado un papel central y creciente. Si la literatura nunca ha dejado de tener la muerte como tema, el morir se ha ido convirtiendo en una narrativa confesional, de no ficción, escrita en la primera persona del singular.
Oliver Sacks no fue el primero a escribir sobre el final de la vida en este siglo. Lejos de eso. En 2005 la periodista estadunidense Joan Didion publicó un libro, El año del pensamiento mágico, en el que contaba la muerte de su marido y su luto. Ya al comienzo hace una síntesis de la condición humana: "La vida cambia en un instante. Te sientas a cenar y la vida que conocías acaba de repente". Esta mezcla de narrativa confesional con investigación periodística entró en las listas de los más vendidos en varios países, inclusive Brasil. Más tarde, en 2011, Didion lanzaría Noches azules, sobre la muerte de su única hija, su propio envejecimiento y su soledad. Este último libro es la historia de la mujer que quedó, la narrativa de quien se descubrió sola para ser testigo de su propio fin. Por lo tanto, un relato aún más duro y perturbador, que parece haber sido más difícil para sus lectores. Didion ahora se ve a vueltas con formularios de hospital, donde se le hace una pregunta que no puede responder: ¿a quién llamar en un momento de emergencia? Ya no hay a quién.
En 2008 el escritor y analista político David Rieff lanzó un libro sobre cómo fue presenciar el fin de la vida de su madre, la pensadora estadounidense Susan Sontag, muerta por el tercer cáncer de su trayectoria cuatro años antes, a los 71 años. David le dio a la obra un título desgarrador: Nadando en un mar de muerte - memorias de un hijo. Susan Sontag publicó libros fundamentales sobre el tema. En La enfermedad y sus metáforas, escrito cuando ella ya se había tratado de un cáncer de mama y lo había superado, Sontag analiza cómo la tuberculosis fue la muerte romántica, en el siglo 19, y el cáncer, la enfermedad-símbolo del siglo 20, la muerte "sucia". Defiende también que el cáncer sea tratado como una enfermedad, una lotería genética, y no como una idea que llegó a ser muy popular y aún persiste en algunos medios, de que la persona habría "hecho" su cáncer o lo habría "atraído" por represiones sexuales y problemas psicológicos mal resueltos.






El libro más exitoso de este siglo 21 transformó a su autor en una “celebridad” antes de su muerte

Susan Sontag, en palabras de su hijo, al mismo tiempo sentía pavor de la muerte y obsesión por la muerte. Murió sin reconciliarse jamás con la idea de morir. Incluso habiendo sido informada por los médicos de que un trasplante de médula ósea tendría escasas posibilidades de éxito en su caso, optó por hacerlo. Cuando supo que la cirugía había fracasado, estaba cautiva de 300 metros de tubos, por los cuales le inyectaban las sustancias que la mantenían con vida, y preguntaba qué más los médicos podrían hacer por ella. Murió cubierta de moretones y heridas, con la esperanza de "vencer" el cáncer, sin despedirse de nadie y sin permitir que se despidiesen de ella. Fue su elección, solo ella podía hacerla. "Era imposible decir que la amaba, porque hacer eso hubiera significado decir: 'Te estás muriendo'", escribió David Rieff, en un libro que enfrenta las preguntas espinosas sobre el lugar de un hijo ante el morir de la madre, en la singularidad de cada historia, siempre particular e irrepetible.
Mortalidad se basa en las columnas publicadas en la revista estadounidense Vanity Fair por el escritor, periodista y gran polemista Christopher Hitchens, un fiero defensor del ateísmo que se mantuvo fiel a sus ideas hasta el fin. Murió de cáncer en diciembre de 2011, a los 62 años, y el libro se lanzó en 2012. Con el mismo coraje y la ironía que siempre caracterizaron sus artículos, Hitchens discurrió sobre la vida en lo que llamó cáusticamente "Tumorlandia".
En el estilo que le hizo atraer tanto admiradores como enemigos a lo largo de una extensa colección de polémicas, sugirió la creación de un "Manual de etiqueta del cáncer", destinado "a los pacientes y también a los simpatizantes". Hitchens explica: "Mi Manual tendría que imponerme derechos a mí, así como a aquellos que hablan demasiado, o demasiado poco, en el intento de disfrazar el inevitable embarazo en las relaciones diplomáticas entre Tumorlandia y sus vecinos". A él le gustaría recordarle a la gente, en general, que no circulaba por ahí con un enorme broche en la solapa en la que estuviese escrito: "PREGÚNTEME SOBRE CÁNCER DE ESÓFAGO EN METÁSTASIS EN LA CUARTA ETAPA Y APENAS SOBRE ESO". Es un libro tan vivo, este en el que Christopher Hitchens escribe sobre su morir que, al terminarlo, echamos muchísimo de menos al autor.






“Hello! Tengo cáncer”, dijo la comediante Tig Notaro en un stand-up histórico

Pero el marco de este nuevo siglo, en la escritura sobre la muerte y especialmente sobre el cáncer, es posiblemente el libro de Randy Pausch. Ninguna obra sobre el tema ha sido tan célebre y popular como La última lección. Y no por casualidad. Muerto de cáncer de páncreas en 2008, el profesor universitario Randy Pausch construyó una narración muy al gusto de la cultura estadounidense, marcada por la división entre losers (perdedores) y winners (ganadores). La suya era una escritura de "superación" de la adversidad, de la "batalla" contra la enfermedad, un viaje del héroe adaptado al tan difundido discurso en el sentido común y en los medios médicos del "guerrero que luchó hasta el fin la guerra contra el cáncer". Randy murió, pero como un "vencedor", ya que había convertido su cáncer en un "caso" de éxito. No pudo "vencer" a la enfermedad, pero, en aquello que parecía esencial para él y para la sociedad en la que vivía, había vencido. En aquel momento, era bastante revelador que, después de tanto silencio, la más comentada fuese una muerte "exitosa", materializada en un superventas internacional que recaudó millones de dólares y transformó a su autor en una celebridad.
Todo indicaba que esta podría ser la línea narrativa preponderante de nuestro tiempo: la muerte al servicio de la superación y del éxito, de la industria y del culto a celebridades. Citada, sí, pero apenas para una vez más encubrir el dolor y los conflictos de la condición humana. No es lo que ha sucedido, como prueban los escritos de Christopher Hitchens, Joan Didion y del propio Oliver Sacks, entre muchos otros. No hay una forma "correcta" ni "incorrecta" de hablar de la enfermedad y de la muerte, ya sea la propia o la de quien amamos. Así como no hay una narrativa superior a un debate honesto sobre lo que se dice de su época y sobre cómo influye en ella, aunque su autor sea alguien que se está muriendo.
La muerte está untada de vida y de humanidades. Hay tantas maneras de pensar sobre ella como vividores y moridores. La belleza, incluso en sus momentos de brutalidad, es cuando estas narrativas son capaces de afrontar la complejidad de este momento, con todos los sentimientos ambiguos y las contradicciones que lo pueblan. Sería una pena, después de todo, reducir un momento tan abisal como ineludible a un manual pobre del "morir bien". Como en la frase que me encanta: "La muerte no es lo contrario de la vida, la muerte es lo contrario del nacimiento. La vida no tiene contrarios".






“¿Y mi derecho a no querer vivir?”, pregunta la lectora

Mi expectativa de que estamos en un nuevo momento en lo que se refiere a la mirada sobre la muerte aumentó al seguir la historia de Tig Notaro, de 44 años. Comediante de stand-up, la estadounidense Tig estaba pensando en tener un hijo, en 2012, cuando sufrió una infección que casi la mató. Poco después de su salida del hospital, perdió a su madre, que en sus palabras era la persona que más la conocía, comprendía y alentaba. Tig se vio en vilo. Pero no era todo. Enseguida supo que tenía cáncer de mama.
Tig estaba a la víspera de un espectáculo. Y ahora, ¿debería presentarse? La humorista pensó que, a final de cuentas, después de todo lo que había acabado de vivir, era muy ridículo tener aun por encima un cáncer. Subió al escenario e hizo un espectáculo considerado histórico.
–Hello, good evening, hello! Tengo cáncer. ¿Cómo estáis? ¿Todo el mundo se está divirtiendo? Me diagnosticaron un cáncer...
Aunque pueda parecer extraño, al reproducirlo aquí, al ver el espectáculo nos damos cuenta de que Tig consiguió hacer algo sofisticado y profundo con el cáncer y su miedo de morir: consiguió hacer humor. Ella no negaba el dolor de su condición, sino que la usaba para producir arte, reflexión y... risa. Sin haber planeado esa actuación, su carrera dio un salto. Enseguida Tig estaba en la portada de revistas, en programas de auditorio en la televisión.
En este punto, temía que pudiese convertirse en una especie de "celebridad del cáncer" y nunca más hablase de otra cosa. Pero si lo que hizo con la enfermedad la puso en otro lugar, y esto es un hecho, el camino de Tig parece ser el de poner el cáncer, el luto por su madre, los fracasos reproductivos y también el éxito en el contexto de una vida con un poco de todo, a veces bastante de alguna cosa, pero no monotemática.






“¿Vamos a hablar del luto?” es una de las plataformas lanzadas en internet en 2015

Esta elección, al menos, es lo que aparece en un documental sobre su trayectoria, lanzado en julio de este año por Netflix, llamado apenas Tig. La suya es una historia en abierto, como cualquier otra, y la vemos frágil y confusa ante el futuro. Seguimos a la artista en su dilema sobre hacer o no un tratamiento reproductivo, en el intento de tener un hijo, y arriesgarse a aumentar las posibilidades de que el cáncer vuelva debido a las hormonas; compartimos su ansiedad para que el embrión se desarrolle en una barriga de alquiler, así como su amor por otra mujer, que en un primer momento la había rechazado, porque hasta entonces solo había tenido relaciones heterosexuales. Somos testigos también de su inseguridad acerca de con qué material trabajar en sus espectáculos, después de haber alcanzado un nivel tan paradigmático al llevar el cáncer al escenario.
Pero tal vez el momento-síntesis de la narrativa de Tig sobre el cáncer y la posibilidad de morir sea una escena que no está en el documental, a pesar de mencionada. En noviembre de 2014, Tig se quitó la camisa en el escenario y mostró la ausencia de lo que la enfermedad le arrancó, en una mastectomía doble sin cirugía reconstructiva, y sus cicatrices. Hasta ahí, podría ser simplemente una especie de "espectáculo de choque", un truco para ganarse a los espectadores. Sin embargo, después del impacto inicial, el público acogió y superó esa desnudez señalada por la enfermedad y por la condición humana, gracias al talento de Tig.
Como dijo el crítico Jason Zinoman: "Tig Notaro muestra que el humor no solo consigue transformar la tragedia en comedia, sino que también es capaz de desviar la atención de las personas de la imagen más vendida y cosificada de la cultura popular: el cuerpo femenino desnudo". Allí estaba alguien dolida y alegremente viva que no negaba sus marcas. Esta trascendencia colectiva fue un gran momento de vida, con toda la incertidumbre y la fragilidad que es vivir como un ser que se sabe para la muerte.
Mi apuesta es que lo más fascinante de esta nueva mirada sobre la finitud humana posiblemente aún está por venir. Y vendrá no por aquellos que ya tienen un lugar de escucha, sino por los anónimos que comienzan a producir narrativas en internet sobre el envejecimiento, la enfermedad y la muerte. Así como las redes sociales vienen produciendo tanto sobre todo —y no solo discursos de odio—, también autorizaron un decir que revela cómo cada uno se posiciona delante de la mortalidad. Si internet les ha permitido a aquellos que comulgan de deseos sexuales considerados fuera de los estándares que se encuentren y puedan vivir su expresión de forma consensual, entre adultos, también comienza a establecerse como un lugar de confesión y de intercambio sobre el luto, las pérdidas y la muerte. Un espacio para narrativas múltiples, para vivencias múltiples del morir. Cuando uso la palabra "fascinante", no establezco si es bueno o malo, apenas que estamos ante algo emocionante y tal vez sorprendente, exactamente por ser contradictorio.
Meses atrás, una carta de una lectora de 78 años en el Tablón del Lector del diario Folha de S.Paulo me impactó. Para mostrar su desacuerdo con el planteamiento de un artículo sobre el deseo y el envejecimiento, se posicionó así: "Quien ha leído a Simone de Beauvoir va a entenderme. Son inocuas las 'zanahorias', las sorpresas o los placeres externos cuando te das cuenta de que, por dentro, estás pudriéndote poco a poco. Llegar a esta constatación es de una crueldad sin comparación. No hay ninguna sonrisa de nieto que consiga desvanecerla. Por encima de todo, no quiero ocuparme más de esos males, y para eso, estoy en plena y ocupada fase de desprendimiento. Para mí, ya basta. ¿Y mi derecho a no querer vivir más? ¿Dónde se queda?"
Lo que importa aquí no es estar de acuerdo o en desacuerdo, porque cada uno conoce su dolor y sus elecciones. El hecho es que ya es posible decir y ya existe un espacio para ser escuchado, incluso si lo que usted tiene que decir está fuera del sentido común y de la publicidad acerca de la "tercera edad", fuera del manual y de los discursos edificantes o de las "lecciones vida" de buen comportamiento.
En un interesante artículo sobre este fenómeno de las narrativas de muerte en tiempo real, el periodista Lee Siegel recuerda el testimonio de una mujer en la columna Private Lives (Vidas privadas), del periódico The New York Times, marcado por una crudeza sin ningún pudor: "Por hablar de pérdidas, no perdí solamente a mi marido y mi vida, también perdí mi cabello. Recientemente, un policía me detuvo por quedarme parada en el coche. El tráfico estaba siendo redirigido, pero yo me había congelado y retenía a una larga cola. Levanté las manos, esperando a que me esposase, diciendo: 'No hay nada que puedas hacerme que sea peor que lo que ya se ha hecho'. Él dijo: '¿Qué historia es esa, señora?'. Yo dije: 'No tengo marido, no tengo amigos, no tengo cabello'".
El mismo Times tiene otro espacio, The End, con declaraciones acerca del morir, el luto y el cuidar a quien padece una enfermedad. En Brasil, Folha de S.Paulo creó, en octubre de 2014, un blog llamado Morte Sem Tabu (Muerte sin Tabú), producido por la dramaturga Camila Appel. En todo el país, usando las redes sociales, surgieron y surgen grupos para compartir experiencias de pérdida, como Mães Sem Nome (Madres Sin Nombre), que reúne a personas de diferentes clases sociales e historias de vida: "Cuando un(a) hijo(a) pierde a sus padres se queda huérfano(a).Cuando perdemos al marido/esposa nos quedamos viudos (as). Cuando la madre pierde a sus hijos, no tiene nombre". En junio de este año, siete amigas que perdieron a personas que amaban lanzaron una plataforma en Internet para escuchar este momento tan profundo y en general solitario: "¿Vamos a hablar del luto?" Los muros de silenciamiento se rompen por todos sus lados.
En 2008 hice el seguimiento como reportera de los últimos 115 días de vida de una mujer con un cáncer incurable. También fui testigo durante meses de la rutina de una enfermería de cuidados paliativos de São Paulo, liderada por una médica especialísima, María Goretti Maciel, en la que se creía más en la anchura de la vida que en su longitud: más importante que prolongar la vida a cualquier precio, en general, un precio alto, era asegurar la calidad de la vida que quedaba. Así como se mostraba fundamental respetar y acoger el modo como cada uno escogía vivir ese momento, sin dogmas ni juicios. No era un lugar donde la humanidad se dividiese en "perdedores" y "ganadores", ni el tratamiento de la enfermedad, por lo general un cáncer, fuese visto como una "guerra". Lo fundamental era garantizar las condiciones para que cada uno pudiese escoger cómo vivir el tiempo que tenía, sin tratamientos inútiles, dolorosos e invasivos, rodeado de aquellos a quienes amaba o incluso solitario, en caso de que ese fuese su deseo. Cómo vivir su muerte, solo lo sabe aquel que la vive.
En aquella ocasión, al decidir contar la muerte en general silenciada, aquella causada por la enfermedad y por la vejez, callada exactamente por ser la de la mayoría —y no la muerte violenta, causada por crímenes, accidentes y catástrofes, más común en la narrativa periodística— fui una y otra vez acusada de "mórbida". Yo replicaba, diciendo que era lo contrario. Mórbido era aquello que nos paralizaba, el miedo que no podía nombrarse ni pronunciarse.
Al callarnos sobre el envejecimiento, la enfermedad y la muerte, perdíamos una oportunidad insustituible para pensar sobre de la vida y, en especial, sobre el tiempo. Yo había sido transformada para siempre por una frase de Ailce de Oliveira Souza, la mujer que me permitió contar su morir, en un enorme acto de confianza. Ya en nuestro primer encuentro, ella, que había acabado de jubilarse y había comenzado a vivir aventuras hasta entonces pospuestas, dijo: "Cuando tuve tiempo, me di cuenta de que mi tiempo se había acabado". Le agradezco inmensamente esta frase, que multiplicó la anchura de mi vida.
Hoy, pasados menos de diez años, creo que ya no me acusarían de "mórbida". No tanto, por lo menos. Hombres y mujeres anónimos han comenzado a decir de sí sin miedo. No sé qué escucharemos ni cuánto estos decires van a influir en nuestra forma de afrontar la finitud de nuestra condición. Pero esta posibilidad de hablar y de ser escuchado también sobre el envejecimiento, la enfermedad, la pérdida y la muerte me encanta. Espero apenas que siga existiendo espacio no para el silenciamiento, ese acto que nos reprime y nos aniquila, sino para el silencio de aquellos que prefieren retirarse dentro de sí mismos y de casa y nada decir. Que hablar y "confesar" no se convierta en un nuevo imperativo o dogma. Que haya espacio para todas las formas de ser, de vivir y de morir.
Pero la pregunta que más me mueve en este momento es: ¿qué diremos ahora que podemos decir?
Escuchar al otro es arriesgarse al otro. Es vivir.