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martes, 12 de octubre de 2021

Kjell Askildsen / La señora M

 



Kjell Askildsen
La señora M

    Una de las pocas personas que saben que aún existo es la señora M., de la tienda de la esquina. Dos veces por semana me trae lo que necesito para vivir, pero no es que se mate por el peso. La veo muy de tarde en tarde, porque tiene una llave del piso y deja la compra en la entrada, es mejor así, de ese modo nos protegemos mutuamente, y mantenemos una relación pacífica, casi diría amistosa.

Kjell Askildsen / El punto de apoyo



Kjell Askildsen
PUNTO DE APOYO

Hace unos meses vino a verme mi casero. Llamó tres veces a la puerta antes de que me diera tiempo a abrir, y eso que fui lo más rápidamente que pude. No podía saber que era él. Por aquí viene muy poca gente, casi todos miembros de sectas religiosas que me preguntan si estoy en paz con Dios. Me produce cierto placer, pero nunca los dejo pasar de la puerta, pues la gente que cree en la vida eterna no es racional, no se sabe lo que puede llegar a hacer. Pero esta vez era, como ya he dicho, el casero. Le había escrito hacía casi un año para informarle que la barandilla de la escalera estaba rota, y pensé que venía por eso, así que lo dejé entrar. Miró a su alrededor. «Vive usted bien aquí», dijo. Era una afirmación bastante tendenciosa, que me hizo ponerme a la defensiva. «La barandilla de la escalera está rota», dije. «Sí, ya lo he visto. ¿La rompió usted?». «No, ¿por qué yo?». «Supongo que es el único que la usa, porque, aparte de usted, sólo vive gente joven en este portal, y no creo que se haya roto sola, ¿no?». Era obviamente una persona intratable y no quise entrar en ninguna discusión con él sobre cómo y por qué se estropean las cosas, de modo que dije escuetamente: «Como usted diga, pero yo necesito esa barandilla, estoy en mi derecho». No contestó nada a eso, a cambio, dijo que subiría el alquiler un veinte por ciento a partir del mes siguiente. «¿Otra vez? —dije—, y un veinte por ciento nada menos». «Debería ser más —contestó—, esta finca no produce más que pérdidas, pierdo dinero con ella». Hace mucho que dejé de discutir de economía con personas que dicen perder dinero con algo de lo que podrían haberse desprendido hace treinta años, de modo que no dije nada. Pero no le faltó ningún argumento para seguir con el tema, es de ese tipo de personas que funcionan solas. Se puso a disertar sobre todas las demás fincas que también daban pérdidas, resultaba lamentable escucharlo, debía de ser un capitalista muy pobre. Pero no dije nada, y por fin cesaron las lamentaciones, ya iba siendo hora. En cambio me preguntó, sin ninguna razón aparente, si creía en Dios. Estuve a punto de preguntarle a qué dios se refería, pero me limité a negarlo con la cabeza. «Pues tiene que hacerlo», dijo, así que después de todo había dejado colarse a uno de ellos en mi casa. En realidad no me sorprendió, pues es bastante corriente que la gente con muchas propiedades crea en Dios. Ahora bien, no quise darle pie para que pasara a otro tema, pues había tomado la firme determinación de no dejar pasar a los evangelistas de la puerta, de modo que no lo dejé seguir. «Así que sube el alquiler un veinte por ciento —dije—, presumo que ese es el motivo de su visita». Al parecer, mi resistencia lo pilló de sorpresa, pues abrió y cerró la boca un par de veces sin que saliera de ella sonido alguno, algo, me imagino, poco corriente en él. «Y espero que se ocupe de arreglar la barandilla», proseguí. Se puso rojo. «La barandilla, la barandilla —dijo impaciente—, vaya lata que está dando con la barandilla». Me pareció muy mal que dijera eso y me irrité. «Pero ¿no entiende usted —dije—, que en algunas ocasiones esa barandilla es mi punto de apoyo en la vida?». Me arrepentí por haberlo dicho, pues las formulaciones precisas deben reservarse para personas reflexivas, si no, pueden surgir complicaciones. Y surgieron complicaciones. No tengo fuerzas para repetir lo que me dijo, pero en su mayor parte trataba del más allá. Al final añadió algo sobre estar con un pie en la tumba, se estaba refiriendo a mí, y entonces me enfadé. «Deje ya de molestarme con su economía», le dije, porque en realidad era de lo que se trataba. Como no se disponía a marcharse, me permití dar un golpe en el suelo con el bastón. Entonces se marchó. Fue un alivio, me sentí contento y libre durante unos cuantos minutos, y recuerdo que me dije a mí mismo, para mis adentros, claro: «No te rindas, Thomas, no te rindas».


Kjell Askildsen / Una lechera de tiempo

 

Kjell Askildsen
Una lechera de tiempo

   Fue en octubre o en noviembre; debería poder recordar si las hojas se habían caído ya de los árboles, una indicación precisa de tiempo inspira confianza, pues cómo voy a fiarme de la parte de mi memoria que me dicta el propio suceso, si he olvidado importantes detalles del decorado, una cosa depende de la otra, y el tiempo es un decorado.

Kjell Askildsen / En la peluquería

 

Ilustración de Emerico Emri


Kjell Askildsen
En la peluquería 

Hace muchos años que dejé de ir al peluquero; el más cercano se encuentra a cinco manzanas de aquí, lo que me resultaba bastante lejos incluso antes de romperse la barandilla de la escalera. El poco pelo que me crece puedo cortármelo yo mismo, y eso hago, quiero poder mirarme en el espejo sin deprimirme demasiado, también me corto siempre los pelos largos de la nariz.

Kjell Askildsen / Vaya

 


Kjell Askildsen
VAYA


    Un día de verano que no llovió me entraron ganas de moverme, o al menos, de dar una vuelta por la manzana. La idea me animó, de repente me di cuenta de que hacía mucho tiempo que no me sentía de tan buen humor. Hacía tanto calor que creí poder ponerme los calzoncillos cortos, pero al ir por ellos, me acordé de que los había tirado el año anterior en un ataque de melancolía. No obstante, la idea de los calzoncillos cortos se hizo tan imperiosa que corté las perneras de los calzoncillos largos que llevaba puestos. Nunca se es tan viejo como para perder la esperanza.

lunes, 11 de octubre de 2021

Kjell Askildsen / El clavo en el cerezo

 


Kjell Askildsen
EL CLAVO EN EL CEREZO 

Mi madre estaba en el jardincito de detrás de la casa, de eso hace ya mucho tiempo, yo era mucho más joven entonces. Estaba clavando un largo clavo en el tronco del cerezo, yo la veía desde la ventana del segundo piso, era un día bochornoso y nublado del mes de agosto, la vi colgar el martillo del clavo. Luego fue hasta la valla de madera al final del jardín, donde permaneció mucho rato, completamente inmóvil, contemplando el extenso descampado sin árboles. Bajé por la escalera y salí al jardín, no quería que se quedara allí, pues quién sabía lo que podía estar viendo. Me acerqué a ella. Me tocó el brazo, me miró y me sonrió. Había llorado. Dijo sonriendo: No aguanto más, Nicolay. De acuerdo, dije. Fuimos hasta la casa y entramos en la cocina. En ese momento llegó Sam quejándose del calor, y mi madre puso agua para el té. Las ventanas estaban abiertas. Sam hablaba a mi madre de una cama que causaba dolores de espalda a su mujer, y yo subí directamente a la habitación que llamábamos la habitación de Sam, porque él era el mayor y el primero que había tenido su propio cuarto. Me quedé de pie en medio del cuarto de Sam dejando pasar el tiempo, luego volví a bajar. Sam estaba hablando de un motor fuera de borda. Mi madre echó azúcar al té y no paraba de removerlo con la cucharita. Sam se secó la nuca con un pañuelo azul, no podía soportar mirarlo, dije a mi madre que iba a comprar tabaco, y estuve fuera un buen rato, pero cuando volví, él seguía allí. Hablaba del entierro, de que el reverendo había encontrado justo las palabras adecuadas. ¿Tú crees?, preguntó mi madre. Le pregunté a Sam por la edad de su hijo. Me miró. Siete, dijo, pero si ya lo sabes. No contesté, él seguía mirándome, mi madre se levantó y llevó las tazas al fregadero. Entonces empieza ahora el colegio, dije. Evidentemente, contestó, todos empiezan el colegio a los siete años. Sí, ya lo sé. Me levanté y fui hasta la entrada y luego subí al cuarto de Sam, sentía como si tuviera la cabeza en el fondo de un lago. Metí el paquete de tabaco en la maleta, la cerré con llave y me metí la llave en el bolsillo. No, me dije a mí mismo. Volví a abrir la maleta, saqué el paquete de tabaco, saqué el otro paquete del bolsillo y volví a bajar a la cocina con los dos paquetes de tabaco en la mano. Sam dejó de hablar. Mi madre estaba secando los cacharros con un paño de cuadros rojos y blancos. Me senté, dejé los dos paquetes de tabaco en la mesa y empecé a liarme un cigarrillo. Sam me miró. Se hizo el silencio durante un buen rato, hasta que mi madre se puso a tararear. Y tú, dijo Sam, sigues con lo tuyo. Sí, contesté. Jamás lo comprenderé, gente adulta escribiendo poesía. Quiero decir, sin hacer nada más. Bueno, bueno, Sam, dijo mi madre. Pues no lo entiendo, insistió Sam. Lógico, contesté. Me levanté y salí al jardín. Me resultaba demasiado pequeño, salté la valla y eché a andar por el descampado. Quería ser visible, pero a distancia. Anduve unos ochenta o noventa, tal vez cien metros, entonces me detuve y volví la cabeza. Podía ver la mitad del coche de Sam a la derecha de la casa. El aire no se movía. Apenas sentía nada. Me quedé mirando la casa y el coche durante mucho tiempo, tal vez un cuarto de hora, tal vez incluso más, hasta que Sam se fue, a él no lo vi, sólo el coche. Unos instantes después, salió mi madre, y cuando vi que me había visto, volví al jardín. Dijo que Sam había tenido que marcharse. Te manda recuerdos, dijo. ¿De veras?, pregunté. Es tu hermano, señaló ella. Pero, madre, dije. Entonces ella meneó la cabeza sonriendo. Le dije que por qué no se iba a descansar un rato. Asintió. Entramos. Se detuvo en medio de la habitación. Abrió la boca de par en par como si fuera a gritar, o como si le faltara el aire, luego la volvió a cerrar y dijo con un hilo de voz: Creo que no voy a superarlo, Nicolay. Quisiera morirme. La cogí por los estrechos y picudos hombros. Madre, dije. Quisiera morirme, repitió. Sí, madre, dije. La conduje hasta el sofá, estaba llorando, le tapé las piernas con una manta, apretó los ojos y lloró ruidosamente, yo estaba sentado en el borde del sofá mirando las lágrimas y pensando en mi padre, pensando en que ella seguramente lo había amado. Puse una mano sobre su pecho, de alguna manera era consciente de lo que hacía, y ella dejó de apretar los ojos, pero no los abrió. Ay, Nicolay, dijo. Duerme, madre, dije. No retiré la mano. Al cabo de un rato, ella respiraba tranquilamente, y entonces me levanté, fui a la entrada y subí al cuarto de Sam. Faltaban casi cinco horas para la salida del tren, pero estaba convencido de que ella lo comprendería. Hice la maleta, coloqué el traje negro en la parte de arriba. Tenía la sensación de que mi cabeza estaba en un gran espacio. Bajé por la escalera y salí. Fui andando hasta la estación, estaba lejos, pero me sobraba tiempo. Iba pensando en que ella tenía que haber amado a mi padre, y que Sam…, que ella seguramente también lo quería a él. Y pensé: No importa.


Kjell Askildsen / Ajedrez

 

Kjell Askildsen

AJEDREZ

El mundo ya no es lo que era. Ahora, por ejemplo, se vive más tiempo. Yo tengo ochenta y muchos, y es poco. Estoy demasiado sano, aunque no tenga razones para estar tan sano. Pero la vida no quiere desprenderse de mí. El que no tiene nada por qué vivir, tampoco tiene nada por qué morir. Tal vez sea ese el motivo.

Kjell Askildsen / Thomas



Kjell Askildsen

THOMAS

Soy terriblemente viejo. Ya me resulta casi tan difícil escribir como andar. Voy despacio. No logro más que unas cuantas frases al día. Y hace poco me desmayé. Se estará acercando el final. Fue mientras estaba resolviendo un problema de ajedrez. De repente, me sentí extenuado. Tuve la sensación de que la vida misma se estaba extinguiendo. No dolía. Solo era un poco incómodo. Y luego debí de perder el conocimiento, porque cuando lo recobré, tenía la cabeza sobre el tablero de ajedrez. Reyes y peones tirados. Es exactamente como desearía morirme. Será pedir demasiado, supongo, poder morirse sin dolores. Si cayera enfermo con muchos dolores y supiera que la enfermedad y los dolores van a durar para siempre, me gustaría tener un amigo que pudiera facilitarme la entrada en la nada. Es cierto que leyes lo prohíben. Desgraciadamente, las leyes son conservadoras, de modo que los médicos alargan los dolores de un ser humano, incluso cuando saben que no hay esperanza. Eso se llama ética médica. Pero nadie se ríe. Las personas que tienen dolores no suelen reírse. El mundo no es misericordioso. Se dice que, durante las grandes depuraciones en la Unión Soviética, a los condenados a muerte se los mataba de un tiro en la nuca, camino del tiempo de espera en sus celdas. De repente, sin previo aviso. A mí eso me parece un atisbo de humanidad en medio de tanta miseria. Pero el mundo protestó: al menos habrían de tener derecho a morir de cara al pelotón de fusilamiento. El humanismo religioso es un poco cínico, ay, o el humanismo en general.

Kjell Askildsen / El precio de la amistad


 

Kjell Askildsen
EL PRECIO DE LA AMISTAD

Había aceptado porque ya en dos ocasiones le había puesto una excusa. En tiempos éramos amigos íntimos, hace muchos años, y nunca nos peleamos, simplemente el tiempo y la distancia alejaron los motivos para mantener el contacto. 

Ahora acababa de aceptar, con desgana, debido a un irracional sentimiento de culpabilidad. 

Él estaba sentado justo al lado de la puerta. Se levantó. Era fácilmente reconocible, pero estaba distinto. Nos dijimos unas vagas frases y nos sentamos.