«No puedes olvidar», decía una vocecita infantil y acaramelada.
Stefan está sentado en la oscuridad, la voz está detrás de la puerta cerrada con llave. Ella no puede entrar, se lo ha prohibido. No le permitía entrar en la habitación donde estaban los objetos de mamá. Una vez los había tocado y el joven sintió un malestar en el estómago. Pero hizo como si nada. ¿Acaso no podía su mujer tocar las cosas de su madre? No pasaba nada si su mujer cogía con la mano un jarro de flores, o recogía del suelo un cuadro para mirarlo. También había tocado su mujer las alfombras, pero de una bolsa salió un polvillo de insectos alborotados. Emanó de ellos un halo venenoso. Él la dejaba hacer. Seguía con los ojos y con dolor de estómago aquellas manos blandas que tocaban las cosas de mamá.
lunes, 28 de agosto de 2023
Fleur Jaeggy / La pajarera
Fleur Jaeggy / Ósmosis
Hay quietud en la casa. La quietud parece impuesta por la violencia. Las persianas están cerradas, como si fueran párpados. «No quiero que os partáis el pecho por mi vida», había dicho Franzi, una niña bohemia de cinco años. Los padres, el pastor protestante y su esposa, acaban de salir de la habitación. Seguidos de las palabras de la niña. Se sentaron delante de la chimenea, esperando a que el fuego quemase las palabras. Nunca habían visto nada tan bello como aquel pequeño ser delicado, frágil y terco. El pastor, que durante treinta años había bautizado a niños, habría deseado bautizar a uno propio. Nacido de la unión fraterna con su mujer Ruth. Finalmente el «don del Señor», así llamaba a su hija, nació. A veces Ruth soñaba que estaba a punto de parir y ese sueño la acompañó durante muchos años. Por la mañana no estaba triste. No está permitido estar triste. Alabado sea el Señor. Se agradece aquello que no se tiene. Los dos empezaron a agradecer demasiado aquello que habían recibido. Están en éxtasis ante aquella niña. Ante sus ojos. Fríos y vacuos. Sospechosos. Ojos que más parecen los de un muñeco que había en el suelo de la habitación de la niña. Tenía los brazos en alto en señal de saludo y devoción. Como ellos, que se inclinaban ante aquella pequeña diosa. Quién sabe si el pastor no la habrá llevado a la iglesia, ciñéndole la cabeza con una corona de flores, casi una estampa.
Fleur Jaeggy / Gato
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Mío, 2023 Fotografía de Triunfo Arciniegas |
Observar a los demás siempre es interesante. En el tren, en los aeropuertos, en las convenciones, mientras se hace cola, mientras dos personas están sentadas a una mesa; en suma, en todas las ocasiones en las que confluyen seres. También a los que no viajan o están muy solos se les ocurrirá salir media hora a la calle. Y observar un gato terriblemente absorto y atento al apuntar a la presa. O al apresarla. Quizá sea una mariposa, una hoja, un trozo de papel, un insecto. Cuando ha alcanzado el objetivo, de repente el gato se distrae. Los etólogos llaman a este movimiento Übersprung. Se produce poco antes del golpe mortal. Vemos al gato moverse y desplazar la presa como si fuera una pluma. Los últimos movimientos. La mariposa baila en su agonía. Vibra imperceptiblemente, lo bastante como para despertar aún el interés del gato. Y él se distrae. Se aleja. Con calma muta el rumbo. Muta el rumbo mental. Es como un momento muerto. La estasis. Parece que nada le interese. Parece haber olvidado las alas temblorosas que sólo unos instantes antes habían reclamado su total dedicación. Lo que antes le había poseído, como si hubiera sido una idea, un pensamiento. Ahora él se distrae. Mira a otro lado. Con la patita se frota el morro. Con la patita se rasca detrás de la oreja, inclinando la cabeza. Tiene muchas cosas que hacer. Ninguna de ellas tiene nada que ver con la de antes. Con la acción. El gato mira a otra parte. Está en otra parte. Es un movimiento estratégico. Forma parte de un mecanismo de precisión. En todo ello hay algo que recuerda las marionetas del cuento de Kleist. En la precisión del asalto, en la ligereza y agilidad. En el desapego, en la distancia. Tal vez también la mariposa y la hoja tengan a su vez el mismo momento de Übersprung. Como el gato. Se distraen de la agonía, se apartan de su muerte. De la idea de la muerte. Eso es lo que hace el gato. Se aparta él también de la agonía. Que ha inferido. No sabemos por qué ocurre, el que el gato mire a otro lado. Él lo sabe. Quizás, tal vez sea delectatio morosa ese Übersprung. El melancólico hecho de desprenderse de un vínculo con la víctima. Es volverse hacia otra parte, pasar a otra cosa, manifestar el gesto del desapego, como un adiós. La divagación del tema, la evasión de una palabra, y a la vez la caza de las palabras, el deshacerse de ellas: son otras tantas maneras mentales del hecho de escribir. Hay quien escribe gracias a la
delectatio morosa. Thomas de Quincey, por ejemplo, una vez señaló el «dark frenzy of horror», el oscuro frenesí del horror.
DE OTROS MUNDOS
8 escritoras comparten su lista definitiva de lecturas para la cuarentena
La dulce crueldad de Fleur Jaeggy
Fleur Jaeggy / Suiza, infame y genial
Fleur Jaeggy / La agonía de los insectos
Fleur Jaeggy / Pétalos enfermos
El perturbador y depurado bisturí de Fleur Jaeggy / A propósito de 'El último de la estirpe'
Fleur Jaeggy / La flor del mal
Fleur Jaeggy / Sublime extrañeza
Fleur Jaeggy / Los hermosos años del castigo / Reseña de Enrique Vila-Matas
Claustrofóbica Fleur Jaeggy
Fleur Jaeggy / Las cosas desaparecen / Entrevista
Fleur Jaeggy / Negde
Fleur Jaeggy / El último de la estirpe
Fleur Jaeggy / Agnes
Fleur Jaeggy / El velo de encaje negro
Fleur Jaeggy / Un encuentro en el Bronx
Fleur Jaeggy / La heredera
Fleur Jaeggy / La elección perfecta
Fleur Jaeggy / La sala aséptica
Fleur Jaeggy / Retrato de una desconocida
Fleur Jaeggy / Gato
Fleur Jaeggy / Ósmosis
Fleur Jaeggy / La pajarera
DANTE
Il doloroso incanto di Fleur Jaeggy
Fleur Jaeggy e Franco Battiato / Romanzi e canzoni «per anni beati»
DRAGON
The Austere Fiction of Fleur Jaeggy
Fleur Jaeggy’s Mourning Exercise
The Single Most Pristine Certainty / Fleur Jaeggy, Thomas Bernhard, and the Fact of Death
Close to Nothing / The autofictional parodies of Fleur Jaeggy
The Monumental Lonerism of Fleur Jaeggy
Sacred Inertia / Review of I Am the Brother of XX & These Possible Lives by Fleur Jaeggy
I Am the Brother of XX by Fleur Jaeggy review – otherworldly short stories
SHORT STORIES
The Black Lace Veil by Fleur Jaeggy
An Encounter in the Bronx by Fleur Jaeggy
The Heir by Fleur Jaeggy
The Perfect Choice by Fleur Jaeggy
Fleur Jaeggy / Retrato de una desconocida
A veces ante un retrato alguna cosa imperiosa y oculta, un detalle, se apodera de nuestra atención. No permite a la mirada distraerse. Cuando luego lo abandono, en un acto de voluntad, y reemprendo el paseo por las salas del museo, me veo forzada a volver atrás. ¿Debo saludarlo? Claro, debo despedirme y pienso que no lo olvidaré. Y que no volveré a verlo. Nuestro breve encuentro ha terminado. Sin que las agujas del reloj se hayan movido. Las sombras sirven de pantalla protectora, a lo lejos el sonido de una sirena. Toda la ciudad se está cerrando.
Fleur Jaeggy / La sala aséptica
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Two women, 1926 Alfred H. Maurer |
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domingo, 27 de agosto de 2023
Fleur Jaeggy / La elección perfecta
El dolor que le causó su hijo al haber elegido morir en un día de primavera era menor de lo que ella esperaba. Está contento así, dijo. Y casi se sentía ella misma aliviada. Ella habría querido morir de aquella manera. O tal vez hubiera elegido una manera distinta. Pero ¿cuál? El dolor se dejaba empujar hacia fuera como una cometa de papel y ella, la madre, tras reflexionar sobre las distintas maneras de morir, estuvo absolutamente de acuerdo con su único hijo, con su elección perfecta. No podía hacerlo de otro modo. Cerró los ojos para poder ver una vez más la escena, el lugar lo conocía de memoria. Entretanto pensaba que habría tenido que cambiar el testamento. El hijo se dejó caer desde una roca, en la espléndida Via Mala, donde de niño lo llevaba a ver los acantilados. Jörg miraba afligido aquella agua en el fondo, verde lagarto, allá abajo, muy en lo profundo. La madre lo arrastraba hacia arriba, para mirar abajo. Para obligarle a mirar hacia abajo. Él padecía de vértigo. Su paso era inseguro. Era delicado, desvaído. Y eso no le gustaba a la madre, que lo llevaba de la mano. El niño miraba el anillo con la esmeralda, del mismo color que el agua. Más allá del confín de lo visible. Y hoy, después de unos años, él bajó allí. Nadie le obligó. Por su propia voluntad. La voluntad lo impulsó hasta el fondo. Casi como para reencontrar sus ojos de ahora, que se habían incrustado con odio en las pozas de agua. Casi no se enteró de que bajaba, de que se caía, el agua verde lo mecía y las crestas de las rocas ya lo habían despedazado. Lanzas fósiles. Dejó la bicicleta bloqueada con el candado. Por costumbre. Le habían aconsejado que fuera en bicicleta para intentar calmar su insomnio. Debe cansarse. Debe cansarse mucho. Con ejercicio físico. El insomnio disminuyó. A la vez aumentó el cansancio. El médico está satisfecho. Y también la madre que lo había acostumbrado a los somníferos. Eran una dinastía de insomnes. De mujeres insomnes. Los varones eran más propensos al sueño. Habían dormido siempre, contaba la madre con una pizca de acritud. Y entonces su hijo, ¿por qué no conseguía dormir? Había que aumentar el cansancio para disminuir el insomnio. El hijo único se había cansado tanto que ya no le importaba nada el insomnio. Ni siquiera se daba cuenta. Estaba en pie toda la noche, le parecía tener mucho que hacer, sin hacer nada.
Fleur Jaeggy / La heredera
La heredera
Hannelore, una niña sin vivienda fija, es la única testigo de un incendio en el apartamento de la señorita Von Oelix. Una tarde modesta y gris. Vítrea. La señorita es una mujer amable, marchita, muy sola. Y la soledad la había vuelto aún más amable, casi se excusaba. Las personas solas temen muchas veces hacer visible su soledad. Algunas se avergüenzan. Las familias son tan fuertes. Tienen a la publicidad de su parte. Pero una persona sola no es más que un pecio. Primero lo llevan a la deriva, luego lo dejan naufragar. La señorita Von Oelix vive en un hermoso apartamento. La señorita come poco, es estrictamente vegetariana. Hannelore acaba de regresar de la compra. Tiene diez años. Ejecuta las órdenes de la señorita con precisión y alegría. Se alegra de servir. Se ha aficionado. Aquella tarde, el aire estaba volviéndose sofocante. «Estoy a punto de desmayarme», dijo la señorita Von Oelix. Por suerte estaba la niña. Tan calmada, tranquila, no presa del pánico. Habría llamado a los bomberos. Las llamas son rápidas. Como en un juego, el fuego iba rodeando a la señorita. Hannelore se ha puesto un turbante de lana en la cabeza. Sus manos están cubiertas de trapos, como si llevase guantes de boxeo. Ella también está jugando. Esquivaba las llamas con agilidad, se ayudaba de una manta de lana como escudo. La adorable pequeña guerrera. El apartamento está medio destruido. La niña no ha llamado a los bomberos. Caen los retratos. El incendio, piensa Hannelore, exhibe su vocación aniquiladora. La palabra vocación, dijo a las llamas en un tono resabido, te concierne a ti —fuego— porque cada cosa tiene un impulso primordial muy suyo que desencadena nuestros actos. El fuego no es el criminal. Es Dios quien envía las llamas al apartamento con los muebles Biedermeier. Hay imágenes con un corazón en forma de llama. Él es el que ha encendido el fuego. Las ánimas son peligrosas. A menudo inflamadas. La niña tenía ganas de predicar, pero le fallaba el aliento. Las llamas la excitaban. Corre de una habitación a otra, ebria de peligro. ¿Quién es ella para impedir el destino destructor? Sólo Dios puede hacerlo. Dios ha ordenado la total destrucción de la casa. Ella lo sabe. Hay algo más grande por encima de nosotros, en los lugares ocultos que ordenan a las llamas apoderarse de cualquier aliento vital. Ella es indigente, hija de desconocidos, sin esperanza. No puede invocar. Ella no posee nada. ¿Cómo puede ella invocar la gracia? Quien nada tiene, nada en absoluto, no pide. No tiene siquiera un pasado. Ni un nacimiento. Ha salido del desecho y al desecho regresará. Ha salido del cenagal de los muertos. Y regresará al cenagal. Por eso la acogió la señorita. Entonces, ¿por qué apagar las llamas enviadas por un designio supremo? Además, se estaba divirtiendo. Por vez primera en su miserable existencia. Para nosotras, criaturas de las calles, el instinto es nuestra morada. Y un total descuido del bien. Y, muchas veces, cuando le apetece, el mal es la mejor forma que el bien más alto puede asumir.
Fleur Jaeggy / El velo de encaje negro
Mi madre obtuvo audiencia con el Papa. Lo supe gracias a una fotografía en la que se ve al Santo Padre y a ella que lo mira, con el velo negro. Por aquella fotografía comprendí, percibí, de hecho vi claramente que mi madre estaba deprimida. Deprimida en un modo definitivo. La sonrisa es triste, la mirada, que intenta ser amable, no tiene esperanza. Mamá fue una persona más bien sociable, elegante, hermosas joyas, mucho charme, Givenchy, Patou, Lanvin, en fin, muchas cualidades estéticas, que no son tan distintas de las interiores. En la fotografía noté por primera vez que mamá era en definitiva una mujer desesperada —o casi desesperada. Pese a sus mesas de bridge. Recibía mucho, ahora he heredado algunas de sus mesas de bridge y a veces oigo los lances: sans atout, passe, corazones. Y luego me pregunto por qué fue a ver al Papa. A mí que soy su hija jamás se me habría ocurrido. ¿Qué la impulsaba a obtener la bendición del Santo Padre? Tal vez su desesperación, quería ser bendecida. Con aquel oscuro velo de encaje que ocultaba en parte su rostro tan triste. Es en cierto modo aterrador percatarse mediante una fotografía de que la propia madre estaba deprimida. Definitivamente deprimida. O tal vez tan sólo lo estuviera en aquel momento. La presencia del Santo Padre la dejó en un estado de tal consternación que quedó con una expresión de extrema infelicidad. Sin salida. Mientras intentaba desesperadamente sonreír los ojos ya estaban entre las tinieblas. Están —podría decirse sin titubear— apagados, muertos, cerrados. No obstante, todavía era hermosa. La belleza no conseguía encubrir la desesperación, al igual que el velo funesto que llevaba en la cabeza no conseguía ocultar su belleza.
Fleur Jaeggy / Un encuentro en el Bronx
An Encounter in the Bronx by Fleur Jaeggy
En un restaurante, no lejos de la casa de Oliver Sacks. Antes, una visita a su gélida casa. El calor lo hace sufrir. Odia el calor. O tal vez, por razones clínicas y mentales que no puedo conocer, el calor simplemente lo sofoca. En cierto modo me ha impresionado observar cuánto detesta el calor. Tal vez también porque yo, aun amando el frío, el clima nórdico, el cielo nórdico, el hielo, la nieve, el aire gélido, sufro el frío. Me tapo durante el día, me tapo cuando voy a dormir, escribía a máquina con guantes, los dedos al descubierto. Tengo siempre frío, el aire frío me sopla encima. Una vez Sacks vino aquí en invierno. Abrió las ventanas. Salió a la terraza. Me quedé en casa con el abrigo, la bufanda, los guantes. Tengo frío en las manos. En el cuello. En fin, tengo un frío que me atrevería a llamar interior, terrible palabra, pero glissons. Un frío interior. Un hielo por dentro. Oliver siempre tiene calor. Odia el calor. No creo que sea sólo un componente físico. Pesa más que yo. Hasta hace pocos meses yo pesaba menos de cincuenta quilos. Pero he conocido a delgados que odiaban el calor. Por tanto, no sólo es una cuestión de cómo está hecho un esqueleto. Ni siquiera una cuestión de sangre. Tampoco creo que sea una cuestión de sentimientos. Los míos pueden ser bastante fríos. Aun deseando ardientemente el calor. Pero no demasiado. Naturalmente, depende de qué tipo de calor. Un verano, en Salónica, Grecia, hubo titulares en los periódicos, la gente moría de calor. Percibía que pasaba algo raro, y yo también tenía calor. Pero sin exagerar. Era cuando caminábamos en busca de la tumba de Filipo. Estaba cerrada. Pero nos dejaron entrar.
martes, 22 de agosto de 2023
Fleur Jaeggy / Agnes
Hace cinco años Agnes me dejó. Hoy es Viernes Santo. He entrado en la iglesia y he mirado los paramentos. El único día del año en que voy a la iglesia. Miro con fijeza los paramentos y espero que me entren por los ojos, cubriéndolos. Estoy como poseída, el Viernes Santo. Sé bien que los paramentos permanecen más de un día. Para mí permanecen un día. No sé qué ocultan esos magníficos, exaltantes paramentos violeta. No tengo un conocimiento preciso de la Pasión. Me refiero a que no tengo práctica alguna de la liturgia. La crucifixión es para mí sin cuerpo. Sin alma. Es sin imagen. Sé qué son los clavos y la corona de espinas. Ornamentos, como una dote. Pero todo esto no me dice nada más. Quisiera yacer con todo esto y beber la sangre. No obstante ese día me convierto, por la gracia, por total ignorancia, en devota. Como los paganos. Me recojo. Estoy en unión con lo que está oculto. Si se trata de amor, no amo. Al menos no en ese momento. En que estoy de pie, arrodillada, y si nadie me ve me inclino en el suelo, y con la frente toco el mármol.
Fleur Jaeggy / El último de la estirpe
Fleur Jaeggy
El último de la estirpe
Taciturnos y lunáticos los criados estaban sentados en la cocina. El primogénito de una familia grisona circula por la casa seguido de sus perros, exhaustos y sacudidos por temblores. Los gemidos, filamentos de sueños vagabundos, parecen una voz femenina, ronca y doliente. Esperan con extrema sumisión la ejecución. La mirada velada. Las órbitas amarillentas vueltas hacia el amo, Caspar, un viejo solterón.
Fleur Jaeggy / Negde
Hacía mucho frío, en invierno, en Nueva York. Iosif salía de su casa en Brooklyn para respirar. Para su paseo nocturno. Sin abrigo. Quería tan sólo caminar y respirar. Dos bocanadas de aire. Hacía el gesto, puff, dos caladas al cigarrillo. Necesitaba aquella calidad de aire báltico, en espera de la nieve. Aquel aire que provenía del estuario y llamaba a su puerta, detrás de las columnas. «Sal», ordenaba. Y le brindaba un puñado de hielo. A aquella hora ya no había nadie. Un paseador de perros regresaba a casa con las correas después del reparto.