Toma una piedra -dijo el mensajero- y marca el centro del mundo.
Pregunté de puerta en puerta, de plaza en plaza, de ciudad en ciudad,
pero nadie sabía responder. Y seguí a tientas el camino,
perdiendo a veces el rumbo, volviéndolo a encontrar,
confiado solamente en las palabras del mensajero:
Toma una piedra y marca el centro del mundo.
Más de una vez estuve a punto de renunciar,
de echarme para siempre al sueño de los padres,
pero de pronto el corazón comenzaba a saltar dentro del pecho,
venían a mi boca palabras de una lengua desconocida,
y apresurando el paso exclamaba: Antes de que se vaya la estrella.
Así llegué a una tierra donde lo primero que vi
fue un hombre que había hecho un agujero en una tumba
y echando agua fresca repetía: Bebe, hijo mío.
Después vi una multitud que excavaba el lugar
y sacando los huesos de los muertos los llevaba en un carro,
delante del cual iba una mujer arrojando piedras al sol
y gritando: Ocúltate, para que la muerte no encuentre el camino.
También vi un pájaro que había salido de un pozo
y estaba sobre el brocal, junto al cual las mujeres
se habían congregado para interrogarlo:
¿Qué has visto allá abajo? -decían. Y el pájaro contestaba:
He visto hombres rapados, muchachas despeinadas,
niños mordiendo la manzana oscura de la nada.
Entonces las mujeres se asomaban a la boca del pozo
y arrojaban, gimiendo, grandes ramos de albahaca.
Había allí un árbol gigantesco, un tronco petrificado
junto al cual las muchachas llenaban de lana las almohadas
y colchones, y trenzando los cabellos de la novia, cantaban:
"Oh mi blanco algodonero, nadie te arrebatará,
y nuestro patio tendrá gracias, nuestra casa luz."
Los hombres bailaban gravemente en círculo
y el que llevaba la ronda, golpeando el suelo con el pie,
cantaba: "Esta es la tierra que nos comerá,
esta es la tierra que come niños, flores y muchachas."
Llegué junto al árbol y bailé con aquellos hombres,
tomados del hombro, bailamos toda la noche,
hasta que mi boca empezó a balbucear una lengua desconocida
y volví a oír la voz del mensajero:
Toma una piedra y marca el centro del mundo.
Tomé una piedra y la puse junto al árbol
y la piedra se llenó de hojas, el árbol de sol.
Horacio Castillo (Ensenada, Argentina, 1934-La Plata, Argentina, 2010),
Alaska, Libros de Tierra Firme, Buenos Aires, 1993
Omphalos (ombligo) es la piedra en forma de medio huevo que estaba en el oráculo de Delfos. Una reproducción romana se encuentra en el museo que reúne las reliquias de ese templo. Cierta vaga mitología dice que Zeus vio o echó a volar dos águilas desde puntos opuestos. Donde las águilas se encontraron dejó caer Zeus la piedra que señala el ombligo del mundo, que no es un centro geográfico sino el eje común al mundo material y al sobrenatural. (Nota del Administrador)
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Noticia
Cuando, en 1993, José Luis Mangieri publicó Alaska, de Horacio Castillo, la perspectiva del conjunto de la poesía argentina, especialmente de los autores y lectores de las décadas de los ochenta y noventa, cambió.
Alaska, un libro de tapa enteramente blanca, introducía, justamente, en un mundo cuya característica básica es la austera claridad, la casi carencia absoluta de metáfora, la exposición de la idea, imaginativa y fabulosa, pero por eso mismo servida con la mayor economía de recursos retóricos.
Castillo, nacido en Ensenada en 1934, murió el lunes en La Plata. Otros libros suyos fueron Materia acre, Tuerto rey y Los gatos de la Acrópolis. Fue traductor de poetas griegos contemporáneos, como Cavafis y Elytis (Premio Nobel de Literatura, este último).
Si los poetas debieran, como los jueces, hablar por sus sentencias, Castillo cumplió con ese requerimiento. Aunque experto en verso tradicional, en su verso libre la mitología fluía con la mayor naturalidad: “ La ansiedad me dominó, y luego la inquietud, cuando supe que venías: /horror de que me vieras así, con este tocado de sombra, /el pelo sin brillo ”, le hace decir a Eurídice, al enterarse de que Orfeo viene a rescatarla del infierno.
Miembro de la Academia Argentina de Letras, la vida -esto es, la poesía- de Castillo fue rica y sin estridencias. También enriqueció el mito, tratándolo de modo de que aquellas narraciones tuvieran resonancia contemporánea y cotidiana. Ahora, como en uno de sus poemas, admirará la belleza del Hades, aun con la molestia de la moneda -el óbolo a Caronte- en la boca.
Jorge Aulicino, Clarín, 7.7.2010