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lunes, agosto 05, 2013

Poemas elegidos, escolio


La convocatoria Poemas elegidos terminó ayer en este blog con la publicación de los poemas elegidos por 101 autores que respondieron a la invitación del Administrador. Éste debe aclarar que algunos autores se excusaron de participar, con distintos argumentos, otros no respondieron nada y algunos llegaron tarde. La convocatoria se hizo dos veces. Al finalizar la publicación de la primera serie, de 59 autores, el Administrador publicó un comentario bajo el título Poemas elegidos, números. Las cifras aumentaron dentro de las mismas tendencias señaladas en esa nota.
Los autores a veces narraron la circunstancia en que descubrieron el poema de su elección, explicando además el significado del texto entre sus primeras experiencias con la poesía y el grado de relación con su poética. A veces analizaron en detalle la pieza en sí misma. Otras veces sólo dijeron escuetamente por qué les parece destacable. La anécdota del descubrimiento es desarrollada en unas ocasiones, en otras no. En general puede verse que, de acuerdo con la invitación formulada, el poema significó el primero o uno de los primeros contactos del autor con la poesía, o bien que es el que más corresponde a su actual pensamiento sobre ella. En todo caso, debería entenderse que el poema elegido está estrechamente ligado a la poética de quien lo eligió. Como sea que se estime la obra del poeta que elige, el conjunto puede verse como un test sobre la lectura de poemas en la Argentina. No precisamente el último ni el definitivo ni el más abarcador. Sólo una muestra.
Respondieron 97 autores argentinos y cuatro no argentinos (estos últimos a manera de testigos de la encuesta) que eligieron 102 poemas (uno de los autores eligió dos textos que se publicaron en atención a que uno es reescritura del otro: se trata del famoso fragmento de Safo reescrito por Catulo). Los autores eligieron 48 autores cuya lengua es el español; 15 de lengua inglesa; cinco del italiano y cuatro del francés (más un texto en francés de un español, Joan Miró). Las restantes lenguas de origen son el ruso, el polaco, el chino, el catalán, el hebreo, el latín y el griego clásico. En los dos primeros casos (ruso y polaco) cada uno está representando por dos autores. Los restantes, por uno.
Dos de los poetas ya elegidos dos veces volvieron a ser elegidos. T. S. Eliot y Eugenio Montale están representados en la muestra con tres poemas cada uno. En el caso de Eliot, cabe destacar que dos de los autores que lo eligieron optaron por la misma obra: La tierra baldía. Es la única obra que se repite en la muestra, si bien no citada entera por los autores que la eligieron, y con el foco puesto en el fragmento elegido.
La particularidad de los ocho poemas italianos que se eligieron es que cinco de ellos pertenecen a dos autores: tres a Montale y dos a Giuseppe Ungaretti. Los otros tres son de Sandro Penna, Salvatore Quasimodo y Giacomo Leopardi.
Otros poetas cuyos poemas resultaron elegidos dos veces son los norteamericanos William Carlos Williams y Ezra Pound; el galés Dylan Thomas; el español Francisco de Quevedo; el nicaragüense Rubén Darío; los peruanos César Vallejo y José Watanabe y los argentinos Raúl González Tuñón, Edgar Bayley y Arnaldo Calveyra.
Aunque la encuesta no consistía en votar el mejor poema, sino en elegir el más vinculado, o uno de los más vinculados a la propia experiencia, concepción y práctica de la poesía, son quizá muy significativos otros autores mencionados por los participantes en sus textos, que un espíritu prolijo sin duda puede explorar, para encontrarse con que cada práctica muchas veces reconoce la convergencia de autores diversos e incluso de escuelas diversas, por no hablar de la diversidad de lenguas. En muchos o en casi todos los casos se trata de la lengua del traductor que han leído.
De los poetas españoles elegidos (11), casi todos son clásicos o clásicos contemporáneos. Autores argentinos de varias generaciones, incluidas las más recientes, eligieron desde el más ilustre poema de Juan de Yepes, hasta uno contemporáneo, de Olvido García Valdés, pasando por poemas de Francisco de Quevedo, Luis de Góngora, Antonio Machado, Federico García Lorca y Juan Ramón Jiménez. Sumados a los poemas de latinoamericanos ya clásicos, como Darío, José Martí, José Asunción Silva, César Vallejo, Jorge Luis Borges y Raúl González Tuñón, los de lengua española contribuyen de manera decisiva a que la presencia de la tradición tome en la muestra un cuerpo considerable. Pero no es menor que la de poetas en lengua castellana más recientes, algunos vivos y actuantes. En rigor, son más los poetas cercanos que los clásicos, y el arco es extenso: los peruanos José Watanabe y Antonio Cisneros conviven con los mexicanos Gerardo Denis y Coral Bracho; con los chilenos Nicanor Parra y Enrique Lihn; con el cubano José Lezama Lima; con los argentinos Olga Orozco, Horacio Armani, Edgar Bayley, Leónidas Lamborghini, Amelia Biagioni, Susana Thénon, Héctor Viel Temperly, Ricardo Zelarayán, Juan José Saer, Estela Figueroa y Arnaldo Calveyra, entre otros.
Podría decirse que el francés, como lengua de origen, tiene menor presencia en la poesía argentina que otrora. El inglés es la segunda lengua en importancia, si se considera la lengua como portadora de culturas y tendencias diversas, seguida por el italiano. Para mantener la dinámica de la estadística, lo dicho podría resumirse en que alrededor de un 20 por ciento de los textos elegidos fueron escritos originariamente en inglés y un 8 por ciento en italiano. Al francés correspondió un 4 por ciento.
La antología que de hecho conforman, colectivamente, los 102 poemas elegidos denota una mezcla interesante de la tradición española y las vanguardias, con mayor presencia, entre éstas, de la de impronta eliotiana, del imaginismo anglosajón y del hermetismo italiano, con sus reflejos en las generaciones inmediatamente anteriores a la de la mayoría de los poetas que participaron de la encuesta, más el particular toque o elaboración local entre los autores elegidos más recientes.
Sin ignorar que el análisis de fondo puede descubrir infinidad de matices y argumentaciones, bases y señales en los textos con que cada autor presentó su poema elegido, esas líneas, estos autores, parecen ser nuevos referentes; otros habrán caído, porque la tradición se arma y desarma en cada época.


Los poetas elegidos y sus lectores

Roberto Themis Speroni (Osvaldo Ballina)
William Carlos Williams (Daniel Durand, María Stella Ponce)
Louise Glück (Ana Lafferranderie)
Sor Juana Inés de la Cruz (Romina Freschi)
Francisco de Quevedo (Eduardo Alvarez Tuñón, Carlos Aldazabal)
Blaise Cendrars (María del Rosario Sola)
Jorge Aulicino (Mauro Viñuela)
Pedro Salinas (Flora Vronsky)
Salvatore Quasimodo (Miguel Angel Federik)
Ana Ajmátova (Diego Bentivegna)
Gerardo Deniz (Gabriel Reches)
San Juan de la Cruz (Javier Galarza)
Guillaume Apollinaire (Anahí Mallol)
Amelia Biagioni (Fernando Noy)
Elizabeth Bishop (Vanina Colagiovanni)
Estela Figueroa (Carlos Battilana)
Arnaldo Calveyra (Joaquín Valenzuela, Daiana Henderson)
Daniel Durand (Cristhian Monti)
W. H. Auden (Alejandro Jorge)
Enrique Lihn (Nurit Kasztelan)
Edwin Morgan (Alejandro Méndez)
Ricardo Zelarayán (Lucas Soares)
José Lezama Lima (Luis Thonis)
Susana Thénon (Marina Mariasch)
Jonio González (Javier Cófreces)
Giacomo Leopardi (Guillermo Boido)
Cecilia Meirelles (Eduardo Ainbinder)
Horacio Armani (Ricardo Herrera)
Juan José Saer (Walter Cassara)
Gabriel Ferrater (Silvio Mattoni)
Antonio Cisneros (Mario Arteca)
Rafael Alberti (Jorge Leonidas Escudero)
D. H. Lawrence (Mirta Rosenberg)
Ezra Pound (Armando Roa Vial, Rogelio Ramos Signes)
Juan Ramón Jiménez (Lucio Madariaga)
Raúl González Tuñón (Jorge Fondebrider, Rubén Reches)
Kennet Rexroth (Osvaldo Picardo)
Safo (Enrique Solinas, Ignacio Uranga)
Catulo (Ignacio Uranga)
César Vallejo (Francisco Muñoz, Alberto Cisnero)
Eugenio Montale (Liliana Díaz Mindurry, Laura Wittner, Roberto Malatesta)
Olga Orozco (Horacio Zabaljáuregui)
Emily Dickinson (Paulina Vinderman, Mercedes Araujo)
Mario Porro (José María Pallaoro)
Mario Romero (Christian Kuptchik)
Antonio Machado (Miguel Angel Petrecca)
Luis de Góngora (Jorge Aulicino)
Li Po (Darío Rojo)
Wislawa Szymborska (Susana Szwarc)
Edgar Bayley (Silvia Dabul, Silvina López Medin)
Gregory Corso (Jonio González)
José Watanabe (Marina Kohon, Martín Armada)
Rubén Darío (Santiago Sylvester, Pablo Seguí)
T.S. Eliot (Silvia Camerotto, Griselda García, Daniel Freidemberg)
Sandro Penna (Osvaldo Bossi)
Giuseppe Ungaretti (Judith Filc, Fabio Morábito)
José Martí (Pablo Anadón)
Czeslaw Milosz (Rafael Oteriño)
Leónidas Lamborghini (Marcelo Leites)
Marina Tsvetáyeva (Emma Villazón Ritcher)
Francisco López Merino (Cecilia Romana)
Dylan Thomas (Roberto Pasquali, Gerardo Gambolini)
Héctor Viel Temperley (Tamara Kamenszain)
Silvina Ocampo (Angel Faretta)
José Asunción Silva (Mercedes Roffé)
Amado Nervo (Germán Arens)
Paul Eluard (Irene Gruss)
Dan Pagis (Luisa Futoransky)
Joan Miró (Silvana Franzetti)
Alejandro Carrizo (Gabo Moreno)
Olvido García Valdés (Liliana García Carril)
Jorge Luis Borges (Miguel Angel Morelli)
Luis Alberto Spinetta (José Villa)
Fabián Casas (Ignacio Di Tullio)
Linda Pastan (MiguelGaya)
Óscar de Pablo (Alejandro Crotto)
Nicanor Parra (Rodolfo Edwards)
Augusto de Campos (Valeria Cervero)
Harry Mathews (Cecilia Pavón)
Mark Strand (Eduardo Mileo)
Carlos Vladimirsky (Alejandro Schmidt)
René Ménard (Rodolfo Alonso)
Coral Bracho (Gabriela Bejerman)

domingo, agosto 04, 2013

Poemas elegidos, 101


Osvaldo Ballina
(La Plata, 1942)

He tomado la última semana, de Roberto Themis Speroni
Elijo este poema de Roberto Themis Speroni, que escuché recitado en un café de La Plata en los sesenta. Me impresionó la vitalidad, su poca sumisión al conformismo y la fuerza avasallante de su poesía, su alto y jerarquizado lirismo, indeclinable en toda su obra.







He tomando la última semana...

He tomado la última semana
del mes de abril para morir intacto,
cerca de mi lugar, con los abrojos
que encierran una estrella en el tejido.

Los hombres como yo, deben morirse
aferrados al ser de la resina,
a los formones y a las alcayatas;
a todo aquello que en la vida fuera
signo de su vejez y su principio

Debe ser en abril porque en el campo
abril es un espejo de oro seco,
y las ovejas tienen las pupilas
abiertas al cristal y al duro frío.
Y además, porue el cuero fue a galpones
y hay fiesta en la cocina y en la altura.

Debe ser en abril. De otra manera
yo no podría ver a los labriegos
ni a mis hijos en torno, ni a mi rostro.
ni a tanta cosas que en abril fue mía.

Roberto Themis Speroni (La PLata, 1922-1967)

Foto: Osvaldo Ballina en alpialdelapalabra

Poemas elegidos, 100


Stella Maris Ponce 
(Concordia, Entre Ríos)


La carretilla roja, de William Carlos Williams
En mis primeros años de escritura hubo un poema que fue un leit motiv, una especie de estribillo de canción que volvía a la hora de recordar el propósito de la poesía: ir más allá, ver del otro lado, encontrar a través de la palabra la belleza siempre presente y disponible. Ese poema fue "Es infinita esta riqueza abandonada", de Edgar Bayley.
Con el tiempo fueron apareciendo otros poemas-guías en los cuales uno recala por diversos motivos como el gusto, la afinidad estética o lo contrario, una poética ajena a la propia sensibilidad pero admirable por lo experimental. En este sentido, creo que el primer poema que despertó en mí una curiosidad como método en la búsqueda de una nueva forma de mirar la realidad fue "La carretilla roja", de William Carlos Williams.
La frase inicial "Tanto depende de" que se impone con la fuerza de un látigo o de una confesión. Esos pocos elementos, despojados y potentes, instalados como en una pequeña escenografía e iluminados con spot capturaron mi atención. Imágenes de tal intensidad que generaban desde indiferencia hasta crueldad. Ese poema fotográfico de Williams fue una llave para seguir leyendo su poesía y escuchar su postulado: Compone. (Que no haya ideas sino en las cosas). ¡Inventa!
Haciendo esta síntesis veo ahora que no hay azar sino un hilo conductor entre aquel Invencionismo de Bayley que me decía algo al oído y el descubrimiento posterior de Williams, cuyo efecto en mí quedó en este poema:

Objetivismo

todos nos subimos a
la carretilla de Williams
y nos caímos
mareados por el vértigo
del rojo
anémicos frente a los pollos
blancos

tanto depende de
uno







La carretilla roja

Tanto depende de
una

carretilla roja lustrada
con

agua de lluvia
junto

a los pollos
blancos


(La música del desierto y otros poemas. Selección y prólogo de Jorge Santiago Perednik. Colección Los Grandes Poetas N° 34, CEAL, Buenos Aires. Sin mención de traductor)


Otras versiones:


La carretilla roja

Mucho depende
de una

carretilla
roja

lavada con agua
de lluvia

junto a los blancos
polluelos

-versión de Agustí Bartra


La carretilla roja

cuánto
depende

de una carre
tilla roja

reluciente de
agua de lluvia

junto a blancas
gallinas

-versión de Octavio Paz


La carretilla roja

Tanto depende
de

una carretilla
roja

reluciente de gotas
de lluvia

junto a las gallinas
blancas

-versión de E. Cardenal y Coronel Urtecho


La carretilla roja

cuánto depende
de una

carretilla
roja

bruñida por el agua
de la lluvia

junto a los blancos
pollitos.

-versión de Alberto Girri


The red wheelbarrow

So much depends 
upon

a red wheel
barrow

glazed with rain
water

beside the white
chickens

William Carlos Williams (Rutherford 1883 - 1963)



Foto: Stella Maris Ponce en Radioteca

sábado, agosto 03, 2013

Poemas elegidos, 99


Ana Lafferranderie
(Montevideo, 1969)

El umbral, de Louise Glück
Este poema es parte de lecturas relativamente recientes. Será que tengo aún tanto por leer y descubrir que las nuevas lecturas me provocan un particular entusiasmo.
Lo elegí porque me hace pensar en la percepción poética. La imagen del niño que ronda un umbral me lleva al modo de estar en la poesía como experiencia, algo de lo cual tengo conciencia desde muy chica. Una modalidad diferente de la percepción se activa, me sustrae del hacer cotidiano, genera cierto  “detenimiento”. Una sensación de  perplejidad, extrañamiento en relación al mundo y a la propia percepción. Es pura apertura (entrar en los detalles, mirar la posibilidad). Una quisiera  quedarse ahí, quieta, a diferencia del mundo, retirada de la utilidad inmediata de la praxis, sabiendo incluso que a ella se va a volver, que la vida es entrar una y otra vez en ese verano intoxicante, ese placer fraudulento, ese aturdimiento.
Sé cuánto debo a ese umbral, al movimiento de la percepción poética que me deja en ninguna parte, más yo, amplificada y minuciosa, con un radar y un foco ingobernables, íntimos.  


El umbral

Yo quería quedarme como estaba,
quieta, a diferencia del mundo,
no en medio del verano sino en la fase previa
al brote de la primera flor, el momento
en que nada es pasado aún -

no en medio del verano, intoxicante,
sino a fines de la primavera, cuando el césped no es alto todavía
al borde del jardín, cuando los tulipanes precoces
empiezan a brotar -

como un niño que ronda un umbral, observando a los demás,
los que entran primero,
tensa fusión de brazos, atento a los
fracasos ajenos, las vacilaciones ajenas

con la brutal confianza infantil de un inminente poder
preparándose para vencer
esas flaquezas, para sucumbir
a la nada, el tiempo directamente

previo a la floración, la época de la maestría

antes de la aparición del don,
antes de la posesión.

Louise Glück (Nueva york, 1943)
Versión de María Negroni
---
Foto: Ana Lafferranderie en FB

Poemas elegidos, 98


Marisa do Brito Barrote
(Buenos Aires, 1970)

 Romance sonámbulo, de Federico García Lorca
¿Por qué Lorca? Por muchas razones. La primera, quizás, porque algunos de estos versos los recitaba mi madre y le pasaban por el alma. Era raro ver a mi madre poseída por la literatura...
Lorca, por la música, esa forma de contar cantando del romance y sus octosílabos que galopan como caballo en la montaña, como zapateo de gitana.
Por el deleite de la propia lengua y la simpleza de las imágenes que transmiten el drama.
Lorca, por el erotismo y el duende. Por todo eso y, además, porque dan ganas de bailarlo.






Romance sonámbulo

A Gloria Giner
y a Fernando de los Ríos

Verde que te quiero verde.
Verde viento. Verdes ramas.
El barco sobre la mar
y el caballo en la montaña.
Con la sombra en la cintura
ella sueña en su baranda,
verde carne, pelo verde,
con ojos de fría plata.
Verde que te quiero verde.
Bajo la luna gitana,
las cosas le están mirando
y ella no puede mirarlas.

              *
Verde que te quiero verde.
Grandes estrellas de escarcha,
vienen con el pez de sombra
que abre el camino del alba.
La higuera frota su viento
con la lija de sus ramas,
y el monte, gato garduño,
eriza sus pitas agrias.
¿Pero quién vendrá? ¿Y por dónde...?
Ella sigue en su baranda,
verde carne, pelo verde,
soñando en la mar amarga.

              *
Compadre, quiero cambiar
mi caballo por su casa,
mi montura por su espejo,
mi cuchillo por su manta.
Compadre, vengo sangrando,
desde los montes de Cabra.
Si yo pudiera, mocito,
ese trato se cerraba.
Pero yo ya no soy yo,
ni mi casa es ya mi casa.
Compadre, quiero morir
decentemente en mi cama.
De acero, si puede ser,
con las sábanas de holanda.
¿No ves la herida que tengo
desde el pecho a la garganta?
Trescientas rosas morenas
lleva tu pechera blanca.
Tu sangre rezuma y huele
alrededor de tu faja.
Pero yo ya no soy yo,
ni mi casa es ya mi casa.
Dejadme subir al menos
hasta las altas barandas,
dejadme subir, dejadme,
hasta las verdes barandas.
Barandales de la luna
por donde retumba el agua.

              *
Ya suben los dos compadres
hacia las altas barandas.
Dejando un rastro de sangre.
Dejando un rastro de lágrimas.
Temblaban en los tejados
farolillos de hojalata.
Mil panderos de cristal,
herían la madrugada.

              *
Verde que te quiero verde,
verde viento, verdes ramas.
Los dos compadres subieron.
El largo viento, dejaba
en la boca un raro gusto
de hiel, de menta y de albahaca.
¡Compadre! ¿Dónde está, dime?
¿Dónde está mi niña amarga?
¡Cuántas veces te esperó!
¡Cuántas veces te esperara,
cara fresca, negro pelo,
en esta verde baranda!

              *
Sobre el rostro del aljibe
se mecía la gitana.
Verde carne, pelo verde,
con ojos de fría plata.
Un carámbano de luna
la sostiene sobre el agua.
La noche se puso íntima
como una pequeña plaza.
Guardias civiles borrachos,
en la puerta golpeaban.
Verde que te quiero verde.
Verde viento. Verdes ramas.
El barco sobre la mar.
Y el caballo en la montaña.
 
Federico García Lorca (Fuente Vaqueros, 1898-Granada, 1936)

Foto: Marisa do Brito en FB

viernes, agosto 02, 2013

Poemas elegidos, 97


Hugo Luna
(Concepción del Uruguay, 1959)

El fondo de las cosas no es la vida o la muerte, de Roberto Juarroz
Este texto, que pertenece a la primera poesía vertical (1958) de R. Juarroz, fue de los primeros que me estremecieron. Temblaba por el frío que a veces te hace correr la poesía por los huesos y también para atraer la belleza y sus significados, tal y como hace una carnada con los peces. Ha sido una presencia en mí, una harina que no deja de caer (acaso algo de mi padre y su vida de panadero, allí). No creo que mi escritura, apenas fraseo de una música pequeña, tenga nada de este equilibrio de luz y sombra, de pensamiento y experiencia poética, pero aún así es algo que me acompaña y ayuda a encontrar algunas veces una palabra.









El fondo de las cosas no es la vida o la muerte

El fondo de las cosas no es la vida o la muerte.
Me lo prueban
el aire que se descalza en los pájaros,
un tejado de ausencias que acomoda el silencio
y esta mirada mía que se da vuelta en el fondo,
como todas las cosas se dan vuelta cuando acaban.

Y también me lo prueba
mi niñez que era pan anterior a la harina,
mi niñez que sabía
que hay humos que descienden.
voces con las que nadie habla,
papeles donde el hombre está inmóvil.

El fondo de las cosas no es la muerte o la vida.
El fondo es otra cosa
que alguna vez sale a la orilla.

Roberto Juarroz (Coronel Dorrego, 1925-Temperley, 1995)

Poemas elegidos, 96


Eduardo Álvarez Tuñón
(Buenos Aires, 1957)


Salmo XVII, de Francisco de Quevedo
Si la extensión del blog lo permitiese, si existieran traducciones que no la arrasaran, mi elección hubiese sido, sin dudarlo "Tristesse D´Olympio" de Victor Hugo. Pero quizás porque es igual en su grandeza, en su profundidad y en su perfección, me inclino por el "Salmo XVII" de los sonetos metafísicos de Quevedo. Creo, lo cual no significa que sea cierto, que el paso del tiempo y sus huellas sobre los objetos y los seres, es un tema central no solo de la poesía sino de la literatura y la filosofía en sus acepciones más amplias. Desde que empecé a escribir mi obsesión fue "lo perdido", lo que se llevan los días.  Este soneto, que solo puede ser leído en voz alta, es uno de los momentos más altos de la poesía castellana y resume muchos textos de la literatura universal que, si se me permite el anacronismo, van desde Virgilio al Tiempo recobrado de Marcel Proust.







Salmo XVII

Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes, ya desmoronados,
de la carrera de la edad cansados,
por quien caduca ya su valentía.

Salíme al campo, vi que el sol bebía
los arroyos de hielo desatados,
y del monte quejosos los ganados,
que con sombras hurtó su luz al día.

Entré en mi casa; vi que, amancillada,
de anciana habitación era despojos;
mi báculo más corvo y menos fuerte;

vencida de la edad sentí la espada.
Y no hallé cosa en que poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte.


Francisco de Quevedo (Madrid, 1580-Ciudad Real, 1645)


jueves, agosto 01, 2013

Poemas elegidos, 95


Romina Freschi
(Buenos Aires, 1974)

Primero Sueño, de Sor Juana Inés de la Cruz
Elijo a Sor Juana y su sueño porque es un texto que no sé si me es posible terminar de leer, y porque por eso mismo me permite siempre hablar de abandonar la pretensión de “entender” la poesía, o simplemente la de “entender” el mundo. La primera vez que lo leí, en la Facultad, hace unos dieciocho o veinte años, me llené de pasmo, frustración, miedito y admiración. No podía unir una palabra con otra, y esa imposibilidad me resultaba más inquebrantable que las Soledades de  Góngora o cualquier otro texto barroco.
Abandonando esa pretensión, abandono que me sirve para leer cualquier poema, pude simplemente leerlo, como quien se saca anteojos que no necesita. Claro que leí mucho más de Sor Juana, porque su figura me fascina. Su poesía entera, sus cartas, sus obras de teatro. También leí mucho acerca de ella e interpretaciones de su obra.  Creo, como los poetas concretos, que es la iniciadora de la poesía latinoamericana (mal que les pese a tantos con o), y para mí ha sido un punto de ida y vuelta. Vuelvo, con los años, vuelvo y vuelvo a ella. A las cartas, la atenagórica y su brillo prepotente, y la respuesta a Sor Filotea, defensa ajustadísima, desesperada, exhaustiva y por todo eso, luminosísima. Y al "Sueño", muralla increíble. Como con muchos otros sueños, olvido sus versos con frecuencia, por eso, cada vez que lo leo, es siempre nuevo.
Hace unos años escribí un texto que se llama "Todas Cuerdas", y se editó en un volumen en colaboración (con E. Solinas, M.Arancet y V. Melchiorre)  llamado Invocaciones, 4 poetas en la voz del mito (Ruinas Circulares, Bs.As. 2012). Al principio y al final de mi parte hay citas de Sor Juana, anillos perfectos para mis dedos. Lo cierto es que siempre estoy incluyendo algo de ella en mis poemas, y del "Sueño", en particular, el principio o el final, por ejemplo, o  teniendo en mente alguna otra frase magistral como aquella que dice  “cuanto más se implican combinadas/tanto más se disuelven desunidas,/de diversidad llenas”, declaración que me parece define al poema, al conocimiento y a todas las cosas de la vida.
Han tachado ese poema de intelectual, y muchas veces me parece un sinónimo de “difícil” en sentido peyorativo -y es que eso vuelve a la pretensión de “entender” un poema, además de que clausura su lectura-. A mí me parece un poema lleno de pasión por la vida, y Juana misma lo define como el único papel que ha escrito “para sí misma”. En ese atisbo de romanticismo en una época barroca –y en una tierra colonizada y colonial, poblada por inquisidores y cuando no había destino intelectual para las mujeres- hay para mí un camino de luz y de libertad, o al menos un sueño de ello.
Este año, volví a leer el "Sueño", esta vez pensando en hacer conscientes y manifiestas mis referencias recurrentes a Sor Juana en un poema que creo, terminé de escribir hace unos días. Se llama “Eco del Parque”. No es una reescritura, aunque por momentos puede parecerlo. Sí hay un diálogo constante, incluso apelaciones directas a la obra de Sor Juana o de otros que la han leído y escrito a partir de ella, como Margaret Atwood o Roberto Echavarren.
Como el "Sueño" tiene casi 1000 versos, seleccióné solo algunos, aquellos con los que termina (la noche, el sueño y el poema). Además de ser una de las partes que retomo en mi nuevo poema,  creo que es una de las más bellas y transparentes.




Primero Sueño

[Fragmento]

Llegó, en efecto, el Sol cerrando el giro
que esculpió de oro sobre azul zafiro:
de mil multiplicados                      
mil veces puntos, flujos mil dorados
--líneas, digo, de luz clara--, salían
de su circunferencia luminosa,
pautando al Cielo la cerúlea plana;
y a la que antes funesta fue tirana        
de su imperio, atropadas embestían:
que sin concierto huyendo presurosa
--en sus mismos horrores tropezando--
su sombra iba pisando,
y llegar al Ocaso pretendía                
con el (sin orden ya) desbaratado
ejército de sombras, acosado
de la luz que el alcance le seguía.

  Consiguió, al fin, la vista del Ocaso
el fugitivo paso,                          
y --en su mismo despeño recobrada
esforzando el aliento en la rüina--,
en la mitad del globo que ha dejado
el Sol desamparada,
segunda vez rebelde determina              
mirarse coronada,
mientras nuestro Hemisferio la dorada
ilustraba del Sol madeja hermosa,
que con luz judiciosa
de orden distributivo, repartiendo        
a las cosas visibles sus colores
iba, y restituyendo
entera a los sentidos exteriores
su operación, quedando a luz más cierta
el mundo iluminado y yo despierta.        

Juana Inés de Asbaje y Ramírez de Santillana, Sor Juana Inés de la Cruz (San Miguel
de Nepantla, 1651- Ciudad de México, 1695)


Foto: Romina Freschi en FB

Poemas elegidos, 94


María del Rosario Sola
(Mendoza, 1955)

Prosa de Transiberiano y de la pequeña Juana de Francia, de Blaise Cendrars
Mi casa natal estaba  cerca de las viñas, en el territorio olvidado del cacique Guaymallén. El barrio tenía ese aire ligeramente inglés de los chalecitos de los cincuenta en los cuales a veces ardían los leños en  torno a una chimenea rodeada de bibliotecas o de radios. Nada ingleses en cambio, brillaban entre los libros los ojos hipnóticos de Baudelaire  y se retorcía  el humo de la pipa de Norah Lange con el remo en la mano sobre un bote en el Tigre, sacando la cabeza por el hueco de un poncho ceniciento. Pero cerca del 68 todo empezó a ponerse cuyanamente francés, si se me permite. Se leía a Cogtazar. Alejandra había venido de visita y hablaba de París. A papá le gustaba recordar los versos de  Mallarmé -la chair est triste hélas-, contaba anécdotas de Apollinaire y reía a llorar. Mamá, elegante y con los lentes de Jackie, volvía en el trolebús de la Librería Internacional que había abierto Rosel Albero en la galería Persiam con una pila de libros bilingües y con discos con aquellas increíbles voces de Brassens y Jaques Brel. Entonces  las chicas de la casa descubrimos a Cendrars. En vez de Kerouac llegó un francés que había sido suizo y que se había tomado el  tren de carga hasta Moscú a los 16 años con una muchachita de Montmartre. No es el mejor (¿quién corno sabe cuál fue el mejor poeta que leyó?). No fue el primer poeta que conocí, pero elijo para ustedes amigos estas prosas de Blaise Cendrars porque en aquel transiberiano me fui por primera vez de casa y tal vez alguno de ustedes quiera tomarlo.





Prosa de Transiberiano y de la pequeña Juana de Francia

Dedicada a los músicos

[Fragmento]

Cuando se viaja habría que cerrar los ojos
Dormir
Hubiera deseado tanto dormir
Reconozco todos los países con los ojos cerrados por su olor
y reconozco todos los trenes por el ruido que hacen
Los trenes de Europa son de cuatro tiempos mientras que los
de Asia son de cinco o siete tiempos
Otros van en sordina son canciones de cuna
Hay algunos que por el ruido monótono de las ruedas
me recuerdan la pesada prosa de Maeterlinck
He descifrado todos los textos confusos de las ruedas y
reunido los elementos dispersos de una violenta belleza
Que poseo
y que me acosa.
Tsitsikar y Jarbín
No voy más lejos
Es la última estación
Me apeé en Jarbín cuando acababan de prender fuego a las
oficinas de la Cruz Roja  

Oh París
Gran hogar cálido con los tizones entrecruzados de tus calles
y tus viejas casas que se inclinan sobre ellas
 y se recalientan Como abuelas
y aquí hay anuncios, rojo verde multicolores como mi pasado en suma amarillo

Amarillo el arrogante color de las novelas de Francia en el extranjero
                                                           
Me gusta frotarme con los ómnibus en marcha en las grandes ciudades
Los de la línea Saint-Germain
-Montmartre me llevan al asalto de la Butte
Los motores mugen como los toros de oro
Las vacas del crepúsculo pastan en el Sagrado Corazón
Oh París
Estación central andén de las voluntades encrucijada de las inquietudes
Unicamente los droguistas aún tienen un poco de luz sobre su puerta

La Compañía Internacional de Wagons-Lits y de los
Grandes Expresos Europeos me envió su prospecto
Es la iglesia más hermosa del mundo
Tengo amigos que me rodean como pretiles
Cuando parto tienen miedo de que no vuelva más
Todas las mujeres que conocí se alzan en los horizontes
Con los gestos lastimosos y las miradas tristes de los semáforos bajo la lluvia

Bella, Inés, Catalina y la madre de mi hijo en Italia
y aquélla, la madre de mi amor en América
Hay gritos de sirena que me parten el alma
Allá lejos en Manchuria un vientre se estremece todavía como en un  parto

Querría
Querría no haber hecho nunca mis viajes
Esta noche me atormenta un gran amor
Y a pesar mío pienso en la pequeña Juana de Francia.
Fue en una noche de tristeza cuando escribí este poema en honor
                                                                     
Juana
La pequeña prostituta
Estoy triste estoy triste
Iré al «Conejo ágil» a recordar mi juventud perdida
y tomar unas copitas
Luego volveré solo
París
Ciudad de la Torre única del gran Patíbulo y de la Rueda

París, 1913

Frédéric-Louis Sauser, Blaise Cendrars (La Chaux-de-Fonds, Suiza, 1887-París, 1961)
-Sin datos del traductor-


Foto: María del Rosario Sola en Poetas Argentinos

miércoles, julio 31, 2013

Poemas elegidos, 92


Mauro Viñuela 
(Resistencia, 1971)

Espejan, amarillan, de Jorge Aulicino
No tengo los fundamentos, ni la medida matemática del tiempo, para señalar el origen de un hecho estético. O de una experiencia vital. El poema comienza en verdad hace tiempo, a orillas del río Piave. Mis ancestros, mis amados ancestros, raspan sus vestimentas entre las piedras. Y, quizá, piensan, también, en la palabra "cierto". Y luego se transforman en criaturas indefensas. Expuestas a la gloriosa tecnología y a las doctrinas filosóficas. Mi subjetividad de lector me sitúa en un "Espejan, amarillan", llevado al mismo infinito. Esa es, en parte, la curiosa agonía sublime del poema.











Espejan, amarillan

Espejan, amarillan, los crisantemos inauténticos,
porque sólo los hemos visto filosóficamente.
Pero, fijate, tantas cosas hemos sido, y todas igualmente
inauténticas; todas espejan, luego amarillan.
Y hemos sido, incluso, crisantemos,
en busca de una paz provisoria de cocina
en la tormenta invernal; flores presumo que pulposas
en la cellisca que soplaba en la casa misma.
Espejan, amarillan, nuestros crisantemos,
en la medida que damos mayor consistencia a nuestras vidas.
El problema, te lo diré sin vueltas,
es que yo podía, digamos hace cuarenta años,
entrar en un café, que era oscuro y verdadero:
verdadero en el sentido que era nuestra posesión y había
sido la posesión de los viejos, de los nuestros y de desconocidos
viejos, aunque familiares, pues estábamos seguros
respondían a consignas migratorias; podían nombrar sus pueblos,
tan antiguos como el café al que me refiero: antiguos por igual
en su conciencia, no en la medida matemática del tiempo.
Oscuros en el café éramos sin embargo radiosos de espera.
Tocábamos la tela de nuestro saco y decíamos: cierto.
Nadie nos sacaba de nuestro vacío ensimismamiento
pues era un puro ensimismamiento: estar en uno.
Y con nadie nos habíamos citado, éramos al paso,
pero el café lo poseíamos, y la ciudad, y el subterráneo.
Espeja el crisantemo y aquel clavo doblado en la pared.
Amarilla todo en abstracto. Te lo digo sin vueltas.
No poseo ahora los cafés, ni el subterráneo.
Son cafés nuevos, no tienen bordes en los cuales
la mirada podía raspar, dejar su marca.
Como te digo: no es el problema la inautenticidad
de nuestro crisantemo. Porque espeja, amarilla,
pero es sólo conciencia de aquella vieja ciudad.

Jorge Aulicino (Buenos Aires, 1949)


Foto: Mario Viñuela en FB

Poemas elegidos, 93


Daniel Durand 
(Concordia, 1964)

Cada día, de William Carlos Williams
Sí, son 18 versos divididos en tres estrofas de seis. La primera sitúa al señor Williams rodeado de todos sus objetos cotidianos. Pareciera que la presencia del jardín despertara en la mente de W. un mecanismo racional de pensamiento: Aristóteles o los libros. A partir de este conocimiento racional se domestican los objetos. Se detiene el paisaje y luego de una manera lógica e imperturbable se comienza a mover las cosas que se hallan dentro. Claro, se distorsiona la versión convencional de las cosas y se construye un orden mas detallado, raro y real. Así funciona la poeticidad de W., una idea subjetiva pero a partir de la observación objetiva: (no Ideas salvo en las cosas). De este modo aparece la eficacia del artificio dada por la verosimilitud que adquieren los objetos.
Cualquiera sabe que una rosa no rota, está fija en su tallo, pero en este poema de W. rota: es la idea del objeto, la belleza es lo que depende siempre de una imagen willamsiana. No existen objetos bellos, no hay rosas lindas, la luna no es hermosa. Sólo hay belleza. Y cuando el objeto se traslada adquiere movilidad hacia un plano en donde se diluyen los contornos de las cosas y permanece solo una emoción provocada por la distorsión del objeto sin desarticular su realidad.
Pero es una rosa dice Williams, ¿es rosa o belleza o las dos cosas? Una rosa es rosa hasta que es belleza, como la belleza es momentánea, esa belleza torna a rosa nuevamente y así hasta que nos cansemos y el mecanismo de percepción del poema se sature. Al leer este poema no sentí que la cabeza me estallara, sino sencillamente un movimiento; sentí la mente rotar lentamente a pesar de sus esquemas espinosos.

(Escrito para la revista 18 Whiskys en 1993)


Cada día

Cada día al ir hacia mi auto
atravieso un jardín
y a menudo querría que Aristóteles
se hubiera detenido a
considerar el poema ditirámbico,
o que se conservaran sus apuntes.

Rústica hierba afea el bello prado
mientras miro a diestra y siniestra
tic toc...
Y a diestra y siniestra las hojas
crecen en el joven duraznero
por el esbelto tronco.

Ninguna rosa es segura, cada rosa es una
y esta, distinta de otra,
abierta del lodo, casi como un plato
sin taza. Pero es una rosa, color
de rosa. Se la siente rotar lentamente
sobre su tallo espinoso.

William Carlos Williams (Rutherford, New Jersey, 1883-1963)
Versión de Alberto Girri

Foto: Daniel Durand por Walter Moreno en Los Andes Online

martes, julio 30, 2013

Poemas elegidos, 91


Flora Vronsky
(Buenos Aires, 1978)

La voz a ti debida, de Pedro Salinas
Encontré a Salinas justo en el momento en que me había convencido de que la poesía debía ser amarga y oscura. Las incipientes escaramuzas con el desamor y la lectura obsesiva de algunos poetas franceses habían contribuido a patinar una adolescencia que acababa con dramatismo, sí, pero también con un deseo abyecto de tormentos que me acercaran a 'lo poético' real. Quería sufrir. Quería que me doliera todo. Como decía Gil de Biedma, creía que quería ser poeta pero en el fondo quería ser poema.
La voz a ti debida, esa obra monumental de Pedro Salinas, me impactó en lo más profundo del cuerpo -porque la palabra es física- devolviéndome una luz que me resistía a ver. Entablamos entonces una lucha sin fusiles pero plena de heridas que hoy dan cuenta de esa dialéctica constante entre el hacer y el padecer, entre la posibilidad de la existencia de la luz y la certeza de la oscuridad que es, siempre. Ese match fue un punto de inflexión en mi formación poética y en mi proceso creativo. Nada volvió a ser igual.
En esas lides heracliteanas comencé a comprender el funcionamiento de lo que María Zambrano llama razón poética, esa noción que años después se volvería tan capital para mí. Salinas abrió una puerta lírica, potente, que se convirtió con el tiempo en un viaducto de fuerzas y vectores por el cual mi pretensión poética se canaliza hoy. Y este fragmento particular fue la cachetada de posibilidad que reacomodó mis tormentos juveniles en un movimiento tanto de respeto como de ruptura.
Algún día escribiré una oda a Salinas, lo sé. Pero también sé que vuelvo a él cada vez que en ese viaducto se manifiesta algún piquete que resiste, algún corte que detiene el fluir de esas fuerzas y que reactualiza la lucha con la que todo comenzó.




La voz a ti debida
(Versos 702 a 739)

¡Sí, todo con exceso:
la luz, la vida, el mar!
Plural todo, plural,
luces, vidas y mares.
A subir, a ascender
de docenas a cientos,
de cientos a millar,
en una jubilosa
repetición sin fin,
de tu amor, unidad.
Tablas, plumas y máquinas,
todo a multiplicar,
caricia por caricia,
abrazo por volcán.
Hay que cansar los números.
Que cuenten sin parar,
que se embriaguen contando,
y que no sepan ya
cuál de ellos será el último:
¡qué vivir sin final!
Que un gran tropel de ceros
asalte nuestras dichas
esbeltas, al pasar,
y las lleve a su cima.
Que se rompan las cifras,
sin poder calcular
ni el tiempo ni los besos.
Y al otro lado ya
de cómputos, de sinos,
entregamos a ciegas
—¡exceso, qué penúltimo!—
a un gran fondo azaroso
que irresistiblemente
está
cantándonos a gritos
fúlgidos de futuro:
«Eso no es nada, aún.
Buscaos bien, hay más».

Pedro Salinas (Madrid, 1891-Boston, 1951)


Foto: Flora Vronsky en FB

Poemas elegidos, 90


Carlos Aldazabal
(Salta, 1974)

A un hombre de gran nariz, de Francisco de Quevedo
En cierta ocasión el poeta Santiago Sylvester sugirió que los escritores del presente queríamos ser como Quevedo. Esto es: leídos, recordados y admirados cuatro siglos después de nuestra muerte. Lo cierto es que aquella vez yo respondí con un poema que me sirvió para titular un libro: “Por qué queremos ser Quevedo”, que fue como preguntar por qué escribir, por qué insistir con la poesía en un idioma tensado magistralmente por el pulso de un Quevedo, pero también de un Góngora o de un Cervantes.
En otra ocasión me pidieron explicar la importancia de Quevedo para la historia de “la humanidad”, concepto del que descreo fervientemente porque obliga a abstraer al hombre de sus circunstancias, de las condiciones especiales de su época y de su cultura. Por eso prefiero hablar de la importancia de don Francisco Gómez de Quevedo y Villegas para la lengua castellana, su exploración verbal que nos permite descubrir, por ejemplo, ciertos recursos que emplearía nuestro Oliverio Girondo, recursos vanguardistas que pocos admitirían remitir al momento más clásico de la poesía española (recordemos el tono de uno de los sonetos quevedianos más conocidos, “A un hombre de gran nariz”, y pensemos, simplemente, en el libro Espantapájaros. Lo que estoy queriendo decir es que Girondo fue un gran lector de Quevedo).
Si hoy podemos considerar la obra de un hombre que vivió en una cronotopía precisa (la España barroca, la España del siglo de oro, pero también la España de la santa inquisición) como patrimonio de esa tautología con que la cultura occidental se define a sí misma, es decir, de “la humanidad”, es porque Quevedo fue, cabalmente, un hombre de su tiempo, inmerso en realidades sociales y políticas que le permitían hablar de temas filosóficos, pero también de temas “mundanos”, arrancados de la sabiduría de los sectores populares españoles. Ahí está la Vida del Buscón Don Pablos como testimonio de ese registro, una suerte de Lazarillo de Tormes con firma que reconstruye la tipología del “pícaro”, una de las tantas subjetividades populares de la época que daban cuenta de la profunda crisis moral y económica que atravesaba el imperio español del siglo XVII.
Esta mirada atenta a la realidad social y cotidiana, junto a una búsqueda de innovación estética constante (después del siglo de oro español, recién las vanguardias del siglo XX volverían a poner de moda la palabra “originalidad” con tanta fuerza), y el manejo excepcional de las formas métricas del verso latino, permitieron sostener una poesía precisa y sorprendente, una metafísica de la cotidianidad que no temía recurrir a personajes de los mitos helénicos ni a seres encarnados en la realidad circundante. Cultura alta y cultura popular tejiendo el sentido de una obra que consiguió la originalidad sin caer en arbitrariedades.
Por eso la importancia de Quevedo para nuestra lengua, y por lo tanto para nuestra cultura. Porque sin saberlo anticipó las vanguardias. Porque hablando de su mundo consiguió volverse “universal” por efecto de lectura. Porque Borges era quevediano, y Heidegger, y tantos otros nombres que desfilan por los corredores de la historia entre la maravilla y el oprobio. Porque como la “humanidad” de la que terminó formando parte, la cultura occidental impuesta en el mundo por la seducción o por la fuerza, Quevedo matizó la genialidad de su obra con prejuicios racistas. El antisemitismo de Quevedo, que era un denominador común en los hombres de su tiempo, nos sirve también para pensar, desde nuestra realidad, en los “progresos” de la cultura occidental, los “progresos” de una “humanidad” que ha repetido limpiezas étnicas y genocidios en su esfuerzo por uniformar el mundo. Una “humanidad” que museifica a sus artistas para olvidar la diversidad cultural que sus obras invocan. Para decirlo con Quevedo: “Cualquier instante de la vida humana/ es nueva ejecución, con que me advierte/ cuán frágil es, cuán mísera, cuán vana”.



A un hombre de gran nariz

Érase un hombre a una nariz pegado,
Érase una nariz superlativa,
Érase una alquitara medio viva,
Érase un peje espada mal barbado;

Era un reloj de sol mal encarado.
Érase un elefante boca arriba,
Érase una nariz sayón y escriba,
Un Ovidio Nasón mal narigado.

Érase el espolón de una galera,
Érase una pirámide de Egito,
Los doce tribus de narices era;

Érase un naricísimo infinito,
Frisón archinariz, caratulera,
Sabañón garrafal morado y frito.


Francisco de Quevedo (Madrid, 1580-Ciudad Real, 1645)



Foto: Carlos Aldazabal en FB

lunes, julio 29, 2013

Poemas elegidos, 88


Diego Bentivegna 
(Buenos Aires, 1973)

Requiem, de Anna Ajmátova
Yo tendría unos dieciséis, tal vez unos diecisiete años. "Requiem", el poema de Anna Ajmátova, figuraba en una antología de poesía rusa del siglo XX que todavía conservo, compilada y traducida por Irina Bogdaschevski en la colección de literatura universal del Centro Editor de América Latina. Ese librito representaba entonces la apertura hacia una estepa que en mi mente estaba atravesada por tártaros y otros nómades peligrosos, como se veía en algunas películas históricas que miraba en la tele los sábados a la tarde (La rebelión de los cosacos, Taras Bulba, Miguel Strogoff).
Según puedo reconstruir hoy, en mis primeras lecturas lo que más me atraía del poema de Ajmátova -que se reproducía en seco, sin comentarios ni notas explicativas- era sobre todo el trabajo que absorbía y elaboraba poéticamente los grandes procesos históricos y los padecimientos de una existencia. Todo ello enraizado en una experiencia que, en el fondo, difícilmente podía reducirse a la palabra: la experiencia de la deportación y de la muerte.
Para intentar decir esa experiencia, el poema se corre del yo. Así, los versos de "Requiem" parecen no ser estrictamente dichos por una primera persona, sino que se muestran más bien como el producto de un entramado de subjetividades, como la voz de un sujeto plural, de un alguien: la voz de un cualquiera con el rostro borrado –como el de la mujer del inicio del poema-.


Requiem
(Fragmentos)

¡No, no estaba bajo el cielo extraño,
ni al amparo de alas extrañas!...
Estaba entonces junto con mi pueblo,
allí, donde mi pueblo, por desgracia, estaba.


En lugar de preámbulo…

En los años terribles de Iezhov estuve diecisiete meses parada en las filas frente a las cárceles de Leningrado. Una vez alguien me reconoció. La mujer de labios azules, que estaba detrás de mí y que seguramente jamás había oído mi nombre, recobrándose del aturdimiento tan común para todos nosotros, me preguntó al oído (allí todos hablaban en voz baja):
-Y esto, ¿puede usted describirlo?
Y yo dije:
-Sí, puedo.
Entonces una especie de sonrisa rozó aquello, que antes había sido un rostro.

                                                          1 de abril de 1957, Leningrado


Anna Andréyevna Ajmátova (Bolshoi Fontan, Odessa, 1889 - Moscú, 1966)
Versión de I. Bogdaschevski

Foto: Diego Bentivegna en RAE

Poemas elegidos, 89


Miguel Ángel Federik 
(Villaguay, 1951)      

Ed è súbito sera, de Salvatore Quasimodo
Elegir a esta edad un poema esencial, es tan difícil como elegir entre todas las novias una. Recuerdo sí, por los ’70 El Gualeguay  de Juan L. Ortiz  leído largamente por él mismo, con todo el jazz oral con que lo interpolaba en cada lectura, siempre parcial; allí sentí la presencia de un texto vivo, la necesidad de un tratamiento distinto del lenguaje y sus formas para nombrar tantas criaturas, aún no dichas por la poesía y sobretodo a ampliar y contraer y adecuar las respiraciones, el pneuma sonoro de la versificación métrica y acentual del castellano, al sentido buscado… Sin embargo, y luego, el poema que más he repetido ha sido el de Salvatore Quasimodo y en el idioma materno, como aquí lo copio.
Con éste comprendí la lección de Ezra Pound  de leer en lengua propia ciertos poemas primordiales; y con ambos, lo intraducible del disparo de la poesía. Desde entonces he desconfiado de las traducciones -hasta donde he podido- y leído en su lengua como hacían mis mayores, antes que Edouard Glissant percibiese que escribimos no con ni dentro, sino frente a las demás lenguas…y todo consistiese en interferir, con un verso adecuado, esa canción común, infinita y permanente.




Ed è súbito sera

 Ognuno sta solo sul cuor della terra  
 trafitto da un raggio di sole:  
 ed è súbito sera.


Salvatore Quasimodo (Modica, 1901-Nápoles, 1968)


(Cada uno está solo sobre el corazón de la tierra
herido por un rayo de sol;
y de pronto es de noche.

-versión del Administrador-)


Foto: Miguel Ángel Federik en El Diario, de Paraná

domingo, julio 28, 2013

Poemas elegidos, 87


Gabriel Reches
(Buenos Aires, 1968)

Lavadero, de Gerardo Deniz
Querido Jorge: Voy a tratar de ser honesto en la justificación de lo que elegí. Lo primero que vino a mi mente después de tu invitación, fueron tres frases, de tres poemas distintos, de tres poetas distintos.
Frases que desde el día en que las leí, me acompañaron en distintas escenas de la vida cotidiana. No podría asegurar que afectaron mi escritura, ni siquiera que fueron trascendentales en mi experiencia como lector.
Pero sí intervinieron en mi percepción del mundo, desde el momento en que las abduje de sus poemas de origen hasta la actualidad. Y supongo que seguirán haciéndolo en el futuro.
La primer frase es “el atril hubiera querido aniquilarse”, de "Persona pálida", de Louis Aragon.
La conocí de manos de Aldo Pellegrini en su ya célebre antología de la poesía surrealista, cuando todavía no era mayor de edad.
Me pareció siempre una frase incómoda. Quizá por la extrema carga subjetiva de la cosa frente al sujeto, pero en estado de total derrota o de derrota tal, que te lleva a suponer el lugar irónico de quien enuncia y a la vez, delata el uso de los artificios. El  tiempo verbal (hubiera querido) es lo que la distingue.
Una pena que la totalidad del poema no me guste. Y una pena mayor que en otras traducciones se hable de una persona que “con el atril hubiera querido aniquilarse”.
Quien sabe, quizá es Pellegrini quien me cautivara más que Aragon.
Sea como fuere, muchas veces en estos últimos veinte años, frente a una escena de patetismo inofensivo, me encontré pronunciando la frase para mí.
Frente a otras situaciones, de cierto regodeo autorreferencial, estuve a punto de escribir frente al espejo “la contractilidad es una virtud”, del hermoso poema que Marianne Moore le escribió a un caracol. Pensé que era demasiado conocido como para incluirlo aquí en su totalidad.
Por último, la tercera exclusión, es la de los tres últimos versos del poema "Vigilia", de Ungaretti, del libro La alegríaNo me he sentido nunca/ tan/ aferrado a la vida, pronunciada luego de una noche despierto sosteniendo los restos de su compañero de batalla masacrado.
A diferencia de "Persona pálida", todo este poema me resulta hermoso. La frase -que rápidamente se volvió “nunca me sentí tan aferrado a la vida”- aún hoy sigue funcionando como un filtro, un tamizador para percibir o reflexionar (una reflexión abreviada, chatarra) en determinadas situaciones; y hasta alguna vez escribí un poema sobre el modo en que mis acciones más banales debían convivir con los residuos de de esa afirmación poética.
El hecho de que Ungaretti haya sido citado al menos dos veces en tu blog, lo deja afuera.
Explicadas las tres exclusiones, elijo a Gerardo Deniz y su poema “Lavadero”, del libro Mundonuevos.
Gana como ganó Reutemann, luego de que otros competidores abandonaran.
Deniz llegó a mis manos hace unos veinte años, a través de un muy querido librero y también poeta, a quien no veo hace mucho, Daniel Schiavi.
Fue en el 92  -mientras Irene Gruss trataba de apaciguar con beatniks y otros yankees mi registro más infantil emparentado con los malditos- que Dani en Gandhi le dio un libro chiquito y gris a mi mujer  y le dijo: tiene que leer esto. Creo que fue uno de los regalos que recibí para mi cumpleaños número veinticinco.
Tenía razón. Deniz me divirtió y liberó, con su bufoneo de Rimbaud en el poema “Artocarpa” y con su manera de introducir el humor como desafío conceptual.
 Me inquietó su cosmogonía omnipensante de la que puedo asirme nunca del todo, el modo dislocado y a la vez tan orgánico en que ésta se hacía carne en estructuras semánticas y gramaticales; nunca en un desafío formal acrobático, sino más bien, en la yuxtaposición de un orden y un desorden estructural, vital.
La búsqueda de sentido, donde el lenguaje convencional no es tan rendidor como sus posibles fisuras, aquella necesidad comunicativa para la que no son tan útiles las leyes de funcionamiento, sino los bordes y transgresiones. Podría alegarse que esta última afirmación corresponde a la definición genérica de aquello que entenderíamos como poesía.
Podría alegar entonces que Deniz por momentos, es poesía en el sentido más tajante, en estado puro y ya irreductible.
El paralelismo entre el ruido de la espuma de un lavarropas y el murmullo de una masa de militantes derrotados por la propia reflexión es solo muestra de un autor capaz unir sus elucubraciones y la experiencia, como si después de la poesía, todo lo posible formara parte de un nuevo sistema de leyes naturales.
Deniz me transmitió la ilusión de una escritura que acerque un poco los mundos de la percepción con los del pensamiento elaborado y fundamentalmente, la idea de que cada tanto, hoy todavía, te encontrás con tipos que escriben como nadie antes.


Lavadero

El ruido de la espuma que se deshace,
ampliado cuatroscientasmil veces,
se parecería al de una concentración de masas que de pronto,
descubrieran,
simultáneas,
un error garrafal en su ideario político,
y cada quien decidiese regresar a casa sin ostentación,
aunque sin abstenerse tampoco de comentar sotovoche
con los compañeros de mitín.
(El acierto de la presente comparación cala hondo:
diminutas burbujas que revientan/modestos ciudadanos
           se dispersan,
consistencia de la espuma/mortalidad entre jíbaros zurdos,
y demás).

Gerardo Deniz (Madrid, 1934, Ciudad de México, 2014)


Foto: Gabriel Reches por Bernardino Ávila en Página 12

Poemas elegidos, 86


Javier Galarza
(Buenos Aires, 1968)

Noche oscura del alma, de San Juan de la Cruz
Este poema de San Juan de la Cruz me acompaña desde mis primeras lecturas de poesía. ¿Es la mera descripción de una experiencia mística o el poema en sí es el hecho religioso? No tengo respuesta y tal vez no quiero tenerla. He leído la interpretación de Lacan (entiendo que el psicoanalista francés subraya que el poeta asciende a Dios feminizado, como el presidente Schreber lo hace en su delirio paranoico pero, a diferencia de Schreber, no dudamos de la experiencia de San Juan de la Cruz). Una vez lo escuché en inglés cantado por la canadiense Lorena Mc Kennit y mi afecto por el poema no menguó. (Oh night thou was my guide / of night more loving than the rising sun / Oh night that joined the lover / to the beloved one / transforming each of them into the other). Recientemente leí una entrevista al escritor francés Pascal Quignard donde dice que inscribiría su escuela literaria y su experiencia dentro de las letras cerca de San Juan de la Cruz. Alguna vez pensé también que la noche de Novalis, mediada por la joven amada muerta, hacía de los Himnos a la noche un poema de naturaleza semejante. Toda búsqueda me hace retornar a estos versos: "Oh noche que guiaste"...




Canciones del alma que se goza de haber llegado al alto estado de la perfección, 
que es la unión con Dios, por el camino de la negación espiritual

1.
En una noche oscura,
con ansias, en amores inflamada,
¡oh dichosa ventura!,
salí sin ser notada,
estando ya mi casa sosegada.

2.
A oscuras y segura,
por la secreta escala, disfrazada,
¡oh dichosa ventura!,
a oscuras y en celada,
estando ya mi casa sosegada.

3.
En la noche dichosa,
en secreto, que nadie me veía,
ni yo miraba cosa,
sin otra luz y guía
sino la que en el corazón ardía.

4.
Aquesta me guiaba
más cierto que la luz del mediodía
adonde me esperaba
quien yo bien me sabía,
en parte donde nadie parecía.

5.
¡Oh noche que guiaste!
¡Oh noche amable más que el alborada!
¡Oh noche que juntaste
amado con amada,
amada en el Amado transformada!

6.
En mi pecho florido,
que entero para él solo se guardaba,
allí quedó dormido,
y yo le regalaba,
y el ventalle de cedros aire daba.

7.
El aire de la almena,
cuando yo sus cabellos esparcía,
con su mano serena
en mi cuello hería,
y todos mis sentidos suspendía.

8.
Quédeme y olvídeme,
el rostro recliné sobre el Amado;
cesó todo, y déjeme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.

Juan de Yepes, San Juan de la Cruz (Fontiveros, 1542-Úbeda, 1591)


Foto: Javier Galarza en FB

sábado, julio 27, 2013

Poemas elegidos, 85


Anahí Mallol 
(La Plata, 1968)

Le Pont Mirabeau, de Guillaume Apollinaire
Me acuerdo de este poema de Apollinaire, que la profesora de francés leía, cuidando al extremo la pronunciación. Yo era una nena que se resistía a dejar de ser nena: tendría once o doce años cuando este poema llegó a mí.
Y  llegó como un bloque: la poesía y la lengua extranjera, así, entrelazadas, en ese momento de iluminación infanto-juvenil, profana y sagrada. Creía entender entonces todo del poema y del francés, justamente porque no entendía nada. O sí, entendía lo fundamental: algo fluía, algo que no se podía detener, algo que en su huida dejaba restos, algo que alguien, una voz, trataba de retener mala o buenamente como un resto del fluir. Lo que fluía, francés, lenguaje, poema, amor, tiempo, río, lo hacía maravillosamente, acompasadamente, en profusión de eles, de eres, de eses.
Ese fluir me rodeó, me atravesó, me acarició, se quedó: un puente con la vida, que quedaría como resto hasta hoy; la poesía, el idioma, entre natal y extranjero, un fluir de sonidos que busca desesperadamente, fracasado, sonoro y sonante, hacer un sentido, siquiera efímero, para demorarse un rato más en los meandros de lo que huye.




Le Pont Mirabeau

Sous le pont Mirabeau coule la Seine
Et nos amours
Faut-il qu'il m'en souvienne
La joie venait toujours après la peine

 Vienne la nuit sonne l'heure
Les jours s'en vont je demeure

Les mains dans les mains restons face à face
Tandis que sous
Le pont de nos bras passe
Des éternels regards l'onde si lasse

 Vienne la nuit sonne l'heure
Les jours s'en vont je demeure

L'amour s'en va comme cette eau courante
L'amour s'en va
Comme la vie est lente
Et comme l'Espérance est violente

 Vienne la nuit sonne l'heure
Les jours s'en vont je demeure

Passent les jours et passent les semaines
Ni temps passé 
Ni les amours reviennent
Sous le pont Mirabeau coule la Seine

 Vienne la nuit sonne l'heure
Les jours s'en vont je demeure


Wilhelm Apollinaire de Kostrowitsky, Guillaume Apollinaire (Roma, 1880-París, 1918)


El puente de Mirabeau

Bajo el puente pasa el Sena
también pasan mis amores
¿hace falta que me acuerde?
tras el goce va la pena

   La noche llega y da la hora
   Se va la hora y me abandona

Pongo en tus manos mis manos
y con los brazos formamos
un puente bajo el que pasan
onda mansa las miradas

   La noche llega y da la hora
   Se va la hora y me abandona

Amor es agua corriente
y como el agua se va
agua de la vida lenta
y la esperanza violenta

   La noche llega y da la hora
   Se va la hora y me abandona

Pasan días y semanas
pasan y jamás regresan
días semanas amores
bajo el puente pasa el Sena

   La noche llega y da la hora
   Se va la hora y me abandona


Versión de Octavio Paz
Versiones y diversiones
Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2000



Foto: Anahí Mallol en FB

Poemas elegidos, 84


Martín Armada
(Buenos Aires, 1979)

El guardián del hielo, de José Watanabe
No conozco en detalle la obra de José Watanabe. Es más, no podría decir que esta elección es la de un lector atento de José Watanabe. Esto me sirve para aceptar que el golpe de un poema puede ser absoluto. Es decir, que un poema se termina cuando se construye un misterio. "El guardián del hielo", enseña eso, tiene esa textura: te da todo lo que te quita. Y por eso es un poema enorme, atroz, como un arca. Es en esencia como lo que ocurre con "El maestro de kung-fu", otro hermoso poema de Watanabe, donde se narra otra historia. Un testigo ve al maestro luchar cada día con su enemigo que no es el aire, sino algo invisible y milenario.  Y afirma: "Ninguno vence nunca, ni él ni él, y mañana volverán a enfrentarse". Así quizás sea, en parte, la dinámica entre nosotros y el Tiempo. Parece una preocupación bien noble para un poema.




El guardián del hielo 

Y coincidimos en el terral
el heladero con su carretilla averiada
y yo
que corría tras los pájaros huidos del fuego
de la zafra.
También coincidió el sol.
En esa situación cómo negarse a un favor llano:
el heladero me pidió cuidar su efímero hielo.

Oh cuidar lo fugaz bajo el sol…

El hielo empezó a derretirse
bajo mi sombra, tan desesperada
como inútil.
Diluyéndose
dibujaba seres esbeltos y primordiales
que sólo un instante tenían firmeza
de cristal de cuarzo
y enseguida eran formas puras
como de montaña o planeta
que se devasta.

No se puede amar lo que tan rápido fuga.
Ama rápido, me dijo el sol.
Y así aprendí, en su ardiente y perverso reino,
a cumplir con la vida:
yo soy el guardián del hielo.

José Watanabe (Laredo, 1945-Lima, 2007)



Foto: Martín Armada por Clara Muschietti

viernes, julio 26, 2013

Poemas elegidos, 83


Fernando Noy
(San Antonio Oeste, Argentina, 1951)

Oh tenebrosa fulgurante, de Amelia Biagioni
Cuando leí este poema de Amelia Biagioni me estremecí ante tanta verdad. Nadie como ella antes me había hablado de la poesía con semejante precisión casi aterradora. Desde entonces lo llevo como un talismán ante el pánico que a veces produce no la hoja sino la vida en blanco. Tampoco solo este poema de Biagioni, sino todos los suyos, siempre han obrado como fulgores de una alquimia más allá de las profecías y palabras sagradas. La poética es ese don, a veces también tremendo y difícil de soportar, incomparable estigma del que además no se puede huir, sanar o ser excomulgados. Es como si la antropofagia de los días le diera el brillo a cada cosa, gesto, objeto, persona, etc., que antes te quitaron. Y quizás los faros en medio del mar también son voces que imprimen poemas en las olas, desde donde algunos marinos verbales logramos rescatarlos cual conchillas, corales, tentáculos de pulpos ahogados en el famoso nudo de nuestras gargantas.
Leer o escribir poesía es casi un mismo vértigo, pero de ambos lados, ante ese oleaje sin orillas que se muerde la cola en la espuma de los versos más conmovedores donde, como en este, al fin encallamos. Nos callamos.... Sonoros!!!


Oh tenebrosa fulgurante

Oh tenebrosa fulgurante, impía
que reinas entre cábala y quimera,
oh dura poesía
que hiciste mi imprevista calavera.

Por qué me diste huesos
sí yo era, entre lenguas, "la que nombra
muriendo transparente", y entre besos
"llovizna" desde el beso hasta la sombra.

Sí yo era la pálida costumbre
de cruzar el otoño trashumante,
 mientras tú suavemente, ave de lumbre,
alta volabas y constante.

Por qué bajaste oscura. Mis despojos
creas, desencadenas mi esqueleto.
Devoraste mis párpados, mis ojos,
mi corazón secreto.

Oh sacrílega maga que ceñiste
la gracia en hambre, alazo, pico y garra,
por qué en tu salamandra convertiste
a mi tristísima cigarra.

Por qué. Pero me ofrezco y apaciento
mis huesos, y mi cara se acostumbra
a ser tan sólo profecía y viento.
Come, cuerva. Y relumbra.

Amelia Biagioni (Gálvez, Argentina, 1916 - Buenos Aires, 2000)
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Foto: Ñ