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miércoles, 26 de junio de 2013

“Trabajos del reino” de Yuri Herrera

Yuri Herrera, al igual que Montero Glez (ver post anterior), es fundamentalmente PROSA. Al menos en el caso de esta novela, que viene siendo la única que he podido leer sin echar mano de ahorros, pero que -me han soplado- es una práctica habitual.

Y digo que el muchacho es todo continente porque lo que viene siendo contenido como que no. En cualquier caso mejor que Montero gracias a que sus personajes no dignifican los de una película de Santiago Segura y que el sonsonete mexicano se come con patatas el gaditano. No hay color.

Eso, y que aquí odiamos la literatura española.

Pero a lo que íbamos. El protagonista es un cantante que para entrar en el reino de los cienos nomás debe cumplir una condición: no cogerse a quien no debe. Clarito se lo deja el gerente a la primera de cambio: “cuidadito con meterte donde no debes, no le busques a las mujeres ajenas”. Putas sí, las que quiera y más, pero a las otras, ni mirarlas. El tuno hará lo que se espera de él, es decir, cagarla

Pero vayamos por orden: el reino de los cienos es el palacio de un capo mexicano al que nuestro protagonista, un cantante de corridos, cae en gracia por una rochada equis. Lo apadrina, lo lleva a palacio y lo tienen componiendo corridos que lo dignifiquen. El palacio era un poco Miraflores en tiempos de Chávez:

Era como siempre se había imaginado los palacios. Sostenido en columnas, con estatuas y pinturas en cada habitación, sofás cubiertos de pieles, picaportes dorados, un techo que no podía rozarse. Y, sobre todo, gente. Cuánta persona cubriendo a zancadas las galerías. De un lado para otro en diligencias o en afán de lucir. Gente de todas partes, de cada lugar del mundo conocido, gente de más allá del desierto. Había, verdad de Dios, hasta algunos que habían visto el mar.

Pues bien, allí hay de todo; tanto, que para salir del cliché hay que sudarla y ni con esas. Está el capo y la cohorte y ese que suponemos traidor, seguramente lo sea. Los únicos decentes, como en el salvaje oeste, serán el doctor y el periodista. Hay una puta buena y guapa y hay una guapa y buena que no es puta y es primero con una y luego con otra que se van enredando la cosa del amor sin llegar a ser nunca del todo un problema de celos. Está todo tan visto que hasta la suegra es un mal bicho.

No hubo cortesano al que negara sus dones. Compuso un corrido al gringo de planta, diestro para idear pasajes de mercancía. Este se había pegado a un hatajo de muchachitos ansiosos de mareo que cada viernes cruzaban a desmayarse de este lado del muro. Aquí está su cuidador, dijo; aquí mero, se confiaron. El más desmedido era un pecoso hijo de cónsul a quien el Gringo devolvía a su casa con amor de padre y los asientos hartos de yerba buena. Bonito fue el negocio hasta que el pecoso se le perdió en un picadero vil. Chulada de canción. Compuso la del Doctor, el principalísimo de la Corte, a quien el Rey mandó a curar a un gatillero con el vientre agujereado de escopeta. Traicionaba el bato, aunque él no sabía que le sabían.

Con estos ingredientes y un escenario palaciego de intrigas, dimes y diretes se hacen ustedes una novela y lo que viene siendo el argumento no les sale diferente ni queriendo.

Pero a cuento de algo tiene que venir el entusiasmo de muchos, no va a ser que estén todos faltos de cultura cinematográfica: los dramas de malos malísimos, buenos buenísimos, drogas, mujeres y alcohol no se multiplican porque sí. Por eso creo que ha de haber algo más si queremos sacar al pinche güey del circuito de novela negra al que, por temática, estaría condenado. La razón, ya lo han visto en las citas anteriores, está en el cómo. A pesar de cierta querencia a hacerse el ininteligible por exceso de localismos mexicanos hay en su estilo ese punto hipnótico que por más que demasiadas (demasiadísimas) veces peque de excesivo (para muestra la siguiente cita en la que asoma un poeta que merece que arranquen el corazón a mordiscos). También a Montero –como vimos en el episodio anterior- se le presume hacer de otro modo lo de siempre. La diferencia fundamental radica en que al menos Herrera se preocupa de atrapar al lector en una historia "musical" (tópica, sí, pero no aburrida) mientras que Montero parece conformase con  relatos de borrachos que duermen bajo los soportales de un Banesto o perros que masturban a estrellas de cine. Y no. O sí, pero no. 

Son. Tantas letras juntas. Suyas. Puestas ahí sin otra cosa que hacer más que fecundar la testa. Son. Muelen la hoja entre rodillos de insomnio, avisan, hurgan la blancura baldía en el papel y en el mirar. ¿Y qué había sido la hoja sino un trasto del jale, como el serrucho si armara mesas, como la fusca si arreglara vidas? Qué, pero nunca este despeñadero de arena con brío y propósitos a saber. Tantas letras ahí. Son. Son un destello. Cómo se empujan y abrevan una de otra y envuelven al ojo en un borlote de razones. Y qué si perfectas, igual rejegas, ya se incriminan con miedo al desarreglo: palabras. Tantas palabras. Suyas. Bronca de signos que se atan. Son una luz constante. Son.