Hace tiempo que no hablamos de Sexto Piso. Con lo que hemos sido en este blog, verdad… Hay una razón para ello pero no se la voy a contar. Lo que sí les voy a contar es de qué va esta novela para que puedan ustedes decidir si, como yo, siguen confiando (algo más, incluso, que eso) en esta editorial o si definitivamente nos mandan a los dos a la mierda.
Una vez más, exagero porque Preparación para la próxima vida no es para tanto. O sí, según se mire. Pero aquí eso nos da igual. Hablaremos igualmente bien de ella. Defecto del animal.
Lo que quiero decir es que NO SE TRATA DE ESO. Vaya por delante que Preparación para la próxima vida es bastante mejor que mucho de lo que se van a encontrar por ahí, pero también es diferente y lo es de un modo que, más allá de calidades excelsas o medianías, esto es, más allá de lo mejor o peor que a uno le parezca la novela en sí, más allá también de originalidades no pretendidas, se trata de la clásica lectura a la que uno puede −debe, incluso− recurrir si quiere presumir de dedicarle el tiempo a algo que no sea la mierda de siempre, pero no tanto, insisto, per se como por la trayectoria o la política o las propuestas, en general, de la editorial en cuestión.
Con Sexto Piso tengo siempre la sensación de ir por fuera del carril. Y eso me gusta. Los carriles, no. Los carriles son para las ovejas. Sexto Piso, no.
Avisados quedan.
Por lo demás, ya lo he dicho, Preparación para la próxima vida, no es para tanto.
La escribe Atticus Lish, esto es, el hijo de Gordon Lish, esto es, el señor que, dicen, hizo posible que Raymond Carver llegase a ser el Raymond Carver que conocemos y no un Eloy Tizón de la vida, esto es, uno de esos escritores de influencia mínima y trayectoria decadente descendente.
Ya sabemos que el genio no es hereditario, pero uno siempre espera que algo se pegue. Al mismo tiempo está la pesada losa de ese padre al que hay que matar siempre, pero es que hay padres y padres y Gordon Lish es de los duros de pelar ergo su sombra no es fácil de ocultar.
Es por ello por lo que Atticus Lish escribió el libro como de tapadillo. Se metía debajo del nórdico y, provisto de linternita y un portaminas, iba perfilando personalidades y dibujando escenarios varios. A papá ni mu. Una vez terminado hizo pellas y lo llevó a una editorial de mierda para que le dieran el visto bueno o un sopapo, lo que ellos vieran. Fue visto bueno. Su señor editor cuenta −ahora, a toro pasado, que es como mejor cuentan las cosas los editores− que fue todo uno recibir, empezar y no ser capaz de dejar el dichoso manuscrito. Que fue tal la impresión, tan desmedido todo, que silenció todos sus grupos de whatsapp nada más que para poder ventilarse las 500 páginas del susodicho sin tener a los cuatro botarates de siempre reclamando royalties.
Que levanten la mano todos aquellos escritores cuyo editor cuente la misma milonga en cada presentación (lo de los royalties, no; la parte de embeleso).
Pues eso.
El caso es que se dio por bueno que Atticus Lish era la hostia como escritor además de una bellísima y excepcionalmente humilde persona. Y por eso le dieron un premio. Por eso y por el libro, claro.
Claro.
Superada la tentación de hablar de su padre (imagínense el material) siquiera figuradamente, Atticus Lish se aventuró en una historia de amor que nunca ocupará las estanterías rosa chicle de los grandes almacenes. Sus protagonistas son un excombatiente de la guerra de Irak (ya tenemos otra sombra: la del 11S) con síndrome postraumático y una china musulmana que ha malvive en Nueva York previa detención, retención, amedrentación.
«Pero había más; se enteró después. Aquello era sólo el principio. Cualquier agente podía llevarla del codo a dar un largo paseo hasta el otro lado de la prisión, enseñarle una lavandería llena de reclusos, decir: Aquí está vuestra nueva ayudante, ¿os la dejo un rato?, y esperar lo bastante para que se le helara la sangre. Después decir: Era broma, ¿te has cagado encima? ¿Quieres comprobarlo? Y mientras la acompañaba de vuelta al ala de las mujeres, diría: Seguro que ahora te mostrarás más simpática conmigo, y la encerraría en el baño para volver más tarde. Si la reclusa se resistía, estaba autorizado a cargar contra ella como si fuera un hombre, derribarla, golpearle la cabeza contra el suelo, darle una descarga eléctrica en la espalda y arrastrarla de una pierna mientras ella gritaba y las cámaras lo grababan todo en blanco y negro; atarla a la silla, meterle una bolsa por la cabeza y dejarla allí doce horas hasta que suplicase un poco de agua. Y él podía contar hasta doce tan despacio como le viniera en gana. Luego la asistente social, al verle los ojos amoratados como ciruelas, preguntaría: ¿Por qué peleas con el personal? Y pondría «Antisocial» en su expediente. Eso añadiría tiempo a la condena, fuese cual fuese, cuando por fin tuviera una condena, y así se agenciarían un trozo más de su vida. Bastaba con que les diese un motivo. Iban a violarla a menos que se comportara y se moviera de una forma determinada y, aun así, podían pillarla en cualquier momento y perderla en la lavandería. Se lo hacían a las chiquitas medio indias de las bandas mexicanas. Si después lloraba demasiado, le darían trazodona. Luego la llevarían arriba, amarrada a una camilla, y la abandonarían en un pasillo».
Una vez fuera, libre cual pajarillo enjaulado, la china conoce al chico loco, se hacen amigos, se aparean, tienen algo parecido a una relación.
La novela son ellos en Nueva York, unas veces juntos, otras no. La novela es una historia de amor sin una triste concesión a las lectoras de pasiones inconfesas por los torsos desnudos. Aquí se vive en un zulo, se trabaja a destajo, se huye continuamente. Se teme al futuro casi más que al presente. Se busca una salida digna: ella quiere la nacionalidad y lo quiere a él; él la quiere a ella y salir de su locura. En ningún caso necesariamente por el orden descrito.
«Todos habían cambiado, la guerra había cambiado y las rarezas de Skinner apenas se notaban. Estaban incrustadas en la guerra, eran su consecuencia lógica. La misma guerra era cada vez más extraña. Dentro de su unidad, se identificó con un grupo de soldados que se hacían llamar «los sacos de mierda». Los soldados llamaban «sacos de mierda» a las bolsas de plástico facilitadas por el ejército a modo de cagaderos portátiles. Cuando coreaban su nombre y entrechocaban los puños, equivalía a decir: Seguimos vivos. Tenían sus supersticiones y rituales, que se volvieron cada vez más complejos. Iniciaron una vida tribal. Algunas de las bandas dentro de la infantería se vieron involucradas en asesinatos. Dejaban cables o armas encima de los cadáveres. Un sargento de artillería de Akro, Ohio, se convirtió en capo de un escuadrón de la muerte. Skinner era un enfermo mental que día tras día transitaba por la zona de combate agravando sus daños: cortes que no cicatrizaban, dolor de espalda, diarrea, pérdida auditiva, visión borrosa, cefaleas, calambres en las manos, insomnio, apatía, ira, tristeza, desprecio, depresión, desesperación».
Mediada la novela surge el conflicto. No todo va a ser drogas, alcohol, trabajo y ansiedad. Un tercer personaje es presentado como el chico malo que viene a traer el miedo y la violencia. Cuando este personaje aparece, la novela tiembla. Aquí mi sombrero, señor Lish: magnífica la gestión del miedo; un diez al crescendo de la tensión.
«Ella se creía muy lista. Cuando la descubrieron, dijo: Vale, me habéis pillado. Tenía un culo bonito. Tuvo que ofrecérselo. Me habéis descubierto, así que tengo que seguir las reglas. Pues muy bien, dijeron, si lo ves así. Y se la follaron. Hasta aquí, todo bien. Todo legal. La habían pillado, sin trampas. Y ella, como mujer en su posición, supo lo que le tocaba hacer. Pero era una intrigante. No llamaré a la policía, dijo. Dejadme ir. Fue a buscar su bolso y no estaba. ¿Por qué no está la ropa? Porque no irás a ninguna parte. Estaban en un sótano, lejos de todo. Es entonces cuando ella se pone en guardia. Ahí es cuando sabe que se ha metido en un buen lío y quiere librarse dando palique, como ha hecho siempre para salirse de los marrones. Pero ahora no le sirve de nada. Ese tío no se traga nada de lo que le cuenta sobre su triste vida. Y le dice, esto es lo que voy a hacer: Por cada mentira que hayas dicho, te daré una paliza. La golpea como nadie la ha golpeado en la vida. Ella grita y llora durante, veamos, dos días. Al final, él le da un espejo. Está destrozada. Nunca podrá volver a andar, ni podrá tener hijos. Llama a su mamá. Mamá mamá mamá por favor no me mates. Él le da la buena noticia. Nunca saldrás de aquí. Y a ella se le ponen los ojos como platos. Le suplica, dice que le hará una mamada. No. ¿Quieres esto? No. ¿Quieres aquello? No. Nunca saldrás de aquí. Morirás aquí, y no será divertido. Llora cuanto quieras. Jimmy levantó los dedos, adornados de nuevo con anillos de calaveras, y se apretó las comisuras de los ojos, allá donde caerían las lágrimas. A nadie le importan tus tristes ojos castaños. Era su fin y ella no acababa de creérselo».
Termino.
Bien por el pequeño Lish: por la historia; por el estilo. Y bien por Sexto Piso: por el hallazgo, por la traducción (a cargo de Magdalena Palmer, dicho sea de paso); por traernos tantos regalos de los dioses en forma de buena literatura.
Una vez más: he aquí mi sombrero, señores.