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lunes, 6 de junio de 2016

‘Cocaína’ de Daniel Jiménez

Hoy voy a empezar con una cita de esta novela. Es más. Hoy voy a incluir muchas citas en la reseña; voy a dejar que el libro hable por sí solo. Mi intromisión será mínima. O casi; ya saben que me pierde la boca.

En un momento determinado una madre pregunta a su hijo (el protagonista) qué problemas tiene. Aquí la respuesta del nene: atentos: «Por ejemplo, la soledad, la incapacidad para volver a amar, la desesperación, la frustración, el rencor hacia todos vosotros, el fracaso de mis inquietudes literarias, las ganas de desaparecer, culpabilizar a mi hermana por haberse suicidado y haber destrozado mi posibilidad de ser feliz, y la adicción a la cocaína como única salida, como válvula de escape, como manera de sobrevivir, y tal vez algún otro problema de índole menor como la aparición de canas en la barba, unas erecciones cada vez menos intensas y una envidia malsana a todos los escritores jóvenes del nuevo boom, o miniboom, o postboom, que tienen más facilidades para publicar que yo

La negrita es mía.

Qué importante, publicar, eh, qué gran problema que otros mindundis lo hagan antes y mejor que tú, eh, qué gran putada no ser literato de reconocido prestigio en este barrizal de letras varias que no merece ni un ápice de la atención que recibe: «[…] , lo mejor que le podía pasar a la triste literatura de este país miserable es que se fuera muy a tomar por el culo». 

Pero sí, PUBLICAR, ¡qué importante y qué necesario!

Claro que por otro lado, el muchacho, el protagonista, al ser escritor, qué otra cosa puede hacer, a qué más puede aspirar. Bueno..., escritor..., quiero decir, ser humano al que le gusta la literatura e intenta escribir un nuevo libro pero no le sale, claro, porque está siembre metiéndose cocaína y claro, bajonazo, y claro, la literatura como tabla de salvación, y claro, todo este esfuerzo para qué si al final na de na: «Has escrito dos novelas que nadie ha querido publicar y tienes otras dos empezadas, has terminado una veintena de cuentos, has escrito más de cien artículos sobre literatura que no han cambiado nada, has entrevistado a más de cincuenta escritores españoles y extranjeros, en persona, por teléfono o por email, has publicado reseñas de libros, algunos de los cuales ni siquiera te habías leído».

De ahí la autoficción. Bueno, de ahí y de aquí: «Necesitamos saber si los autores son héroes o villanos para evaluar si son o no verdaderos escritores. Para contar cuentos de príncipes y dragones ya están los políticos, las series de televisión y la prensa. La literatura del siglo XXI exige algo más. Henry Miller escribió: la literatura del siglo XXI será autobiográfica o no será».

Requisitos, pues, para ser escritor: saber escribir, tener suerte, un padrino, saber chuparla correctamente. Ganar un premio. Cuando no, llorar: beber, drogarse, contarlo: «Cualquier texto es mejor que la vida real porque en una ficción siempre habrá más sentido y verdad que los hechos insustanciales de la cotidianidad. Estás harto de escribir este Diario de un cocainómano, estas Confesiones de un madrileño consumidor de cocaína, esta Historia de un cocainómano contada por sí mismo, este Autorretrato con cocaína, esta lucha desesperada por salir adelante. La literatura ¿podrá salvarte? ¿Qué o quién lo hará? ¿Existe la salvación? ¿Está a tu alcance?». No, claro que no, la tontería no tiene cura. Pero al menos podrás publicar. Porque de eso de trata, ¿no?, de publicar. No perdamos de vista el objetivo, no se nos vaya a escapar: «El tirano Soto Ivars te asegura por teléfono que gracias a la tragedia que has padecido y a las cicatrices que ha dejado en tu cuerpo es más fácil que ahora te publiquen». Pues claro que sí.

El tirano Soto Ivars. Esa es otra.

Llegado un momento en la puta novela (o en el dichoso diario, como prefieran) casi no se habla de otra cosa que de Soto Ivars (un joven escritor al que le han regalado una columna no sé dónde no sé por qué ni en base a qué filias) como ejemplo a seguir.

Lo digo completamente en serio. Yo sé que esto hay que tomárselo con humor, es decir, con el humor con el que está escrito, pero a mí estos chistes privados de endogamia literaria me hace gracia un rato y otro rato me hacen llorar de vergüenza ajena: «Hace días que te persigue el fantasma del tirano Soto Ivars, un joven escritor a quien aún no has tenido la suerte de conocer, un joven escritor que termina todos los proyectos que emprende y se lanza a por otros nuevos que nunca deja a medias, un escritor que huye del patetismo de los principiantes y asume su valía y se enfrenta a cualquier reto para lograr el éxito a toda costa, una postura lúcida y desde luego más rentable que la tuya, lo que no hace sino evidenciar tu condición de escritor fracasado, inédito y desesperado».

Y a partir de ahí todo son señales.

«Cuando estuviste con la joven doctora te habló de un joven escritor del que, por cierto, no estaría nada mal que aprendieras algo puesto que se había leído una novela suya y además le seguía en Twitter y era su amiga número un millón, aproximadamente, de Facebook. Tú no tienes Twitter ni Facebook y ni siquiera conoces al tirano Soto Ivars, pero está claro que la nueva literatura de este país desmemoriado necesita escritores como él».

¿Ven lo mismo que yo?

Sí, eso es. La LUZ.

En cualquier caso si algo queda claro en esta novela o diario o lo que sea es que drogarse sería, caso de no ser tan cara, una solución cojonuda a los problemas derivados de la pobreza y/o la mediocridad: «Cuando estás drogado no piensas en el dinero que no tienes ni en los libros que jamás escribirás ni en los países que no has visitado ni en tu triste condición de escritor fracasado, y ni siquiera piensas en la muerte que te espera y que está cerca».

También queda claro, en este conglomerado de experiencias vitales, que la literatura (perdón, la literatura no, ¡la nueva literatura!) ya no sirve absolutamente para nada: «La literatura no sirve para nada». 

Pero es que… PARA NADA DE NADA DE NADA: «Cada vez tienes menos claro por qué los escritores siguen escribiendo libros cuando ni aunque viviéramos doscientos años seríamos capaces de leer los miles de ellos que ya están escritos y que en cierto sentido son insuperables. […] Ortega y Gasset, hace casi un siglo, se preguntaba qué sentido tenía dar más libros superfluos a la imprenta. ¿Alguno de los libros que planeas escribir tú podrán escapar a este pobre destino?»

Probablemente no, pero mira, de entrada, te han dado un premio, Dani. Ya es algo. 

Pasito a pasito. 

Lo siguiente será cambiar el mundo.

«Con la primera copa en la mano, todos empezabais a hablar de la necesidad de renovar la repetitiva literatura de este país decadente. Con la segunda copa, todos te decían que tenías que ser tú quien renovara la ultrajada literatura de este país corrompido. Tras ingerir la tercera copa, tú les asegurabas que no, que estaba claro que iban a ser ellos los que renovaran la pútrida literatura de este país pestilente. Encerrados en el baño, con la cuarta copa apoyada en el retrete, todos estabais de acuerdo en que la literatura de este país da asco y que no merece la pena renovarla porque está muerta».

Excepto la de Soto Ivars, of course, pero esta es una cosa que, con poco que leas, lo ves enseguida: «[…] lees libros. Relatos de alguna antología de jóvenes escritores en las que están todos los gilipollas con suerte que no son tú y novelas que empiezas con admiración pero nunca terminas por hastío o envidia».

En cualquier caso la novela, diario… bah, la autoficción esta se resume, y muy bien, en esto: «A lo mejor la adicción a la escritura es más peligrosa que la adicción a la cocaína. A lo mejor ambas adicciones son una sola. A lo mejor sólo eres adicto a una vaga idea de lo heroico y lo enfermizo. A lo mejor eres un genio. A lo mejor eres mediocre. A lo mejor eres una persona normal y corriente, tan normal y tan corriente que te asusta pensarlo».

El miedo a la mediocridad como señal de normalidad, el miedo a no destacar (a los treinta años, no me jodas); el miedo a ser uno de tantos que se creían tanto, que prometieron tanto, que se vendieron como tanto y acabaron no siendo nada más que unos pobres imbéciles: «Reordenas una serie de escritos inacabados y se los envías por email al tirano Soto Ivars. Durante el proceso te descubres comparando esos textos con los de José Ángel Mañas, Alberto Olmos, Ray Loriga, Agustín Fernández Mallo y algunos autores más que en su momento fueron una revelación y dieron alas a una generación de escritores. Tus objetivos son más ambiciosos y tus pretensiones superlativas, lo cual no dice nada en tu favor, pero tal vez ellos también creyeron, en sus inicios, que eran diferentes y que serían diferentes y que su rebeldía y su escritura no era deudora de nadie y que su maestrazgo crearía escuela aunque nadie que supere la treintena vaya a leer jamás cualquiera de sus libros. Ser joven y ser escritor te coloca en una tesitura incómoda que no es fácil de manejar. Ser joven, ser escritor y ser famoso te convierte en un auténtico gilipollas».

Yo aquí me perdí, no sé ustedes, y ya no sabía si hablaba también de Soto Ivars o lo excluía por amor a su arte, pero en cualquier caso a esta novela ha tenido un reconocimiento que probablemente no merecía por razones que tiene mucho que ver con esa puta manía que tenemos los cuatro que leemos y los doscientos que escriben de dejarnos engañar por las memorias literarias firmadas por borrachos o drogadictos o jugadores empedernidos, por hombres y mujeres que no dudan en arrastrarse por el cieno cual serpientes y desde la mayor de las desvergüenzas nada más que para acceder al cuestionado Olimpo que ocupan los columnistas de moda aunque sea vía sospechoso (no tanto por jurado como por definición) premio que te crío.


jueves, 7 de enero de 2016

‘El mar de las Sirtes’ de Julien Gracq

«Para algunos hay ciudades condenadas sólo porque parecen nacidas y construidas para cerrar aquellas lejanías que les permitirían vivir en ellas. Son ciudades confortables; en ellas se ve el mundo como desde ninguna parte, como puede verlo la ardilla desde su rueda. A mí las únicas ciudades que me gustan son aquellas por cuyas calles se siente soplar el viento del desierto; y ha habido días —dijo, volviéndose hacia mí y mirándome con ojos penetrantes— en que he acusado gravemente a Orsenna; por sus calles sólo se huele a pantano, y a veces he pensado que no dejaba girar la tierra».
Júrenme que no se aburren. Júrenme por su lindo perrito que no se aburren mortalmente. 

Claro que se aburren. Cómo no se van a aburrir. Si es que este punto al que hemos llegado es de morirse de asco, literalmente, de auténtico vómito. Lo más apasionante del viernes es mirar la cartelera o, para los menos afortunados, ir a la presentación de algún libro absolutamente prescindible que no hemos podido evitar.

Pero no siempre es así. 

No hace mucho un atentado en Paris incendió las redes sociales al punto de tener que cerrarlas para poder respirar. Aquello era un frenesí de hipervínculos, lamentos y mapas detallados de zonas de combarte, estrategias militares y posibles soluciones al conflicto. Dolía tanto aquello de Francia, verdad… Porque los atentados en Francia, sobre todo por ser en París (qué bonito París, no me digan) duelen el doble que en Eslovenia, el tripe que en Rumanía… Y ya a partir de Turquía que les vayan dando, a todos, qué nos importará a nosotros... Ahora bien, ¡París! Joder… ¡París!

Pero qué me dicen de la emoción, eh, qué me dicen de ese irte a la cama con 140 muertos a la espalda; con esa carga de odio que no sabes todavía a quién dirigir, con esas ganas de hablar, de gritar, de dar tu opinión… esa necesidad, de repente imperiosa, de bombardear algo y matarlos a todos, hijos de puta que quieren acabar con nuestra paz. Ya no ardía sólo la red por las opiniones, sino por las búsquedas de artículos, explicaciones… cualquier cosa que nos dijese dónde estaba el problema. Por dónde caía exactamente Siria.

Que nadie se engañe: el miedo nos devuelve a la vida; en el fondo necesitamos una guerra. Todo exceso es malo y esto incluye la paz.

Esto viene a cuento de algo, claro.

En El mar de las Sirtes, Aldo, un niño bien, se aburre. Se aburre él y se aburre el país pero él quiere hacer algo. No aburrirse, por ejemplo. Y se busca un curro. Papi y Mami tiran de un hilo y colocan al nene en las Sirtes, a la orilla de un mar ocupado por una guarnición de tropas que se supone velan por nuestra paz toda vez que estamos en tiempos de guerra. Orsenna, la patria de Aldo, lleva trescientos años en guerra con el Farghestán por motivos que ya realmente nadie recuerda. Aquella es una guerra de mierda porque allí no muere nadie. Simplemente se saben de uñas y procuran evitarse. Les separa el mar de la tranquilidad: el mar de las Sirtes. 

Pero tanta paz… 

Aldo se sigue aburriendo. El cuartel se cae a pedazos, los barcos parecen de juguete y la fortaleza ya no merece tal nombre. Los hombres, pues, se dan a la agricultura, la ganadería… Bailan, copulan dichosamente, dejan pasar las horas mirando el húmedo horizonte tal como en El desierto de los tártaros la también guarnición, miraba el arenal.

Pero…

El nene medio se enamora (un poco ya venía de casa) de una linda rapaza de alta cuna, como él. La nena habita un palacete que es un nido de víboras donde todo son dimes y diretes y conspiraciones varias. Están todos muy nerviosos, creen que algo va a pasar. O más bien llevan tiempo esperando que pase algo y ya empiezan a estar un poco hartos de promesa incumplida.

«Según los rumores, allá no ha pasado nada que pueda verse. Nada ha cambiado en apariencia. Y hasta merece subrayarse que el que no haya cambiado nada en las apariencias confiere a los rumores algo más inquietante aún. Lo que se quiere decir, si es que se quiere decir algo, es más bien que una especie de poder oculto, digamos de sociedad secreta, con objetivos mal definidos, pero ciertamente exorbitantes, inconfesables, parece haber subyugado el país, lo ha hecho suyo y se ha apoderado de todos los mecanismos de gobierno».

Lo que sea. El caso es que la rubia le dice al maromo que vaya a navegar con ella, que le va a enseñar cuatro cosas. Entre tal y cual y va malmetiendo porque las mujeres ya se sabe. Entonces él, que gustaba de explorar zonas inhóspitas decide un buen día, unilateralmente, pasarse de la raya, esto es, cruzar los límites del mar, aquellos que sostienen la paz y el tedio. 

Y así se lía.

No hay balaseras porque la cosa no va de eso, pero se le suponen a un futuro cercano. La novela trata, en realidad, sobre los deseos ocultos del hombre, esto es, sed insaciada de sangre y esa cosa que te corre por el cuerpo, esa emoción, esa pasión por la lucha, por derrotar al otro, acabar con él, comerte su corazón..., un sentimiento similar al que se le supone a Jimenez Losantos oyéndole hablar de Podemos. 

La historia es fenomenal, las cosas como son, y la sensación de lento discurrir o de andar por las nubes o de caminar en sueños, ese subir acantilados con mujeres en brazos o salir de salas de mapas para entrar en salones de baile, le da un punto de irrealidad que va muy bien con ese exceso de prosa de Gracq, que es, de todo, lo que menos me gusta por más que sepa y quiera y pueda apreciarla en lo que vale. Pero es que hay un exceso tal de… de todo, que demasiadas veces invita a la espantada.

«Orsenna transmigraba, se evaporaba en aquella polvareda de estrellas en la que leía Fabrizio nuestra ruta. Brillaban con un resplandor inagotable y constante. Una noche más, después de tantas otras, se tendía Orsenna en el lecho de sus astros, se disolvía gustosa en la figura de sus estrellas, totalmente entregada como un planeta muerto a la intimidad y la inercia sideral».

lunes, 28 de diciembre de 2015

‘Una soledad demasiado ruidosa’ de Bohumil Hrabal

Fe de lectura, aviso; ni mucho menos reseña. Ya no me disculpo más por mi falta de tiempo para dedicarle al blog. Corren malos tiempos para la épica literaria y peores correrán pero todo se andará. No hay mal, dicen, que cien años dure y yo sospecho que a este mal le quedan escasamente dos.

Una soledad demasiado ruidosa es el primero de los libros por los que he vendido el mes de diciembre, esto es, que hay un ser humano que ha decidido por mí las que serán mis lecturas, no sé si guiado por el ferviente deseo de hacerme feliz o simplemente para alejarme de malas compañías. Me he reservado, en cualquier caso, un pequeño espacio donde quepan cosillas que puedan ir surgiendo, males que quiera perpetrar, porque ya sabemos cómo va eso del culo quiero y el ansia desmedida de visitas, motor último de este blog, como bien sabrían si oyesen hablar a los demás.

* * * *

Afronto esta soledad con el prejuicio (que nace de los mensajes menos que subliminales que me he ido encontrando en la red) de que es un libro que trata del amor a los libros, que es, por lo general y por culpa del excesivo amaneramiento de quienes aman los libros con esa pasión de adolescente disfuncional, algo que siempre me ha dado bastante grima. Puedo entender esa pasión por la literatura, siempre y cuando sea una pasión madura, modelo senectud, y entiendo o puedo hacerlo, también, la enfermiza necesidad de llenar las estanterías de libros, total para nada más que sacarse una fotografía con ellos de fondo, una forma nada barata de darse de una pátina de falsa intelectualidad. Era, pues, mi temor, que Hrabal fuese de esos señores que un día descubren que sin libros no son nada, que los aman y aman y están más que dispuestos a dejarnos perdidos con sus babas como prueba de aquello. Estaba mi temor, vaya, de que el señor fuese un gilipollas, pero también estaba la esperanza (casi la certeza toda vez que quien me lo recomendó no parecía esa clase de persona) de que esto no fuese así, es decir, de que no llegase la sangre al río o que directamente no hubiese sangre ni rio y que todo aquello, esa soledad demasiado ruidosa, fuese una cosa completamente diferente a lo que algunos daban a entender con tan infantiles baboseos.

Una vez leído compruebo que ni lo uno ni lo otro y todo a la vez. Sí hay amor a los libros y sí hay otras cosas que no tienen directamente que ver con ellos, aunque fundamentalmente sí, al menos como excusa. Podemos, claro, simplificar y quedarnos con ese amor de viejo chocho, que es lo que realmente nos pide el cuerpo.

El protagonista lleva treinta y cinco años trabajando en un taller subterráneo: prensa papel, hurta libros, se cultiva con ahínco; bebe cantidades ingentes de cerveza. Ama los libros, instrumentos en peligro de extinción en el régimen en el que vive, régimen que persigue el silencio civil a golpe de ignorancia, régimen que no pretende otra cosa que someter al ciudadano. Ironías de la vida, Hanta, que así se llama nuestro protagonista, ha evitado ese hundimiento precisamente gracias al trabajo que lo hace posible, un trabajo que realiza diligente; trabajo que pretende hacer, en la medida de lo posible, más bello, menos demoledor, a base de incluir en los bloques resultante de papel, una firma muy personal: una aportación cultural: una tabla de salvación: un libro, una litografía: un recuerdo de lo que fue. 

En su trabajo, pues, pese a lo terrible, cabe la esperanza. Pero nada dura eternamente. Un buen día visita una importante e imponente prensa hidráulica y ve con horror el fin de los tiempos ya malos de por sí pero nunca imaginó que tanto:

«[…]empecé a ver con toda claridad que esa prensa hidráulica representaba un golpe mortal para todas las prensas pequeñas, que el espectáculo al que estaba asistiendo simbolizaba una nueva era muy diferente a la que yo y los viejos prensadores como yo habíamos vivido, era el fin de nuestro modo de trabajar. Se acabarían las pequeñas alegrías y sorpresas cotidianas que llegaban a mi madriguera en forma de hallazgos insólitos, se acabarían los viejos prensadores como yo, cultos a pesar de sí mismos, se acabarían nuestras bibliotecas privadas y nuestras esperanzas de alcanzar algún día un cambio cualitativo; ésta era otra mentalidad…[…]»

No es, por lo tanto, lo importante en esta novela, ese amor a los libros que tanto se pregona, no al menos de un modo exclusivo, no como objetos, sino a la libertad de la que se ve, poco a poco, privado, a resultas de lo cual surge una sociedad triste, ignorante, uniformada y sumisa; sociedad de ávidos e incansables bebedores de leche, alimento indigesto para tantos, bebida estúpida por antonomasia.

«[…] durante estos treinta y cinco años, he experimentado el complejo de Sísifo que tan bien describió el señor Sartre y aún mejor el señor Camus; cuantos más paquetes se llevan más papel llega, y así siempre, hasta el infinito; en cambio, la brigada socialista de trabajo en Bubny está siempre al día, el sol ilumina sus cuerpos de efebos griegos, esos jovencitos pasarán el verano en la Hélade, sin saber nada de nada de Aristóteles ni de Goethe, ni de la inmortalidad de la Grecia antigua, frescos como una rosa; ahora seguían trabajando con toda la calma del mundo, separaban flemáticamente el interior de los libros de las tapas y echaban sobre la cinta las horrorizadas y erizadas páginas, indiferentes e inmutables, sin darse cuenta del valor de cada libro, sin pensar que alguien lo habrá escrito, corregido, leído, ilustrado, impreso, compaginado y publicado, y que después otra persona lo habrá censurado y prohibido, y aún otra persona habrá ordenado su aniquilación, lo habrá cargado en un camión y traído hasta aquí donde jóvenes obreros con guantes rojos y azules y amarillos y naranja extirpaban sus entrañas y las tiraban a la cinta transportadora, muda pero exacta, que a empujones conducía las páginas erizadas a la prensa gigante que las comprimía en paquetes que luego pasarían a las fábricas de papel donde los transformarían en papel blanco, puro e inocente, inmaculado y aún no ensuciado por las letras, con el que más tarde imprimirían nuevos libros…» 

La narración se acompaña de un par de historias de amor, una de ellas medio simpática de puro escatológica pero en cualquier caso absolutamente prescindibles, lo que viene teniendo muy poco de cumplido. Hay un exceso de verborrea (recuerdos que no vienen a cuento de nada en una novela tan corta) pero sobre todo de una forzada ausencia de puntos y aparte cuando el texto sí los pide, y a gritos, además, y no una vez ni dos ni tres sino cienes de ellas, y que hace pensar que tal vez quería Hrabal aparentar lo que en realidad no es. Es, en cualquier caso, ese quiero y no puedo tan en apariencia insignificante (qué importará un punto y aparte más o un menos, verdad) razón más que suficiente para que quien esto escribe haya sufrido lo que no está escrito. De acuerdo, tal vez no tanto, pero sí que ha sido realmente molesto, incómodo, como ver a un mago ejecutar un truco que no acaba de funcionar, como ver al pajarito aletear en el bolsillo segundos antes de aparecer en su mano.

Por lo demás, bueno, bien. Interesante. No mucho más.



martes, 17 de noviembre de 2015

‘Warlock’ de Oakley Hall

Es algo más que nostalgia.

Me refiero a la emoción que acompaña la lectura de esta novela. Es algo más que nostalgia

Debe serlo.

Cierto es que retrotrae a las sobremesas de los fines de semana de hace, qué sé yo, treinta o treinta y tantos años, cuando unos cuantos, los más listos, alimentábamos las fantasías más salvajes gracias a los ciclos de películas “de indios y vaqueros” que pasaban por La Primera cuando sólo eran dos (las cadenas); fantasías que a lo largo de la semana, antes de que llegase el sábado siguiente, reproducíamos a pequeña escala en los sillones y muebles del salón con los playmobils o con ese tambor reciclado de Ariel que teníamos repleto de caballos, tipis y soldados no articulados. Y eso, quieras que no, se queda ahí, madurando, haciendo de nosotros lo que ahora somos.

Pero aunque fuese así, es decir, aunque la emoción de la que hablaba al comienzo fuese nada más que nostalgia de aquello, ya sería mucho, ya valdría cada página su peso en oro.

Pero Warlock es algo más que una de vaqueros (o así se siente) por lo que cualquier cosa que diga a partir de ahora, será únicamente vulgar simplificación

La historia es la siguiente: Warlock es un pueblo minero que todavía no tiene condición de tal. Por más que los comerciantes insisten no encuentran el modo de conseguir la legalidad por lo que aquello se mantiene como un reducto de cuatreros: un pequeño infierno de peleas nocturnas, disparos no siempre al aire y en general una apuesta por la no prosperidad. Para hacer de Warlock un lugar habitable los empresarios se constituyen en Asociación y entre las medidas que toman hay una que será determinante: contratan un segurata. Eligen uno de reconocido prestigio: un pistolero que ha dado siempre mucho que hablar y no precisamente por su carácter conciliador. 

Pero esta es sólo la premisa. Resulta del todo imposible resumir el argumento de esta novela que, para más inri, se estructura en tres partes bien diferenciadas pero en modo alguno independientes. Hablamos de setecientas páginas de bandoleros, cuatreros, sheriffs, bellas y santas damas, putillas celosas, jugadores profesionales, hombres cobardes y hombres de honor… En esta novela, que perfectamente podría ser la novela del oeste definitiva, podemos encontrar, y de hecho encontramos, TODO. Y cuando digo todo quiero decir todo, incluso apaches, por más que sean de mentira. Encontraremos ataques a diligencia; mujeres que llegan, odian y se enamoran del hombre equivocado; batidas para capturar asesinos; juicios, jueces, abogados, corrupción, doble moral, reglas medievales; ladrones de ganado, hombres de ley sin ley; duelos legendarios y pistolas de oro. Y además: una mina, mineros, regulación laboral, sindicalistas, manifestaciones… Hasta el ejército aparece por sus páginas.

Lo dicho: TODO. Gozoso exceso donde los haya.

Pero claro, estamos en lo de siempre: novelita de oeste.

Yo entiendo que no es fácil. Ya en cine no lo es −y eso que sólo roba hora y media a nuestras vidas− como para dedicarle semana y pico a saber si al final el ayudante del sheriff se enamorará o no de la linda putilla.

Y esto es así: este género (menor donde los haya) no acaba de llamar la atención, seguramente porque en nuestro imaginario tienen demasiada fuerza aquellas noveluchas de bolsillo que se cambiaban por cinco pesetas en quioscos de barrio (sin querer en modo alguno desmerecerlas). No tenemos problema, previa garantía del mínimo exigible de calidad (y esto, me temo, no siempre), en leer terror, misterio, fantasía o demás zarandajas, pero nos resistimos a los hombres de cartucheras por alguna razón que desconozco pero que seguro tiene mucho que ver con entender el western como un género casi exclusivamente visual además de directamente “cosa de tíos”. No lo sé, insisto. Yo mismo soy reacio a ello y lo soy por las razones expuestas pero sobre todo lo soy por prejuicio: ¿una buena novela el oeste? Imposible. Y por más que te digan: imposible. Y por más que te insistan: imposible. Mejor leer sobre vampiros, mejor leer sobre zombies, mejor leer sobre hobbits, por ejemplo. Paparruchas. Mejor leer a Oakley Hall, siempre. Mejor leer Warlock.


Muchas de las mejores películas son westerns sin forma de tal. Muchas de las mejores novelas, también. Y nosotros dale que dale a evitarlas, dale que dale a poner excusas que nadie se cree, nosotros los primeros. Que si tengo mucho pendiente, que si no es mi estilo... bah. Y nos lo estamos perdiendo. Lo mejor del mundo, digo: nos los estamos perdiendo. Porque esto es así: el western es lo puto mejor del mundo. Y Warlock, la demostración palpable. Y quien diga lo contrario o bien miente o bien no tiene ni puta idea.


lunes, 23 de febrero de 2015

‘Los huérfanos’ de Jorge Carrión

Presten atención a la portada de este libro. 

Presen atención, también, a la contra: «Los huérfanos es un relato de ciencia-ficción profundamente humanista. Una asombrosa indagación en los peligros de la memoria histórica como instrumento político. Y una apuesta por la literatura entendida como ambición».

Seguimos cuesta arriba. Ahora, el argumento: 

Pekín, año dos mil cuarentayalgo. Un bunker. Un grupo de supervivientes, chinos o no tan chinos, ciudadanos del mundo en definitiva, sobreviven bajo la luz amarillenta propia de tan claustrofóbicos espacios tras esa esperada hecatombe conocida como la Tercera Guerra Mundial.

Bien, ¿no? Es decir: prometedor. Sobre todo si, como es mi caso, la cosa apocalíptica tira

Bueno, pues no

Iniciamos el descenso.

Marcelo, el narrador de esta novela (novela objeto de sus observaciones y pensamientos más íntimos), es un tipo empeñado en aprenderse el Diccionario por las malas, porque esta es una novela de ciencia ficción dirigida a los que son de letras. Es casi lo mejor que tiene. No. Es lo mejor que tiene. Imagínense.

«Como en un viaje demencial por la toponimia; como en un descenso en espiral por el abismo de un mapa; como una expedición de rastreo de huellas por los valles y desniveles y pueblos y depresiones y cordilleras y aldeas y ríos y vertederos y acantilados y metrópolis y periferias y polígonos industriales y búnkeres y sótanos de la historia de la topografía; así he caminado, sin tregua ni descanso, siempre hacia el norte, es decir, hacia el fin, por una ruta exclusiva de palabras. Las he buscado y encontrado, ensartado, recorrido, subrayado, estudiado, memorizado, interiorizado durante jornadas laborales y ratos de ocio, robándole el tiempo a las comidas y al sueño, discretamente, en silencio, sin que nadie pudiera detectarme ni, por tanto, delatarme».

Apasionante. Un hombre. El fin del mundo. Una misión: el rigor sintáctico. Jódanse, apocalípticos de manual.

Básicamente la acción de la novela es lo que pasa en el bunker —que tampoco es que sea gran cosa— en un momento concreto pero con frecuentes incursiones a un pasado más y menos reciente. Hay, además del protagonista, un grupo de habitantes que son descritos con habilidad poco habitual por el autor:

«Xabier (cráneo prominente, rostro huesudo con geometría de diamante en bruto, en cuyo hemisferio inferior lucen dos ojillos grises, insistentes, ajedrecísticos): viejo amigo, Xabier.
Susan (piel carcomida por cicatrices de acné y poblada de gruesos pelos rizados que la luz amarilla disimula, ayudada por la energía que pese a todo irradian los ojos verdes y la boca, siempre a punto de sonreír sin nunca decidirse a ello): Susan.
Kaury (líneas ovaladas y curvas en las ojeras, en la piel colgante del cuello, en los cachetes, que ahogan la vivacidad en decadencia de la mirada castaña, siempre despeinada): Kaury».

[Etcétera, etcétera, etcétera]

Y así. Todo muy profesional, original, innovador. Tanto como un catálogo de encimeras de cocina.

El motor de la narración de lo que ocurre en el bunker (otro cantar, ya, el contexto histórico) es de un simplismo brutal: uno, que estaba loco, que, de hecho, lleva loco muchos años, años en los que, para más inri, vive aislado (motivo a pesar del cual no se plantea, como cabría esperar en una novela de esta naturaleza, el menor problema ético que suponer alimentar una boca inútil), se escapa. El loco sale de su celda y anda por ahí, paseando, por el entresuelo del bunker, bajo los pies de todos ellos. Esto se puede vivir con pánico o con cierta normalidad, depende de lo que desayunes. Carrión, otro narrador sin sangre en la venas pero amante de la corrección gramatical más enfermiza y a ratos un tanto-bastante irritante, opta por lo segundo, provocando en el lector un exceso de apatía y odio visceral que acaba proyectando en, no sé, un diccionario. O algo. («Algo: sí «algo», ese pronombre indefinido que refiere a lo que no se quiere o no se puede nombrar»).

«Las gotas me salpican los pómulos, el cuello, los ojos. Se convierten en lágrimas, del latín «lacrima», lacrimoso, lacrimal, lacriminal».
«Y escribo ahora en presente, me doy cuenta, y el cambio de tiempo requiere una explicación —que nadie me ha pedido, que nunca nadie me pedirá porque mi único interlocutor es la nada, nadie—. —Que el lenguaje no se descontrole».
«Caída libre: aberrante, abismal, absurda, corrosiva, degradante, delirante, deprimente, inmoral, irreversible, kamikaze, obscura y oscura, pútrida, radical, sucia, suicida, terrible, vulgar: ¿cuántos adjetivos serían necesarios para describirla?»
«Mientras él dudaba, al mismo tiempo que lo hacían las líneas céreas de sus rasgos, he tratado de estudiar su fisonomía para religarla con su nombre, pero sus palabras han llegado antes de que lograra su objetivo mi concentración».

Al mismo tiempo, porque ese bunker es un no parar, al narrador le pone una adolescente que nació el mismo día que estalló la guerra y media novela es él sátiro perdido pretendiendo no sé, provocar asco o algo, pena, seguramente y no llegando nada más que al pasmo ante tanto infantilismo masturbatorio de sexto de primaria. 

«Le haría el amor.
La penetraría.
Cogería con ella.
Me la cogería.
Me la follaría.
Le echaría un polvo.
Le metería el pene, la polla, el coso, el nabo, la cosa, the dick, the thing, il cazzo, el engendro maldito que me arde entre las piernas, el taladro.
La taladraría.
Broca gruesa, en espiral, como palabras de broca gruesa y espirales.
La perforaría.
La hollaría.
La humillaría, humillándome.
Hasta sentir cómo los testículos, los huevos, las bolas, los cojones, mis pelotas rebotan contra su barbilla y sus mejillas, contra sus muslos, contra sus nalgas.
Oral, vaginal, analmente».

Sumen a esto errores de botijo: un gran hallazgo se produce avanzada la novela: en el bunker hay cámaras. Todos son observados cada minuto. Que ya son ganas, también, catorce años de gran hermano. Esto lo descubre, nuestro héroe, pues eso, a los catorce años de encierro y no sabe si su líder (líder natural desde siempre) lo sabe: «Chang sabe que hay cámaras. O no lo sabe», piensa. Es decir, que no sabe si lo sabe. Inexplicable ignorancia sí, tal como asegura en otro momento de la novela: «…supe que Chang fue renunciando a su influencia en la universidad y se fue dedicando enfermizamente a la rehabilitación del búnker». Dedicarse enfermizamente a la rehabilitación de un bunker y no saber si tiene cámaras es de narrador poco listo. Pasar por todo esto de puntillas y hacerse un poco el tonto es de escritor demasiado. Demasiado listo, se entiende.

Mejorando minuto a minuto, ya ven. 

Y eso es media novela. El otro medio, esto otro: 

Un buen día Jorge Carrión tiene una idea: piensa en una situación en que se llevase al extremo la cuestión de la memoria histórica y la gente tuviese que pagar por sus crímenes pasados y una cosa llevase a la otra y ya todo fuese mirar hacia atrás y alimentar el rencor y sacar las cosas de madre:

«[...] la reanimación histórica era un movimiento de ficcionalización de la historia, un movimiento eminentemente teatral, en que los sujetos interpretaban biografías ajenas, pretéritas, era errónea. La reanimación histórica era una forma de la verdad. La reanimación histórica era una revolución. La reanimación histórica no conducía a relatos, sino a actos, a hechos, a acciones, a la transformación social y política de lo real». 

Y dice, Carrión: con esto me hago una novela. Y con un bunker. Bunker, bunker (así Carrión asociando ideas)… ¡Lost!: «La construcción del búnker había sido una especie de broma privada, un juego, George siempre decía que alguno de nosotros debería ser encerrado allí y obligado a teclear siempre los mismos números, hasta que fuera descubierto mucho después, por los siguientes habitantes de la isla, y fuera tomado por un loco o por un dios». ¿Qué más, qué más? ¿Qué te gusta, Jordi? El ajedrez, me gusta. ¡Bobby Fisher! Y ahí lo tienes: todo el mundo jugando al ajedrez y breve biografía de Bobby Fisher, un quinto de novela y curiosamente la única parte realmente amena.

Ya vamos navegando hacia las trescientas páginas. Ya vamos bien. Ya tenemos novela. Ya tenemos contenido para el continente. 

Pero no es suficiente. Carrión piensa: ¿qué no puede faltar en una novela de ciencia ficción?

La ciencia ficción, claro.

He aquí las grandes aportaciones de Jordi Carrión a la literatura de Ciencia Ficción. Atentos.

«Cayó NeoGoogle y se quedó sin cuenta de correo electrónico; cayó Globalphone y se quedó sin acceso a su cuenta de telefonía».
NeoGoogle. Globalphone. Con dos cojones. Qué grande. Más:

«Chang sabía que yo había llamado a Shu a su micromóvil».

Micromóvil. Supera esto, Asimov.

Más, más.

Facing. Lo del facing, y más concretamente el exceso de atención que tiene en la novela es especialmente vergonzoso, ya que todo (todo) ese esfuerzo va dirigido a tratar de sorprender al lector en un momento dado. La búsqueda del OH! lector menos exigente, para que nos entendamos. Tristeza.

«La operación de facing consistía, en una primera fase, en la alteración física del rostro mediante pequeñas fisuras para la introducción de micro-implantes (en las fosas nasales, en el paladar, en los párpados, en los lóbulos); y en una segunda fase, en la construcción de una cara alternativa, previamente diseñada informáticamente, que se lograba mediante la alteración molecular de la cara original».

No more F.E.O.S., pues.

Pues entre la cosa esta del facing, el ajedrez, Bobby Fisher, la memoria historica, el bunker y dos o tres pijaditas más, nos hacemos un collage de cosillas que dan para trescientas páginas, poco más o menos, y servirán para, no sé, hacernos creer que sabemos unir narrativa y literatura de género, que no tememos arriesgar, que podemos con todo, ¡que somos innovadores!, que no pasa nada, que quién dijo miedo. Que ya vendrán los amigos y las deudas pendientes y las reseñas pactadas a salvar este pequeño desastre.




viernes, 6 de febrero de 2015

Una aproximación a ‘Los huérfanos’ de Jorge Carrión

Les voy a contar dos chistes y ya otro día, si les parece, cuando termine el libro, entramos en materia.


Chiste para intelectuales número uno.

Forzar una relación es esto:
«Después de casi una hora de conversación trivial, Mario me ha preguntado qué me pareció Los muertos. Recuerdo vagamente esa serie, de la que vi algunos capítulos aislados, pero que nunca me acabó de llamar la atención: demasiado confusa, demasiados personajes, si te despistabas veinte minutos ya era imposible recuperar el hilo. A Laura le pasó lo contrario: vio todos los capítulos y me insistió en que no podía perdérmela. Como tantas otras veces no la escuché, y ahora es demasiado tarde; quiero decir que en aquella época el aplazamiento tenía sentido (la veré, recuerdo que le dije, te prometo que durante alguna de las próximas vacaciones veré Los muertos), pero ahora ya no lo tiene.
No la vi, a Laura le encantó, pero yo no encontré tiempo para verla.
Daría cualquier cosa por tener conmigo Los muertos, me ha dicho, por poderla volver a ver, pero todas las copias se evaporaron con la Nube o se quedaron en el campamento.
¿Por qué?, he escrito, en inglés, en mi pantalla, mientras pensaba en el milagro que significaba que la misma pregunta apareciera, en el mismo momento, en la suya, mientras la radiación se extendía por mar y tierra y aire entre nosotros.
Porque siento que me perdí algunos de sus significados.
¿Y tan importantes son para ti?
Sí, Marcelo, sí, en ellos están las razones por las que estoy aquí.
¿A qué te refieres?
Se ha cortado la comunicación».

Los muertos, para los desinformados, es una novela de Jordi Carrión. La publicó Mondadori y fue vendida como la primera parte de una trilogía; trilogía de la que, a pesar del éxito arrollador, se desentendió rápidamente Mondadori y que tardaría muchos años más de los deseados por algunos en ver la luz. Y esto sólo gracias al misterioso (por sospechoso-de-algo) rescate llevado a cabo por Galaxia Gutenberg, que lo ha reeditado y acaba de publicar (de esto me he enterado hace apenas dos días) el inevitable cierre de la trilogía (Los turistas).

La pregunta viene a ser esta: trilogía, por qué. Es decir, qué hace de estas tres novelas una trilogía y no simplemente tres libros tres. Pues no se sabe. Ni se sabe ni se dice. Se insinúa. Recuerden que es un chiste para intelectuales. Yo, que leí hace eones la primera parte, no veo modo de establecer relación entre ellas, pero eso debe ser porque no siempre las tengo todas conmigo. Si me lo preguntan, creo que aquí se intenta tomar por imbécil al lector. Lo triste es que seguramente lo sea. Imbécil, digo. El lector, digo, claro. Puedo estar equivocado, pero sería la primera vez.


* * * * * * 

Chiste para intelectuales número dos.

Al protagonista le gusta mucho El Diccionario («El Diccionario es el altar blanco en que sacrificamos al negro lenguaje; por su infinitud, como el cuerpo de Cristo, tenemos que conformarnos con un fragmento, con una sinécdoque».). Hay un momento (hay muchos, en realidad, pero este es el peor) en el que ese personaje/narrador nos regala una perla imprescindible: un párrafo de más de 500 palabras (que voy a regalarles) llenito de palabras del diccionario y que incluye, amablemente, en algunos casos, una breve descripción (o similar) de su significado para los que son de ciencias.

El prometido chiste está oculto. Han de encontrarlo ustedes. Yo lo hice y todavía me estoy riendo. 

«Suciedad, sucintarse, sucio, súcubo, súcula (cilindro), sudación, sudadera, sudar, sudario (lienzo que envuelve un cadáver), sudestada, sudeste, sudor, sudoral, sudorífero, soñado, soñante, sueño, suero, suerte, sufrible, sufrido, sufridor, sufrimiento, sufrir (padecimiento, dolor, pena; sostener, resistir; someterse a una prueba o examen), sugerencia, sugerir, sugestión, sugestiva (que suscita emoción o resulta atrayente), suicida, suicidarse, suicidio, sujeción, sujetador (sostén, prenda interior femenina, pieza del bikini que sujeta el pecho), sulfurar, sumar, sumario, sumarísimo, sumersión, sumidero, sumir, sumisamente, sumisión, sumo, súmula (compendio de los principios elementales de la lógica), supedáneo, supeditación, supeditar, superable, superante, superdominante, superestrato (lengua que se extiende por el territorio de otra lengua; cada uno de los rasgos que una lengua invasora lega a otra), superficial, superficie, superfino, superior, superiora, superioridad, supernauta, superpauta, superponer, superrealismo, supersónico, superstición (creencia contraria a la razón), supervalorar, superyó, suplantación, suplantar, súplica, suplicación, suplicante, suplicar, suplicio, suprema, supremacía, supriora, sur, súrbana, surcador, surcar, surco, súrculo, sureño, sureste, surrealista, sursuncorda, surtida, súrtuba, suruví, susceptible, suspensión (en música, prolongación de una nota que forma parte de un acorde, sobre el siguiente, produciendo disonancia, indica el estado de partículas o cuerpos que se mantienen durante tiempo más o menos largo en el seno de un fluido, éxtasis, unión mística con Dios), susurro, sutil, sutura (costura con que se reúnen los labios de una herida), suturar, suyo, suya, tabalear, tabelión, tablestaca, táctica, táctil, tacto (acción de tocar o palpar, manera de impresionar un objeto al sentido táctil, habilidad para tratar con personas sensibles o de las que se pretende conseguir algo), tachable, tachador, tachadura, tachar, tachón, tafanario, tafo, tagarote, tahúr, tahucesco, taiga, taja, tajada (acribillarle de heridas con arma blanca), talco, talón (punto vulnerable o débil de alguien), tala, taladrar, taladro, talmúdico, talón (de Aquiles), talla (cantidad de moneda, escultura, medida convencional, altura intelectual o moral), talladura, tallar, talle (cintura), tamaño, tamaña, tambor (de forma cilíndrica), tamizar, tampón (almohadilla empapada en tinta, rollo de celulosa que se introduce en la vagina de la mujer para que absorba el flujo menstrual), tanatorio, tanga (la pieza, sobre la que se pone la moneda), tangente, tangible, tango, tanguista, tanque, tanteador, tantear, tántrico (sexo, sexo, sexo, sexo), tapaculo, tapadillo, tapado, tápalo, tapapiés, taquicardia, tarta, tasar; tatuaje, tatuar tatuarte, tautología (repetición de un mismo pensamiento expresado de maneras distintas, que suele tomarse en mal sentido por inútil y vicioso), taxidermista, teatral, teátrico, teatro, tecla, teclado (conjunto de teclas de piano y, por extensión, de aparatos o máquinas), tejedora, tejer (discurrir, tramar un plan), tela, telar, telaraña (tener uno telarañas en los ojos), telarañoso, teledirigir, telemetría, telenauta, teleshakesperiano, telespectador, televidente, televisado, televisor, televisual, temeridad, tempestad, templar (enfriar bruscamente el agua), templo, tempo, temporal, tenazas, tenebroso, tener, tenerte, tensan tensión (estado anímico de excitación, impaciencia, esfuerzo o exaltación), tenso, tensa, tensar, tensor, tentación, tentar; tentetieso, teocracia, teocrático, teología (ciencia que trata de Dios), tercería, terciopelo, terraplenar, terrícola, territorialidad, territorio, terrorismo, terrorista, terrosidad, terroso, terruño, tersar, tersa (limpia, clara, bruñida, resplandeciente, lisa, sin arrugas), tersura, testamento (de la zorra), testicular, testículo, testigo, testificar, testimonio, teta (pezón de la teta), tetada, tetar, tetera, teticiega, tetilla, tetina, tetona, tetragrama, tetrarca, tetrarquía, tétrico, textil, textorio, texto, textual, textualista, texturizar, tez, ti (común a los casos genitivo, dativo, acusativo y ablativo), tía (ramera), tíbar (de oro puro), tibia (templada, entre caliente y fría; mancharse, ensuciarse mucho; hueso; flauta), tictac, tiemblo (álamo temblón, temblor).»

Y ahora, con su permiso, les dejo, que tengo un libro que quemar terminar.


viernes, 12 de septiembre de 2014

Defina “desconfianza”

Desconfianza” es esto:

El cinco de septiembre de 2014, dos días (¡dos!) después de haber salido a la venta Los huérfanos de Jorge Carrión, se publicó en Babelia —ya saben, el suplemento cultural más leído de este país— una reseña de la novela firmada por nada más y nada menos que Juan Goytisolo en la que asegura que «esta segunda novela de Carrión confirma los singulares dones y curiosidad sin límites de un autor cuyos logros están a la altura de su ambición», que es un poco lo mismo que no decir nada y quedar de puta madre.

La reseña, de ley es reconocerlo, invita a la lectura de la novela de marras, especialmente a todos aquellos amantes de la cosa apocalíptica, a pesar (o tal vez precisamente “gracias a”) de que ésta es poco más que un resumen de lo que nos vamos a encontrar así como un mapa de los personajes que la habitan. De hecho, el único argumento en favor de la calidad de la novela es esa frase tan extraña que les he dejado en el primer párrafo. El resto, es mucho de esto:

«Estamos en 2048, 13 años después del estallido de la Tercera Guerra Mundial que barrió del mapa ciudades enteras y envolvió la Tierra con una nube radioactiva de la que sobreviven una docena de personajes de la novela, refugiados en un búnker de Pekín bajo toneladas de hormigón armado y aislados del mundo por una compuerta metálica en la ignorancia de lo que ocurre fuera y de la existencia o no de otros supervivientes de la catástrofe».

Con todo, la sensación es que a Juan Goytisolo le ha gustado Los huérfanos y nosotros, pobres ignorantes ávidos de recomendaciones y recomendadores de cierto prestigio, nos lo creemos —nos lo queremos creer— a pies juntillas. A mí personalmente me falta tiempo para salir corriendo a comprarlo. Y lo digo medio en serio medio en broma.

Soy un hombre con buenas intenciones.

Si quisiera ser retorcido vería en la fe de errores de la reseña (donde se corregía al crítico, que tomaba por un hombre la que era una mujer) un prueba de que el susodicho no se había leído el libro, hecho este que, por otro lado, no sorprendería a nadie.

Pero aquí no somos así. Retorcidos, digo.

Ni falta que hace.

En realidad todas nuestras sospechas, toda nuestra desconfianza hacia esta reseña y por extensión a la calidad de esta novela tiene que ver con el hecho de que —tal como descubrí al descargarme las primeras páginasLos huérfanos está dedicado a (adivinen) Juan Goytisolo. Sí, exacto, el mismo que escribe la reseña y el mismo que cambia el sexo de uno de los personajes.

¿Qué hacemos, entonces? ¿Nos lo creemos o no nos lo creemos?

No, claro que no. De entrada (y de salida), desconfiamos: desconfiamos de una novela a la que Mondadori dio la patada (ya hablaremos de esto en su momento); desconfiamos de la reseña del escritor al que está dedicada y desconfiamos de un suplemento que permite que pasen estas cosas. Será por desconfiar.

Pero, para salir de dudas, nos la vamos a leer. 

Es lo bueno que tenemos aquí: que somos unos profesionales.