Mostrando entradas con la etiqueta Marina Perezagua. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Marina Perezagua. Mostrar todas las entradas

lunes, 7 de diciembre de 2015

‘Yoro’ de Marina Perezagua [Un abandono]

Verán que soy de una fe inagotable.

Pese a mis frustrados intentos de disfrutar de/con los anteriores libros de Marina Perezagua, hace unos meses decidí leer Yoro siempre y cuando cayese en mis manos, es decir, que no tuviese que comprarlo, robarlo o suplicarlo. Mi bibliotecaria favorita tomo la decisión cuando, una mañana de noviembre, lo depositó dulcemente en la estantería, con esas manos suyas tan suaves, dejándolo bien a la vista. Bien a vista. Ella no me conoce pero ya sabe provocarme. Lo rescaté esa misma tarde de su abandono y elaboré una teoría mientras esperaba turno en la cola: toda novedad que no sea prestada en un plazo inferior a seis horas debería contabilizarse, por real decreto, en la columna de los más absolutos fracasos.

Eso debería convertirme automáticamente en el ángel salvador de Yoro, su protector, si no fuera porque ya cuenta con legiones de apoyos incondicionales. El último, hace escasos dos días, llegó de la mano de María José Obiol, que escribió para Babelia una reseña que roza el fanatismo: «[…] Perezagua deja perplejo a quien se atreva a seguirla […]» o «Leer a esta escritora es como acudir al espectáculo del fin del mundo y ver las cuatro esquinas de un universo donde los niveles de realidad se difuminan». Y también: «dominio apabullante», «Momentos magníficos», «asisto demudada, en ocasiones desconcertada»… Y termina: «Yoro no es una novela fácil, pero no la teman. Sirve y mucho para entender lo que significa deserción humanitaria. Si contar redime, leer también».

Chup, chup, chup.

* * *

Existen, ya ven, sobrados motivos para no afrontar/enfrentar este libro sin aplicar previamente el consabido criterio de prudencia. Motivos entre los que se encuentran las expectativas que levantan unos cuantos, la señora Obiol, por ejemplo, o la propia editorial (por más que en este su caso sea obligación hacerlo) que la considera, atentos, autora de culto. Eso dicen. AUTORA DE CULTO. Ahí es nada. Dediquemos unos segundos a reflexionar sobre esto.

[…]

Ya.

Con Autora de culto se quieren dan a entender dos cosas: una, que, subjetivamente, la muchacha escribe como los putos ángeles; y dos, que, objetivamente, no vende un carajo.

Las cartas sobre la mesa: con dos libros de relatos no puedes ser autora de culto, Marina. Puedes ser promesa; puedes ser un fraude; puedes ser la esperanza de Malasaña o Lavapies; la niña de mis ojos; puedes ser lo que más quiero, pero no puedes ser autora de culto. Para eso hay que hacer algo más que cruzar estrechos y escribir relatos entre apneas. Para llegar a eso hay mucho que demostrar y Yoro no parece la mejor de las pruebas.

* * * *

La novela, lo que he leído de ella, arranca un poco telenovela: va de una hermafrodita llamada H que busca a una joven llamada Yoro. Yoro es hija de Jim. Jim es la “actual” pareja de H. Yoro es un ser humano que el estado mayor puso al cuidad de Jim durante cinco años cuando este andaba en modo ocupación por un Japón caótico jugando a los soldaditos por culpa de la bomba atómica que sus colegas tiraron sobre Hiroshima. Ha pasado mucho tiempo y ahora Jim ya no tiene a Yoro pero tiene a H, víctima también del champiñón, que sufrió quemaduras múltiples y la pérdida de ambos sexos, sexos que poco a poco ha ido reconstruyendo o al menos uno de ellos, aquel con el que más se identificaba. 

La novela es de una intensidad demoledora. Da igual por qué página la abran, encontrarán, seguro, razones para rechinar los dientes.

«Fue esta ausencia el terreno propicio que permitió que, al conocer a Jim, creciera en mí el sentimiento de maternidad, pues la búsqueda de su hija llenó la ausencia de mi hijo. Me apropié de la niña como si fuera mía. Absorbía los datos que me daba Jim y los archivaba en mí memoria como si yo misma los hubiera vivido. De esta manera, aunque no la conocía, la recordaba, y este recuerdo era como una ventosa en la pared frontal de mi cerebro, que succionaba el recuerdo de la hija de Jim —mi hija— y lo sostenía por el mismo medio por el que las ventosas en las patas de una lagartija la agarran a la pared para que no caiga: el vacío. Eso fue lo único que durante mucho tiempo tuve. El vacío».

Toda la primera parte es un no dejar de entrar en detalle en las consecuencias de la bomba atómica, recreándose en detallitos, supongo que porque sabemos bien que es en esos pequeños y escabrosos detalles donde encontramos los lectores más fieles. Y a los más intensos, también. La propia Obiol es víctima del sentimentalismo que nace de la victimización de la novela.

«Pero cuando la enfermera, con todo cuidado, le quitó el zapato a la niña, se llevó con él, como si fuera una media, la piel de toda su pierna. Los médicos aún no sabían cómo tratar a los heridos. Ni siquiera los invasores conocían los efectos físicos de la bomba, que tardaron mucho en averiguar. La enfermera se puso a llorar sin saber qué hacer con esa media sin pierna, no se atrevía a tirarla, a dejarla a un lado, porque seguramente ella, como yo, seguía viendo la pierna dentro. De nuevo, la presencia de la ausencia lo llenaba todo hasta el punto de hacer de todos nosotros unos seres inútiles dedicados a cuidar lo que ya había dejado de existir».

Por si esto no fuera suficiente, se acompaña la narración de detalles sobre los campos de concentración, aquellos en que los japoneses se las hacían pasar putísimas a los americanos. Prepárense para sobredosis de escatología («[…] un grupo de hombres se entretuvo en hacer confundir los cubos de excrementos con los cubos de comida, que eran similares, de modo que nadie sabía ya si estaba cogiendo comida o los últimos desechos de un compañero, o ambas cosas a la vez») y demás lindezas. El horror, el horror. 

En página 100 ya soy todo pena y vergüenza ajena.

Pero son trescientas páginas, el librito, y uno va leyendo y la niña que no aparece, que ya me dirá tú dónde se ha metido la cría. Y puesto que algo hay que contar, contamos historias: la de una mujer que diseñaba artefactos eróticos, la de aquella que padecía acrotomofilia, la del orangután que obligaban a prostituirse… no sé, lo que se nos va ocurriendo, y le damos a todo contenido sexual y una pátina de repugnancia, que es una cosa como muy rompedora, muy de no haber vista antes cosa igual.

Y todo esto, sin dar respiro al lector que ya no sabe cómo dejar de llorar frente a tanta bella estampa y tanta imagen sugerente y tanto amor y tanta hostia. Tanta cursilería.

«Amor: Debo de estar maldita, porque aquí está de nuevo tu presencia sin cuerpo, como una placenta vacía. En esta séptima noche sin ti, he despertado otra vez de uno de esos sueños donde sí estabas. Al principio no te veía, pero estabas, como ahora. Eras, eres, un estar sin ser, ¿y es posible imaginar un estado más doloroso en el amor? Pero al final apareciste. Apareciste naturalmente, como si siempre hubieras sido y sólo mi miopía fuera la causa de que no pudiera ver la materia de lo transparente. Eso fue en sueños porque, al despertar, he vuelto a tu presencia sin cuerpo».

Madre busca hija, hija busca padre, padre busca hija, madre busca padre, sexo, sexo, sexo, minas de uranio, embarazos psicológicos, partos de los montes, bombas atómicas, campos de concentración, actos de venganza… Bolitas de alcanfor. Yoro es literatura autocomplaciente, aburrida, pretenciosa en su lirismo e impostada en su voz pero sobre todo es repetitivamente machacona en esa búsqueda de dolor, sexo y ausencia. Yoro es Literatura de la Compasión; del te voy a obligar a sentir a golpe de horrores; del me vas a querer por encima de mí. Si Yoro es la tierra que muere por heridas de guerra, Perezagua no pasa de vulgar plañidera.

Mi paciencia tiene un límite. Exactamente 150 páginas. Que ya no está mal. 

Soy un hombre leyendo cualquier otra cosa.


lunes, 1 de septiembre de 2014

“Leche” de Marina Perezagua

No soporto reseñar relatos. Creo que ya lo he dicho alguna que otra vez. No sé porqué me empeño, a qué viene esta insistencia mía, esta permanente necesidad de sufrir. De verdad que no. Pero bueno, ya que estamos.

Durante unos minutos, unos 3.000, hace un par de semanas —o un mes, dependiendo de lo tarde en publicar esto—, llegué a creer que me estaba aficionando a los relatos; que lo mío, ahora, iba a ir por ahí. Se lo juro. Fue terrible. Qué mal trago. Culpen al verano si quieren. O no. Afortunadamente, gracias a Marina Perezagua, se me ha pasó rapidito la tontería.

No quiero dar a entender que el libro de Marina Perezagua sea tan malo que obligue a quien se acerque a él a renunciar de por vida a todo un género, por más que este sea breve. No. Mis paseos entre relato y novela son cíclicos y con “Leche” terminó uno. Saquen ustedes, con esta reseña, la conclusión de si tuvo o no tuvo la calidad del libro, parte de culpa.

Pero hablemos de los dichosos relatos. (¿Les he hablado ya de la pereza? Ains.)

Si me viese obligado –por amenazas a mi integridad física, por ejemplo— a opinar qué tienen en común los relatos de Marina Perezagua incluidos en este recopilatorio tendría que hablar de la búsqueda de lo bello en los terrenos del horror. Y no estoy hablando de follar en cementerios sino de sacar, de algo terrible, infame, despreciable o triste, algo hermoso, y obligar al lector a enfrentar la mirada, con una mueca de desagrado, a lo que está ocurriendo y obligarlo también a no apartarla y a no saber exactamente qué hacer, si reír, gruñir, masturbarse o qué. Aceptando que esta sea la intención de la escritora, que no lo sé, el valor de los relatos, fuera del “interés” que uno pueda sentir por lo narrado o por la forma de hacerlo, debería residir, al menos en parte, en el resultado del ejercicio, es decir, en si realmente Perezagua logra crear esa atmosfera de terror, que el lector sea incapaz de apartar la mirada y que, para rematarlo, agradezca el viaje. Muchas cosas.

La leche de cosas.

«A medida que pasaban los años, la pérdida corroía cada vez más a H., y un día pensó que quizá el contacto con otras madres en una situación similar la aliviaría, en el calor de aquellas que lloraban, en el campo enemigo, la muerte de un hijo. Así surgió la idea. Me dijo H. que al buscar nombres para la asociación ninguno le convino mejor que aquél con que los norteamericanos habían bautizado a la bomba, y así la llamó: Little Boy».

Pues sí, algo así: ponerle el nombre de bomba a la asociación que has montado por culpa de aquella cosa que te privó de un derecho, tiene ese punto que roza el masoquismo más cruel. El fragmento corresponde a uno de los mejores relatos: “Little boy”, un relato que nace de una Hiroshima en sus peores momentos. Sin entrar en mucho detalle, trata sobre bombas y maternidades y lo que resulta de combinar ambos desastres.  

Dentro de lo puramente anecdótico, aunque no por ello menos cansino, es el continuo (ab)uso de los animales para dibujar las metáforas o imágines:

«una explosión parece referirse a un estallido cualquiera, al del calamar que en la sartén toca el aceite demasiado caliente», «Más de veinte mil conejitos folladores y pirómanos», «como abdómenes de araña secretando su hilo», «Pensaba en él como en la cola que, separada de la lagartija», «como un lagarto sin ojos.», «sintiendo el desamparo de un reptil que extraña el coleteo del mismo rabo que desprecia», «tan delicada como la de esos insectos plateados que habitan en las humedades», «en sus pestañas, que recogen partículas que, como escamas, se le desprenden de los párpados», «me gustaría que esta harina de pelo de perro, de barro en los zapatos, de alas de mosca, le aportara algún nutriente», «El buitre que, ignorante de su vuelo, vive pendiente de la carroña.», «Es como la piel interior de una cáscara de huevo», «Años después, te casarías con una mona. Así la llamabas tú: la mona; aquella mujer tan baja se pasaba el día rascándose la cara y los brazos» ,«Duele el lagarto sin la piel de su palabra.», «Mejor guarda tu palabra para la siesta frente a la televisión de la familia cerda.», «Me deslizo desde mi esquina hasta la tuya como una serpiente con patas», «una agitación de hormigas deseantes que empezaron en los talones», «como si aplastara una nube de mosquitos persistentes,»

Y lo que es peor: un largo etcétera.

“Leche” es irregular. Lo mismo toca el cielo de las bombas que baja al infierno de las aves de corral. “Blanquita”, por ejemplo. Blanquita va de una mujer que cocina un pato o una oca (una oca) que es como de la familia (buena, guapa, hacendosa, una niñera excepcional) y se la da a comer a su hijo, aprovechando que es medio lelo y no se va a enterar de que hasta ayer mismo aquello era su juguete. Para empezar “Blanquita” es un microrrelato engordado, en la forma y en el fondo, lo cual ya lo va poniendo en su sitio. Para terminar, Blanquita tiene un final horrible, que no suena ni a chiste ni suena a nada y que parece el típico cuento que se idea en el metro, se escribe en el avión y se revisa en el taxi. Decepcionante. Mucho.

«Qué crueles habían sido. La madre observaba a su hijo comer y, para aliviar el nerviosismo que le provocaba esa imagen, apartaba de vez en cuando la mirada buscando los ojos del padre. El era cómplice de aquella culpa, que durante los primeros cinco minutos de la comida impidió a la madre probar bocado. Pero qué crueles, pensaba la mujer cada vez que el pequeño se llevaba a la boca el tenedor pinchado con un trozo de Blanquita, la oca que ellos mismos le habían regalado hacía tres años».

Llegados a este punto uno ya no sabe a qué atenerse, lo cual tiene su gracia, pero es que venimos de leer cosas que tampoco es que nos hayan vuelto locos: 

En “El alga” una mujer que finge su propia muerte recibe la visita de un misterioso visitante; en “El” hombre hecho ceniza es cuidado por una emocionada y paciente mujer que no tardaré en descubrir algo terrible. Con “La tempestad” sólo puede en diagonal. En “Aniversario” una mujer visita al cabrón de su padre para celebrar el aniversario de su separación: «Hoy es un día de celebración. Hoy es nuestro aniversario y tenemos que estar contentos. Anda, toma esta copa de vino y brinda conmigo por Frances Haslam, que pidió perdón a sus hijos por morir tan despacio.»

«Van llegando. Les oigo. Son todavía un coro de suspiros y susurros indistinguibles en el muelle. Disimulo y espero. Tengo curiosidad por escuchar esas cosas que sólo se dicen a los que ya no oyen. Tumbada bocarriba, inmóvil en el balanceo de la barca, el graznido de las gaviotas empieza a adquirir otro sentido. Ahora cantan. Las gaviotas son las sirenas del marinero muerto, pienso». (El alga)

Y más. Siempre cosas terribles, en ocasiones rozando el fantástico, que es, me atrevería a decir, cuando se obtienen mejores resultados (excepción que debe hacerse al aburrido Homo Coitus Ocularis: «Los registros dicen que sólo quedamos dos. Somos las últimas personas. Yo y tú, mujer y hombre, el final de una cadena que decidió colectivamente, por el bien de las demás especies, la extinción voluntaria»). Un ejemplo de acierto sería “Aurática” o el devastador efecto de una puerta mal cerrada o “MioTauro”, donde una mujer enamorada descubre algo terrible. No sé qué tiene Perezagua con las mujeres enamoradas que las obliga siempre a dar con los huesos en tierra. 

También la infancia es una constante, pienso, pero eso es un arma de doble filo. Hacer sufrir a un niño siempre es garantía de éxito si lo que buscas es provocar la arcada, pero precisamente por eso, por lo fácil que resulta, levanta muchas sospechas, algunas probablemente injustificadas. Cuando digo esto pienso en “Las islas”. En “Las islas” un padre se obsesiona con llegar, con un hinchable con forma de islote, hasta otro hinchable con mujer incluída que divisa allá a lo lejos, para lo cual desatiende de forma continuada a los niños que solo quieren jugar con la puta arena. Caigo en la cuenta de que los relatos de Marina Perezagua están llenos de hijos de puta. Pero bien, ese padre terrible, que para alcanzar su objetivo ha de sacrificar a sus niños, tiene también su final terrible (¡Finales terribles para padres terribles ya!), obligando a la justicia a tener un curioso proceder. 

«La atracción era tan irresistible que pensé en el canto de las sirenas y, de la mano de ese pensamiento, vino otro, que me dio el motivo de la imposibilidad de continuar el rumbo: el verdadero canto de las sirenas no es una melodía, no es una voz ni un coro. El verdadero canto de las sirenas es el silencio».

Hay más, pero tampoco quiero aburrirles.

El recopilatorio se cierra con otro gran relato (el que le da el título), que tiene, como el primero, rostro asiático. En “Leche” también hay niños. Pero además de niños (niños hambrientos) hay soldados crueles, mujer desesperadas y sucias y enormes pollas. Eso es el horror. Pero tal como comentamos más arriba, en los relatos de Marina Perezagua el horror se mezcla con la belleza y en ocasiones, como en este caso, para conciliar ambos estados se necesita un estómago fuerte.

Ese es el logro y a la vez la condena de este libro: la de Marina es una voz hipnótica unas veces e interesante otras; en ocasiones brillante, incluso, pero perfectamente capaz de resultar al mismo tiempo insoportablemente lírica, aburrida y adormecedoramente peligrosa (de cuántos relatos estuve a nada de salir corriendo es algo que me llevaré a la tumba). Se adivina en Marina Perezagua un alma de poeta con problemas para adaptarse al verso, por más que éste pueda ser libre, pero se adivina también una intuición para llevar al lector a un estado de terror que tiene por fantasmas la propia familia. 

«Cuando nadie en la plaza, excepto tú, podía todavía olerme el deseo, intenté enfriarme en el pensamiento del castigo que me amenazaba si cedía a las ganas, pensar que estaba a tiempo. Pero resultó demasiado tarde, nos movíamos ya en una danza incorpórea, espejo de aquella noche que me dio un niño mitad yo y mitad tú; mitad animal, mitad hombre y mujer, ligando pases en un fraseo amatorio que, finalmente, abrió mis aguas a tu fuerza».