Verán que soy de una fe inagotable.
Pese a mis frustrados intentos de disfrutar de/con los anteriores libros de Marina Perezagua, hace unos meses decidí leer Yoro siempre y cuando cayese en mis manos, es decir, que no tuviese que comprarlo, robarlo o suplicarlo. Mi bibliotecaria favorita tomo la decisión cuando, una mañana de noviembre, lo depositó dulcemente en la estantería, con esas manos suyas tan suaves, dejándolo bien a la vista. Bien a mí vista. Ella no me conoce pero ya sabe provocarme. Lo rescaté esa misma tarde de su abandono y elaboré una teoría mientras esperaba turno en la cola: toda novedad que no sea prestada en un plazo inferior a seis horas debería contabilizarse, por real decreto, en la columna de los más absolutos fracasos.
Eso debería convertirme automáticamente en el ángel salvador de Yoro, su protector, si no fuera porque ya cuenta con legiones de apoyos incondicionales. El último, hace escasos dos días, llegó de la mano de María José Obiol, que escribió para Babelia una reseña que roza el fanatismo: «[…] Perezagua deja perplejo a quien se atreva a seguirla […]» o «Leer a esta escritora es como acudir al espectáculo del fin del mundo y ver las cuatro esquinas de un universo donde los niveles de realidad se difuminan». Y también: «dominio apabullante», «Momentos magníficos», «asisto demudada, en ocasiones desconcertada»… Y termina: «Yoro no es una novela fácil, pero no la teman. Sirve y mucho para entender lo que significa deserción humanitaria. Si contar redime, leer también».
Chup, chup, chup.
* * *
Existen, ya ven, sobrados motivos para no afrontar/enfrentar este libro sin aplicar previamente el consabido criterio de prudencia. Motivos entre los que se encuentran las expectativas que levantan unos cuantos, la señora Obiol, por ejemplo, o la propia editorial (por más que en este su caso sea obligación hacerlo) que la considera, atentos, autora de culto. Eso dicen. AUTORA DE CULTO. Ahí es nada. Dediquemos unos segundos a reflexionar sobre esto.
[…]
Ya.
Con Autora de culto se quieren dan a entender dos cosas: una, que, subjetivamente, la muchacha escribe como los putos ángeles; y dos, que, objetivamente, no vende un carajo.
Las cartas sobre la mesa: con dos libros de relatos no puedes ser autora de culto, Marina. Puedes ser promesa; puedes ser un fraude; puedes ser la esperanza de Malasaña o Lavapies; la niña de mis ojos; puedes ser lo que más quiero, pero no puedes ser autora de culto. Para eso hay que hacer algo más que cruzar estrechos y escribir relatos entre apneas. Para llegar a eso hay mucho que demostrar y Yoro no parece la mejor de las pruebas.
* * * *
La novela, lo que he leído de ella, arranca un poco telenovela: va de una hermafrodita llamada H que busca a una joven llamada Yoro. Yoro es hija de Jim. Jim es la “actual” pareja de H. Yoro es un ser humano que el estado mayor puso al cuidad de Jim durante cinco años cuando este andaba en modo ocupación por un Japón caótico jugando a los soldaditos por culpa de la bomba atómica que sus colegas tiraron sobre Hiroshima. Ha pasado mucho tiempo y ahora Jim ya no tiene a Yoro pero tiene a H, víctima también del champiñón, que sufrió quemaduras múltiples y la pérdida de ambos sexos, sexos que poco a poco ha ido reconstruyendo o al menos uno de ellos, aquel con el que más se identificaba.
La novela es de una intensidad demoledora. Da igual por qué página la abran, encontrarán, seguro, razones para rechinar los dientes.
«Fue esta ausencia el terreno propicio que permitió que, al conocer a Jim, creciera en mí el sentimiento de maternidad, pues la búsqueda de su hija llenó la ausencia de mi hijo. Me apropié de la niña como si fuera mía. Absorbía los datos que me daba Jim y los archivaba en mí memoria como si yo misma los hubiera vivido. De esta manera, aunque no la conocía, la recordaba, y este recuerdo era como una ventosa en la pared frontal de mi cerebro, que succionaba el recuerdo de la hija de Jim —mi hija— y lo sostenía por el mismo medio por el que las ventosas en las patas de una lagartija la agarran a la pared para que no caiga: el vacío. Eso fue lo único que durante mucho tiempo tuve. El vacío».
Toda la primera parte es un no dejar de entrar en detalle en las consecuencias de la bomba atómica, recreándose en detallitos, supongo que porque sabemos bien que es en esos pequeños y escabrosos detalles donde encontramos los lectores más fieles. Y a los más intensos, también. La propia Obiol es víctima del sentimentalismo que nace de la victimización de la novela.
«Pero cuando la enfermera, con todo cuidado, le quitó el zapato a la niña, se llevó con él, como si fuera una media, la piel de toda su pierna. Los médicos aún no sabían cómo tratar a los heridos. Ni siquiera los invasores conocían los efectos físicos de la bomba, que tardaron mucho en averiguar. La enfermera se puso a llorar sin saber qué hacer con esa media sin pierna, no se atrevía a tirarla, a dejarla a un lado, porque seguramente ella, como yo, seguía viendo la pierna dentro. De nuevo, la presencia de la ausencia lo llenaba todo hasta el punto de hacer de todos nosotros unos seres inútiles dedicados a cuidar lo que ya había dejado de existir».
Por si esto no fuera suficiente, se acompaña la narración de detalles sobre los campos de concentración, aquellos en que los japoneses se las hacían pasar putísimas a los americanos. Prepárense para sobredosis de escatología («[…] un grupo de hombres se entretuvo en hacer confundir los cubos de excrementos con los cubos de comida, que eran similares, de modo que nadie sabía ya si estaba cogiendo comida o los últimos desechos de un compañero, o ambas cosas a la vez») y demás lindezas. El horror, el horror.
En página 100 ya soy todo pena y vergüenza ajena.
Pero son trescientas páginas, el librito, y uno va leyendo y la niña que no aparece, que ya me dirá tú dónde se ha metido la cría. Y puesto que algo hay que contar, contamos historias: la de una mujer que diseñaba artefactos eróticos, la de aquella que padecía acrotomofilia, la del orangután que obligaban a prostituirse… no sé, lo que se nos va ocurriendo, y le damos a todo contenido sexual y una pátina de repugnancia, que es una cosa como muy rompedora, muy de no haber vista antes cosa igual.
Y todo esto, sin dar respiro al lector que ya no sabe cómo dejar de llorar frente a tanta bella estampa y tanta imagen sugerente y tanto amor y tanta hostia. Tanta cursilería.
«Amor: Debo de estar maldita, porque aquí está de nuevo tu presencia sin cuerpo, como una placenta vacía. En esta séptima noche sin ti, he despertado otra vez de uno de esos sueños donde sí estabas. Al principio no te veía, pero estabas, como ahora. Eras, eres, un estar sin ser, ¿y es posible imaginar un estado más doloroso en el amor? Pero al final apareciste. Apareciste naturalmente, como si siempre hubieras sido y sólo mi miopía fuera la causa de que no pudiera ver la materia de lo transparente. Eso fue en sueños porque, al despertar, he vuelto a tu presencia sin cuerpo».
Madre busca hija, hija busca padre, padre busca hija, madre busca padre, sexo, sexo, sexo, minas de uranio, embarazos psicológicos, partos de los montes, bombas atómicas, campos de concentración, actos de venganza… Bolitas de alcanfor. Yoro es literatura autocomplaciente, aburrida, pretenciosa en su lirismo e impostada en su voz pero sobre todo es repetitivamente machacona en esa búsqueda de dolor, sexo y ausencia. Yoro es Literatura de la Compasión; del te voy a obligar a sentir a golpe de horrores; del me vas a querer por encima de mí. Si Yoro es la tierra que muere por heridas de guerra, Perezagua no pasa de vulgar plañidera.
Mi paciencia tiene un límite. Exactamente 150 páginas. Que ya no está mal.
Soy un hombre leyendo cualquier otra cosa.