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lunes, 12 de marzo de 2018

“El hombre del revés” de Fred Vargas

Perdonen que entre directamente en materia. 

Me ha llamado mucho la atención lo polarizadas que están o parecen estar las opiniones respecto a Fred Vargas. Me encuentro a quienes no la soportan y me encuentro a quienes la adoran y en menor medida me encuentro también a quienes ni lo uno ni lo otro sino todo lo contrario. No tengo nada contra con las opiniones extremas, sobre todo cuando suscitan debates, si no apasionantes, sí, al menos apasionados, ligeramente apasionados, si quieren, pero es que ni siquiera. Tú dices me gusta Vargas y nadie te insulta. Ni en twitter. Menudo desastre. Y además, por qué, me pregunto. Qué es eso que molesta tanto a quienes molesta tanto. Puedo entender qué guste lo que gusta a quienes gusta, tal vez porque si yo fuese balanza me inclinaría por esto, pero ese no soportarlo de verdad que no lo entiendo. Y además me cuesta creerlo. 

Pero yo no quería hablar bien de Fred Vargas. No de una forma tan genérica, al menos. 

El hombre del revés es la segunda o tercera novela protagonizada por el comisario Adamsberg. La primera era, es, El hombre de los círculos azules que leí y de la que ya hablé hace poco más de dos años. Lo que dije entonces fue más o menos lo mismo que pienso ahora de ésta: que bien, que vale, pero que, bueno, en fin, no era para tanto. Entretenimiento, todo; ahora bien, aceptando pulpo como animal de compañía desde el momento que la intuición del bueno de Adamsberg se cepilla mitad y un cuarto de investigación. 

Pero me estoy adelantando y lo hago porque mientras escribo estas bellas palabras leo La tercera virgen, séptima novela del comisario de marras que me han dicho que es buenérrima y no sé qué y donde sí, es verdad, la intuición y la casualidad tienen un protagonismo que roza lo intolerable. 

Pero no no no. Me niego. No es de La tercera virgen de lo que quiero hablar, sino El hombre del revés

Yo si quieren les cuento de qué va la novela pero de verdad que no tiene maldita importancia. 

En una región de Francia de cuyo nombre no logro acordarme empiezan a morir primero ovejas y luego seres humanos. Todo hace pensar primero en un lobo, después en un licántropo. Esto parece una estupidez, pero es lo que hay. Casi toda la novela son unos cuantos detrás del lobo dichoso buscando pistas y dando por hecho demasiadas cosas. A Adamsberg esto lo coge ocupado en otros menesteres tipo esconderse para que no lo castre la loca de turno que quiere vengar la muerte de su nosequién (sujeto caído en desgracia al topar con el comisario), aunque no tardará, movido por la curiosidad y azotado por el azar, en unirse a los cazadores en una búsqueda más propia de horizontes lejanos que de sierras gascuñas o similares. 

Sé que esta forma de contar las cosas no es seria, pero también que transcurridos unos días de la lectura ustedes harían/harán, grosso modo, exactamente lo mismo. O parecido. 

Lo que más me ha gustado de Adamsberg es ese punto extravagante que atenta contra la lógica detectivesca, una ilógica que lo aleja de los habituales y manidos estereotipos de novela americana que tanto nos gusta reproducir aquí cambiando Boston por Teruel o la quinta avenida por la calle Real y que Vargas se atreve a subvertir ligeramente. Es decir, que lo que me ha gustado es que no sea la misma mierda de siempre. Básicamente. También las relaciones entre los personajes, lo personajes mismos y esa querencia que demuestran algunos por actuar en clave de estoy-como-una-puta-cabra

Tiene ese punto que es hoy mi punto. 

Y mañana ya veremos.


lunes, 8 de febrero de 2016

‘El hombre de los círculos azules’ de Fred Vargas

Han debido recomendarme a Fred Vargas, no sé, unas doscientas millones de veces. O más. Y lo han hecho lectores muy diferentes, con gustos diferentes y niveles de exigencias entre los que median abismos varios o eso me gusta pensar; lectores que parecen haber alcanzado fácilmente, diría que incluso de forma completamente contra-natura, un consenso en torno a la escritora y más concretamente la serie que nos ocupa, la protagonizada por el comisario Adamsberg. Todos repartiendo likes como locos y esperando ansiosos cada nueva entrega que, dicen, se supera día a día.

Es por ello que estaba escrito que acabaríamos encontrándonos, y eso pese a mi reticencia a leer novelas de género sobre las que llueven elogios. Está uno ya un poco harto de que le toreen, honestamente, y además el negro es un género al que me cuesta mucho volver, supongo que por haber leído demasiado y demasiado malo en el pasado, pero ese es otro tema.

El caso es que aquí estamos, Adamsberg o, si prefieren, Vargas y un servidor frente a frente. Y para no demorar la intriga les diré que esperaba más, como bastante más o así.

Cierto, es una novela que engancha, esto es, que cumple su función, esto es, que hace pasar un rato entretenido, que al final es de lo que se trata, que para octavas maravillas ya tenemos la literatura de verdad y no ese subproducto que es para muchos el género policial. Pero esto ya lo sabíamos y ya lo sabíamos porque la mitad de las veces ya leemos sabiendo lo que nos vamos a encontrar; ya leemos sabiendo que nos va a gustar; ya hemos decidido de antemano que nos vamos a enganchar. 

Pero hablemos de la novela.

La cosa va de un señor comisario de apellido Adamsberg que es medio nuevo en una comisaría de París. Le persigue una reputación intachable de casos resueltos para aburrir. Parece buena gente, es amable, en modo alguno altivo, tal vez algo distante pero del modo que lo somos los hombres dotados de un talento especial. Es el hombre que da las órdenes: olvídense por lo tanto de una proyección salvaje y futuro prometedor o de tener que pelearse con el sargento de turno, al menos en este episodio de su vida. También se trata de un hombre que parece más listo que un ajo pero que en realidad es más tonto que Picio toda vez que su sabiduría tiene demasiado, por no decir todo, de intuición y muy poco de metodología.

Tiene de bueno que no es un borracho, eso se lo concedo, que además es una cosa que durante un tiempo se tenía en este tipo de novelas como un valor añadido junto con dormir con la ropa puesta, estar divorciado y tener una amante paciente y madura, herencia del héroe americano de los noventa. Peeeeero… por otro lado y viendo que la cosa del alcohol es un recurso magnífico para humanizar y entorpecer la labor de los excelentes e infalibles profesionales y en aras de un mayor realismo, se decide que su principal aliado y a la vez compañero y en algún momento amigo, sea un hombre divorciado, borrachuzas del quince, pero también padre ejemplar y tutor de cinco niños –la mayoría propios- al más puro estilo Tribu. En cualquier caso un hombre con el que es mejor no quedar pasadas las cinco la tarde.

El caso a resolver es el que sigue: alguien pinta círculos azules en los suelos París encerrando en ellos diversos objetos inanimados. Esto que parece una estupidez (y, de hecho, lo es) no acaba de hacerle mucha gracia al bueno de Adamsberg que intuye (ahí estamos) que en cualquier momento el círculo rodeará un cadáver, motivo por el cual arranca extraoficialmente una investigación previa al crimen.

Si estuviésemos frente a una novela de corte existencial, nos la pasaríamos esperando un cuerpo del delito que nunca llega y cuestionando la cordura de las fuerzas de orden y la naturaleza. No es el caso. Más pronto que tarde aparece un cadáver y ya puede Adamsberg sacar pechito y ponerse los calzoncillos del “te lo dije”. 

Entremedias, el azar: una mujer que parece haber visto algo, un negro que todo lo contrario, una vieja medio lela que busca novio y una única pista: el olor que deja el asesino, un olor peculiar e inolvidable. Las preguntas van en ese plan: y de nariz qué tal, bien gracias, le ha llamado algo la atención, pues ahora que lo dice: y todos medio coincidiendo y sacando lo mejor de cada uno, poniendo en boca de los taberneros parisinos diálogos absolutamente vergonzosos de puro literarios que a poco estuvieron varias veces de tirarme el libro al suelo y arrancarme los ojos y vomitarme en la boca y mearse por las esquinas:

«—¿A qué [olía]? ¿A whisky? ¿A vino?
—No —dudó el dueño—, ni lo uno ni lo otro. Era algo más dulzón. Imagino más bien vasitos pequeños de licor que se van bebiendo uno tras otro en torno a una partida de cartas entre solterones, con ese estilo de toda la vida, ya sabe, y que a pesar de todo cumple su objetivo como quien no quiere la cosa».

La novela, en cualquier caso, es todo entretenimiento porque, claro, un ser humano pintando círculos azules por París no es algo se vea todos los días y por lo menos se aleja del clásico cadáver de contendor en callejón oscuro. Ah, que no lo hace. Bueno, otra vez será. En cualquier caso eso, unido a la intuición de Adamsberg −intuición de la que se abusa hasta lo enfermizo, todo hay que decirlo− nos ahorra (a Vargas y a los lectores, a todos) algo así como trescientas o cuatrocientas páginas de insufrible investigación y documentación y otras doscientas de entrevistas, lo que deja un esqueleto la mar me majo que te lo lees casi en lo que tardan en hacerte los pies o en llegar el bus, según el nivel de clase media que gastes.

«Era verdad, eso era más o menos lo que pensaba Adamsberg. Sabía que ese nuevo crimen ocurriría. Sin embargo, ni por un segundo había confiado en poder hacer algo por evitarlo. Existen fases en la investigación en las que no se puede hacer sino esperar que llegue lo irreparable para intentar extraer de ello algo nuevo. Adamsberg no tenía remordimientos».