“La Fábrica del Lenguaje” parece el quiero y no puedo del Quienes Somos, A Dónde Vamos, De Dónde Venimos de la narrativa actual; pero no una narrativa actual cualquiera sino la de nuestros ya-no-tan-jóvenes escritores, aquellos que parecen más dispuestos a utilizar todas la armas que la tecnología pone a su (nuestra) disposición. Es por ello que todo el ensayo está plagado -pero plagado no se imaginan cuánto- de citas de esos mismos escritores a los que a estas alturas creo que ya deberíamos ir pensando en marcar igual que a las ovejas. Estoy hablando de (VL) Mora, Carrión, Zambra, Herbert, (AF) Mallo, y el habitual largo etcétera que incluye una cantidad ingente de completos desconocidos. Exacto: hay mucho, sí, de la Generación Quimera (aka Nocilleros Mutantes Sin Fronteras). Esta “limitación” autoimpuesta por Raphael no es en absoluto gratuita. El autor aunque mexicano es (o ha sido) colaborador de la mencionada revista y es de suponerle X relación, mejor o peor (probablemente esto último), con otros colaboracionistas. Esto es una suposición no especialmente malintencionada; si me pongo cabrón se me ocurren maldades que pudieran tener que ver con el amor y el sexo oral fuera del matrimonio. No es el caso, como verán a continuación, porque en realidad Pablo Raphael es un cordero reconvertido en lobo que se los quiere comer a toditos todos a dentelladas.
Voy a serles sincero: no estoy seguro de cuál es exactamente el centro de este libro. Sé que tiene que ver con la literatura, con el pasado y con el futuro pero sobre todo con el presente y especialmente con México, lo cual me desubica párrafo sí párrafo también. En principio parece que el objetivo es explicar las razones por las que en España se escribe actualmente tan mala literatura mientras que al otro lado del charco es tan rematadamente buena (o viceversa). Si es eso, ha fracasado; si no, también. Dice la sinopsis en Anagrama que “éste es un ensayo sobre el lenguaje, la idea de generaciones y las estéticas de la literatura contemporánea; pero también es una denuncia que señala los mecanismos que han provocado el distanciamiento entre la creación y la acción, la ética y la estética, la literatura y el espacio público.” Pues será.
Mi gran problema con este ensayo no está tanto en una temática que no me interesa la mitad de las veces sino en la sensación de no pisar nunca en firme de lo que puede tener parte de culpa la construcción a modo de extensos artículos que han sido preparados del siguiente modo:
La forma dialogada de este ensayo se debe a una serie de entrevistas, tuits, posteos en Facebook, correos electrónicos con preguntas de ida y vuelta, libros de contraste, conversaciones distendidas y algunas lecturas de las primeras versiones que muchos de ustedes tuvieron la gentileza de soportar.
Sin querer pecar de xenófobo debo confesar que lo más pesado del ensayo es la excesiva “mexicanización” del discurso. Lo menos, las patadas en la boca a nuestros notables fabricantes del lenguaje. Raphael no escribe un ensayo, en realidad declara una guerra, ¿a quién?: a los nocillos (o aproximaciones), a quienes acusa de ser en el fondo demasiado individualistas, de negarse a aceptar su condición generacional, de escribir basura que no incide en el cambio social, de darle más importancia al escritor que al texto... Para muestra un botón:
En Nocilla Lab hay una breve escena donde al personaje le ocurre algo muy importante: alguien le anuncia que su gata ha muerto. Asunto impostergable, existencial y demoledor, muy lejos de los cuarenta mil muertos caídos por el narco mexicano, de la pobreza en ruinas del país que fue Haití, de la desolación palestina. Lo publicado por Nocilla es un reflejo de su preocupación más primordial: la identidad. Ya será la crisis económica la encargada de obligar a esta generación a poner los ojos en cosas más necesarias que los productos que se venden en Carrefour y los fenómenos que suceden en YouTube, la crítica a los centros vacacionales, el elogio de la ignorancia, los juegos electrónicos como material literario o los zombis del pulp; ya deshonrarán el nombre de una generación tipo yogur que en el apellido lleva una fecha de caducidad; ya abandonarán el elogio del exhibicionismo y la imitación de cosas como el spoken word (verlo en España es como estar ante la presencia de un cantaor de flamenco que intenta rapear) o las jam sessions de escritura que por la incapacidad cuadrada de improvisar acaban convirtiéndose en lentísimas tormentas de tormento. Ya llegará el momento de abandonar la silla que los escritores de esta estirpe ocupan en la habitación de un hotel con vistas a la televisión. Cuando eso suceda, quedará atrás la sociología mínima que confunde la condición humana con el estado del grupo y a Benidorm con el mundo. Si Nocilla abandona los ecualizadores y las pantallas con que mediatiza su relación con el espacio público y se reconoce como la versión ibérica de los punks de boutique, la literatura española habrá logrado pasar de la picaresca quijotesca al idealismo polifónico, esa segunda vena del Quijote que la literatura española decidió no transitar desde el principio de los tiempos.
No se engañen; que disfrutemos zurrando a los mismos o que estemos puntualmente de acuerdo en ciertas obviedades no quiere decir que apruebe el conjunto de la obra, por llamarla de alguna manera. Porque Raphael, en un intento de abarcar demasiado no aprieta nada y la sensación que va dejando la lectura es que en el fondo del enrevesado discurso laten unas ideas bastante... bobas: “La diferencia entre literatura y videojuegos está en la cantidad de esfuerzo que puede requerir la primera contra la satisfacción inmediata que proporcionan los segundos. Compárese lo que se necesita para leer las 1.500 páginas de El señor de los anillos, mientras que el videojuego permite ser Aragorn y atravesar orcos con su espada de inmediato.” Que no le falta razón, pero, ¿a dónde quiere llegar con este encadenamiento de chorradas? Cuando parece que quiere criticar la excesiva “digitalización” de los escritores españoles nos sorprende con una sucesión ininterrumpida de twittitonterías que lo sitúan al mismo o peor nivel:
“1. Se puede abrir cuenta en Twitter y escribir sin seguir a nadie ni tener seguidores. Antes que red social esto es un espacio de escritura. 2. Se puede estar en Twitter sin escribir, leyendo a otros, o escribiendo, sin leer a otros. En cualquier caso debe haber escritura, 3. Toda escritura supone un lector: el autor u otro. Pero no es lo mismo dar a leer a otro que publicar. El público debe ser desconocido. 4. Publicar es poner un texto a disposición de otros, más allá del espacio privado. Las ediciones limitadas no son del todo publicaciones. 5. Salvo que mantenga uno su cuenta privada, y acepte y siga sólo a amigos y conocidos, quien escribe en Twitter publica. 6. Publicar es dar a leer. No es esperar diálogo, ni interacción. Quien publica aquí, como en cualquier otro lado, no tiene por qué leerte.”
Y así hasta 59. Sí, 59. “59. Ya hablar de «los tuiteros» crea la ilusión de homogeneidad: lo que hay es un cruce de múltiples comunidades en metamorfosis incesante.” Vale, ¿y?
Por otro lado -abriendo un punto y aparte para la anécdota del día- es la primera persona que conozco que elogia la obra de Andrés Neuman del modo que él lo hace. Que conste que no tengo nada contra Neuman, no busco criticarlo; no he leído nada suyo ni cruzado en la vida una palabra con él, pero me extraña lo salvaje del cumplido que pueden juzgar ustedes mismos: “[…] frente a los detractores editoriales del género que funda toda la literatura, habrá que decir que en el cuento hay un maestro indiscutible. Con libros como Alumbramiento, la brevedad alcanza niveles de concentración capaces de inventar algo parecido a lo que sucedió al universo unos segundos antes del big bang.” Ahí es nada y que se joda el dinosaurio de Monterroso. El caso es que esto me extraña tanto, tanto, tanto, que dedico cinco minutos a investigar en google cuál puede ser el origen del aparente despropósito, si acaso lo hay. Encuentro una página que me da la respuesta. Tiene cosillas escritas por Pablo Raphael que pueden darnos la clave de su apasionamiento. Lean: “Un fantasma recorre la isla. A la orilla de la playa llega una botella; parece vacía. Adentro, un barco fantasma se estrella invisible.” No se vayan todavía, aún hay más. “Al entrar en el velatorio, ahí estaban los ataúdes del chelo, las flautas, los violines, el arpa. Desnudos, los músicos se aprestaban a tocarse.” Maravilloso. Como amante del microrrelato no es de extrañar que Andres Neuman le parezca el genio que le parece (para los que no lo sepan Neuman tiene un blog especializado en microrrelatos.)
En definitiva, “La fábrica del lenguaje” es algo así como un inmenso especial mexicano de Quimera que trata los temas de siempre: la obsesión del quiénes somos, qué hacemos y qué buenos estamos. Con todos ustedes, el futuro.