Cuando escribo esta reseña Sara tiene 467 seguidores en twitter lo que viene a significar que hay 467 organismos pluricelulares a los que les interesa lo que Sara tenga que decir. Un mes después de la publicación de este libro Sara Bernard había vendido 20 ejemplares. A los desinformados les diré que estamos hablando de un subproducto que cuesta 1,16 euros en versión digital y 5,10 en papel. Para eso sirven las redes sociales: para demostrarte a ti mismo cuánto le importas al resto mundo. Pero la conclusión es otra. Es esta: a 1,16 euros el libro, hay que ser muy hijo de puta para conocer a Sara Bernard, seguirla, interesarte por sus cosillas y no perder de tomar ni un triste café.
La gente no tiene corazón.
Esto, claro, no tiene nada que ver con una reseña, pero aquí nos gusta hablar de todo un poco y, las cosas como son: yo nunca, nunca, jamás, hubiese leído ni me hubiese fijado en “Los versos del hambre” si no fuese por la relación casual que tengo con Sara en la red social (el pareado es de regalo).
Cuando Sara despertó, Yo Precario ya estaba ahí.
Etiquetemos. “Los versos del hambre” es Literatura de Autocompasión, mal que le pese a la escritora. Lo es. No es una crónica ni es un reportaje. NO. Es exactamente lo mismo que Yo Precario. Literatura de Autocompasión. Es echarle la llorada al personal. El Precario, López Menacho, (reseña aquí) encadenaba trabajillos churreros a una pasión por la literatura que rayaba lo enfermizo desde que se había hecho un cursillo en la de Jordi Carrión. Podemos colorearlo para que quede bonito, pero en esencia el libro de Sara es clavadito a aquello. Ella busca trabajo, encuentra un trabajo, trabaja y se acaba el trabajo. Y a la puta calle, que diría Fallarás. Repita seis veces, entre en detalles para ir llenando páginas de insatisfacción y rece para que otros lo vean como un reflejo de tiempos convulsos y no como la consecuencia directa de estar en el paro.
Que hay mucho hijo de puta ya lo sabemos. Que no hay jefe bueno, también. Pero mientras que el dinero llama al dinero, la precariedad llama a las puertas de las editoriales; editoriales que no siempre tragan porque no a todas le cabe en la boca según qué cosas. Para estos casos: Amazon. Bendito Amazon. ¡Amazon libre! Amazon gratis. Amazon, el recurso de los monos con lápiz. Sólo hay una cosa peor que vender un manuscrito por Amazon: repetir la experiencia después de un desastre.
Atención a la cita en la que Sara Bernard, la protagonista, se indigna:
“Leo también una entrevista a una profesora universitaria que viene a decir “los títulos universitarios ya no sirven para encontrar empleo”. ¿En serio? ¿Era necesario publicar esta obviedad? Pestañeo incrédula, ante la pantalla. Vuelvo a pestañear. Respiro hondo.”
Lo hacemos. Respiramos hondo. Pestañeamos. Volvemos a pestañear. Y nos preguntamos: ¿era necesario publicar esta obviedad? ¿Era necesario publicar “los versos del hambre”? ¿Este es el libro por el que Sara Bernard quiere darse a conocer? ¿En serio? ¿Cómo era lo de respirar?
Sara Bernard lo tiene a huevo para una segunda parte que podría perfectamente subtitular como "generación 40". Le bastará con reescribir la novela, fantasear un poco y donde pone Los versos del hambre poner Los besos del hambre y donde cuenta la historia de una parada de larga duración que encadena trabajos de mierda, escribir la historia de una parada, también de larga duración, que recurre a la prostitución de clase media (ni mamadas en portales, ni cava en lofts confortables) para dar de comer a sus hijos y a sus hijas y a sus padres, que perdieron el piso por su culpa, y a su marido a pesar de que este no ha vuelto a tocarla desde que se dedica a tal oficio. Los capítulos podrán ser largos o cortos, dependiendo de la pollas protagonistas y en algún momento la triste putilla se enamorará del vecino del quinto que cada viernes requiere sus servicios y con el que acabará viviendo una hermosa historia de amor entre látigos y potitos de bebé. Podría cerrar una trilogía con una "generación 50" si se anima a vender órganos; incluso abrir una vía al género negro si son ajenos.
Lo que sea con tal de alagar la pena.
Lo que sea con tal de alagar la pena.
Pongámonos serios. Esta no es una historia extraordinaria. Ni siquiera es una historia interesante. Tampoco se esperaba, que conste. Es la monótona y autocompasiva historia de una mujer que no es nadie en mundo laboral plagado de monstruos. Por no ser, no es ni mínimamente original. Sí es, a ratos, entretenida pero no lo suficiente si uno busca algo más que satisfacer la curiosidad de saber qué hace Sara frente a un folio. Es olvidable en grado sumo. Inevitablemente olvidable.
Quizá la cosa no sea como para invitar al suicidio pero sí para plantear la automutilación como una alternativa real al tiempo de ocio de quienes no saben qué hacer con su culo en las pausas de los telediarios o durante la cópula de los delfines en los documentales de La 2.