La contraportada asegura que Javier Ponce Gambirazio “es el chico malo de las letras peruanas de hoy (letras en las que por cierto abundan los chicos buenos)”. A mí los escritores peruanos no me interesan especialmente. Especialmente, insisto; interés siento por todos, pero especial, no, por ninguno. Por ejemplo, por Jaime Bayly siento, directamente, un rechazo visceral que tiene su origen en la lectura de “No se lo digas a nadie”, y por Ivan Thays curiosidad, pero en ambos casos leerlos supone un esfuerzo y un riesgo que no siempre estoy dispuesto a correr, especialmente en el caso de Thays de quien no hago más que devolver sin leer libros que saco de la biblioteca no sé bien por qué razón.
Decir que alguien es “el chico malo de las letras peruanas” parece mucho decir y de ahí el interés en saber si es verdad o simplemente un reclamo publicitario aunque ya supongo que lo segundo. Ser un chico malo es siempre mucho más divertido que ser el chico bueno. No hay color. Por eso los chicos buenos escriben poesía o novelas que amodorran mientras los chicos malos no (miren si no lo que pasa cuando un personaje como Grey deja de ser un dulce cortesano para dar el salto a la ingrata tarea de azotar las nalgas de una virgen). Y por esto es que no me creo que Gambiriazo sea un niño tan malo como se nos promete.
“El chico que diste por muerto” también va de follar. Se asume en la narrativa que los malos son de más follar que los buenos, que pecan de amar sin condiciones aún a riesgo de caer en el ridículo más espantoso. La novela cuenta la historia de un chaval que las pasa muy putas durante demasiado tiempo. Maltratado por su padre y violado por sus vecinos no tiene lo que se puede decir una infancia envidiable y se tira todo el primer capítulo de la novela, algo así como 60 páginas, pegando botes de pueblo en pueblo y de casa en casa y siendo follado por todo lo que se mueve. Hay en el culo del protagonista un no sé qué qué se yo que invita a exploración. Y él asumiendo la desdicha de su desgracia mientras espera el anhelado momento de intercambiar roles con sus verdugos aunque la prosa acabe siempre por traicionarle la gallardía: una página es esto, por ejemplo: Mi gran muñeca es una piedra. Otra, esto otro: El movimiento más dramático es el silencio. Y así unas cuantas demasiadas, que se justifican en cuanto se sabe que el autor tontea desde niño con la puta poesía.
“Mi trabajo es el territorio donde los demás dan rienda suelta a sus deseos. Soy la dosis de honestidad. Cobro y olvido.” A esto es a lo que se dedica el protagonista durante tanto tiempo como todo el segundo capítulo de los cinco que componen la novela, en el que nos cuenta intimidades de alcoba de un gay en la gran ciudad. Descubrimos con esta novela que frente al medio Perú que entiende el otro medio vive en secreto el deseo incontrolable de tener experiencias nuevas, sexuales todas ellas.
El resto de la novela son distintas fases de la vida del chaval ya no tan chaval, contadas unas con más detalle que otras pero todas con el peso dramático de un poeta queriendo alzar la voz. Dicen otras reseñas (me he acostumbrado a curiosear) que la prosa de Javier cincela y cultiva un lenguaje sin florituras, que desviste la palabra dejándola desnuda para describir la forma más abigarrada y variopinta con la que se atavía el horror. Yo no sé a quién se le ocurren estas cosas de abigarrar atavíos del horror con prosas desnudas de los demás pero yo les juro por mi sombra que no he visto ni un triste culo entre tanto desnudo. Bromas aparte, el estilo es el propio de quien embellece cada idea buscando el suspiro del lector y acompañándolo de un intenso sufrimiento para que no se nos olvide que esto es más un dramón peruano que una road movie de cowboys dirigida por Ang Lee. Afortunadamente, Javier consigue no ponerse demasiado insoportable gracias a que deja entrever líneas de acción aptas para todos los gustos, es decir, que además de regalar el oído con sentimientos desatados se acuerda de incluir una historia de puteríos varios, violencia extrema y esas cosas tan de captar el interés ajeno.
Decae un poco la cosa según avanza la novela porque superada la tierna infancia los polvos mágicos pasan a ser una elección cuando antes eran una violación y que no es lo mismo que te zurren con una vara de avellano a que te supliquen los agravios por favor o méame dentro. No es lo mismo.
Y así la novela de una vida entera en 135 páginas, que tampoco es mucho si quieres intimar con el actor. Entre lo peor la estúpida idea de que ser malo es hablar de sexo y violencia, aunque sea con tiernos infantes. Ser malo de verdad es algo completamente diferente. Ser malo de verdad es cerrar hospitales, por ejemplo, dejar morir a inmigrantes de sida, matar a la gente de hambre y desatención o congelar la pensión de mi vecina. Eso es ser malo de verdad y no lo del Gambirazio este que además tiene una cara de bueno que aturde.