Hay cinco normas fundamentales que todo escritor debería seguir a pies juntillas. Las tres primeras son no aburrir, no aburrir y no aburrir. El resto tiene que ver con la ortografía, la redacción y otras cosillas de fácil solución. Bueno, pues nada, ni modo, algunos parecen haber nacido para llevar la contraria, y no lo digo por la redacción, la ortografía o dejas zarandajas.
Les cuento.
En una reseña anterior, concretamente la dedicada al libro de Jesús Cañadas, hablamos de la necesidad que tienen algunos historiadores (entendido como contadores de historias) o cuentistas de apoyarse en subtramas de corte intrigante para aportar contenido a una historia que de otro modo corre en sus manos el riesgo de no tener suficientes cosas que contar. (No era exactamente el caso de la novela de Cañadas, pues ahí sí había material, pero seguro que se entiende el ejemplo).
Pues bien, yo no sé si es culpa del azar o que a nuestras jóvenes promesas se les ha privado durante la infancia de alguna vitamina imprescindible pero nos encontramos frente a un caso demasiado parecido y tanta casualidad empieza a resultar irritante en grado sumo. Nere Basabe, a la sazón escritora, nos cuenta una historia que no puede ser más aburrida ni queriendo y en algún momento, mediada la novela, cuando aquello es del todo insoportable y el libro más que caerse de las manos busca directamente el suicido, decide hacer desaparecer un niño, así, alegremente, y que todos o casi todos los protagonistas (tres sobre un total de cuatro) le resulten, a la policía, sospechosísimos. A nosotros, sólo uno. Y ni eso. Quiero decir que, al final, después de tanto rollo, intriga cero.
Para que se hagan una idea, les cuento un poco de qué va el asunto:
A La Solana, una suerte de incipiente Torremolinos, llega, avanzado el otoño, un joven matrimonio. Ella (Valeria) está estupendísima de la muerte y él tiene un coche molón: hacen una pareja perfecta, plasticosa y con el brillo metalizado de un Lexus. Victor, que así se llama el maromo, viene a trabajar, de ahí lo intempestivo de la visita. Se ocupa de dar el visto bueno, previa falsificación documental, a futuras construcciones que de otro modo y al no cumplir los requisitos legales mínimos exigibles, no podrían llevarse a cabo. Recibe por esto un buen dinerito en un sobre abultado que más tarde llevará a su jefe y… bueno, la eterna historia de corruptelas urbanísticas y comisiones del 3%. Ellos no se quieren (Valeria y Victor, no se quieren, no se quieren, no), se les gastó el amor de tanto usarlo; no se hablan, no se tocan, no se miran: leen revistas, el móvil, se reúnen con concejales de urbanismo, prosperan corruptiblemente.
«[A Valeria] le gusta poseer, y tal vez por ello su vida sexual con Víctor, quien carece de cualquier ansia de dominio, no sea todo lo satisfactoria que debiera, por lo que la pareja sublima y halla el equilibrio en otros territorios, logrando hacer de su matrimonio finalmente un ecosistema armónico: Víctor ingresa el dinero, y Valeria se lo gasta».
Para compensar tanto tedio concentrado el tercer protagonista es un joven habitante del pueblo, de profesión artesano. Es de los que hacen figuritas guarras con las conchitas que recoge en la playa. Tiene un perro al que pasea y con el que en algún momento llega a mantener unas fenomenales conversaciones que suben el nivel de la novela por sus cargas de profundidad, de cuádruple doble intención y su excelsa prosa:
«No sé, Odisea, no sé si he hecho lo correcto... Pero así estamos más tranquilos, ¿no? Tú y yo, amiga, contigo que nunca me fallas, para qué empeñarse en seguir buscando más... ¿Qué hubiese cambiado, eh? Dime; un polvo desaprovechado, de acuerdo, pero eso es todo, no es tan grave: un polvo desechable, de usar y tirar, y al día siguiente, ¿qué? Mejor así, nadie sale perdiendo... —Breogán le acaricia el pelo de la coronilla, y la perra agacha las orejas y cierra los ojos de gusto—; los fabricantes de condones, son los únicos que pierden; los fabricantes de condones, y de lubricantes y de viagras: soy el antihéroe de la industria. El que inventase una pastilla contra el deseo, en cambio, ese sí que haría un gran negocio, pero eso no se anuncia en televisión, no vende, porque no consumir no está de moda».
Qué lucidez, amiga, y qué nivel. Qué profundidad. Qué sensatez la de unas y qué insensatez la de otros. Ay, amiga, amiga, esas reflexiones de cola de supermercado travestidas de literatura vergonzante, vergonzosa, caduca, a todas luces desfasada, indecentes de puro malas. Ese ejemplo perfecto de lo que no sólo NO, sino que JAMÁS, bajo ningún concepto. Nunca, amiga, NUNCA.
El cuarto personaje en discordia es una jovencita francesa que hace años se quedó a vivir por el barrio. De profesión: guía turística. En esta novela se ocupará de acompañar a un grupo de viejos achacosos. Su función en este drama es cruzarse con unos y otros, mirarlos, ser mirada, a ratos ignorada y a ratos deseada.
Apasionante, también.
Total, que entre el tedio de unos y la apatía de otros no hay una puta arista a la que aferrarse en este límite inferior. Pero es que ni una, eh.
Me aburre casi tanto hablar de la novela como la novela misma. Me aburre, incluso, escuchar a otros. He leído, o intentado leer (y comprender, también, el entusiasmo de unos cuantos), tres o cuatro reseñas y nada, no hay marera, me separa del resto del mundo arrecife de aburrimiento mortal. No hay un ápice de pasión en sus casi trescientas páginas. Aquí todo es desidia, tristeza, un frío de otoño que no es ni frío ni es calor ni es otoño ni es nada. En esta novela todo es indecisión; todo está a medio camino de cualquier parte, todo conflicto es una burbuja de humo que no acaba de estallar. Todo es conformismo, pasividad y darle mil vueltas a lo mismo: no te quiero, sí te quiero, te odio, no te odio, te quiero querer, me voy a tomar un chupito, me pides un colacao, duérmete niña, ya, va.
Líbrame, señor, de otra puta novela de crisis matrimonial sobre fondo de crisis o guerra civil.
Debería, la autora, querida amiga, dejarse de tormentas y metáforas y argumentos de medio pelo y ofrecer al lector algo más que crudo realismo sobre gélida prosa de academia recreativa, que está uno muy harto de siempre el mismo estilo de misma, el mismo tono afectado, monocorde, impersonal.
El límite inferior es el anticlímax definitivo. Y Nere Basabe, no puede ser de otro modo, otra joven promesa.