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miércoles, 11 de noviembre de 2015

‘El límite inferior’ de Nere Basabe

Hay cinco normas fundamentales que todo escritor debería seguir a pies juntillas. Las tres primeras son no aburrir, no aburrir y no aburrir. El resto tiene que ver con la ortografía, la redacción y otras cosillas de fácil solución. Bueno, pues nada, ni modo, algunos parecen haber nacido para llevar la contraria, y no lo digo por la redacción, la ortografía o dejas zarandajas.

Les cuento.

En una reseña anterior, concretamente la dedicada al libro de Jesús Cañadas, hablamos de la necesidad que tienen algunos historiadores (entendido como contadores de historias) o cuentistas de apoyarse en subtramas de corte intrigante para aportar contenido a una historia que de otro modo corre en sus manos el riesgo de no tener suficientes cosas que contar. (No era exactamente el caso de la novela de Cañadas, pues ahí sí había material, pero seguro que se entiende el ejemplo). 

Pues bien, yo no sé si es culpa del azar o que a nuestras jóvenes promesas se les ha privado durante la infancia de alguna vitamina imprescindible pero nos encontramos frente a un caso demasiado parecido y tanta casualidad empieza a resultar irritante en grado sumo. Nere Basabe, a la sazón escritora, nos cuenta una historia que no puede ser más aburrida ni queriendo y en algún momento, mediada la novela, cuando aquello es del todo insoportable y el libro más que caerse de las manos busca directamente el suicido, decide hacer desaparecer un niño, así, alegremente, y que todos o casi todos los protagonistas (tres sobre un total de cuatro) le resulten, a la policía, sospechosísimos. A nosotros, sólo uno. Y ni eso. Quiero decir que, al final, después de tanto rollo, intriga cero.

Para que se hagan una idea, les cuento un poco de qué va el asunto:

A La Solana, una suerte de incipiente Torremolinos, llega, avanzado el otoño, un joven matrimonio. Ella (Valeria) está estupendísima de la muerte y él tiene un coche molón: hacen una pareja perfecta, plasticosa y con el brillo metalizado de un Lexus. Victor, que así se llama el maromo, viene a trabajar, de ahí lo intempestivo de la visita. Se ocupa de dar el visto bueno, previa falsificación documental, a futuras construcciones que de otro modo y al no cumplir los requisitos legales mínimos exigibles, no podrían llevarse a cabo. Recibe por esto un buen dinerito en un sobre abultado que más tarde llevará a su jefe y… bueno, la eterna historia de corruptelas urbanísticas y comisiones del 3%. Ellos no se quieren (Valeria y Victor, no se quieren, no se quieren, no), se les gastó el amor de tanto usarlo; no se hablan, no se tocan, no se miran: leen revistas, el móvil, se reúnen con concejales de urbanismo, prosperan corruptiblemente.

«[A Valeria] le gusta poseer, y tal vez por ello su vida sexual con Víctor, quien carece de cualquier ansia de dominio, no sea todo lo satisfactoria que debiera, por lo que la pareja sublima y halla el equilibrio en otros territorios, logrando hacer de su matrimonio finalmente un ecosistema armónico: Víctor ingresa el dinero, y Valeria se lo gasta».

Para compensar tanto tedio concentrado el tercer protagonista es un joven habitante del pueblo, de profesión artesano. Es de los que hacen figuritas guarras con las conchitas que recoge en la playa. Tiene un perro al que pasea y con el que en algún momento llega a mantener unas fenomenales conversaciones que suben el nivel de la novela por sus cargas de profundidad, de cuádruple doble intención y su excelsa prosa: 

«No sé, Odisea, no sé si he hecho lo correcto... Pero así estamos más tranquilos, ¿no? Tú y yo, amiga, contigo que nunca me fallas, para qué empeñarse en seguir buscando más... ¿Qué hubiese cambiado, eh? Dime; un polvo desaprovechado, de acuerdo, pero eso es todo, no es tan grave: un polvo desechable, de usar y tirar, y al día siguiente, ¿qué? Mejor así, nadie sale perdiendo... —Breogán le acaricia el pelo de la coronilla, y la perra agacha las orejas y cierra los ojos de gusto—; los fabricantes de condones, son los únicos que pierden; los fabricantes de condones, y de lubricantes y de viagras: soy el antihéroe de la industria. El que inventase una pastilla contra el deseo, en cambio, ese sí que haría un gran negocio, pero eso no se anuncia en televisión, no vende, porque no consumir no está de moda».

Qué lucidez, amiga, y qué nivel. Qué profundidad. Qué sensatez la de unas y qué insensatez la de otros. Ay, amiga, amiga, esas reflexiones de cola de supermercado travestidas de literatura vergonzante, vergonzosa, caduca, a todas luces desfasada, indecentes de puro malas. Ese ejemplo perfecto de lo que no sólo NO, sino que JAMÁS, bajo ningún concepto. Nunca, amiga, NUNCA.

El cuarto personaje en discordia es una jovencita francesa que hace años se quedó a vivir por el barrio. De profesión: guía turística. En esta novela se ocupará de acompañar a un grupo de viejos achacosos. Su función en este drama es cruzarse con unos y otros, mirarlos, ser mirada, a ratos ignorada y a ratos deseada. 

Apasionante, también.

Total, que entre el tedio de unos y la apatía de otros no hay una puta arista a la que aferrarse en este límite inferior. Pero es que ni una, eh.

Me aburre casi tanto hablar de la novela como la novela misma. Me aburre, incluso, escuchar a otros. He leído, o intentado leer (y comprender, también, el entusiasmo de unos cuantos), tres o cuatro reseñas y nada, no hay marera, me separa del resto del mundo arrecife de aburrimiento mortal. No hay un ápice de pasión en sus casi trescientas páginas. Aquí todo es desidia, tristeza, un frío de otoño que no es ni frío ni es calor ni es otoño ni es nada. En esta novela todo es indecisión; todo está a medio camino de cualquier parte, todo conflicto es una burbuja de humo que no acaba de estallar. Todo es conformismo, pasividad y darle mil vueltas a lo mismo: no te quiero, sí te quiero, te odio, no te odio, te quiero querer, me voy a tomar un chupito, me pides un colacao, duérmete niña, ya, va.

Líbrame, señor, de otra puta novela de crisis matrimonial sobre fondo de crisis o guerra civil.

Debería, la autora, querida amiga, dejarse de tormentas y metáforas y argumentos de medio pelo y ofrecer al lector algo más que crudo realismo sobre gélida prosa de academia recreativa, que está uno muy harto de siempre el mismo estilo de misma, el mismo tono afectado, monocorde, impersonal. 

El límite inferior es el anticlímax definitivo. Y Nere Basabe, no puede ser de otro modo, otra joven promesa.



jueves, 22 de octubre de 2015

Una introducción a ‘Modelos animales’ de Aixa de la Cruz

Dice Vicente Luis Mora que Aixa de la Cruz «despliega todas sus posibilidades en Modelos animales». Nótese, por favor, el hijoputismo del comentario: no todas las posibilidades del relato sino «todas sus posibilidades». Las de ella. O lo que es lo mismo: esto es todo lo que Aixa tiene ofrecer, folks. Firmado Vicente L. Mora, de natural amigo.

Nosotros, fingiendo buenos deseos, pedimos que todas, lo que vienen siendo TODAS, no hayan sido. Algunas…, muchas, si quieres, pero todas no, por favor, porque si esto es lo mejor de, si esto es todo lo que Aixa de la Cruz tiene que ofrecer, entonces va tocando preparar otro epitafio y ya empiezo a estar un poco harto de que me toque siempre a mí escribirlos.

La pregunta que estarán haciendo es: ¿y quién demonios es Aixa de la Cruz? Dejen, no busquen, yo se lo digo. 

Hace un par de años y fiel a su costumbre de alegrarnos la primavera con alguna lista ejemplar e imprescindible, El Cultural publicó la relación de los 12 narradores menores de cuarenta años que, a su escaso entender, tenían mayores perspectivas de futuro (en el mundo de las letras, se entiende). Pues bien, junto a gente como Elvira Narravo (chica Caballo de Troya), Cristina Morales (ídem y ahora chica Lumen), Matías Candeira (chico para todo) o Pablo Martí (chico de un único libro) −escritores todos ellos camino de la consagración a marchas forzadas (haciendo hincapié en FORZADAS)− aparecía el de esta muchacha, Aixa, creo que la más joven y ya por entonces con dos novelas publicadas (no como otros, que sólo saben vivir del cuento), aunque la primera, al tratarse de los deberes que le pusieron por ganar la beca de la Gala Foundation, no debería contar como valor añadido.

Modelos animales, quitando su participación en antologías varias, es su tercer trabajo. O sea, trabajo… quiero decir, el tercer libro que publica. Se trata de relatos. Aquí no nos gustan los relatos. O no todos. Los que nos gustan nos vuelven locos; los que no nos gustan, también. Es lo mejor que tenemos.

Comentar relatos es siempre complicado. Personalmente es algo que voy camino de odiar y que por lo tanto evito en la medida de lo posible, como supongo que queda claro con semejante introducción (introducción que todavía no ha terminado, dicho sea de paso, y que probablemente no termine nunca, como los poetas con sus cositas). 

Empecé a leer este libro hace meses, al poco de salir, cuando empezaron a sonar los elogios, las trompetas, la fanfarria habitual: Axia, una joven y simpática estrella (no como las lánguidas esas) había vuelto. Lo dejé inacabado por culpa de un relato (Doble) que no acabó de interesarme más allá de la primera página (no siempre soy de dar oportunidades). Pasó un mes, pasaron dos, tres… qué sé yo; pasaron las estaciones... Llego el olvido. Imagínense el drama de sentarse a escribir una reseña y tener que buscar el título en google. 

Pues eso.

Total, que volví a leer el libro y esta vez, entero. Fue en octubre, hace nada, días. Adivinen que pasó a las dos semanas. Premio. Estoy aquí, hoy, una vez más, para evitar el desastre, para intentar que no caiga otra vez todo en el pozo del olvido, algo que a día de hoy supongo inevitable. 

En este libro se van ustedes a encontrar algunos relatos, no muchos. Eso ya lo saben. Lo que seguramente no sepan es que en el primero (Modelos animales) una mujer, obsesionada con la imagen que los demás tienen de ella, se coge un cabreo fenomenal cuando no le hacen los mimos que le hacía mamá y se lo hace pagar a la actriz que, sin saberlo, la interpreta y al gato que ameniza sus frías noches en un país lejano. Teatro y torturas como excusa para hablar de la locura y la obsesión en un relato que ni enloquece ni obsesiona.

Otro. TrueMilk es un cuento sobre un niño vampiro (de esos que sólo quieren chuparte la sangre) y de una madre dispuesta a un sacrificio personal sin límites. Yo estuve a punto, hace años, de ver la película. Se titulaba Grace (2009). Una mujer daba a luz un niño que, bueno, tendría que estar muerto. La portada es un biberón lleno de sangre. Muy gráfico, todo y muy original, como ven. Aixa pone como fondo aquella famosa historia de cómo se gestó Frankenstein y un relato de Polidori llamado El vampiro, porque Aixa, que todavía no tiene público espontáneo, sabe perfectamente qué ojo tiene que guiñar para hacerse leer. No sé si me explico.

Otro. Doble. Relato a dos columnas. Ambos empiezan exactamente igual y poco a poco se van separando total para acabar reflejándose uno a otro como en un espejo. Interesante, es verdad, si te gustan los juegos de palabras y no te importa leer dos veces casi lo mismo. Ese es el juego: mira lo que sé hacer, bendita beca, mira cuánto he aprendido, qué bien invertido tu dinero. Y todos aplaudiendo como memos, fijándose nada más que en las luces de colores. 

Otro. El cielo de Bilbao es la historia de unos jóvenes que hacen lo que hacen los jóvenes, esto es, gamberradas. Con el pasar de los años todo se va olvidando y un buen día, años después, dos de ellos, el narrador y el líder del grupo de antaño, se tropiezan en la calle y explotan los recuerdos y llegan los sonrojos. Arrepentirse de lo que una hace a los quince es de gilipollas. A los quince uno está a lo que tiene que estar, esto es, a las chicas y las pajas y un poquito a estudiar y otro poquito a leer lo que no se debe, no a la política ni a los grandes temas que para eso ya están las corbatas. Hay un momento en la vida en el que equivocarse está permitido y no solo permitido sino aconsejado. Es un momento muy breve. No jodamos.

Por aquello de no eternizarnos más de necesario (pero sobre todo no más de lo que este libro merece) vamos a pasar el resto en avance rápido, muy rápido y vamos a obviar el más prescindible de todos, Romperse, para pasar de puntillas por Famous Blue Raincoat, relato que tiene de bueno en final medio cachondo, en cierto modo inesperado. Y breve. Por último AbuGhraib, una (casi se me escapa reflexión) narración que tiene de fondo el tema de las torturas.

Puesto que les supongo a ustedes más hartos que yo de esta introducción, déjenme, por favor, ponerle punto y final. Modelos animales es otra colección de relatos, escrita con la habitual corrección de esta ya vieja legión de escritores que invaden el país (recientemente se han contabilizado más de cuarenta imprescindibles sin vello en la entrepierna) pero que, como los de la mayoría, carece de personalidad propia. Son relatos que solo tienen en común que los personajes que los pueblan no son felices: nunca están enamorados, nunca sonríen a la cámara. El que no se desangra está torturado, el que no envejecido, el que no colocado, el que no jodido y para una que tiene un hijo, momento feliz donde los haya, va y le sale vampiro. Hay una tristeza que no se sabe de dónde viene y que lo impregna todo y que caracteriza este libro que pueden leer con la tranquilidad de saber que pese a tanta desolación no sentirán ustedes absolutamente NADA.



martes, 6 de octubre de 2015

‘Polaris’ de Fernando Clemot

Solaris, no. Po-la-ris. Solaris es una obra maestra. Polaris, no. El parecido, razonable, es sólo eso, razonable. Razonable por el nombre y razonable por pequeños detalles, matices, cosillas sin importancia tipo los recuerdos o los fantasmas, esos fantasmas del pasado de los que no acabamos de librarnos, que juegan con nosotros a su antojo («Los barcos no cambian a nadie, señor Christian, ¿no será usted otro?, ¿ha pensado en ello?») o la tensión creciente que parece tener mucho que ver con la geografía y más concretamente con el exceso de humedad en el ambiente

Pero empecemos por el final.

Lo peor que se puede decir de Polaris es que no deja poso. Si no tenemos cuidado esto podría llevarnos a otra reflexión (reflexión que nada o poco tendría que ver con la novela; reflexión que intento evitar sin mucho éxito) que vendría a poner en evidencia la poca ambición que demuestra tener la literatura (quisiera decir “de este país”, pero presumo que es un mal general) y más concretamente los seres humanos que juegan a ser escritores. No puedo entender (sin ánimo de desmerecer, todavía, este trabajo) que la gente, empeñada en dar salida a una vocación que nace en lo privado y en lo privado debería morir —preferiblemente colgado de una soga—, dedique horas, días o semanas (segundos, inapreciables instantes, tiempos relativos en el caso de la poesía) a perpetrar obras destinadas a permanecer en la memoria no más de dos paradas de autobús. 

La novela de Clemot (y ya nos vamos centrando) padece de tal. Te puede gustar o no (al final todo es subjetivo), pero lo que es innegable —y lo es porque salta a la vista y porque la experiencia es un grado— es que Polaris no perdurará fuera de la biografía que habitualmente se oculta en la solapa de futuros libros o presentaciones curriculares porque Polaris, diluye la fuerza de su “discurso” en un exceso de información. Que le pierde la boca, vaya.

No todo el mundo opinará lo mismo. De hecho, no todo el mundo opina lo mismo.

Fernando Valls, por ejemplo, no opina lo mismo. 



Abrimos paréntesis: LOS FERNANDOS

En este blog siempre nos ha gustado mucho poner en evidencia las miserias ajenas y, por extensión, a los miserables

Hace ya tiempo que hablamos de Fernando Valls y Fernando Clemot (desde ahora Los Fernandos). Hablamos (en este post) de cómo su estrecha amistad hizo posible que Clemot llegase a dirigir la revista Quimera (esa cosa que ya no leen ni los cuatro que la compran). En pago, Menoscuarto, (en la que Valls ejerce de algo, tipo editor o así) y por extensión el microrrelato, cobraron protagonismo en la revista, como si esto, a la larga, fuese a tener maldita repercusión. A día de hoy probablemente Quimera, revista marginal, es la única que recomienda los libros de esa editorial de tercera. De ahí lo de miserables; no por otra cosa, eh.

Pues bien: suma y sigue. En El viejo Topo 333, publicado este mes de octubre de 2015, Fernando Valls publica una “extensa y profunda” (en palabras del agradecido autor) reseña de Polaris un poco porque pasaba por allí y otro poco porque te quiero. Aquí, que estamos hasta las mollejas de tanto amor y tanta leche y tanto trato de favor y tanta reseña de diseño, ya no nos creemos nada pero tampoco podemos dejar de hacernos eco de lo que aquellos ojitos lindos ven en los suyos. 

«Diría, por tanto, que estamos ante una novela existencial, cuya trama se sustenta en la intriga, pero que compone una alegoría sobre el poder, y más en concreto sobre la crueldad humana (“el lugar más solitario del mundo se llena de muerte si desembarca el hombre”; “apenas hace falta la presencia del hombre para que el horror llegue con él”, pp, 68 y 73), y por tanto sobre el perdón, el castigo y la necesaria expiación. Y aunque la acción transcurra en el pasado, creo que apela al presente y nos alerta sobre el futuro (“Nos dirijimos hacia un mundo sin ideología —le espeta Vatne al doctor—, un mundo herramienta, pequeños engranajes que forman parte de un engranaje mayor. Todo debe estar sincronizado, ser previsible…”, p. 155), de ahí que nos atreviéramos a calificarla de cacotopía o distopía». Fernando Valls para El viejo Topo 333, octubre 2015.
(La errata no es mía, ni de Clemot, sino del propio Valls, el editor, y si la destaco, cosa que nunca hago porque un error lo comete cualquiera, es única y exclusivamente porque sé que uno de Los Fernandos (el más alto) disfruta mucho echando en cara estas cosas y yo quiero que, ya que de esta reseña nadie va a sacar gran cosa, al menos él pase un buen rato). 
(De nada). 

Cacatopías al margen me quedo con dos ideas que comparto: que la trama se sustenta en la intriga y… bueno, esa mención a lo existencial. El resto de la reseña es un discurso interminable (a modo de extenso resumen, tampoco crean que se le va al amigo la mano con los elogios) que me niego a reproducir, en el que Valls ve sólo lo que quiere ver. (Creo que tengo una viga en el ojo, por cierto). 
  
Cerramos paréntesis



El problema estriba en que Polaris no es, como alguno parece creer, especial ni… diferente. Ni siquiera tiene un estilo que pueda ser considerado “personal” más allá de la tan veces vista inclusión de las líneas de diálogo en el “grueso” del texto por razones que no acabo de entender, razones que en otras novelas o en otros autores sí tienen una razón de ser (razones que, como en el caso de Thomas Bernhard o celso castro, por poner dos ejemplos de prosas, digamos, extremas, recientes y no exclusivamente extranjeras, tienen mucho que ver con la música y los biorritmos y las dietas ricas en hierro). Lo que quiero decir con esto es que ese arrebato de falsa originalidad que hay en Polaris juega claramente en su contra desde el momento en que distrae de lo que realmente debería llamar nuestra atención. Es una forma muy poco elegante y desde luego muy poco sutil de llamar la atención.

«Me hubiera gustado hablar de aquello con Mutter aunque él era demasiado joven. Tal vez me hubiera gustado estar un rato mirando aquel mapa, disfrutando de un silencio que rescataba otros tiempos mejores. Me hubiera gustado quedarme allí pero debía ir al despacho de Farrard, empezaba a demorarme más de la cuenta y al capitán no le gustaba esperar. Guardé el mapa en el primer cajón y le comenté a Mutter que iba al puente y que si tardaba más de media hora pasara a ver al herido malayo. Es curiosa la relación que mantenía con su ayudante, doctor. ¿Confiaba en él realmente? No me lo había planteado, en un principio sí, creo, aunque luego nuestra relación fue a peor, me es difícil ahora hablar de esto con lo que ha pasado. Tenemos que hacerlo, señor Christian. Conoce la gravedad de la situación y como puede entender es importante. Volveremos, siga ahora, doctor. Está bien. En el pasillo que lleva a los comedores oí el ruido de los cabestrantes, chirriaba el arganeo al rozar con la obra muerta».

Y así todo, quitando algún desvanecimiento lírico….

«Pensé en las canciones de la radio, en las ondas sobrevolando la cubierta y alejándose de las bordas y perdiéndose por encima de las olas, cruzando los mares helados, hasta Terranova, hasta tierras llenas de árboles y animales, más feraces que las que nos rodeaban. Las ondas saltarían, mojándose como gaviotas o cormoranes, cada vez más lejos, eran ondas concéntricas de estanque».

…algún desafortunado párrafo…

«Como pude, le hice entender que por la tarde estaría también allí y que quería verla más tarde. Ella sonreía y se dejaba querer pero al fin conseguí que me dijera que sí y aquella tarde volvimos a encontrarnos».

…algún diálogo en exceso freudiano y muy poco creíble en boca de quién está puesto…

«¿De qué huye, doctor Christian? Crea relaciones inmediatas de memoria y vuelve una y otra vez a los lugares que le obsesionan. Se diría que alberga un dolor en su interior que se inflama como si lo estuviera reviviendo de nuevo. Está ahí, ¿cierto? Es una herida infectada, siempre tirante, a punto de estallar. Tendremos que llegar hasta el fondo y desenterrar todo lo que le hace daño. ¿Hasta dónde llegaría, doctor, para poder aliviarlo?»

Lo que sí hay, en Polaris, (toda vez que, insisto, carece de estilo propio y ambición suficiente) es una tendencia a la evasión a golpe de subtramas narrativas que en algún momento deberían confluir y no lo hacen. Tramas que se abren y no se cierran (una permanente referencia a un violento caos que tendrá lugar, secuencia que no llega (supongo) ante el temor de no estar a la altura de las expectativas creadas), tramas que son recuerdos que ocultan horrores (horrores que no se ven acompañados por una atmósfera suficientemente asfixiante), y misteriosas organizaciones con misteriosos planes («La Central es así, a veces cuesta comprender sus designios. Es como un niño que juega, a veces se equivoca, pero siempre aprende. Es un ente que está por encima de nosotros, no alcanzamos a entender sus decisiones. No tenemos su punto de mira, no les entendemos porque ellos observan por encima de nosotros»). Todo el ejercicio es un juego que tiene mucho que ver con los recuerdos (los recuerdos inmediatos y los recuerdos lejanos) y uno espera que todo o algo nos explote en la cara pero no de modo que lo hace, no con un vulgar crimen. No, así no. Así no se mata un hombre. Así se mata una novela. 

Si me lo preguntan, y ya terminamos esta reseña infinita, creo que la novela acierta al inclinarse hacia lo existencial al utilizar como excusa un vulgar interrogatorio (sin ánimo de dar a “vulgar” un tono peyorativo); al tratar asuntos que tienen mucho que ver con el miedo como motor universal y como medio de control, ya sea individual o de masas («La nueva civilización se basa en el miedo, en lo colectivo, en lo universal, y no hay nada más humano y universal que el miedo. Nuestras han de ser las herramientas para homogeneizarlo, para convertirlo en dialéctica. Todo ha cambiado y algunas organizaciones como la nuestra sí que han llegado a la esencia de estos cambios») y al situar la acción en un paraíso tan lovecraftiano (pese al poco partido que se le acaba por sacar) como el elegido. (Aciertos que me han recordado a los de una ya clásica —y muy recomendable— película de ciencia ficción llamada ‘Even Horizon’ (Horizonte Final) en el que una nave especial viaja en modo rescate al quinto infierno (valga la redundancia), todo para darse de bruces con el horror más horroroso).

Pese a lo ambiguo, por momentos, y en exceso crítico, a ratos, de mi discurso, creo que Polaris es una propuesta interesante (y mal resuelta) que falla (amén de lo ya mencionado) cuando se empeña en colar en la narración demasiados recuerdos del protagonista, recuerdos que se demuestran prescindibles demasiado tarde, cuando ya ha dilatado en exceso la novela y uno ha terminado por aburrirse, y que suenan a una innecesaria necesidad de dar contenido a un relato que hubiese funcionado mejor como una pieza más breve (concentrada, si quieres), especialmente cuando, para colar ese relleno —todas esas páginas que a la postre no aportan gran cosa— se recurre a una bastante forzada exigencia por parte de uno de los investigadores existenciales más desaprovechados de la historia de la literatura.

«Es importante que sea riguroso a partir de ahora, doctor Christian. Creo que lo estaba siendo. Quizá en lo que le ha interesado sí y en lo que nos concierne no tanto. Ahora explíquelo todo, doctor, como un forense que inspecciona un cuerpo: el cadáver ha de ser ese día cuatro, con sus extremidades y heridas, con sus humores y dudas, con su bilis y su sudor, con sus miedos. Relátelo todo como si realizara una autopsia. Narre lo que vio, pero también lo que sintió, lo que pasó por su cabeza en cada momento: señálelo por insignificante que parezca. Un forense no informa de lo que piensa, señor Vatne. Tiene razón, doctor Christian, pero tampoco un día es un cadáver, no sea cínico. Deténgase donde quiera y profundice. Es un asunto grave y cualquier aclaración nos puede ayudar y creo que también le podría ayudar a usted. Al señor Dodt y a mí nos han mandado del otro lado del océano para escucharle. Estamos aquí por usted. Nos explicará la jornada, pero también pararemos a preguntarle sobre lo que nos interese o no quede claro».
Y ya.

viernes, 2 de octubre de 2015

Una aproximación al ‘Polaris’ de Salto de Página

Polaris, de Fernando Clemot, se publica en Salto de Página. Antes de entrar en materia, tengamos unas palabras sobre esta editorial. Nada personal, simplemente me gustan las introducciones casi tanto como las peleas y hoy me he levantado charlatán.

Hace nada, en un muro de Facebook, alguien se preguntaba si era yo masoquista o si era que, tal vez y dando por hecho un particular desprecio por la literatura que se hacía en este país, sentía en el fondo placer leyendo lo que Salto publicaba (placer que ocultaba por, no sé, vergüenza, oportunismo o una misteriosa inquina). Hasta donde le alcanzaba el entendimiento, el susodicho consideraba que yo siempre ponía a parir sus libros. Siempre. En fin, tal vez la gente debería dejar la lectura diagonal para los recibos de la luz. De SdP hay muchos libros que no me han gustado, pero hay muchos otros que sí. Tal vez es la mía una inquina que viene y va. Hagamos un resumen: he defendido a muerte la trilogía de Pinedo (Subte, Plop, Frío). Todas mis simpatías, también, para aquella estupenda novela de Jon Bilbao llamada Padres, hijos y primates o la colección de relatos del viejo amigo Juan Carlos Márquez, Norteamérica profunda. Me he confesado en numerosas ocasiones seguidor de Emilio Bueso, y eso, digo yo, será por algo (inquina inversa, probablemente). Que no sea necesario sentir devoción por un autor para seguirle la trayectoria es algo que no todo el mundo llega a comprender. Me hago cargo. También Sacrificio, de Román Piña (lo mejor, en mi opinión, que ha escrito este señor), llevó su dosis de elogios y me robó un merecido par de carcajadas. Es más, si tiro de archivo encuentro que no son tantos los libros que catalogaría como “malos” o “aburridos” o “insuficientemente buenos”. Estarían el de Nere Basabe (probablemente, de todos, el que menos me ha gustado o, si lo prefieren, el peor), del que hablaremos en breve; los relatos de Bárcena, que no me parecieron ni remotamente para tanto como se nos prometían (tal vez porque no los leí en alemán); los de Luisgé Martín, de calidad desigual pero siempre muy por debajo de la que se encuentra uno en sus novelas; Todo irá bien, de un Candeira con una prosa en exceso afectada o El año del desierto (Mairal), novela que arranca bien pero a la que pierde su intención… Y algunos más que quedan en el limbo de la indiferencia.

Leo Salto de Página porque, más allá de la calidad de sus productos (que se supone, como en toda editorial, irregular), ofrece un interesante catálogo de novedades y sobre todo de escritores; un catálogo que considero imprescindible para entender y conocer (no es lo mismo) el panorama literario de este país. Si quieres saber qué se cuece en España, tienes que leer Salto de Página. Esto es así, no sólo porque sí, sino también porque lo digo yo. Y a callar.

Quedarse con la idea de que al puto Tongoy no le gusta lo que publica Salto de Página (ya sea por inquina o capricho de malote) sólo porque ha puesto a parir algunos libros, es de un simplismo tal que no puede despertar otra cosa que sincera compasión por ese tardío despertar intelectual del comentarista. 

Vaya por delante que mientras las bibliotecas (la mía, al menos) provea, Salto de página será, junto con otras (no muchas, Sexto Piso o Pálido Fuego, por ejemplo), una de mis editoriales de cabecera. Y ya lo siento por ellos y sus niños, pero es lo que hay.

Lo que nos lleva a lo último (creo que es lo último, no podría jurarlo porque había por ahí planes de resucitar a Roberto de Paz) que se ha publicado en Salto: Polaris, de Clemot, Fernando. Veamos si podemos alimentar la leyenda y ya de paso damos a unos cuantos un par de argumentos más para seguir diciendo chorradas.

* * * * *

Fantaseemos. Vamos a pensar que Fernando Clemot contrajo, en un momento X, una deuda con el editor de SdP, Pablo Mazo, a quien a partir de ahora deberíamos referiremos, por ser ya hecho consumado, como Su Editor. Vamos a pensar que Su Editor consideraba que tal deuda podía ser saldada con un libro. Vamos a pensar, pues, en un entregado Clemot que escribe Polaris para librarse de esa losa en su vida que es Pablo Mazo. Tal vez estoy llevando las cosas a un punto que supera con mucho lo razonable. Seguramente no. Esto no lo digo, en cualquier caso, por la deuda contraída, lo digo porque no sé en qué cabeza cabe que un libro, tal como están el panorama, pueda ir en pago de algo. No parece un trueque muy justo. Será que Su Editor es un hombre generoso, amigo de sus amigos, profesional entregado (y algo cegado, también), dispuesto a aceptar Lo Que Sea con tal de acabar con esa pesadilla.

Esto, bondades aparte, explicaría por qué está teniendo Polaris tan poca repercusión en los medios humanos o virtuales o por qué no hay reseñas o por qué las que hay son tan complacientes. (Hay otras razones que explicarían tal complacencia pero hoy no me apetece insultar a nadie). Digo explicaría porque lo cierto es que Salto de Página no se caracteriza precisamente por hacer gala de una efusiva defensa de sus autores, a quienes parece tener en nómina sólo como publicistas programados. 

Los libros del Salto de Página se leen o no se leen, pero desde luego no se descubren. 

Ahora, olvidándonos de estas coñas marineras deberíamos entrar a analizar qué le ha vendido exactamente Clemot a Mazo y qué nos quiere vender Mazo (si en algún momento éste llega a poner de su parte) a los lectores, pero he superado con mucho el límite autoimpuesto para una introducción y me voy a ver obligado a partir esto en dos. Lo dejamos, pues, de momento, en aproximación, y ya la semana que viene, probablemente el lunes, hablamos de lo que importa y no tanto de los inevitables percances de ser librero o sucedáneo de tal.


martes, 9 de junio de 2015

‘Cenital’ de Emilio Bueso

Lo que más me gusta de Cenital es el estado de tensión permanente en el que mantiene al lector: la tensión de pasarte toda la puta novela esperando que ocurra algo. Bueso inaugura el género de ciencia aflicción pasivo-agresiva. Uno sabe que los acontecimientos, terribles ellos, irán a peor pese a que en la novela no acabe de verse movimiento alguno. ¿Dónde está el truco, entonces? ¿Por qué no se muere uno de aburrimiento? Veamos. 

Cenital es lo que ocurre cuando pasas demasiado tiempo leyendo blogs catastrofistas (por más que sea un catastrofismo razonado) en lo que los participantes se plantean seriamente lo oportuno de abrir una cuenta vivienda si total el fin de mundo conocido está a la vuelta de la esquina desde el momento en que toda actividad económica pasa por tirar del amigo petróleo y este no las tiene todas consigo. Nos los estamos fundiendo.

Pero la culpa será de los chinos, ya lo estoy viendo.

En Cenital esto ya ha ocurrido. Lo del petróleo, digo. Se acabó lo que se daba. Ya no más estufitas de gas, ahora todo es calor de chimenea y duchas de agua fría. Quedan pequeños asentamientos organizados de un modo muy tradicional, tratando de maximizar la productividad y la eficacia con un mínimo de recursos. Media novela, probablemente algo más, es contarnos que menganito es así por esto lo otro y lo demás allá y zutanita es asa y esta es tu vida Laura Ingalls, así como el rescate del blog de líder de una de esas comunidades cuasihippies para que podamos vislumbrar a) que la cosa se veía venir, b) cómo fue viniendo y c) que nuestro líder es más listo que un ajo y más previsor que los reyes magos.

Se compra, el líder, un terrenito en las afueras y se hipoteca hasta las cejas contando con que se vaya pronto la luz; se rodea de expertos en caos infinitos, poda, pozos negros y telares de bajo lizo y deja que la vida siga su curso inevitable: que salte todo por los aires y venir después con el ya lo decía yo pero tranqui que lo tengo todo arreglado.

Lo mejor que tiene el fin de mundo es que nunca pasa de moda por lo siempre es un buen momento para preparar la maleta. Por ejemplo, y sin ánimo de hacer publicidad gratuita, Debate acaba de publicar un libro llamado Abrir en caso de apocalipsis: guía rápida para reconstruir la civilización (Lewis Dartnell, Debate, 2015) donde se recogen (parece, no lo he leído ni he tenido acceso a él) enseñanzas varias. “Una guía rápida para reiniciar la civilización” es, además de un buen slogan, una forma perfecta de relativizarlo todo: el verdadero problema no es dejar de pagar la hipoteca (si total la banca será la primera en caer) sino que plantes los calabacines demasiado lejos de las berenjenas, que luego cogen bicho y hay que tirar con ellos.

Las cosas como son: Cenital da miedo de puro creíble, y aunque es verdad que tampoco nos pilla por sorpresa no es menos cierto que tenemos una actitud abiertamente pasiva. Es en tercero de primaria cuando se habla por primera vez del problema del petróleo. Pero se hace así, como de pasada, en plan el petróleo es un bien escaso y tal. Son dos páginas muy interesantes que preceden a los inventos del hombre, que se lo lleva de calle en cuestión de interés infantil. Cenital es, en ese sentido, un correcto recordatorio en forma de novela (que no una novela en forma de recordatorio ya que, quitados dos o tres momentos, la cosa está más en modo Alerta que en modo Acción) perfecto para recodarnos que ya podemos darnos por jodidos.

Como en toda novela finmundista están los buenos (que no tontos) no tan buenos de puro escarmentados, y los malos, crueles, salvajes y un poco caníbales pasada la hora del té. Esto viene en el manual del apocalhisptico perfecto y de hecho Bueso lo utiliza para hacer llevadera la travesía por este páramo desolado que es vivir sin esperanza de un mundo mejor. El resto, ya lo hemos dicho, es puesta en escena y un continuo recordarnos que nos queda poquito para quedarnos sin wifi.


miércoles, 8 de abril de 2015

‘El año del desierto’ de Pedro Mairal

Se dice: estupenda novela de corte y confección apocalíptica. Se dice: genial. Se dice: obra maestra. Se dicen: muchas tonterías.

De obra maestra, nada. De buena novela, poco. De errores vulgares: para regalar.

Lo cierto es que esta novela, quitando lo atractivo del argumento y lo (a ratos) efectivo del desarrollo, no hay por dónde cogerla. 

Esto es así porque es así. Y ya. Pero voy a desarrollarlo un poco.

El año del desierto va de esto:

Buenos Aries querido. La protagonista es recepcionista de una empresa de inversiones o no sé qué. La historia comienza un día que ella espera a su novio y se producen revueltas en las calles por cosas que tienen que ven con desacuerdos y tal y su novio no acaba de llegar. Ese drama. Bueno, tanto da, no es el tema. Las revueltas crecen, la situación se extrema. Violencia engendra violencia. Un día dejan de funcionar los ordenadores, otro los teléfonos. Otro día te quedas en casa, no te vayan a zurrar por el camino y descubres que el agua está dejando de ser potable y que tanta epidemia y tanta rata suelta no puede ser bueno. Lo habitual: problemas de abastecimiento, etcétera. La población, amenazada, se refugia en los edificios y así no se puede dormir.

Mientras tanto, la Intemperie avanza.

La intemperie es un algo abstracto que se va comiendo los edificios y va asediando la capital. Donde había estructuras, ahora hay baldíos. Esto es: emigración. Esto es: masificación. Esto es: hambruna. 

La primera parte de la novela es una suerte de versión ampliada de aquella novela de Ballard llamada Rascacielos que comentamos en su momento por AQUÍ. Pues bien, la cosa es un barrio haciéndose fuerte frente al mundo: se hacen túneles, se tienden puentes entre edificios, se levantan alambradas, se derriban paredes, se viola la intimidad, se protege de un exterior hiperviolento y ahora desconocido. Hasta que un buen día la-nena-buscando-a-su-churri-cual-Marco-enamorado da con una puerta a la calle, igualito que el amigo Carrey en El show de Truman, y descubre que no es para tanto la cosa. 

Y echa a andar.

Y aquí, más o menos por aquí, es cuando la novela se pierde.

Porque es a partir de este momento que la novela deja clara su intención: retroceder en el tiempo. A medida que la protagonista avanza, la sociedad retrocede. De la era tecnológica a la edad de piedra. Literalmente. El hombre, en su lucha por la supervivencia, descubre que, frente a la falta de antibióticos, no hay como la medicina natural. Para Mairal parece que de esto al taparrabos median doce meses.

Y oye, tampoco es eso. Qué necesidad, pregunto. 

Con esto se descarta la posibilidad de leer una novela de ciencia ficción toda vez que el esfuerzo por construir una ficción apocalíptica creíble ni existe ni se la espera. Todo es focalizar la acción sobre un personaje que será testigo de la pérdida (gratuita, siempre) de valores, conocimientos y lenguaje y todo en el plazo de un año. Y digo gratuita porque en ningún momento, repito, en ningún momento, se explican las razones de, por ejemplo, el resurgir del machismo o la enfermiza devoción religiosa de curas que dan de espaldas la misa en latín. 

«—Lo que se llamó tecnología y progreso no fue más que la mano siniestra del capitalismo salvaje. Hay que volver a la tierra y a las manos. Las máquinas les quitan el trabajo a los hombres, la ciencia nos quita el pan de las manos, la ciencia todo lo pudre».
[…]
«—Si el país sale adelante, será a pulso, con la fuerza de los brazos, no de las máquinas. Sólo a partir de la simpleza podremos volver a comenzar un país más justo. Sin armas de fuego que vuelven cobardes a los hombres. Sólo desde esa lucha cuerpo a cuerpo y con la gracia de Dios podremos defender valientemente nuestra dignidad».
[…]
«—La desaparición de nuestras ciudades no es más que la gracia de Dios manifestándose, mostrándonos el camino verdadero, extirpando los cánceres de corrupción de las urbes pecaminosas. Dios nos ama y nos bendice y nos ha enviado a Juan Martín Celestes como un instrumento de su salvación».

Cuando digo que la novela no se sostiene (si acaso he llegado a decir tal cosa) es porque una vez descartada la premisa inicial, esto es, la razón por la que estábamos leyendo, todo lo que queda es un inmenso chiste, un chiste de proporciones legendarias: toda la gracia consiste en ver cómo ha sido la evolución del ser humano que llegando del mar (origen de la vida) ha ido evolucionando a lo que es ahora: un mono mirando un móvil. 

«Me volví bastante hábil. Yo, que unos meses atrás atendía teléfonos en una oficina con piso de moquette, que traducía cartas al inglés vestida con mi tailleur azul y mis sandalias, ahora hundía las manos en la sangre caliente, separaba vísceras, abría al medio los animales, despellejaba, buscaba coyunturas con el filo».

Podemos buscar alegorías pero también podemos no hacerlo.

El caso es yo venía a leer una novela sobre el fin del mundo, no a recibir una lección de historia. Esto me molesta un poco, he de confesarlo, porque tampoco es como si el viaje hubiese sido absolutamente genial y maravilloso y valiese la pena el esfuerzo sólo por asistir a lo que estaba teniendo lugar entre sus demasiadas páginas. Me siento estafado, además, toda vez que, como decía más arriba, la involución reflejada es completamente gratuita y no atiende a más razones que las que marca la línea del tiempo de alguna enciclopedia digital:

«Cuando llevábamos más de una semana de marcha, entramos en una zona dominada por la tribu de los turfes, que vivían bajo tierra en cuevas redondas. Habían olvidado por completo el castellano. Domesticaban ñandúes y arrastraban las cosas con sogas, como si hubiesen olvidado también la rueda».

Es por esto que dicen por ahí que El año del desierto es un rewind de la historia (argentina). Y dicen verdad. Pero es un rewind fallido desde el momento (y lamento insistir) en el que hay que aceptar pulpo como animal de compañía. Estamos muy acostumbrados a buscar y condenar a voz en grito fallos en los guiones cinematográficos y sin embargo no tenemos problema en obviar la inmensa cagada que esta novela, que más allá del divertimento general, ocasional, y la prometedora primera mitad, se limita a construir una ficción a golpe de escenas unidas por un débil hilo argumental que lo mismo se podía haber ahorrado el bueno de Pedro. Total para qué.

«Apo se ausentó una tarde y apareció al día siguiente; la vimos salir del monte con el hijo en brazos. Se había internado a parir sola en la espesura. Cuando mostró que el bebé era varón, las mujeres hicieron un gran escándalo contra los hombres. Parecían culparlos de algo, y ellos bajaban la cabeza arrepentidos. Era una vieja creencia de la que supe después: en los tiempos antiguos las mujeres parían mujeres y los hombres parían hombres. Así fue siempre hasta que un grupo de hombres descuidó a sus recién nacidos para ir de caza durante varios días. Al regresar encontraron a sus hijos muertos. Entonces los dioses decidieron que los varones no eran capaces de gestar a sus hijos. A partir de ese momento las mujeres debieron gestar tanto mujeres como varones. Por eso, cada vez que nacía un varón, se les recordaba esa creencia a los hombres, reprochándoles que esa mujer había tenido que hacer el trabajo de ellos».


lunes, 9 de marzo de 2015

‘Sacrificio’ de Román Piña

Aquí el protagonista, un investigador en plan modernización del tirado de los años cincuenta; un Borgart venido a menos: «Llevaba poco tiempo en el negocio y no podía permitirme una secretaría. Mi cueva era un habitáculo de cuatro metros cuadrados, algo demasiado modesto para infundir confianza en los clientes. No tenía aseo y la electricidad se la chupaba al vecino de al lado. Mi ordenador cazaba el wifi de la oficina de turismo del ayuntamiento, ubicada en el piso principal. Un funcionario colega me había pasado la contraseña».

Chupar la electricidad, cazar wifis, tener funcionarios colegas nos da el tono cutresalchichero intencionado. Nos falta el caso. Uno esperaba una mujer hermosa y vengativa, fumadora empedernida, pero, no podía ser de otro modo, Piña se desmarca con un caso tonto a rabiar solicitado por un varón de mediana edad. A saber: un profesor de lenguas clásicas, que se autodefine como un hueso, ha recibido un par de llamadas a hora intempestivas y quiere saber quién es su “acosador”. 

Claro. Si el tema es este, malo.

Afortunadamente no lo es. Afortunadamente semejante planteamiento y su resolución apenas ocupan el primer capítulo y con él únicamente se espera dar a conocer a dos de los principales protagonistas (uno indiscutible, otro secundario) de la trama, amén de posicionarlos ideológicamente. Podía haber sido menos ridículo, cierto pero es casi lo de menos; el tema, en realidad, es este otro: literatura y crueldad. 

Sacrificio es, si lo piensan, una novela bastante sádica.

La cuestión es de rabiosa actualidad: libros oportunistas, editores sin escrúpulos. 

Abrimos paréntesis.

Al comienzo de la segunda parte de La Mala Puta (una parte que trata, grosso modo, el tema de los escritores y el fracaso), Román Piña se cita a sí mismo al hacer público un correo que acaba de escribirle a un escritor equis en el que le dice lo siguiente:

«No voy a publicar tu novela autobiográfica. […] No quiero que la escribas. No quiero que llegue a publicarse una novela, por buena que sea, contando tu vida, una vida que tú mismo (y cualquiera) llamas vida de maldito, de fracasado, la historia triste, accidentada, […] No quiero que el mundo conozca ese rosario de incidentes lamentables de tu vida que en efecto son dignos de un relato de ficción, pero también patéticos, tristes».

No quiero, no quiero, no voy a publicar… Así no hay manera de hacerse millonario. Román Piña finge olvidar lo fundamental de las biografías: la miseria de los miserables se vende mejor que las fantasías eroticofestivas de un hombre satisfecho. Sacrificio vendría a ser algo así como la prueba.

Cerramos paréntesis.

Ahora sí, lean un resumen de lo que realmente trata Sacrificio: 

Un tronco es secuestrado. El tronco, «un personaje público de gran fama», «había nacido sin brazos ni piernas. Sólo con una especie de alita, como un dedo extraño, donde debía nacer su brazo derecho», a pesar de lo cual o precisamente por era enormemente popular y querido: «Todo el mundo adoraba a Horacio Topp».

Pues eso, que un día lo secuestran. Tarda en aparecer, no sé, una buena temporada, tres meses, creo recordar, puede que algo más. Aparece en un caja, delante de su casa, en un estado que…, bueno, decir lamentable sería quedarse corto. Ya no era ni tronco, si acaso un triste tallo marchito. Y como viene, se va. Sus papis, sin entrar en detalle, se lo llevan y a partir de ahí ya todo es silencio administrativo.

Y entonces, la misma editorial que un buen día publicó un libro suyo que apenas vendió lo justo para cubrir gastos, publica un libro contando, con todo lujo de detalles y en primera persona, el infierno por el que pasó Topp durante su secuestro. Lo peta, claro:

«La noticia de la aparición del libro había salido en la prensa con una cobertura a la altura de su importancia. «Se publica una novela que relata el secuestro de Horacio Topp» y similares titulares en la prensa española e internacional no respondían a la sensibilidad del periodismo del momento ante la literatura, sino a su adicción a los aspectos más oscuros del comportamiento humano».

Y hasta aquí puedo leer o me matan.

Además da igual porque básicamente esto es todo lo que necesitan ustedes para entender el chiste.

La enseñanza de Sacrificio es la que señalábamos más arriba: si quieres vender, vende basura. Sin entrar en jugosos detalles les diré que Topp las pasa putas putísimas. En ese sentido Sacrifio es una novela gratamente violenta que en modo alguno me hubiese esperado de un escritor como Román Piña pero que va muy bien con el perfil editorial de Salto de Página, editorial especializada en malotes. Nada que objetar; nos gustan los malos. Tampoco por la parte del entretenimiento: Sacrificio se lee en un suspiro no sólo porque sea breve, sino porque sabe interesar al lector. También es verdad —y esto no es ningún secreto— que resulta mucho más fácil suscitar interés hablando del sufrimiento físico y mental de un ser inocente e indefenso que hacerlo narrando la experiencia un escritor que va de veraneo a la aldea de su infancia por más que el fondo sea, en ambos casos, la literatura. En el fondo Sacrificio no es muy diferente de lo que denuncia. 

El problema (aquí estamos otra vez) es que lo que denuncia, además de tener un público bastante “literario” ergo limitado (pese a que va camino de gran verdad la afirmación de que hay más escritores que lectores), no está realmente a la altura de lo esperado sin saber exactamente en qué estamos pensando.

Piña se repite y va camino de acabar pancartista total si no empieza a matar “sin doble intención”:

«—El mundo ha cambiado. No sé cómo es, sólo sé que es un mundo en que ningún libro volverá a ser un bestseller como los de antes.
—[…] mi error fue no darme cuenta de que el libro no contaba nada nuevo. […] El fallo estuvo en que no habíamos ofrecido una nueva tragedia que deslumbrara al público, un secreto aterrador». (Sacrificio)
 o
 «En el siglo de la información, el progreso, la educación y el bienestar en Occidente, la insignificancia de la literatura, la irrelevancia de la figura del escritor (“el escritor no es nadie”, me dice Sara Mesa), y la confusión y perversión de la pequeña sociedad literaria, arrojan una predicción funesta: la extinción de los lectores. No creo que valga aferrase a que hoy escriben en España una legión de Cervantes. Si sus obras no las leen a su vez legiones, el saldo es lamentable». (La mala puta)

Sí, el mundo ha cambio; claro que ha cambiado. Claro que “el escritor ya no es nadie”. Por qué iba a serlo. Seamos serios: ¿a quién le importa el escritor? La gente no compra escritores. La gente compra novelas. Los escritores existen porque necesitamos figuras a las que odiar, mitos que derribar y experiencias que repetir. La peor biblioteca del mundo tiene más libros de los que se pueden leer en una vida. Los escritores no mueren, se suicidan. La literatura es ya un juego, nada más. Se acabaron los betsellers, se acabaron las doscientas traducciones, las setenta ediciones. Todo es mentira. Pero esto no es nuevo. Hace tiempo que viene siendo así. Me vendo: díganme una buena novela, sólo una; una novela realmente buena, una novela indiscutiblemente buena que haya sido escrita en los últimos veinte años. Una novela española jodidamente buena. Una. Mi blog por una buena novela. 

Es un decir.

Ultima observación antes de bajar el telón: se echa de menos, en Sacrificio, el lamento habitual de los últimos tiempos: el pirateo. No se puede hablar (como se habla aquí, por más que uno no espere realismo) de una primera edición de 50.000 ejemplares que se agota en un día y no decir nada de los cientos de puestos de trabajo que se pierden por las cifras millonarias que se dejan de ingresan tras la estimación, siempre a la baja, de los cuarenta o setenta y cinco millones de descargas diarias. El pirateo como la última esperanza y fantasía erótica del fracasado.


viernes, 5 de diciembre de 2014

“Los últimos” de Juan Carlos Márquez

Que en este país tenemos un problema con la calidad, empieza a ser evidente; que lo tenemos con la imaginación, parece que también. 

La novela que hoy nos ocupa trata sobre la lucha por la supervivencia, que es una cosa tan original que lleva de moda como setenta años en la literatura y cien mil en la naturaleza. Si no te cae un meteorito, se llena el planeta de tierra, polvo, ceniza o hielo o se te mueren las lechugas y si no es eso es un virus que deviene en pandemia o los muertos que reviven o que se retrasa otra vez la edad de jubilación. En alguna parte hay un catálogo de desgracias al que los escritores de género recurren cada vez que piensan publicar un libro; esto da como resultado tropecientos mil novelas idénticas en las que lo único que cambia es el nombre del barco en el que los protagonistas se refugian para echar el polvo de las tres. Curiosamente, por alguna misteriosa razón (de esas que tanto les gustan a ellos) toda esta gente a la que, en un arrebato de generosidad, llamaremos escritores, no se acusan los unos a los otros de plagio, no se denuncian ni se dan palizas por la calle. Al contrario: aceptada su falta de originalidad, se reconocen mutuamente los méritos, caso de haberlos. Dicen: gracias a fulanito, zutanito y menganito que han sido fuente de inspiración, ayuda y ha dirigido, desde el cielo en que habita, mis pasos. Y después llega el listo del editor y menta, en la faja o contraportada (ya no las distingue uno, la mitad de las veces) a la madre del cordero y a Philip K Dick, Ballard o John Windman. Y tan anchos. Después sólo queda esperar que suene la flauta y, promoción editorial mediante, se te haga el libro famoso, que del resto ya se ocupa la falta de criterio de la gran mayoría de los lectores de género y la ignorancia del vendedor de libros (casi se me escapa la palabra librero) de El Corte Inglés, como aquel que, recomendaba hace apenas unos días los libros de Dolores Redondo como lo mejor que se hacía actualmente en materia detectivesca: vea, si no me cree, decía, que van por la 24ª edición, que como prueba de la estupidez general es irrefutable. Pero hablábamos de Juan Carlos Márquez y su último libro: Los últimos que, como prueba de falta de imaginación, también.

La cosa, ya se imaginarán, va del fin de mundo. 

Algo hace bluf o chis o paf o fiu, una luz cegadora (un disparo de nieve), fulmina todo lo que pilla al sol del membrillo, dejando como únicos supervivientes aquellos a los que ese día no les tocaba sacar el perro. Siendo yo chaval había un comic en el que esto mismo, o parecido, le pasaba a quienes en determinado fatídico momento no tenían la suerte de estar bajo el agua. A partir de ahí, en la novela de Márquez, la vida ni es vida ni es nada y andan todos con bombonas de oxígeno y mascarillas y peceras en la cabeza. Y todo bien hasta que mal, que es más o menos cuando los humanos empiezan a mutar y acaban todos zombies perdidos dándose al canibalismo más extremo. De ahí a correr delante de los walkingdead de turno y rendir tributo a Cormac McCarthy hay un único paso que el amigo Márquez da con una ligereza pasmosa. Como estará de mal la cosa que nuestro grupo protagonista pone rumbo al planeta Marte, toda vez que éste se ha convertido en la última esperanza de la exigua humanidad. Allí también pasan cosas, pero si cuento más detalles me denuncian fijo.

La novela tiene forma de diario. El protagonista deja por escrito, unos días sí y otros días no, aquello que puede ser de interés general para generaciones venideras. Por ejemplo: 

«La radio dejó anoche de emitir. No hubo consejos ni listas de supervivientes. Solo la repetición de Have I told you lately that I love you, de Van Morrison. La misma canción una y otra vez. Tras eso, silencio».

Y gracias que no era Camela. Pero no, claro, esto (siendo esto la acción) está necesariamente ambientado en Estados Unidos o a estas alturas ya estaríamos sin novela, que aquí naves espaciosas no tenemos. Esa es otra: como estará de mal la literatura en este país que no la queremos ni de música de fondo.

El caso es que siendo como es la novela un visto y no visto (pocas páginas, entradas cortas de diario y otras cosas tan-de-ir-al-grano) el resultado es inevitablemente una producto ágil que juega a satirizar el género de la ciencia ficción, llevando al extremo de lo [in]creíble todas aquellas posibilidades a las que otros muchos escritores dedican, han dedicado y sin duda dedicarán cientos y cientos y miles y millones de páginas. Esto lo digo como un cumplido. Si no vas a aportar gran cosa, al menos no obligues al lector a perder demasiado tiempo. 

Pero.

Pero mezclar argumentos, por más que estos pongan en evidencia o ridiculicen los tópicos del género, no demuestra imaginación sino cierta habilidad para la macedonia.

Resumiendo: novela entretenida, más bien gracias a su estructura que a su argumento, que deja al lector unas veces con ganas de más y otras veces con ganas de menos pero que en general pasa por el cerebro lector sin pena ni gloria, siendo el entretenimiento de un sábado noche a la vez que una pieza, un engranaje más de esa inmensa maquinaria que se retroalimenta y fabrica subproductos y genera, también, residuos en forma de reseñas que hablan de escritores de referencia y novelas ejemplares y otras cosas, sí, del querer.



viernes, 4 de abril de 2014

“Esta noche arderá el cielo” de Emilio Bueso

Esto va de dos viejos amigos y amantes, un motorista llamado Mac y una motorista llamada Perla (como la amiga ballena de Bob Esponja) que un buen día, uno por el calentón y la otra por cambiar de aires, se echan a la carretera nada más que para hacer kilómetros. Eligen la Trans-Taiga, que es una carretera canadiense de casi 700 kilómetros que cruza un paraje desolado ideal para quemar goma sin temor a cruzarte con los de tráfico. 

Y bueno, por no fastidiar el intríngulis, un poco va de esto: dos despistados que pasaban por el peor sitio en el peor momento posible, que es un poco la base de literatura y el cine de tiros.

La novela es como de terror. O como de acción. Como de acción de terror, digamos, pero sin tener ni mucha acción ni dar puto miedo. Es un poco una mezcla de La isla del doctor Moreau, Donde viven los monstruos y, ya puestos, Easy Rider, pero esta última la incluyo sólo por citar algo de motos. Seguro que hay mejores ejemplos, pero ahora mismo no se me ocurre ninguno. 

“Esta noche arderá el cielo” tiene a favor el estilo de Emilio Bueso, que es muy de andar por casa y parece que más que leyendo te la esté contado él mismo en una terracita mientras os tomáis una cerveza. También la ligereza o esa pretensión de nada más que entretener y conseguirlo. Esto es un poco como ir al cine y tener que elegir entre “Nebraska” o “El capitán América”. Pues esta es la del Capitán América.

Venga una cita.

«Pero allí estaban, marido y mujer, plasta y pelma, fornicando como dos lavadoras con distintos programas. Pim pam pim pam. Zumba zumba. Naca ñaca. Nigu ñigu. Y todo eso.»

Jo, me parto.

Pero no, oye, bromas aparte (el párrafo está elegido con muy mala hostia) muy bien, en serio, ese desenfado. Y conste que lo digo como un cumplido. Como El Cumplido, casi, que ya carga un poco leer tanta literatura trascendental sobre escritores haciendo terapia. 

Después tiene algunas cosillas que, bueno, en fin.... El final, por ejemplo, que se ve venir desde Estocolmo; que tarde un poco en arrancar; que parezca un episodio de Alpha Flight; que tenga momentos de cierto aburrimiento (que estarán muy bien para dotar de contenido la historia de amor, pero aquí hemos venido a lo que hemos venido y mariconadas las justas); que se líe a contarnos secretos de familia pasada media novela nada más que para rellenar. Que no acabes nunca de sentir "cariño" por los personajes tampoco puede ser bueno (ni necesariamente malo); que ya no es que te dé igual lo que les pase, es que estás deseando que les den una paliza o que los viole un puerco espín o algo. 

No sé. Se echa de menos algo más de… ¿tensión? o lo que sea que justifique la compra de palomitas. Y no me refiero al “oh, pobres, cuántos sufren” sino a algo mucho más sencillo tipo “¡anda coño!”. Con sólo un andacoño (más) ya le hubiese calcado una estrellita más en Goodreads, que es donde realmente se mueve el bacalao. 

Lo que quiero decir con todo esto es que si les gustan las bebidas sin azúcar o son amigos de dejar una lucecita puesta por la noche, bien, pero si les va más el rollo de hacer explotar ranas con petardos, casi mejor se leen otra cosa. 

Si es que ya no hay moteros como los de antes. 

Y, con todo, el caso es que no lo he pasado del todo mal, que será lo que tiene de bueno: la sensación esa tan rara de haber encontrado más o menos lo que buscabas. O casi. 


lunes, 9 de diciembre de 2013

“Todos los crímenes se cometen por amor” de Luisgé Martín

1

Leo este libro entre los días 24 y 26 de septiembre de 2013. Lo abro, lo leo, lo cierro. Lo guardo. Me digo: vamos a darle un par de días, a ver qué queda. Después lo olvido. Un poco voluntariamente y otro poco no.


2

14 de octubre (fecha estimada) empiezo la reseña. Escribo esto:

Supongo que lo mejor que se puede decir de un libro es que se ha disfrutado con su lectura. Luego están los matices, las exageraciones. Las concesiones. Supongo que lo mejor que puedo decir de este libro es que disfrutado con su lectura. Ahora vienen los matices, las exageraciones. Las concesiones.

Lo he dicho muchas veces: de Luisgé me quedo con la prosa y seguramente también con los planteamientos de sus novelas, que es lo que hasta ahora había leído. Sus libros no se caen de las manos, pero precisamente por eso dejan el regusto amargo de lo que podía haber sido, y la pregunta en el aire de porqué no pudo ser, qué es eso que le falta o qué es eso que se sobra y que evita que cuaje la mezcla. Seguramente un formalismo excesivo, pienso ahora mientras escribo esta entrada, la continua sensación, durante la lectura, […]

Durante mucho tiempo, no escribo nada más.

3

El 15 de noviembre vuelvo a intentarlo:

Por más simpatías que despierte un libro en algún momento hay que reconocer que algo falla.

Tal día como hoy, 15 de noviembre, recupero la intención de reseñar esta recopilación de relatos. Decido tomármelo en serio, tanto como sea posible. Tanto como para llevar el libro a dar un paseo. Tanto como para releerlo, por aquello de ser, ya que no objetivo, sí, al menos, medianamente justo. Tampoco es plan de inventarse la reseña.

El caso es que dejo lo que estoy leyendo (Gaddis, joder, nada menos) y vuelvo a meterme en los cuentos de Luisgé. Quiero recodar, por lo menos, el argumento de alguno de ellos. De todos, si puede ser. Tengo plena confianza en que así será. 

No, no es verdad; no la tengo.

Voy la mitad, tal vez algo más, cuando se confirman los temores: recuerdo menos de lo que esperaba. Bastante menos. No pretendo culpar de mi mala memoria al bueno de Luis. Me sigue gustando mucho su forma de escribir. Esto no es nuevo, ya me ocurría con sus novelas pero al menos de ellas sí queda algo. Y aquí es a dónde quiero ir a parar: leo a Luisgé porque más allá del argumento de sus historias (ahora vamos con esto) disfruto leyendo a Luisgé. ¿Se trata de eso? ¿Es suficiente con eso? Seguramente no.

Luisgé representa la sobriedad. 

«Reflexioné durante algunos días acerca de todo lo que me había dicho y hablé de ello con mi esposa, quien, después de unos instantes de duda, me animó amorosamente a obedecer la recomendación clínica. Me confesó que también ella me encontraba desde hacía tiempo abatido y melancólico y que había llegado a pensar, afligida, que quizá la causa de todo ello era nuestra relación sentimental, relación que, aunque no atravesaba ninguna crisis, se había encaminado ya por los rumbos de la parsimonia y la costumbre que tarde o temprano gobiernan todos los matrimonios. Ella, que trabajaba en una agencia de publicidad, no podía tomarse vacaciones fuera de temporada, pero me invitó a que me marchara solo a algún lugar bucólico y soleado en el que recobrarme de mis tribulaciones. Me aconsejó, incluso, que viajara a la isla de Capri, de la que yo, que había estado allí hacía muchos años, antes de conocerla a ella, hablaba siempre con una especie de añoranza melindrosa.»

Prosas aparte, están las historias. Luisgé habla de cosas que son perfectamente posibles. Nada de unicornios. Fantasías, las justas. Habla del día a día de ser uno mismo. Habla de, por ejemplo amores fatales, de los que matan o mueren, según toque. Un hombre viaja, cree que se enamora, cree que puede matar a su mujer por ese amor. La fantasia en los relatos de Luisgé está en despeñar a la parienta por un barranco. En otro relato dos cuñadísimos ocultan su relación de amor toda la vida. A quién no le ha ocurrido eso alguna vez. Hay cuentos de hombres malvados que matan inocentes que sueñan con volver a su casa, ese lugar que sólo dos días antes soñaban abandonar para siempre. Hay también cuentos que hablan de esas cosas que les gustan tanto a los escritores: ficciones sobre ficciones y libros de fondo. Relatos que no deberían salir de un circuito cerrado exclusivo del gremio.

Tal vez un ejemplo perfecto de este realismo de Luisgé se encuentre en un relato llamado “El otro” donde se recupera, por enésima vez, la figura del doble. Luisgé elimina el habitual componente fantástico del relato dejándolo simplemente en un hombre que es confundido con otro por una tercera persona. No pasa nada: se investiga y se resuelve el misterio. Y tan felices.

La normalidad. 

Luisgé habla de cosas que pueden ser y seguramente son y por más que lo haga con una corrección digna de elogio transmite, al lector, una falta de pasión que no invita a coger el ordenador para emitir, no digamos ya una “nota de urgencia” [ejemplo], sino al menos una reseña, aunque sea pequeña, aunque sea la más triste y aburrida del mundo. Un piensa, cuando termina el libro, ah, qué bien y luego lo cierra, elige otro y sigue leyendo.

Decido no terminar la relectura de los relatos de Luisgé. Quizá en otra ocasión. Total, qué más da.


lunes, 28 de octubre de 2013

Una aproximación a “Bajo treinta" (#bajotreinta generation)

Y tras la Última temporada llega Bajo treinta, una antología producida por la Editorial Salto de Página, dirigida por Juan Gómez Bárcena y protagonizada por un puñado de seres humanos de los que ya nos ocuparemos en los títulos de crédito. Los treinta están de moda. 

Pero hoy no toca reseña; hoy lo que toca es aproximación a través de un prólogo, una práctica que se está volviendo demasiado habitual. Pero es lo justo, al fin y al cabo Última temporada (Lengua de Trapo) y Bajo treinta son dos caras de la misma moneda y como tal deben ser tratadas. Sin favoritismos. Jaja. Ja.

Bueno, al lío.

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Para variar, la antología no es exclusivamente de relatos. Se agradece. Es de fragmentos de novela, de aquellos que son novelistas, y relatos, de aquellos que son cuentistas. Se supone que lo mejor de lo mejor. Se supone, insisto. Personalmente prefiero mil veces esto a un puñado de textos que una vez leídos seguramente me van a dejar como estaba. 

«Pero el objetivo no era sólo convocar a estos excelentes narradores, sino invitarlos a participar con sus mejores textos. Por ello preferimos renunciar a los habituales encargos de textos inéditos, cuyo resultado podía no estar a la altura de la calidad demostrada en obras anteriores, y dirigirnos a los seleccionados solicitándoles los pasajes de su obra que a nuestro juicio mejor representaban su propuesta literaria. La mayoría de los textos pertenecen por tanto a libros ya publicados, en una clara apuesta por la calidad antes que por la novedad.»

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Sabiendo que Juan Gómez Bárcena nace en Santander en 1984 y que lo suyo no es el malditismo ni el victimismo ni otros ismos de corte similar, el prólogo sólo puede ser una defensa de la generación que llamaremos, para entendernos, de los #bajotreinta. Es un prólogo largo que habla de muchas cosas. Lo pueden leer AQUÍ. A mí no me apetece analizarlo en detalle; no tengo tiempo ni ganas; lo único que realmente me interesa es esto (las negritas son mías):

«Lectores, industria editorial y autores parecen haber contribuido de diferente forma al descrédito de la narrativa joven en España. Este libro, sin embargo, se opone decididamente a dicho discurso. Editor y antólogo compartimos la convicción de que existe una literatura joven de alta calidad en nuestro país, que si ha pasado relativamente inadvertida en por razones ajenas a su nivel literario.» 

Convendrán conmigo (y, si no, ya me dirán) en que el discurso de Bárcena se aleja bastante de lo planteado en el prólogo de Última temporada, donde se hablaba de escritores becados que medraban gracias al mamoneo social y al amiguismo o el arrimamiento, que es una variante del frotamiento. Prostitución, en definitiva. Figurada o no, cada uno sabrá. 

Volviendo al prólogo de la antología que nos ocupa, más allá de lo más o menos de acuerdo que uno pueda estar con afirmaciones del tipo “alta calidad” está la intención última de defender a capa y espada a un grupo de escritores que son generalmente maltratados por sus mayores, así como entender qué es eso de pasar relativamente inadvertidos, que parece una forma suave de decir que, a parte de sus amigos y familiares y dos o tres despistados, no los conoce ni Dios. Según Bárcena, muchas son las culpas a repartir y tres los culpables. Saquémosle punta a esto.


Los lectores
«Los primeros culpables en la construcción de este discurso [la baja calidad de la literatura joven] somos seguramente los propios lectores, que con frecuencia hemos interpretado la relativa [y dale] ausencia de autores emergentes en editoriales y premios relevantes como prueba de su mediocridad.»
O no. Además de eso —que sí, admitámoslo, es perfectamente posible— está lo otro: la constatación de una realidad: no es tan alta la calidad como la pintan. No siempre, al menos. Afortunadamente, hay de todo. Quienes leemos habitualmente a lectores jóvenes sabemos de qué hablamos. Quizá no seamos los mejores jueces (sin duda no lo somos), pero esa es otra cuestión (que bien merecería una antología crítica, no me digan). Un libro te llega o no te llega y los de cierta gente, fundamentalmente joven, no suelen llegar ni a la esquina. Por algo será. Hay excepciones, claro, pero como norma general esto es así y no hay vuelta de hoja. No pasa nada porque los jóvenes no ganen premios; si ese es todo el problema no hay de qué preocuparse, se cura con el tiempo. O no.



Las grandes editoriales
«[…] los grandes sellos han ido perdiendo gradualmente interés en apostar por jóvenes talentos, en especial si estos son españoles; […] Desaparecidos de escena los grandes sellos, son las pequeñas editoriales independientes […] las que han recogido el testigo de publicar narrativa joven de calidad».
Sí y no. No sé. 

Las grandes editoriales son lo que son y siempre van a apostar por el caballo que lleve las de ganar. Ya tenemos una edad para creer en cuentos de hadas. A estas alturas de la película dudo mucho que publicar en Mondadori, por ejemplo, sirva de algo. (Que se lo digan a Antonio Fresy Cool Rodríguez.) No. No creo que el problema sea tan sencillo como esperar que Lumen te publique y Fernando Valls saque tu reseña en Babelia o que antes de salir el libro ya se anuncien sus chorrocientas traducciones a veinte lenguas o la venta de los derechos cinematográficos a una productora finlandesa. Todo esto es dinero que hay poner sobre la mesa. Salvo excepciones, un autor joven es una apuesta muy poco segura y muy largo plazo. Es un producto tóxico. Esto nos lleva al punto anterior: ¿estamos realmente seguros de que la calidad es suficiente para que un editor te dedique una partida de equis miles de euros? Mi experiencia me dice que no. El sentido común, también. A los veinte no se triunfa. A los veinte se fracasa estrepitosamente. 


Los propios escritores
«Por último, no hay que eludir la responsabilidad de los propios autores, que rara vez transmiten interés por sus compañeros de generación. Es de hecho ésta una afirmación largamente repetida en reportajes, entrevistas y artículos: un momento en el que el joven narrador en cuestión declara que no lee a sus contemporáneos, porque prefiere la enseñanza perdurable de los clásicos.»
Mi no entender. ¿Se busca corporativismo o qué se busca? Que otro escritor te lea o no te lea no significa absolutamente nada. Sólo los escritores y los enfermos leen las entrevistas. Esas cosas se dicen para evitar el fango de la verdad; a saber: que tu libro es una mierda, chaval. Y para darse una pátina de prestigio, aunque sea ajeno, también. La realidad es la que es. No hace mucho una joven escritora especializada en subproductos prometía que su próxima novela sería “más Proust, más académica” [vómito]. Más allá de la carcajada que pueda provocar semejante afirmación está la sensación de que hay gente que no merece ser leída, no digamos ya respetada.

Los amigos están para ir a las presentaciones, mandarte fotos posando con tu libro y que las subas a tu muro y para darte un me gusta al día. Para eso están. No se van a leer tu puto libro; tienen mejores cosas que hacer. 

Espabila, nene. Estás solo.



“La imaginación está secuestrada. Las grandes editoriales, con muy contadas excepciones, están haciendo un daño extraordinario a la literatura. Todo lo que tiene que ver con las operaciones de marketing y de comercialización, están dañando sobre todo a los chicos muy jóvenes, las generaciones que vienen por detrás, que están condicionados en la manera de escribir.” (Eduardo Lago, http://www.youtube.com/watch?v=9Sk3JiDwPwQ)



Relación de victimas de las circunstancias: Guillermo Aguirre, Víctor Balcells, Matías Candeira, Cristian Crusat, Irene Cuevas , Aixa de la Cruz, Jenn Díaz, María Folguera, Julio Fuertes, Marta González Luque, Cristina Morales, Aloma Rodríguez, Almudena Sánchez y Juan Soto Ivars.