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martes, 19 de mayo de 2015

‘Al salir del infierno’ de John Franklin Bardin

He aquí una novela que no da para una reseña. Si acaso para una chiquitita, una simple mención, un pequeño resumen. Trescientas palabras, no más; ochocientas si somos generosos con las citas (lo seremos), MIL en el mejor de los casos y ya hablando hasta del tiempo, exactamente lo que hago ahora. Ya, ya lo dejo. 

El tema.

Bueno, el tema… no sé, por aquello de jugar a etiquetar, digamos novela de intriga. Engaña, ojo, la definición, que esto empieza con una loca saliendo de un sanatorio y ya se sabe que estas cosas pueden acabar de cualquier manera. No se nos dan muchas pistas de la razón del ingreso: digamos, por decir, por no estar callados, que se dejó vencer por el lado oscuro. Pero no es una novela de ciencia ficción.

«Su conflicto había estado siempre en su interior, y a ello achacaba el doctor Danzer el origen de su crisis, y no al alcohol: ese conflicto estaba hoy tan oculto como siempre, y precisamente ese conflicto, según intuía Ellen, era el meollo de su personalidad. ¿Cómo sería posible sondear aquellas plácidas honduras y encontrarlo? ¿Dónde estaría la clave, la llave que diera entrada a su secreto, la cuña mediante la cual sería posible forzarlo?»

Lo de las honduras es importante, parece. Lo digo porque se repite como diez veces. O más. Que si las honduras de la noche, que si hondura de las tinieblas, que si remolino de negrura, que si vacío del abismo… ¿Terror? Pues igual. Y más llamándose Al salir del infierno, aunque ya se sabe que estos títulos se ponen para engañar. 

Lo que importa es que allí abajo ha pasado algo, seguro. Y que nos vamos a enterar, también. Y que será al final, ya no cabe duda. Guión sin sorpresas con sorpresa final. Qué sorpresa. Libros que sueñan con ser estrellas de cine. Pero ya llegarnos a esto.

Ahora, a lo que íbamos.

La loca, que ya no está loca, sale pitando del centro con su marido, director de orquesta de perfil cumplidor y facilón, lo que sea que le reporte éxito. Un poco lo que fue en su momento Luis Cobos, para que nos entendamos. Salen y se van a casa y ella se muere por tocar el piano, que es pianista ella, y muy buena, mucho mejor que el mierda de su marido, dónde va a parar:

«Basil —pensó—, te quiero. De todos modos, querido, jamás te he considerado un músico. ¡Oh, por descontado que sabes dirigir! Puedes obligar a cien hombres a tocar tal como tú quieres que toquen, pero eso, en tu caso, es puro negocio, un medio de alcanzar la fama y engrosar tu fortuna; una posibilidad de abrir el camino y hacer que los demás te sigan, pero en modo alguno se trata de un arte. Creo que hojeas la sinfonía de D. con detenimiento, tarareas tal o cual pasaje, pero no para descubrir de qué se trata, no para apreciarla y aprender algo nuevo de ella, sino para averiguar, caso de que te sea posible, hasta qué extremo puede ser eficaz, hasta qué extremo puedes desvirtuarla y darle un determinado giro con el fin de poner de relieve tu personalidad, tal como busca un político las frases más llamativas, las consignas, dentro de un discurso. Creo, querido Basil, que lo que quieres de la música (y lo que tienes que conseguir de ella) es una sensación de poder personal. Te mides contra la orquesta y contra el público, y también contra el compositor. Te plantas en el podio, a su merced, y los esclavizas a todos con un simple movimiento de tu cabeza dorada, con un sencillo e inquieto reajuste de los hombros, con una mirada airada, con un toque de atención. ¿Y yo? Pues claro, querido, claro que me gusta verte: admiro tu destreza, tu dominio de los trucos, y me dejo seducir por ti. Claro, Basil, que nuestra relación no es de carácter musical...» 

Esto ella, sin exteriorizarlo, todo para dentro, reconcomiéndola: «Debes hablarle de ello, Ellen. Estoy segura de que es lo mejor. Si no le dices nada, todo esto crecerá dentro de ti, y este miedo destruirá vuestra vida en común». Aquí la Yoda, amiga y la vez mentora.

Novela romántica tampoco es, ya lo digo. 

Pero sigamos buscando esa etiqueta; tiene que estar por alguna parte. 

«¿Habría algo, algo que aún no hubiese descubierto y que yaciese bajo la superficie de su mente, oculto salvo cuando se producía alguna asociación accidental que le daba carta blanca para emerger a la conciencia, como si fuese un monumento sumergido sobre unos cimientos desconocidos del todo, una piedra angular de su trastorno? ¿Y qué habría podido sacarlo a la luz esta vez? ¿Las azules profundidades del cielo? ¿El recuerdo de la ventana enrejada? ¿La negrura del pasado?»

El caso es que la novela se enreda con viejos amores que vuelven, con mucho recuerdo sangriento de origen incierto, con ella luchando por superarlo y no dando pie con bola. Pasados tormentosos, presentes confusos, futuros tenebrosos. Ese tipo de endiablados puzles.

El final me lo voy a callar por respeto a los muertos pero ya les adelanto que es de esos que levantan suspiros de asombro y que piden a gritos ser interpretados por una resucitada Kim Basinger en algún telefilme mediodiario. 

Novela, pues, de consumo rápido y tensión creciente, a ratos un poco Hitchcok, a ratos también, con todo lo que tiene esto de poco original por tantos años de cine pero sí es verdad que resulta fácil imaginar todo cuanto ocurre en glorioso blanco y negro, tal como era cuando fue escrita (1947). Es lo que tiene, su mejor baza: que a pesar de lo previsible de su imprevisibilidad huele a clásico moderno injustamente olvidado y perfecto para rescate menor de editorial de segunda con poco donde elegir.

Y ahora déjenme que cuente las palabras que tiene este post, a ver si hemos ajustado bien esa extensión. Una, dos… ¡Zasca! Fenómeno: mil.


jueves, 26 de febrero de 2015

Breve nota de urgencia sobre “Alias Grace” de Margaret Atwood

Me prestaron este libro hace quince años. Me dijeron: léelo, está muy bien. Yo por entonces apuntaba maneras y entre la desconfianza natural y que la portada no podía ser menos estimulante ni añadiendo de reflejo en el espejo un chico sin camiseta haciendo flexiones, fingí creerlo y, agradecido, lo acepté, lo guardé en una estantería, después en otra. Me mudé. El habitual ritual. 

Pues bien, quince años después toca restitución de honor a quien corresponde. Supongo que ahora debería devolvérselo pero suponer es gratis y yo estoy a favor de los derechos adquiridos.

El caso es que Alias Grace ha resultado ser una más que agradable sorpresa. Me quedo con eso. Y con el libro. Ja.

Esto sería una reseña si tuviese tiempo, puesto que no lo tengo va cómo va y va a vuelapluma y va como Breve Nota de Urgencia que una forma muy poco elegante de pedir disculpas por lo rápido y breve. Me van a tener que perdonar, por tanto, la ausencia de citas (esto se demostrará falso en cuestión de segundos) y rigor acostumbrado (jaja) pero de verdad de la buena que no puede ser y si lo dejo pasar sé que no la voy a escribir (esto tiene que hacerse en caliente) y tampoco quiero pasar siempre por ser el que lee lo que no le gusta y todas esas chorradas. 

Pero esto quería ser una nota BREVE.

La historia está basada en hechos reales, al más puro estilo película de sobremesa de Antena3 (pienso que me puedo estar equivocando; ignoro si las siguen emitiendo) en las que apenas se respeta el nombre y la idea general del original y se fantasea sobre todo lo demás. (Exagero). Atwood, tomándose las licencias propias de la ficción, es decir, todas, noveliza la muy novelable siguiente cuestión: una joven criada de dieciséis años y un joven criado de algunos más, matan y roban al ama de llaves y al señor de la casa, soltero todo él y amante de la fallecida. Después huyen, los capturan, los juzgan y los condenan: al él lo matan por hombre (es lo que hay) y a ella, tan dulce, tan atractiva, la acusan de loca y la mandan a un sanatorio y más tarde a una prisión común y veinte años después, una vez indultada, a la puta calle

«Como es natural, he novelado los acontecimientos históricos (tal como hicieron muchos comentaristas de este caso que afirmaron haber descrito acontecimientos reales). No he modificado ningún hecho conocido, si bien los relatos escritos son tan contradictorios que los hechos inequívocamente «ciertos» son muy escasos. ¿Estaba Grace ordeñando la vaca o recogiendo cebollinos en el huerto cuando Nancy fue atacada con el hacha? ¿Por qué razón el cadáver de Kinnear llevaba puesta la camisa de McDermott y de dónde sacó McDermott la camisa, de un buhonero o de un amigo del Ejército? ¿Cómo llegó el libro o la revista manchada de sangre a la cama de Nancy? ¿Cuál de los distintos Kenneth MacKenzie posibles fue el abogado en cuestión? En caso de duda, he procurado elegir la alternativa más probable, tratando de dar cabida a todas las posibilidades siempre que ello fuera factible. En los puntos de los archivos donde sólo hay insinuaciones o visibles huecos, me he tomado la libertad de inventar». (Martgaret Atwood en el epílogo)

Esto se traslada al papel del modo siguiente: un psiquiatra que quiere medrar se entrevista largo y tendido con famosa criminal durante la estancia de ésta en la cárcel muchos años después del hecho delictivo. La idea es tratar de entenderla o descubrir la verdad (fue ella, no fue ella, fue sólo él, eran amantes, no lo eran, qué quién cómo cuándo dónde) y, ya puestos, alcanzar la fama a través de algún descubrimiento genial; montar su propio sanatorio, ser una estrella más en el firmamento. Ella, reticente al principio, se abre repentinamente de par en par cual silvestre florecilla y todo es a partir de ahí un no parar de contarle hasta los más íntimos secretos al maldito alienista. Sobre esto flota una duda permanente: puede ser todo mentira o puede ser todo verdad. Decida usted, amigo lector, qué clase de mujer, dentro del amplio abanico que ofrece la sociedad, es nuestra Grace.

«En el transcurso de sus viajes ha conocido a muchas mujeres cuya naturaleza difícilmente se hubiera podido calificar de refinada. Ha visto a dementes que se rasgaban la ropa y dejaban al descubierto sus cuerpos desnudos; ha visto hacer lo mismo a prostitutas de la más baja condición. Ha visto a mujeres borrachas que soltaban maldiciones y se peleaban como luchadores, arrancándose mutuamente el cabello. En las calles de París y Londres las hay a montones; sabe que muchas se acuestan con sus propios hijos y venden a sus hijas a los hombres ricos que creen que, violando a unas niñas, evitarán las enfermedades. Por consiguiente, no se hace ilusiones acerca del innato refinamiento de las mujeres, pero razón de más para proteger la pureza de las que todavía son puras. La hipocresía en tal caso está más que justificada: hay que presentar lo que debería ser cierto como si realmente lo fuera».

Novela, pues, de corte clásico, de señora ya de vuelta de todo sentada frente a mesa camilla contando a joven atolondrado vieja historia de maltrato, pesares y puteos varios con final sangriento. Su vida, plagada de historias de amistad y múltiples carencias, tiene el atractivo de un Dickens, por poner un ejemplo que entienda todo el mundo y como tal se lee y como tal se disfruta y como tal se echa tanto de menos esta forma de narrar según se va llegando al final. Difícil que no pueda gustar. 

Hay un pero que no puedo contar, me temo, que tiene que ver con el final y con cierta forzada actitud de cierto ser humano pero es un pero pequeño como un colibrí y tampoco hay porque hacer sangre con él. 

Novela ideal para sillón de orejas, novela de las que ya no se escriben pero también de las que ya no se (re)editan. Esto lo digo porque si la buscan les costará dar con ella. (A ver esa Lumen qué hace que no la rescata). Les prestaría mi ejemplar pero temo que no me lo devuelvan y a mí esas cosas me joden mucho.


miércoles, 2 de julio de 2014

“Picnic extraterrestre” de Arkady y Boris Strugatsky

Al tema. 

Permítanme un exceso: “Picnic extraterreste” es cojonuda.

No descubro nada, era público y notorio, al fin y a cabo la historia que se cuenta en la novela sirvió de base para hacer una película que hoy está considerada una obra maestra y no sé cuántos videojuegos y seguro que también alguna pulserita. No se llega a esto así como así. Me refiero a Stalker (ambas adaptaciones bastante libres) ya saben, la película rusa esa tan rara que no hace mucho fue llevada a la literatura por Geoff Dyer con el nombre de “Zona (un libro sobre una película sobre un viaje a un habitación)” y unas aventuras gráficas, o como demonios se llamen, ambientadas en Chernóbil o por ahí.

Libros que generan películas que generan otros libros… no me digan que no es genial. Bueno, pues todo empezó aquí, aunque la contra de “Zona” se haga la tonta y no le reconozca el mérito.

“Picnic Extraterrestre” está situada en Canadá, concretamente en un lugar imaginario llamado Harmont que, al igual que otros cinco lugares del mundo, fue “visitado” por los marcianitos hará cosa de treinta años. Llegaron y se fueron y dejaron todo hecho unos zorros, de ahí el acordonamiento, el control militar y los laboratorios de investigación. Stalker es el nombre que reciben quienes entran en la zona en busca de objetos que, como otros dejan basura cuando van de picnic, dejaron los visitantes durante su estancia en la tierra. Ni que decir tiene que los objetos son, como poco, peculiares (tecnología que no acaba de ser entendida aunque en algunos casos sí utilizada) ni que la zona está lejos de ser un lugar habitable y seguro, especialmente para los Stakers, que han hecho de esto una forma de vida que ven peligrar en el momento en el entran en escena los señores de corbata e iniciativas, que es una plaga que no respeta nada, ni la artesanía de un lento suicido.

«El problema es que no nos damos cuenta de cómo se van los años, pensó. Al diablo con los años; no nos damos cuenta de que todo cambia. Sabemos que todo cambia, nos enseñan desde chicos que todo cambia y vemos cambiar las cosas con nuestros propios ojos, muchas veces; sin embargo somos totalmente incapaces de reconocer el momento en que el cambio se produce, o lo buscamos donde no está. Ahora hay nuevos merodeadores, creados por la cibernética. El antiguo merodeador era un tipo sucio y sombrío, que se arrastraba centímetro a centímetro por la Zona, de panza, con tozudez de mula, juntando su botín. El nuevo merodeador es un pisaverde de corbata fina, un ingeniero que se sienta a dos kilómetros de la Zona con un cigarrillo en la boca y un buen vaso al lado, sin nada que hacer, salvo vigilar unas pocas pantallas. Un caballero a sueldo. Muy lógico. Tan lógico que a nadie se le ocurren las otras posibilidades. Pero hay otras posibilidades: la escuela dominical, por ejemplo.
Y de pronto, desde la nada, surgió una oleada de desesperación que lo tragó por completo. Todo era inútil, sin sentido. Dios mío, pensó, ¡no podremos hacer nada! ¡No tenemos fuerzas para combatir esta plaga! No porque trabajemos mal, ni porque ellos sean más inteligentes, sino porque así es el mundo; y así está el hombre en el mundo. Si nunca hubiéramos tenido una Visitación habría sido otra cosa. Los cerdos siempre encuentran el barro».

“Picnic extraterrestre” significó mi reencuentro con la ciencia ficción tras muchos, muchos, muchos, ¿tantos?, años. (Siempre y cuando no tengamos en cuenta el collage de Vandermeer (ver el desastre en reseñas anteriores)). Feliz reencuentro. Picnic no es una novela que destaque por nada en especial (si acaso esa idea, esa premisa, esa genialidad propia de los argumentos más simples) pero que tiene todos los ingredientes para atrapar y seducir a un lector ávido de historias que sean algo más que refritos de otras pero sobre todo por lo que decía hace medio segundo: es que todo tan sencillo... Es que, si lo piensan, estamos hablando de hombres rebuscando en la basura ajena. Así de fácil y así de apasionante. Si es que no se puede hacer más con menos. En serio. Pasear por Hamond, Canada, como si fuese la cara oscura de la luna, rastrear con tornillos, gelatinarse las piernas.... todas las maravillas imaginables sin salir del pueblo. 

Si gustan, les invito a descubrir y a pasar un buen rato en compañía de esta estupendísima novela. Si quieren, o si pueden porque, verán, “Picnic extraterreste”, que así es como se titulaba la edición de Emecé de 1978, está descatalogada, como también lo está la de Ediciones B de 2001. Todo descatalogado. He buceado en librerías de segunda mano y en bibliotecas. He mirado incluso debajo de las alfombras. Nada. Cero. Se los ha tragado la tierra. Afortunadamente parece que la editorial Gigamesh planea reeditarla, no sé si en breve o no pero en cualquier caso es una noticia que debe ser celebrada como se merece, siendo esto algo todavía por decidir. Claro, existen alternativas, digamos, eh, gratuitamente tramposillas, (no seré yo quien les invite a delinquir), pero está la cuestión de la traducción, que merece una revisión y, ya saben, lo habitual, el encanto del papel y tal y casi mejor esperar. O no, qué coño. Hagan ustedes lo que crean. 

Gigamesh date prisa.