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viernes, 28 de marzo de 2014

130 páginas de “Quemar los días” de James Salter

Aquí el típico libro que un buen día alguien recomienda y que yo, tras haberme metido en una conversación de Facebook (y fiándome porque sí del gusto del comentarista), anoto. Tardo menos de lo que vendría siendo media hora en ponerme con él. Y oye, muy bien. De hecho me preguntaron y dije que “oye, muy bien”.

Quemar los días es la autobiografía de James Salter, que es un señor que de repente, aprovechando que acaba de sacar nuevo libro después de no sé cuántos millones de años de silencio, está más de moda que manifestarse y no hay librero al que no se lo quiten de las manos ni suplemento que no lo saque a doble página aunque el físico no acompañe. Las contras, terribles: «La narración de Salter es un deslumbrante y en ocasiones devastador laberinto de amor y ambición […]»” (Salamandra dixit). Si no lo conocían, apréndanse el nombre y recomiéndenlo a la menor oportunidad si quieren estar a la última en el circuito de las tertulias parroquiales. 

La narración -no podía ser de otro modo- comienza siendo Salter un niño. El escritor nos habla de su familia (lo cierto es que Salter habla, en general, demasiado de los demás) que tampoco es que sea nada especial pero como vive en Manhattan pues mola mucho cuando te cuenta que nunca se ha bañado en el Hudson a pesar de cruzar no sé qué puente a diario y otras cosas de interés particular. 

Hasta aquí todo bien. Entretenido. Encantador. (Tal vez demasiado). Pero entonces mandan al chaval —que ya no es tan chaval— a West Point para acabar de hacerlo un nombre. Y ya se pueden ustedes poner cómodos porque a partir de aquí y durante un buen rato —porque después de West Point viene la Academia de Vuelo— son todo las batallitas del abuelo cebolleta sobre lo que hacen sus amigos al salir de clase o lo que tarda exactamente el muchacho en aprender a pilotar un cacharro. Salter es el típico soldado que prefiere celebrar la pascua militar acuartelado antes que ir de putas, que es lo que se espera de un soldado. Y claro, así no hay manera. 

Cuando se echa novia y quiere ponerse el uniforme para salir a pasear a la chavala para lucir palmito y bandera, me rendí. Sí, Salter es ESA clase de individuo. Yo no puedo, estas cosas me superan. Además, cualquiera que haya pasado por el ejército sabe o debería saber que a nadie (que no sea uno mismo o sus compañeros) le interesan las batallitas de la puta mili, que para eso están las cenas y los reencuentros y ahora también los grupos del whats app. Por esta experiencia hay que pasar rapidito y meter mucho la tijera.

Resumiendo: Salter es un muermazo. Y esto sí es imperdonable.

El caso es que estaba decidido a comprarme la nueva novela (“Todo lo que hay”). Como podrán imaginar, me lo voy a pensar dos veces.

Pero.

Pero al mismo tiempo se pregunta uno si detrás de todo esto habrá algo más, algo que valga la pena. Si no estaremos tirando la toalla demasiado pronto, dejándonos llevar por esa total falta de afinidad. Si precisamente ahora que va a terminar la guerra, que él dejará el ejército (he ojeado su biografía) y hará vida civil; si ahora que se hará escritor y tendrá algo más que hacer que limpiar las medatillas y dar lustre a los botines, se pregunta uno, decía, si no será precisamente este, de todos, el peor momento para rendirse.

El caso: que negándome a ser derrotado por prejuicios personales y viendo el aura de prestigio que parece acompañar a este señor, habrá que hacer de tripas corazón y darle otra oportunidad.

Quede este post como prueba de mi buena voluntad.