Mostrando entradas con la etiqueta Dolmen. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Dolmen. Mostrar todas las entradas

lunes, 24 de agosto de 2015

‘Y pese a todo…’ de Juan de Dios Garduño

No leo Y pese a todo… esperando encontrarme la octava maravilla. Lo leo, supongo que como tantos otros, porque no soy inmune a la salvaje promoción que se está haciendo de la adaptación cinematográfica (Extintion). Pero sobre todo lo leo porque me cuesta creer que algo tan, en apariencia, mediocre (prejuicio mediante), pueda ser bueno como se promete por ahí, que parece que se esté renovando el género cada semana. 

Lo leo, también, porque me gusta darme la razón aplicando la ley del mínimo esfuerzo. 

Antecedentes del hecho: el acercamiento al género que estoy llevando a cabo este verano me pone en contacto con este nombre: Garduño. Lo escucho, sin prestar especial atención, aquí y allá, no sabría decir dónde. Suena como ejemplo cuasiperfecto de algo que tiene que ver con la calidad (ahí es nada) y la suerte; esto es: el éxito. Aquello sonaba a joven promesa. Sonaba a trabajo para un tongoy. Visualicen: verano, mediados de agosto. Yo. Leo un capítulo. Dos. Tres. Cuatro. Se me posa una mosca cojonera en la oreja. Voy a Goodreads y me encuentro a un par de escritores regalando sendos notables altos a… esto. No salgo de mi asombro. Serán amigos, pienso, novios, amantes; será un pacto entre caballeros o esa suerte de corporativismo gremial, pacto no escrito entre escritores. Qué será, será.

Respecto a la novela: la cosa va del fin del mundo, al menos tal como lo conocemos. La Tercera Guerra Mundial ha terminado y el planeta es un caos. Se ha soltado demasiada mierda al aire y se ha jugado en exceso a ser dios lo que ha dado como resultado que ahora una plaga de humanoides (que no son otra cosa que zombies listos y fuertes y feos como pecados), restos de la experimentación biológica en armamento ofensivo, anda por ahí comiéndose los mocos de los pocos humanos que quedan. De esto nos enteramos porque hay dos vecinos varones que son acosados por estas cosas feas y apestosas. Los vecinos se odian por una razón a la que Garduño dedicará media novela y que tiene que ver con el amoooor, amor, amor. Preciosísimo. Muy tierno.

«—Hace mucho que dejamos de recibir información del exterior y las últimas noticias eran pesimistas. Bueno, decir pesimistas es usar un eufemismo demasiado generoso, y tú lo sabes, polaco. Las últimas noticias eran que el mundo se acababa, que los virus y criaturas que habíamos soltado por el planeta habían sido nuestra condena».

Uno de esos vecinitos (vecinitos tipo macho ibérico: «Los dos aguantaron las lágrimas como valientes, pero nunca olvidarían aquello» o «¡Levanta, joder, seca esas lágrimas que no son de hombre y haz lo que tienes que hacer!» y tal) tiene una hija —repito, una hija—. El otro está muy solo, bebe mucho y tiene un perro más fiel que un pokemon. Los dos (tres, si contamos al perro, cuatro si contamos a la niña) hacen tensas incursiones en la ciudad en busca de provisiones —que es un recurso argumental que no se ve casi nunca— y los dos pasan las horas protegiendo su hogar de posibles futuros ataques. 

Hasta aquí, lo de siempre, lo mil veces visto. A partir de aquí, también.

Quiero decir que en una novela en la que unos zombies (vamos a llamarlos zombies, total qué más da, si al final es lo que son) acosan a un grupo de humanos solo puede acabar en restos de carne desperdigados. Tiros habrá muchos, será por pistolas. Lo dicho: lo de siempre. Pero eso no es malo, al fin y al cabo es lo que queremos: más de lo mismo, pero lo mismo que nos gusta (no tenemos más que echar mano de las 10 temporadas de House o las 26 de Doctor Who para ver lo muy animales de costumbres que somos). Lo que no acabo de entender es que una novela con un estilo tan pobre y tan cargado de tópicos y frases sacadas de una novela de serie Z, haya pasado el filtro de calidad mínimo exigible para verse en la calle en formato papel y no condenada al infierno de la autoedición cutresalchichera de Amazon. No exagero, créanme, la novela es de una pobreza insultante. Sirva como ejemplo que para referirse a las malas bestias, el buen Dios (Juan de Dios) abusa de los malolientes, podridos, pútridos, putrefactos, fétidos y hediondos como único recurso para buscar el desagrado.  

Y tendrían que ver lo que hace con unas pocas lágrimas. POESÍA, hace, el poeta Garduño:

   «Dos lágrimas cabalgaron por sus mejillas y una sonrisa se dibujó en sus labios».
   «Imaginaba esto en los días en los que se sentía más solo. Y una lágrima traicionera y tibia surcaba las incipientes arrugas de su rostro».
   «Pero no lo hizo: el pozo de lágrimas se había secado».
   «De vez en cuando notaba su cara húmeda y más fría debido al llanto, pero no era consciente de estar llorando. Simplemente las lágrimas estaban ahí y a veces tardaban en dejar de estar ahí».
   «Le enterró el mismo día en que murió, con la tormenta aún llorando lágrimas heladas».

Y las que me dejo, morena. Pero de todas, mi favorita es esta:

   «Un Peter adulto, con una pala en la mano y mirando hacia la propiedad de su antiguo amigo no pudo detener una lágrima fugitiva que escapó de su penal.
   ―¿Por qué me fallasteis? ―dijo con voz trémula―, ¿por qué? »

Eso digo yo: por qué. Por qué.

Y es que los diálogos no pueden ser peores (no sabría con qué ejemplo quedarme de los 1.578), ni el desarrollo de personajes más pobre. El exceso de clichés es alarmante: desde hombres sumidos en profundidades insondables, pasando por los moralistas o los héroes espontáneos o los que tienen cuenta en el infierno (que es una cosa que no se veía desde los años más felices de Charles Bronson) no hay página que se salve, pero lo realmente perturbador son todos esos momentos (los demasiados momentos) en que Garduño se ve atacado por ese inexplicable lirismo que comentamos antes, que no sabe uno si busca hacer reír o llorar o si es que escribe con los pies.

   «Lo intentó; quería hacerle daño como fuese, romperle los dedos quizá. Pero la fuerza le abandonó y se sumió totalmente en la profundidad de su ser, creyendo, en un atisbo de racionalidad, que aquello era su muerte. Que el telón de sus ojos se echaba para no representar ninguna función más».
   «Él debía hacer algo, tenía que salvar a Patrick. Era su deber como ser humano».
   «No pensaba rendirse, lucharía. Por Ketty, por Peter, por Helen, por Doggy y por sí mismo».
   «Creo que estamos jodidos, polaco ―dijo sacando munición de sus bolsillos y recargando las pistolas».
   «Ah, y que te den cerveza, que no se les olvide... No me mires con esa cara. Si Dios te dice algo, dile que la pides en nombre de Patrick Sthendall. ―Pareció recapacitar un poco y añadió―: Mejor no, te mandará al infierno, aunque allí tengo cuenta abierta. Bueno, tú sabrás».

Cosas como esta no lo escriben ni los de la ESO:

   «Le temblaba todo el cuerpo. Nunca había sido un valiente ―aunque tampoco un cobarde―».
   «En otra ocasión volvió a abrir el mismo ojo (el otro no podía)».

Im-per-do-na-ble. 

Todo el que haya participado de las correcciones, todo el que haya ido por ahí repartiendo consejos, todo el que haya alentado, promovido o dado su bendición a esta novela tiene sobre su cabeza, desde este mismo instante, el Enorme Dedo De Neón de la Sospecha que es una cosa que se ilumina cuando dices Me Gusta y de la que no te vas a librar así como así, pollo.

Me dejo muchas cosas en el tintero; me dejo, por ejemplo, una reflexión en torno al círculo no se sé si vicioso o concéntrico en el que está entrando la literatura de género en este país, un círculo en el que todo son zombies o cosas que parecen zombies o mundos que llegan o amenazan con llegar a su fin o huerfanitos que lo pasan fatal. Cuánto daño está haciendo Walking Dead a la literatura…

Y termino.

No puedo entender que esta novela figure entre lo mejor de la temporada equis como no puedo entender el vergonzoso nivel de exigencia que demuestran los escritores de este país (porque de ciertos lectores ya no espera uno NADA) cuando tienen o quieren valorar a colegas de afición o profesión. Es una cuestión de dignidad. Y es una cuestión de respeto. Y no hay necesidad de perder ni lo uno ni lo otro. Y mucho menos por semejante engendro.