Voy fatal de tiempo de modo que, con su permiso, voy a saltarme la parte de las adaptaciones cinematográficas (básicamente porque sólo he visto una (la de Soderberg) que era bastante… si no mala, aburrida, que no sé qué es peor, si acaso no son la misma cosa) y a ir directamente a lo que viene siendo la historia.
Solaris va de marcianitos sin forma humanoide, que es algo que siempre queda muy intelectual. Trata fundamentalmente del “contacto”, aunque en esta ocasión tiene muy poco que ver con la cuestión sexual. Solaris es otro planeta que está a tomar por culo de la tierra y sobre el que se han vertido ríos de tinta. Estaba el Solarismo, que era una ciencia que trataba de entender ese lugar y que fracasó estrepitosamente al no llegar a ninguna conclusión válida. Entender otra forma de vida, vaya cosa, si todavía no hemos logrado entender el nuestro.
El caso es que en Solaris, planeta fundamentalmente de mar protoplasmáticamente salado, hay una nave espacial terrestre en plan observación con tres tripulantes a cual más loco. Cuando el que estaba peor se suicida y ya sólo quedan dos, llega el tercero, un psicólogo con querencia a la incredulidad que se da de bruces con la cruda realidad de lo inexplicable. Nada más llegar, minuto arriba minuto abajo, se le aparece su mujer, una exitosa suicida, que no sabe cómo ha salido de la tumba y llegado allá tan rápido y ya no se quiere separar de él, que no lo quería tanto ni en de novios. Y a partir de aquí, si quieren ustedes saber lo que pasa, se leen el libro, que para eso está.
Solaris funciona por la sencilla razón de que mezcla, en las debidas proporciones, un poco de ciencia ficción con un poquito de misterio y un poquito de terror. Como Alien, el octavo pasajero, pero sin baba y sin bichos. Si lo piensas parece pensada para que el director del Sexto Sentido repita la experiencia de agitar las olas como en no recuerdo qué película agitaba las espigas esperando sólo con esto dar miedo. Pena de carrera, por cierto. El caso es que Lem hace que funcione, seguramente porque el tema no es el miedo, sino la incomunicación, que es todo un tema, especialmente ahora, en la era de redes sociales y que está presente en todo momento, mucho más que la propia nave espacial o los disparos de protones o para lo que sea que sirva tanta maquinaria moderna. Tal como ocurría con “Picnic Extraterrestre”, no hay mejor historia que la historia más simple, y las historias de fantasmas, clásicos dónde los haya, son siempre una buena elección siempre y cuando se trate con el respeto que merece. Si algún día escribo mis memorias, también las protagonizará un fantasma.
Este aterrador viaje (lo siento, yo, de todo, me quedo con el miedo de ver a tu mujer dejándose las uñas para arrancar la puerta del baño sólo para estar contigo un ratito más, amor, a tu ladito, de tu manita) y con la intención de hacerlo todo un poquito más creíble, se acompaña de detalladas descripciones del planeta o lo que es lo mismo y tratándose de un planeta líquido, las manías de las olas y las mareas, que son un no parar de hacer dibujitos.
En definitiva, una acertada revisitación del mito de la terrorífica luna de miel en parajes paradisíacos o la incapacidad de quedarse a solas cinco putos minutos ni marchándose a trabajar a veinte años luz de casa.
Fantástica.