Obra maestra, dicen. Obra maestra. Bueno, la gente, que es muy apasionada. De obra maestra, nada. Aquí lo único que pasa es que hay demasiados tragando mucha mierda que no lo parece o no lo quieren ver y cuando llega una novela un poco mejor, notablemente mejor, si quieren, se produce lo que se conoce como tontería supina. Se perdona porque la pasión es lo que tiene pero no estaría de más, una de dos, o aplicar el criterio de prudencia (norma que debiera ser de obligado cumplimiento) o probar a leer otro tipo de libros. Digo, para que después no tengamos que hacernos daño con las comparaciones.
La cosa va de esto: Merricat, la narradora, era una encantadora, traviesa y desobediente niña de doce años «a la que enviaron a dormir sin cenar» el mismo día que cuatro miembros de su familia fueron asesinados por envenenamiento. Arsénico. Arsénico en el azucarero. Arsénico sin compasión. Seis años después Merricat vive en una casa con jardín y bosque y portal con candado con su hermana y su tío, únicos supervivientes de aquella cena fatal. La hermana, acusada en su momento de la masacre y absuelta por falta de pruebas, padece una severa agorafobia que le obliga a vivir recluida con ese viejo inválido y esa niña, Merricat, que es todo imaginación desbordada y que parece que tenga sometida a la banda de dos con su candor, mayúsculo en comparación con la degradación que los rodea.
«Los Blackwood nunca tuvieron nada que ver con la degradación del pueblo; la gente del pueblo pertenecía a allí y ese era el único lugar apropiado para ella. Siempre pensaba en la putrefacción al acercarme a la hilera de tiendas; pensaba en quemar la podredumbre negra y dolorosa que lo corrompía todo desde dentro y tanto daño hacía. Eso era lo que deseaba para el pueblo».
Hasta aquí la premisa.
Pareciera que la cosa iba de descubrir al verdadero asesino, pero no, para nada; lo cierto es que da igual y además está bastante claro, ni que hubiera tantos sospechosos. La crisis que justifica la existencia de esta novela (pues la feliz convivencia de tres pirados no es un tema) tiene lugar cuando algo cambia en ese entorno, en ese estado tanto tiempo inamovido de las cosas. Merricat, feliz en su aislamiento y orgullosa de su enfrentamiento con el resto del mundo no ve con buenos ojos una intromisión que tiene lugar (me van a perdonar que no entre en mucho más detalle), intromisión que amenaza con dar al traste con su refugio, la Luna, un espacio tanto físico como mental al que recurrir en caso de necesidad.
«Me gustaba mi casa en la Luna; dentro puse una chimenea y fuera un jardín y pensaba comer en mi jardín en la Luna. Las cosas en la Luna eran muy brillantes, de colores raros; mi casa sería azul. […] Fingía no entender su idioma; en la Luna hablábamos una lengua suave, líquida, y cantábamos bajo la luz de las estrellas, contemplando desde lo alto el mundo, abatido y mustio. […] En la Luna llevábamos plumas en el cabello, y rubís en las manos. En la Luna usábamos cucharas de oro. […] En la Luna tenemos de todo. Lechugas y pastel de calabaza y Amanita phalloides. Tenemos plantas peludas como gatos y caballos alados que bailan. Todos los candados son macizos y firmes, y no hay fantasmas».
Lo mejor de esta novela es la posibilidad que nos ofrece de acercarnos nuevamente a los cuentos de terror infantiles de casas habitadas por brujas malvadas, que igual ni tan brujas, que igual ni tan malvadas. Su gran acierto es básicamente ese aire de precuela de película Disney y de ahí, supongo, el entusiasmo un tanto infantil que despierta y que ha ido dejando su huella en post varios de blogs varios.
En contra tiene que, en ocasiones, cerca ya del final, por ejemplo, tiende a estirar en exceso una historia que no da más de sí dejando, una vez terminado, un regusto un tanto amargo, como de algo que, de haber sido un poquito más breve o un poquito más concentrado hubiera resultado un poco bastante más perfecto.
En cualquier caso —y hablando de brevedad, me van a tener que perdonar la mía de hoy— ha sido una divertimento saludable y un feliz reencuentro con los miedos infantiles. Tampoco mucho más, ojo.
—Soy muy feliz —dijo al fin Constance, entre jadeos—. Soy muy feliz, Merricat.
—Ya te dije que la Luna te gustaría.
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Y termino con una pequeña crítica que nada tiene que ver con la novela, sino con su edición española (reedición, para ser más exactos). Supongo que han visto la portada. Cómo evitarlo, verdad. Cómo evitar que nos sangren los ojos con semejante despropósito. La tipografía es propia de una becaria en su segunda semana y la imagen, sobre todo la imagen, hacen pensar en novela romántica de niña recluida en almena (¿alguien ha dicho Rapunzel?) y maromo con mucho que ofrecer y vieja costumbre de ampliar horizontes ajenos y amante de las siestas bajo parras y la mermelada de mora. Vergonzoso. Luego dirán, en la contra: clásico injustamente olvidado (no es el caso) y tan anchos. Penita pena, especialmente existiendo, como sí existe —la dejo pegada a este párrafo— una portada que sugiere mucho y que da una imagen mucho más aproximada de lo que se oculta entre sus páginas (esto es, relato más de bruja del Oeste que del Norte) y que pudiera servir de ejemplo o inspiración o algo a esas otras infames ediciones tipo la que nos ha ocupado estos minutos de hoy.
Portadas como la de Minúscula justifican la piratería.