Dejen que les hable de una espinita. Pero no ahora. Tengan paciencia; denme unos minutos. Lo primero es lo primero.
De todos los relatos incluidos en este recopilatorio hay uno que me gusta especialmente. Entiéndanme: lo que quiero decir cuando digo que me gusta especialmente es que “me gusta” especialmente. Me gusta, ¿lo pillán?: me gusta. Es un matiz sutil.
Las cartas sobre la mesa: les habla un lector lleno de prejuicios. Pero también un lector que está, por lo general, más que dispuesto a enfrentarse a un libro que no las tiene todas consigo o que no las quiere todas conmigo. Y esto pese a que se supone que uno se pone los calzoncillos que le gustan, los calcetines que le gustan y el jersey que le regaló su madre en Navidad. Es de cajón que uno tiende a elegir, también, los libros que cree que le van a gustar. Se supone, digo. El objetivo no otro que leerlos, disfrutarlos, terminarlos; decir: gran libro. Decirlo así, sí: gran libro. O CALLAR. Marcharse a casa, hacer la cena a los niños y dormir como un lirón mientras la crítica salvaje (¡gran libro!) se hace sedimento en la red (o, si hemos optado por el silencio administrativo, cae al suelo alfombrado del salón).
Hablo de esa crítica. La de decir ¡bien! y orgasmar en público inmediatamente después. O decir pichí-pichí con gran respeto y solemnidad. Reconocer que, bueno, tal vez, tal vez, TAAAL VEEEZ, el autor no esté pasando por su mejor momento. O nosotros, que no tenemos el día, que es una disculpa que también se da mucho.
Asquísimo.
Yo no sé a qué imbécil se le ha ocurrido que de algo así no se puede hacer mofa.
Aquí no nos importa decir NO. Esm ás, lo confesamos sin asomo de rubor: nos pone un poquito bastante decir NO toda vez que no buscamos prosperar: no queremos escribir, publicar, conocer agentes, recoger firmas, interactuar con letrados, robar lápices en el ikea, asistir a presentaciones literarias. Aquí solo queremos pasarlo bien y de vez en cuando buscar alguna excusa para sacar la mala hostia.
Y Eloy Tizón es, para esto, simplemente PERFECTO.
Vayamos al libro. Decía más arriba que de todos los relatos hay uno que me llama especialmente la atención. Se trata de Alrededor de la boda. Voy a centrar la reseña en ese cuento por motivos harto evidentes: porque sí y porque también (lo de la mala hostia y tal) y para compensar tanta crítica vaga, entusiasta o directamente complaciente. Les voy a contar, con cierto lujo de detalle, a qué he dedicado diez miserables minutos de mi vida, minutos que nunca podré recuperar, dicho sea de paso.
No pierdan de vista la bolita.
En Alrededor de una boda, una joven invita a su boda a tres sorprendidos amigos con los que apenas sí ha cruzado media palabra en tantos y tantos años de estudios universitarios. Ellos dicen sí. Total qué más da. «¿Asistir a la boda de una desconocida?, pensó Rodrigo. ¿Y por qué no?, pensó Mario. Aquel fin de semana quedaba todavía lejos y no teníamos nada mejor que hacer, pensó Samuel».
Con tanto pensamiento, el relato promete. No me digan, menudas cargas de profundidad. De hecho es lo único que hace: prometer. Todo el relato es uno esperando que ocurra algo. Me refiero a algo que no sea lo que todos sabemos de las bodas, porque otra cosa no, pero tópicos… todos y más. Ahora, ideas: cero.
«Como no conocemos a nadie y nadie nos conoce a nosotros, nos colocan en la mesa de los solteros, rodeados de solteros y solteras.»
«Y los dos estaban enamorados y se alejaban flotando hacia el futuro y la vida en común envueltos en el aroma desfalleciente de las flores, los centros de mesa, las botellas de champán, el humo de las velas y la marihuana fumada y toda la música tristísima de los altavoces, esa música de boda, ni buena ni mala, pero con algo hueco y horrible, capaz de arañarte el corazón y hacerte sangrar al menor descuido».
«Un niño en forma de pera, muerto de sueño, se quedó dormido en su silla, desmadejado contra el respaldo, y una anciana leñosa, como hecha toda ella de arpillera y varillas de paraguas, lo señaló con el índice y exclamó: Inocente».
«El champán seguía corriendo alegremente, los músicos continuaban tocando igual que si peleasen»
Podría poner doscientas citas más, una por párrafo y serían toditas igual de interesantes. Las citas de Eloy Tizón tienen algo especial, algo que las hace inconfundibles: demuestran un extraordinario conocimiento del alma humana y tienen un maravilloso efecto narcótico.
El relato sigue. Eloy se demuestra incansable. El lector, inconsolable, se retuerce (alguno incluso de placer, que hay gente para todo). Los chicos, la boda, los bailes, las lágrimas de despedida, los aplausos, los borrachos. TODO. Las chicas, etiquetadas solteras de boda y sus atardeceres, también:
«Y las chicas protestaron y tenían tanto frío debajo de sus vestidos escasos sujetos con tirantes que sin ponemos de acuerdo los tres amigos nos quitamos las chaquetas al unísono y se las pusimos como galanes anticuados sobre los hombros desnudos, así las arropamos».
«Así termina la boda de nuestra amiga Sofía en Múdela, cuando los seis permanecemos un rato inmóviles saboreando el instante, la respiración del mundo, el silencio sin fisuras, tan solo un grillo a lo lejos».
Y ya está. Eso es todo. No me dejo nada. No he descubierto nada. No hay NADA.
MODO PUBLICIDAD ON
Desde el martes y hasta finales de junio Eloy Tizón impartirá un curso de relato breve en Hotel Kafka. 30 horas, 450 euros. Vayan ustedes. Aprendan del maestro. Escriban su propio relato sobre el bautizo de su sobrino o el cumpleaños de tu hermanito en el parque de bolas de la esquina. Revienten la taquilla.
MODO PUBLICIDAD OFF
El recopilatorio se compone de diez relatos. Este es casi el mejor. El menos forzado, seguro (el resto es Tizón haciendo posturitas y sobre él cabría hacer otra reseña pero malditas las ganas). Es un relato que les costará olvidar. Ustedes terminarán el libro y el cuento sobre la boda de Sofía seguirá ahí, imperturbable, cual monolito. Ustedes cenarán y dormirán doce mil veces, conocerán a su futura pareja, se casarán, tendrán hijos, nietos, serán testigos de huracanes, tifones, crisis económicas, hambrunas, seis cambios de papa, conocerán y olvidarán el nombre de ochocientos cuarenta y tres ministros, comerán bizcochitos a escondidas, enterrarán cuatro gatos y dos perros… harán, en definitiva, todo lo que hay que hacer (alguno incluso sin perder la compostura) pero todos sus esfuerzos serán en vano porque el cuento de la boda de Sofía seguirá ahí, recordándoles que, a día de hoy y probablemente mañana también, Eloy Tizón es y seguirá siendo considerado por la crítica, por sus colegas, por sus lectores por completos desconocidos y por su prima de Teruel, que lo ha visto crecer, como uno de los mejores escritores de su generación.
Y ustedes no.
Esa espinita.