En esta novela están todos: el papá millonario, viudo, protector; la niña, dulce, cándida, no especialmente atractiva (no físicamente, al menos); el pretendiente, ese canalla interesado… ah, no, un momento, que me estoy liando, eso es Washington Square…, no, no, está bien, es “Nos vemos allá arriba”. Bueno, a ver, empezamos:
Está el papá, empresario de éxito de avanzada edad, todo un auténtico tiburón de las finanzas. Está la hija, en edad de merecer, dónde va ya. Están dos amigos unidos muy a su pesar por la adversidad y las circunstancias, por esa guerra cabrona que todo lo destroza: uno, inocente como una amapola y pobre como una rata; el otro, hijode venido a menos y mariposa con alas. Y está el canalla, que no se puede ser más malo ni haciendo de nazi en una de judios. Y, por último, los secundarios: la criada, joven y guapa; el alcalde tonto del culo, manipulable, manipulado, una vulgar marioneta sin muchas luces y una niña, como refugio. Ah, y una cabeza de caballo.
Y ya está.
Dramón, dramón, dramón, pero de los que hace tiempo que no se ven. Leen.
“Nos vemos allá arriba” viene a explicar porqué las telenovelas tienen el éxito que tienen: porque nos gusta, en el fondo, cualquier cosa. ¿Y quién no echa de menos Falcon Crest, eh? Pues eso.
Ahora en serio: lo mejor que tiene “Nos vemos allá arriba” es que es altamente adictiva. Confieso que me cogió por sorpresa. Uno espera, de un Goncourt (no lo he dicho, pero esta novela ganó el premio de marras), no sé, cierta espesura y no, como es el caso, una novela del siglo pasado.
Porque sí, lo parece.
El narrador, omnisciente todo él, salta de personaje en personaje, siendo estos tanto como tres. Todo empieza unos días antes de la Gran Guerra, mientras se libra —por razones que sí vendrían al caso si al contarlo no estropeásemos la diversión— una terrible batalla, la última, probablemente. Todo el rato pasan cosas terribles y el final de cada capítulo es peor que el final de un episodio de 24.
“Nos vemos allá arriba” se nutre de tópicos. No sólo habla de los males de la guerra sino de los malos de la guerra. Unos malos que son malísimos frente a unos buenos que son buenísimos; unos ricos que son riquísimos frente a unos pobres que son pobrísimos. Como en la vida misma, no hay héroes, sólo seres humanos encadenados y condenados a vivir vidas que no desean, a luchar por vidas que creen merecer o a disfrutar de las que les ha tocado vivir. Son los de arriba frente a los de abajo, la superioridad frente a los complejos. La desesperanza frente a la justicia.
Y el gay dejando que una niña le pinte las uñas.
Lamaitre se lo ha montado bien: ha elegido un tema de rabiosa actualidad como puede ser (y de hecho es) la primera guerra mundial (ha estado listo, ahí, el chaval) y, utilizando un estilo clásico, formalmente exento de riesgo y con un argumento que no deja sin cerrar ni una sola de la puertas que previamente ha ido abriendo, ha construido una novela que no da respiro al lector gracias, entre otras razones, a que la trama, no especialmente compleja, sitúa a los personajes en situaciones, una vez más, muy actuales y con las que siempre resulta fácil identificarse. El Goncourt fue la puntilla: difícil encontrar mejor aval.
A destacar dos cosas: una, que me ha gustado mucho, es la ausencia de héroes (a excepción de un secundario que, por respeto, callaré) y dos, que no me ha gustado nada, ese final tan… tan de videoclip, que sólo le falta la música de fondo y una mujer pegando gritos; esos personajes, en general, tantas y tantas veces vistos, tan humanos y previsibles, tan de novela barata venidos a más.
“Nos vemos allá arriba” es disfrutable en la medida que predecible; es ágil, entretenida, triste, tristísima. Es terrible. Es una serie de televisión, eso es. Al tiempo.