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jueves, 7 de noviembre de 2013

“El libro de los pequeños milagros” de Juan Jacinto Muñoz Rengel

Estoy leyendo, a ratos, con la calma que merecen, que dicen que merecen, los microrrelatos de Thomas Bernhard publicados en “El imitador de voces”. 

Del mismo modo, no hace mucho, apenas nada, también a ratos, también con calma que dicen que merecen, leí esta colección de piezas de Muñoz Rengel. ¿Saben qué quería? Quería que me explotasen en la cabeza (estos, los otros, todos), que es una cosa que está muy de moda últimamente: lectores/escritores a los que les explota un texto en la cabeza y tienen inmediatamente que dejar de leer para disfrutar el momento, que no quieren pasar a otra cosa mariposa simplemente porque sí. Pues bien, imagínenme leyendo con sincero interés, con el mismo sincero interés con el que leo a Thomas Bernhard, este libro de Muñoz Rengel. Créanme. Prejuicios, todos, sí, pero voluntad, también.

Me hablaron de su prosa bruñida. Me dijeron: el libro de Rengel tiene una prosa bruñida. Eso dijeron: bruñida. Una y otra vez. Bruñida, bruñida. Ese era el elogio, el mantra. Esa era su virtud. 

Esa era la trampa.

No lo podemos negar: la prosa, bruñida, si es(tá). También es verdad que eso es lo único que tiene, porque el resto, lo que viene siendo el fondo de la cuestión, aquello que, es de suponer, ha de explotar en la cabeza, de eso no hay. ¿Qué hay? Jajás, muchos; ays, también. Ohs, no, ni el primero. Humms, tampoco.

Lo de Muñoz Rengel es, otra vez (ya lo fue, también, “El asesino hipocondríaco”) un bluff de tomo y lomo. Un fraude. Y nuevamente, como siempre, la cohorte habitual, el club de lo bueno es breve, dando palmaditas y pegando saltitos y ohs y ahs y como gorrioncitos piando y haciendo cabriolas y hablando de maravillas y de pequeños milagros (jaja) y todo son felaciones y todo son orgasmos (y no necesariamente por ese orden).

Y todo es mentira y todo es verdad. A mí no me gusta hablar, pero a algunos parece que no les dé para más.

Aquí un ejemplo, elegido, como siempre, con la peor de las intenciones posibles, pero escrito, corregido, revisado, editado y publicado. Vendido. Comprado. 

CONVENCIONES
El último en bajar fue el conductor del autobús. Junto al vehículo todavía lo esperaban las pasajeras más jóvenes, deshaciéndose en sonrisas, cautivadas por el brillo de su uniforme y la prestancia arrobadora del responsable de tantas vidas. Al otro lado de la cola que formaban los viajeros con sus maletas, sobre la pista, aguardaba el avión. Y bajo la cabina del aparato, desaliñados y barrigudos, fumaban y mascaban chicle un par de pilotos, esos cerdos babosos.

Aquí otro (ejemplo):

FUERZA CENTRÍPETA
Por fin, después de años y de años girando consigue alcanzar su rabo. Lo muerde con fuerza, no puede dejarlo escapar. Cada vez hunde más la dentellada, recordando quizá viejos picores. Va engullendo más y más hasta que, en medio del sopor y la quietud de la tarde, en el salón solitario, desaparece.

Y el último pero no por ello el peor:

HISTORIAS CRUZADAS III/A
Las tripulaciones de la Pinta, la Niña y la Santa María se encuentran bajo cubierta, bailando y bebiendo, en el momento en el que los cascos de las tres naves impactan contra el enorme iceberg.

Se incluyen cositas de marcianitos (otros mundos, otras especies), vacas inteligentes y fauna similar. Lo que viene siendo ir a lo fácil: elija un tema llamativo, pinte un perro de verde, póngale alas: venda originalidad. Mienta. Hágase el interesante. Reinvente a Grandville. Qué feo, todo. (Ver comentario número 1).

Grandville


Hay también una querencia hacia el final sorpresa, que es casi lo peor que se puede decir de un microrrelatista. La búsqueda del oh, que decíamos antes. La puta risita final: (a) “Sin duda el obstetra se equivoca, esta mujer está a punto de nacer aquí mismo, en cualquier momento.” (b) “Ya casi no me quedan dudas: el doble soy yo.” (c) “tú, como quien dice, acabas de morirte.” (d) “Luego, con la ayuda del médico, y entre terribles alaridos de dolor, consiguieron introducirle el recién nacido hasta alojarlo en el interior de su vientre.” (e) “Y dicen que nunca ninguno de ellos ha existido.” Y un asquerosamente largo etcétera.

El resultado es un exceso de mediocridad disimulado con una máscara de fantasía y ciencia ficción sobre fondo de prosa bruñida y confianza ciega en el corporativismo literario. Es un juego malabar. Un artificio. Un montaje al que se le ven, sí o sí, las costuras. Son, estos relatos, las más de las veces, una soplapollez. Saben de mi animadversión y por eso sospecho que no me creen. Error. Deberían creerme. Me van a creer. Ahora: 

SEÑALES
Los gansos, desorientados, habían dejado de volar en forma de uve para hacerlo en forma de ese, una gran ese mayúscula como si serpentearan en el aire. Los patos avanzaban en círculos, dibujando oes perfectas. A veces, cuando veíamos una bandada de gansos, seguida de otra de patos, seguida de otra de gansos, llegábamos a intuir que querían decirnos algo.

Todavía estoy esperando que me explote la cabeza. De momento la cosa no ha pasado de pequeña migraña. Los patitos y los gansitos volando y dibujando mensajes están muy bien, pero para un cuento infantil.

Yo no sé a qué público van dirigidos estos cuentitos, pero un relato como este último que acabo de poner es como para cerrar el libro y prenderle fuego. Al libro, también. Que Muñoz Rengel sea considerado, por semejante cosa, “maestro del microrrelato” (y van…) única y exclusivamente porque ha sabido decorarlo como si de un árbol de Navidad se tratara, es injustificable. Imperdonable. Tamaña afirmación debería ser constitutiva de delito. La solución al despropósito en que unos cuantos han convertido este, digamos, género debería pasar por ejecutar en alguna plaza pública, cada viernes, un microrrelatista. Yo pongo la soga.

Ahora podemos hacer dos cosas con esta reseña: podemos continuar poniendo citas y dejar que hablen por sí solas o podemos dejar de perder más tiempo del estrictamente necesario. Voto por la segunda.