Esto, más que un post, debería parecer un tuit. Menos mal que tengo el don de la palabra.
Lo digo porque este mes han sido tres (¡tres!) los libros leídos. Razón: GADDIS, maldito Gaddis y sus 1376 páginas de reconocimientos. Y Stendhal, maldito Stendhal y sus seiscientos rojos y negros. Y Danielewski, maldito… bah, da igual, este no merece especial atención.
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El mes empezó fatal: La espada de los cincuenta años de Mark Z. Danielewski, una especie de novela que cuenta con su propia reseña (aquí) y en la que veníamos a decir (más o menos; con otras palabras) que no nos había gustado por varias razones entre las que se encontraba la promesa, veríamos que incumplida, de que íbamos a encontrarnos una novela de terror (cuando esto ni da miedo ni da hambre, que es solo un señor contando el cuento de cómo encontró una espada terrible y al señor, también terrible, que las hacía y de cómo cruzó montañas y valles para llegar allí, todo con sus dibujitos y sus historias, que es un poco Gerónimo Stilton y el vigésimoquinto viaje al Reino de la Fantasía pero sin ratas) y la promesa, incumplida también, como todas, de algo experimental. Se supone que ahora, en el tiempo presente, esta novela se lee en Halloween a viva voz a unos niños y que estos se asuntan. Se supone. Pero ya cualquiera se cree nada.
Dicen, quienes entienden o quienes aseguran entender o quienes actúan como si entendiesen, que son los que más, o en realidad se les deduce por el tono, que esto es Alta Literatura (lo juro, tendrían que ver qué de erecciones en la red) y de hecho son los mismos que a otras horas menos intempestiva defienden a Gaddis como Santo Patrón (olvidando o fingiendo olvidar o directamente no habiendo entendido que Gaddis ha sido siempre el azote de las vacuas novelas autocomplacientes tipo Novelita Danielewski) que es una cosa que yo nunca acabaré de entender si no es recordando que este patio literario se mueve por afinidades y amistades y cariños varios. El mapa de los afectos literarios es todo un mapa.
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Segunda lectura de mes: atentos: Rojo y negro de Stendhal. Tela. La pregunta es: ¿en qué demonios estaba yo pensando para haber tardado tanto en leer esta maravilla? No hace falta que contesten. Tampoco pasa nada: vivo en el convencimiento de que cuanto mayor es uno, mayor es también el placer de la lectura.
Pero hablábamos de Rojo y negro.
Alba ha reeditado, con esta portada tan fabulosa, la gran novela de Stendhal. Hay que reconocer que la edición es, por dentro y por fuera, excelente no, lo siguiente. A las ratas de biblioteca nos gustan las reediciones, especialmente las reediciones de calidad, porque nos recuerdan que todo o casi todo aquello que tenemos por leer, que es mucho y bueno, sigue ahí y sigue vivo y sigue conservando el atractivo y sigue siendo un reclamo relativamente efectivo. Y digo “relativamente” por algo; lo digo por esto: lo digo porque descubrí está edición de Rojo y negro no precisamente por la publicidad que se le hace, sino por uno de esos blogs que visito periódicamente y con los que tengo una deuda de gratitud, por estas cosillas, que nunca llegaré a pagar. En la librería, los ejemplares (el ejemplar, de hecho, un triste y único ejemplar irrecuperablemente maltratado, además, en el lomo) no ocupaba el espacio vital de la mesa de novedades, como era de esperar, no, sino la sección de clásicos, siempre la más difícil de localizar o la que más cerca está del baño y la que tiene menos luz. Esto es, a todas luces (valga la redundancia), intolerable porque Rojo y negro es, como he descubierto este mes: ABSOLUTAMENTE MARAVILLOSA, ABSOLUTAMENTE GENIAL, ABSOLUTAMENTE ABSOLUTA, que aunque es una expresión que no significa nada, es sin lugar a dudas absolutamente efectiva.
Rojo y negro, en su edición de Alba o no, pero sí, por qué no, debería ser lo que no ha sido: una de las grandes estrellas de la rentrée, que es como se han vendido las reediciones probablemente mucho menos dignas de Carrere o tantas o tantas piezas (ya ni me atrevo a llamarlas novelas) que, como ladrillos, sostienen tan masturbatoria industria.
Les digo lo siguiente, de Rojo y negro: si la han leído, relean; si no lo han hecho, si no la han leído, dejen de hacer el gilipollas.
Lé-an-la, por favor, LÉ-AN-LA. O ahórquense.
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Corría el 10 o el 12 de noviembre cuando llegó a mi casa un paquetito que contenía una cosa hermosa que, apenas una semana después, ya me había dislocado un hombro y roto la cabeza por diecisiete puntos diferentes: Los reconocimientos de William Gaddis, una novela indefinible, incatalogable, in-resumible e in-posible de olvidar. Las erratas son intencionadas. No entraré en mucho detalle porque la cosa pide a gritos una reseña pero sí haré un pequeño apunte todo lo ligerito que aquí se acostumbra.
Los reconocimientos dio lugar a un libro del que ya hace tiempo hablamos: Despidan a esos desgraciados, de Jack Green (reseña tongoyana aquí) un tipo que se autoimpuso la tarea de devolver… no, de devolver no, que nunca la había perdido, de dar a esta novela el prestigio que realmente merecía. En Despidan a esos desgraciados, Green ponía de vuelta y media a todos aquellos críticos que habían tachado a la novela de soez, infumable o imposible o de cualquier otro calificativa que rebajase su condición de obra maestra, que es lo que él reclamaba. En su momento, entusiasmados con su entusiasmo, muchos defendimos a capa y espada al bueno de Green y dimos, con nuestras reseñas, la razón a quien, al no haber leído la novela, no sabíamos si la tenía o no. La razón, digo. Esto fue hace casi tres años. Me hace inmensamente feliz saber que me he librado de esta espinita: ahora ya sé si Green tenía o no tenía razón; si eran todos unos desgraciados o lo era él.
Nos vemos en la reseña.
DICIEMBRE
Hasta aquí noviembre. Para diciembre, Navidad., Feliz Navidad, no tenemos planes. O sí, un par. Este par:
Dos libros dos de la editorial Sloper: Voladura controlada de Octavio Cortes, cien páginas de micros o monólogos de humor (desde lejos lo parecen) y La mala puta (Requiem por la literatura española), un libro que, en palabras de uno de los autores (a saber: Román Piña y el aquí citado Manuel Dalmau) aspira a «señalar unas situaciones abusivas que se producen también en el campo de la literatura, generadas desde la cúpula, y que afectan negativamente al escritor y su obra». Con lo que nos gustan aquí las conspiranoias, sospecho que nos reiremos un rato.
Convendría terminar, también, lo que se tiene entre manos: Trastorno de Thomas Bernhard (abandonado miserable e imperdonablemente por Gaddis) y El idioma materno de Fabio Morábito.
Y ya, después, no sé... lo que sea, pero teniendo muy presente lo siguiente: La hoguera pública de Robert Coover, Centauros del desierto de Alan Le May; Olive Kitteridge, de Elisabeth Strout; Al límite, de Thomas Pynchon o, por qué no, si total ya han pasado cuatro meses desde la última vez que la leímos, Moby Dick de Melville aprovechando, como ocurrió con Rojo y negro, que Sexto Piso la ha reeditado en formato ilustrado de lujo, en una más que digna edición que incluye dibujitos de un Gabriel Pacheco que se sale.
O lo que se tercie.