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lunes, 1 de diciembre de 2014

Resumen de lecturas de NOVIEMBRE 2014

Esto, más que un post, debería parecer un tuit. Menos mal que tengo el don de la palabra.

Lo digo porque este mes han sido tres (¡tres!) los libros leídos. Razón: GADDIS, maldito Gaddis y sus 1376 páginas de reconocimientos. Y Stendhal, maldito Stendhal y sus seiscientos rojos y negros. Y Danielewski, maldito… bah, da igual, este no merece especial atención.

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El mes empezó fatal: La espada de los cincuenta años de Mark Z. Danielewski, una especie de novela que cuenta con su propia reseña (aquí) y en la que veníamos a decir (más o menos; con otras palabras) que no nos había gustado por varias razones entre las que se encontraba la promesa, veríamos que incumplida, de que íbamos a encontrarnos una novela de terror (cuando esto ni da miedo ni da hambre, que es solo un señor contando el cuento de cómo encontró una espada terrible y al señor, también terrible, que las hacía y de cómo cruzó montañas y valles para llegar allí, todo con sus dibujitos y sus historias, que es un poco Gerónimo Stilton y el vigésimoquinto viaje al Reino de la Fantasía pero sin ratas) y la promesa, incumplida también, como todas, de algo experimental. Se supone que ahora, en el tiempo presente, esta novela se lee en Halloween a viva voz a unos niños y que estos se asuntan. Se supone. Pero ya cualquiera se cree nada.

Dicen, quienes entienden o quienes aseguran entender o quienes actúan como si entendiesen, que son los que más, o en realidad se les deduce por el tono, que esto es Alta Literatura (lo juro, tendrían que ver qué de erecciones en la red) y de hecho son los mismos que a otras horas menos intempestiva defienden a Gaddis como Santo Patrón (olvidando o fingiendo olvidar o directamente no habiendo entendido que Gaddis ha sido siempre el azote de las vacuas novelas autocomplacientes tipo Novelita Danielewski) que es una cosa que yo nunca acabaré de entender si no es recordando que este patio literario se mueve por afinidades y amistades y cariños varios. El mapa de los afectos literarios es todo un mapa.


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Segunda lectura de mes: atentos: Rojo y negro de Stendhal. Tela. La pregunta es: ¿en qué demonios estaba yo pensando para haber tardado tanto en leer esta maravilla? No hace falta que contesten. Tampoco pasa nada: vivo en el convencimiento de que cuanto mayor es uno, mayor es también el placer de la lectura. 

Pero hablábamos de Rojo y negro.

Alba ha reeditado, con esta portada tan fabulosa, la gran novela de Stendhal. Hay que reconocer que la edición es, por dentro y por fuera, excelente no, lo siguiente. A las ratas de biblioteca nos gustan las reediciones, especialmente las reediciones de calidad, porque nos recuerdan que todo o casi todo aquello que tenemos por leer, que es mucho y bueno, sigue ahí y sigue vivo y sigue conservando el atractivo y sigue siendo un reclamo relativamente efectivo. Y digo “relativamente” por algo; lo digo por esto: lo digo porque descubrí está edición de Rojo y negro no precisamente por la publicidad que se le hace, sino por uno de esos blogs que visito periódicamente y con los que tengo una deuda de gratitud, por estas cosillas, que nunca llegaré a pagar. En la librería, los ejemplares (el ejemplar, de hecho, un triste y único ejemplar irrecuperablemente maltratado, además, en el lomo) no ocupaba el espacio vital de la mesa de novedades, como era de esperar, no, sino la sección de clásicos, siempre la más difícil de localizar o la que más cerca está del baño y la que tiene menos luz. Esto es, a todas luces (valga la redundancia), intolerable porque Rojo y negro es, como he descubierto este mes: ABSOLUTAMENTE MARAVILLOSA, ABSOLUTAMENTE GENIAL, ABSOLUTAMENTE ABSOLUTA, que aunque es una expresión que no significa nada, es sin lugar a dudas absolutamente efectiva.

Rojo y negro, en su edición de Alba o no, pero sí, por qué no, debería ser lo que no ha sido: una de las grandes estrellas de la rentrée, que es como se han vendido las reediciones probablemente mucho menos dignas de Carrere o tantas o tantas piezas (ya ni me atrevo a llamarlas novelas) que, como ladrillos, sostienen tan masturbatoria industria.

Les digo lo siguiente, de Rojo y negro: si la han leído, relean; si no lo han hecho, si no la han leído, dejen de hacer el gilipollas. 

Lé-an-la, por favor, LÉ-AN-LA. O ahórquense.

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Corría el 10 o el 12 de noviembre cuando llegó a mi casa un paquetito que contenía una cosa hermosa que, apenas una semana después, ya me había dislocado un hombro y roto la cabeza por diecisiete puntos diferentes: Los reconocimientos de William Gaddis, una novela indefinible, incatalogable, in-resumible e in-posible de olvidar. Las erratas son intencionadas. No entraré en mucho detalle porque la cosa pide a gritos una reseña pero sí haré un pequeño apunte todo lo ligerito que aquí se acostumbra.

Los reconocimientos dio lugar a un libro del que ya hace tiempo hablamos: Despidan a esos desgraciados, de Jack Green (reseña tongoyana aquí) un tipo que se autoimpuso la tarea de devolver… no, de devolver no, que nunca la había perdido, de dar a esta novela el prestigio que realmente merecía. En Despidan a esos desgraciados, Green ponía de vuelta y media a todos aquellos críticos que habían tachado a la novela de soez, infumable o imposible o de cualquier otro calificativa que rebajase su condición de obra maestra, que es lo que él reclamaba. En su momento, entusiasmados con su entusiasmo, muchos defendimos a capa y espada al bueno de Green y dimos, con nuestras reseñas, la razón a quien, al no haber leído la novela, no sabíamos si la tenía o no. La razón, digo. Esto fue hace casi tres años. Me hace inmensamente feliz saber que me he librado de esta espinita: ahora ya sé si Green tenía o no tenía razón; si eran todos unos desgraciados o lo era él.

Nos vemos en la reseña. 



DICIEMBRE

Hasta aquí noviembre. Para diciembre, Navidad., Feliz Navidad, no tenemos planes. O sí, un par. Este par: 

Dos libros dos de la editorial Sloper: Voladura controlada de Octavio Cortes, cien páginas de micros o monólogos de humor (desde lejos lo parecen) y La mala puta (Requiem por la literatura española), un libro que, en palabras de uno de los autores (a saber: Román Piña y el aquí citado Manuel Dalmau) aspira a «señalar unas situaciones abusivas que se producen también en el campo de la literatura, generadas desde la cúpula, y que afectan negativamente al escritor y su obra». Con lo que nos gustan aquí las conspiranoias, sospecho que nos reiremos un rato.

Convendría terminar, también, lo que se tiene entre manos: Trastorno de Thomas Bernhard (abandonado miserable e imperdonablemente por Gaddis) y El idioma materno de Fabio Morábito. 

Y ya, después, no sé... lo que sea, pero teniendo muy presente lo siguiente: La hoguera pública de Robert Coover, Centauros del desierto de Alan Le May; Olive Kitteridge, de Elisabeth Strout; Al límite, de Thomas Pynchon o, por qué no, si total ya han pasado cuatro meses desde la última vez que la leímos, Moby Dick de Melville aprovechando, como ocurrió con Rojo y negro, que Sexto Piso la ha reeditado en formato ilustrado de lujo, en una más que digna edición que incluye dibujitos de un Gabriel Pacheco que se sale.

O lo que se tercie.



viernes, 7 de noviembre de 2014

“La espada de los cincuenta años” Mark Z. Danielewski

Danielewski, again.

Decíamos ayer, de Danielewski, de La caja de hojas (se acordarán: hubo aproximación y hubo reseña, que ya es mucho haber), que NO. Que sí, pero NO. Que más-o-menos, decíamos. Personalmente disfruté lo inconfesable con una parte del libro, la parte, precisamente, que trata el asunto de la casa de hojas, ese abismo que se abría detrás de la chimenea; no así la parte de Truant, esas aburridas y tediosas e infinitas notas a pie que hacían de la lectura una agonía y una pérdida de un tiempo que ya nunca podremos recuperar. Qué pena de guillotina.

Lo dicho: sí pero NO. Quede claro: a un libro al que le sobran la mitad de las páginas, poco se le puede perdonar y lo que se perdone ha de ser siempre bajo pena de hacer el ridículo más espantoso. 

El caso es que Danielewski, pese a aquello, se mostraba como un interesante escritor de terror —con querencia a los dibujitos y juegos de palabras en el estricto sentido de la expresión, unas veces más oportunos que otros, pero interesante al fin y al cabo—. Y es por ello que, más viejos y más sabios, volvimos a pecar.

Y, así, —¿cuánto?, ¿un año después?—, Danielewski again. Repiten, coeditan, Pálido Fuego y Alpha Decay. Y prometen; sobre todo, prometen. Tantas promesas... Prometen esto: 

La espada de los cincuenta años es una historia clásica de terror para adultos, escrita sobre la base estilística de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, con la ruptura narrativa de voces de Las olas, de Virginia Woolf, más una encomiable economía de medios —la cual no obstante supera con nota el difícil objetivo de transmitir más con menos— con la marca distintiva del taller Danielewski: la experimentación formal.

Que resumido quiere decir: novela de terror para adultos (otra vez), sobre fondo de experimentación formal (otra vez). 

El libro se lee en dos visitas al baño. Palabrita. Y va de lo siguiente:

Durante una fiesta de Halloween cinco niños asisten a un cuentacuentos muy especial: el narrador está loco de atar y es malo como la tiña. O así se presenta. 



Les cuenta que, matando matando, da con un tullido hacedor de espadas a cual más rara, que lo mismo matan un día que una idea que un país. La de los Cincuenta Años, por ejemplo. La de los Cincuenta Años es precisamente la que ese feo individuo coloca, en una cajita de dos metros con cinco bisagras, frente a los cinco niños mientras les cuenta la historia de cómo dio con ella y exactamente para qué sirve. Ya les adelanto que la espada en la cajita no se queda. Esa es la intriga.

Con esto Tarantino te hace una trilogía de morirte. 

Pero hablábamos de Experimentación Formal. Qué bonitos palabros. Y qué ligereza en su uso.

La experimentación formal de esta novela es la que sigue. Atentos.

El tipo, recuerden, va en busca de una arma fatal para lo cual ha de entrar en El bosque de la Sal —acontecimiento este que se acompaña de un danielewski o dibujo para adultos— total para volver a salir y llegar al Bosque de las Notas, que es un lugar con una acústica horrible. Para ilustrar la cuestión y viendo que si no experimentamos formalmente no somos nada, se dibuja un bordado de bosque y le se cosen unas palabras. Así:



También sube una montaña. No se puede cruzar un bosque, atravesar un valle y no subir una montaña. Eso es de primaria. Es decir, como si LEDL50A fuera un cuento infantil de toda la vida de Dios pero narrado de modo que un crío no aguantaría diez páginas del tirón de puro aburrimiento. Por eso es para adultos: por nuestra santa paciencia. Y por nuestra permisividad. Por nuestra tontería. Porque somos los únicos lo bastante gilipollas para justificar una novelucha en verso libre que utiliza la excusa de los cinco narradores para dejarlo todo perdido de comillas de colores y frases aquí, allá y acullá. 

Ahora va a resultar que lo que molaba no era La Casa de Hoja, sino Papá Danielewski. 

Y luego, claro, viene el listo y se enamora de los dibujitos y el fraseo interrumpido y los golpes de efecto, porque lo suyo ha sido siempre más de largas parrafadas de narradores autocomplacientes, y ya le sobran razones para hablar, sino de obra maestra, de pequeña maravilla. A mí no me gusta insultar, pero alguno debería pasar más tiempo en la zona de cuento infantil de alguna librería. Igual hasta se lleva una sorpresa.



¿Y qué va a pasar? 

Nada. Que así, sin más, se acaba la reseña.


viernes, 3 de enero de 2014

Otra vez “La casa de hojas”: una rectificación

Me jode lo indecible, pero hoy vengo a desdecirme. 

No me gusta hacerlo, pero necesito quitarme esta espinita que se me ha clavado. Por eso, y para no dar más la paliza con el tema, seré anormalmente breve.

El 24 de noviembre publiqué una aproximación a esta novela (AQUÍ) en la que básicamente me limitaba a expresar mi parecer sobre lo que estaba resultando ser la lectura de Casa de Hojas. «Por lo que he podido comprobar» —decía— «la novela de Danielewski es un lío del demonio que conviene afrontar con entusiasmo y tiempo libre.» 

Primer error. 

No es en absoluto cierto que sea un lío del demonio. De hecho, echando la vista atrás, creo que es una novela asombrosamente fácil de leer pero también exagerada e innecesariamente retorcida, lo que seguramente acaba dando una impresión equivocada. 

«Mi impresión inicial» —seguía diciendo entonces— «es que “La casa de hojas” es un bello y retorcido objeto que oculta una interesante novela de terror pero también mucha paja.» 

Esto lo tuve claro desde la página 350.

Tres días después, el 27 de noviembre, publiqué (AQUÍ) la reseña “oficial”, donde decía, entre otras muchas, dos cosas absolutamente contradictorias: «personalmente, me sobra media novela. Concretamente TODO lo que tenga que ver con Truant.» y «Es por culpa de esto que lo que podía haber sido una novela sobresaliente se queda en notable.»

La palabra clave es “media novela”. La palabra clave es “notable”.

No. No puede ser NOTABLE una novela cuyo 50% es más que una memez: es material de derribo. Es relleno. Fuegos artificiales. Porque una cosa es cierta: el expediente Navidson, con juegos o sin juegos, se come, literalmente, la novela, y la parte de Truant, aquella que puede leerse en los pies de página, acaba resultando de una intrascendencia pasmosa, no acabando uno de entender, un mes después ni un siglo después, qué sentido tiene realmente estropear de tal forma algo que podría haber sido simplemente perfecto (o casi) y si no será, esa parte de Truant, la parte desechable, un recurso bastante tramposo para hacer creer al lector que se encuentra ante una obra magnífica cuando en realidad no es más que un hábil ensamblaje de dos historias de desigual calidad. La parte de Truant no abre nuevos caminos, no complementa la narración principal, no aporta absolutamente nada, no enriquece. Lo que sí hace, y lo hace muy bien, es parasitar, rellenar, confundir. Aburrir.

Hoy, el final de la reseña hubiera sido muy diferente al que fue entonces y donde dije: «[…] no es la obra maestra que se vende por ahí […]pero sí vale cada euro invertido y casi casi casi cada minuto dedicado» querría ahora decir que NO, que no vale cada euro invertido y desde luego no merece cada minuto dedicado. Hay muchos minutos, todos esos minutos que hoy se descubren invertidos en una historia menor, que se podían haber dedicado a leer cualquier otra cosa. Que no lamento la compra, eso también es cierto, pero por motivos que poco o nada tienen que ver con la calidad de la historia en su conjunto.

Creo recordar haberle escuchado decir a Danielewski que dedicó diez años de su vida a esta obra, más o menos los mismos (seguramente más) de los que dedicó William Gaddis a JOTA ERRE, una obra mucho más ambiciosa, mucho más compleja (esta sí), mucho mejor, en general, que, sin tener que recurrir a artificios y a juegos gráficos (sin evitarlos, tampoco), consigue lo que para sí quisiera Danielewski: que valga la pena la cada minuto, cada segundo invertido en su lectura.

Rectificar es de sabios, dicen. 


miércoles, 27 de noviembre de 2013

“La Casa de Hojas” de Mark Z. Danielewski

Generalmente las aproximaciones (ver aquí) me quitan las ganas de escribir las reseñas. Esta no es una excepción, pero lo prometido es deuda. 

“House of leaves” (traducido como “LA casa de hojas”) se publica en el año 2000 y desde el primer momento se presume prácticamente intraducible. Sobre los costes de traducir semejante trasto flota la idea de estas rarezas sólo las compran dos. O doscientos, da igual; los que sean siempre parecerán insuficientes a la hora de recuperar una inversión como esa. Y así fue. Durante mucho tiempo, la traducción de "House of leaves" fue, para los que no dominamos el inglés, un sueño que alimentábamos con la búsqueda de imágenes (sobre todo IMÁGENES) del interior. Luego veremos alguna.

Y un buen día llegó Pálido Fuego. Y dice la leyenda que se encontró con Alpha Decay en la sala de espera. Cómo será esta novela que me ha obligado a romper mi palabra de no volver a reseñar nada que publiquen ambas editoriales. Esto, si lo digo, no es para calentarle la cabeza a nadie, sino a modo de cumplido. Me quito el sombrero y no me lo vuelo a poner. La edición (a excepción de la desafortunada elección de la portada (ver post anterior)) es sencillamente MAGNÍFICA.

Al tema.

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“La casa de hojas” es una novela de terror. Eso ante todo. El argumento, grossísimo modo, es el siguiente:

El joven Johnny Truant es un elemento que un buen día, gracias a su buen amigo Lude y por la razón que sea, da con un baúl que contiene un manuscrito de viejo ciego llamado Zampanó que muere en extrañas circunstancias. El manuscrito hace referencia al “expediente Navidson”.“La casa de hojas” es el montaje que Truant hace con las notas de Zampanó y su propia aportación en forma de anotaciones (todas a pie de página) que un buen día manda a unos editores (que a su vez incluyen sus propias notas). Es decir: Truant recoge la información de Zampanó, es decir, una análisis sobre la particular experiencia que vivió la familia Navidson en una casa.

Parece un lío y sí, lo es, pero no demasiado.

El expediente Navidson. Recién trasladados a su nuevo hogar, aparece, un bien día, una puerta en el salón. La puerta conduce a un pasillo OSCURO ora de tres metros ora de quince. Donde está el pasillo, debería haber campo. El pasillo tiene una puerta. La puerta da a otro pasillo, a otra puerta, a otro pasillo, a otra puerta. Etcétera. Da a una gran sala. Da una escalera. (Ver portada). Acompáñese de oscuridad total. Total. De ausencia de ruido, de viento. Acompáñese de un frío glaciar. Acompáñese de espacios que se reconfiguran solos. De distancias variables. 

El expediente Navidson (1) habla de una grabación detallada de la investigación que el propio Navidson, con ayuda de una serie de personas, lleva a cabo para tratar de entender qué coño es eso que ha aparecido en su casa y de dónde demonios sale. Y a dónde lleva.

Ese es el argumento. Una parte, al menos. La novela tiene 736 páginas. Podríamos entrar en detalles y nunca estaríamos detallando suficiente. Como buen “informante”, Zampanó detalla minuciosamente cada momento del video, lo acompaña de extractos de los numerosísimo estudios que se han hecho sobre él. Todo lo que cabe en la novela está en la novela y por si no era suficiente, Truant, el descubridor del manuscrito, se empeña en meter, en los pies de página, su particular experiencia durante la lectura del informe , una experiencia que, les adelanto, tiene muy poco de feliz, por más que el tipo se pase media novela borracho y follando.


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Me estoy liando pero es que la puñetera invita a ello. Dos palabras más y vamos a las conclusiones.

Más allá del argumento, está la forma, que es lo que realmente hace esta novela tan especial y tan difícil de replicar en otro idioma. La novela se retuerce. Se complica. Se unen, al detalle del expediente, columnas de información aparentemente inútil pero que, en cierto modo, cumplen una importante función. Otras veces el texto se estrecha, la página queda casi en blanco o bien el texto se da la vuelta, se refleja como en un espejo o cae en cascada. Utilicen la imaginación. Para los que no tengan, aquí una fotito robada de la red. Y ya. Si sienten curiosidad, seguro que dan con la manera de encontrar más fotos en Google. 



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A mí, personalmente, me sobra media novela. Concretamente TODO lo que tenga que ver con Truant. El tipo tiene su aquel, pero lo realmente apasionante de la casa de hojas es la casa de hojas, ¡no lo que el susodicho siente o padece por la lectura dichosa! Me importan un comino las claves que oculten sus notas o los juegos a qué invitan (que son unos cuantos), al final lo que queda de él es pura anécdota mientras que el expediente Navidson, todo aquello que escribió el cegato de Zampanó, es, quitando episodios puntuales, apasionante. Sería un novelón si, conservando la alocada estructura, Danielewski le hubiese metido un buen tijeretazo al, digamos, artefacto. Y cuando digo bueno, quiero decir buenísimo. Quiero decir generoso en extremo. Pero supongo que la idea de incluir diferentes tipografías en los pies de página, y más notas que vienen de esas notas, y mandar al lector al apéndice uno o el dos o el B o X, supongo que todo eso de enredar y enloquecer la novela, era demasiado irresistible. Y sí, se entiende, pero también se sabe innecesario. 

Es por culpa de esto que lo que podía haber sido una novela sobresaliente se queda en notable. Con todo, la casa de hojas es una magnífica historia de terror y aventuras que no necesita de fantasmas ni de psicópatas ni de niñatas pelonas saliendo del televisor para crear una atmósfera aterradora y para mantener la tensión durante todo el viaje, un viaje que, obviando a Truant, se hace incluso corto, que ya es decir. Con esto no quiero decir que sea especialmente original. Danielweski recurre a tantos tópicos como le es posible: casa encantada, oscuridad, ruidos de fondo, gruñidos, silencio; exploradores que se pierden, se vuelven locos, se lían a tiros; conflictos sentimentales, que si el hermano borracho, que si la mujer infiel. Pero da igual: el tamaño del terror y sobre todo el modo en que Zampanó desarrolla la narración evitan continuamente el tedio y la sensación (absolutamente justificada) de estar visitando lugares comunes.

Lo dicho: acertada novela experimental de terror que sólo peca de un innecesario exceso de contenido. Más corta, sólo un poco más corta, hubiera sido tan, TAN buena. Una pena. De acuerdo, no es la obra maestra que se vende por ahí (la que uno esperaba, malditas expectativas) pero sí vale cada euro invertido y casi  casi casi cada minuto dedicado. 



[SIGUE LEYENDO AQUÍ LA RECTIFICACIÓN A ESTE POST: 



(1) No confundir con la película “El expediente Warren” o su más reciente adaptación hispana, “El expediente Vitu”: (hacer clic para ver, ver para creer)

domingo, 24 de noviembre de 2013

Una aproximación a “La Casa de Hojas” de Mark Z. Danielewski

(O hablar por hablar.)

Hoy vengo sin intención crítica. Esto quiere ser poco menos que una reflexión. Una excusa para hacer una pausa y aclarar las ideas. Llevo una semana sumergido en la lectura de “La casa de hojas” y en “Jota Erre” de Gaddis (y a ratos Cartarescu y a ratos Joseph Frank y a ratos Dostoievski y a ratos Gerónimo Stilton —paternidad obliga—y a ratos qué sé yo). 

Y a ratos duermo, también.

Cuando escribo estas palabras los editores de “La casa de hojas” acaban de anunciar en twitter que van a sacar la tercera edición. A falta de información sobre volumen de las tiradas, la noticia invita a la prudencia tanto como al entusiasmo. Pero nos alegramos, en cualquier caso y nos hacemos eco.

(Nos hacemos eco, qué gracia.)

Se habla mucho de La casa de hojas. Twitter arde. Facebook arde. Todo son fotos, posados, el libro sobre un fondo de piedra, sobre el verde musgo de un bosque, sobre una mesa. Se intuye que pronto llegarán los fondos nevados, los villancicos y los paquetitos de Amazon a los pies de un abeto. Esa costumbre tan nuestra de hacer el gilipollas. Para sacarle una foto a un libro sólo hace falta una cámara. Sin embargo, para leer “La casa de hojas” parece que hace falta algo más. Valor, por ejemplo. Paciencia. Sincero interés. Tiempo. 

Cierto grado de tolerancia.

No me hagan mucho caso, soy el menos indicado para hablar. Cuando escribo estas palabras voy por la página 350, por lo que ya habré leído unas 450. Sí, han leído bien. Tiene truco, claro, la magia no existe: prefacios con numeración romana y extensos y delirantes apéndices como notas finales. Está todo inventado.

Vaya por delante que estoy disfrutando BASTANTE “La casa de hojas”. Lo pongo en mayúsculas para que quede claro. Podría ponerlo también en azul, pero no me apetece; vengo un poco saturado de jueguecitos (orto)gráficos. 

Intento que esto no se parezca demasiado a un promoción gratuita (e innecesaria), pero supongo que será un esfuerzo inútil. Al final este post es mi particular fotografía del libro sobre un fondo de mi culo en una silla y no se me ocurre mejor recomendación que esa, honestamente.

“La casa de hojas” se vende como una novela sin fronteras. Se acompaña, en las críticas de la red, de grandes nombres: Borges, Nabokov, Derrida, Joyce, Julian Rios. Cervantes. Así es, amiguitos, al entusiasmo habitual de las promociones hay que sumarle los elogios desmedidos propios de las obras de culto. También está la querencia a complicarlo todo hablando de deconstrucción, interpolaciones, digresiones, notas, geometrías no-euclidianas de planos de ficción y un largo ecétera, que sin estar faltos de razón tampoco invitan a nada si no se acompaña de un poco de fe. 

Por lo que he podido comprobar, la novela de Danielewski es un lío del demonio que conviene afrontar con entusiasmo y tiempo libre. «[se aconseja] una lectura en cuantas menos sesiones mejor, lo más seguidas que se pueda, en cuatro o cinco días como mucho, para no perder ni el hilo narrativo ni, francamente, el efecto de la lectura sobre el ánimo del lector» dicen en este blog

El mismo ocioso crítico dice (la negrita será mía): «Está escrito usando diferentes tipografías, a veces en función del contenido, otras en función del narrador, y esta distinción no es ni anecdótica ni aparente, es fundamental para la comprensión del texto y uno de sus mayores logros» algo con lo que no puedo estar demasiado de acuerdo. Cierto: es muy útil. Y bonita. Es lo que tiene, también. Pero no es fundamental en absoluto. Hay soluciones mucho menos “visuales”. El dramatis personae de Jota Erre, por ejemplo, nombra más de 120 personajes diferentes; casi todos cuentan con voz pero ninguno necesita ir acompañado de una tipografía especial, ni azul ni verde ni colará, ni cursiva ni georgiana. Y no será por pantones. Bien mirado, el recurso de Danielwski es un recurso fácil y visualmente tan efectivo como efectista. 

Mi impresión inicial, ya que no me lo preguntan, es que DE MOMENTO (recién llegado al ecuador) “La casa de hojas” es un bello y retorcido objeto que oculta una interesante novela de terror pero también mucha paja. Un libro que, o mucho me equivoco, o terminará siendo mucho más comprado y comentado que realmente leído. Ojalá me equivoque. 

Yo, de momento, y habiendo dicho todo lo que tenía que decir, sigo a lo mío.





[SIGUE LEYENDO AQUÍ LA RECTIFICACIÓN A ESTE POST: