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jueves, 18 de agosto de 2022

Zweig o el sopor (o “Mendel el de los libros”)

En “Mendel el de los libros” se pone Zweig en modo Vila Matas para contarnos la historia de Mendel, un señor que dedica treinta y seis años de su vida a pasarlos sentado de la mañana a la noche en la mesa de un café sin otro interés que los libros o, más bien, sin otro interés que la parte menos interesante de los libros:

«Dejando a un lado los libros, aquel hombre singular no sabía nada del mundo, pues todos los fenómenos de la existencia sólo comenzaban a ser reales para él cuando se vertían en letras, cuando se reunían en un libro y, como quien dice, se habían esterilizado. Pero tampoco leía aquellos libros para entenderlos, en su contenido espiritual y narrativo. Tan sólo su título, su precio, su aspecto, la página de créditos atraían su atención».

Hoy sería “Google el de los libros”. Ahora nos quejamos de la amenaza que supone que Google empiece a cobrar por el servicio de búsqueda pero este señor no pagaba un triste bocadillo a pesar de lo cual a Zweig le falta el canto de un duro para beatificarlo primero y ponerle un piso después. Pero eso es lo que tiene la literatura: que hace idiotas. Gente de mal vivir que, amparada por la idealización romántica de la literatura que tienen los cuatro de siempre, parasita cuantos medios culturales puede total para nada más que perpetuar su narcisismo habitual.

«Las personas no le interesaban, y de todas las pasiones humanas tal vez sólo conocía una, por cierto, la más humana de todas, la vanidad».

Pues bien, a este parásito se lo llevan preso un día porque ya sabemos que la burocracia no hace amigos y en la guerra como en el amor. Dos años después, ya fuera del campo de concentración del que sale medio idiota, vuelve a ser víctima, pero esta vez del capitalismo, que se ve que es de ciencias. Después se muere (Mendel, no el capitalismo) y entonces, como ayer, solo olvido:

«Precisamente yo, que debía saber que los libros sólo se escriben para, por encima del propio aliento, unir a los seres humanos, y así defendernos frente al inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido».

Mendel desprecia a la sociedad y por lo tanto ésta, llegado el momento, lo desprecia a él. No es tan complicado.

Menos mal que solo tiene sesenta páginas.

En honor a la verdad tengo que reconocer que no puedo con este señor. Me aburre soberanamente. Lo admito: como escritor no puede ser más correcto ni más preciso ni más delicado. Pero Ni más aburrido. A excepción, tal vez, de aquellos Momentos Estelares de la Humanidad, que se salvan por méritos propios, el resto de su literatura no me despierta el menor interés y la poca que he leído (por razones obvias) jamás me ha dejado huella. Zweig es agua estancada. La razón por la que he leído esto de Mendel ha sido única y exclusivamente para entender el origen del nombre de un podcast que llevo escuchado un par de semanas (El café de Mendel). Fuera de eso, a este señor, yo, ya, ni con un palo.

Pero estoy divagando.

Respecto a la novela, nouvelle o relato, no hay conclusión. Se supone enésima crítica a los horrores y el absurdo de la guerra, pero desgraciadamente lo hace desde una perspectiva literaria un tanto ensimismada (más propia de poetas que de seres humanos) y por lo tanto sesgada e incompleta. E irritante.

miércoles, 22 de febrero de 2017

“Veinticuatro horas en la vida de una mujer” de Stefan Zweig (Trad. Mª Daniela Landa)

El tema de hoy es Veinticuatro horas en la vida de una mujer o cómo hacer pasar por buena una novela sobre el encoñamiento de una tarde de domingo.

Aviso para navegantes: no voy a privarme de destripar, si me place, todos y cada uno de los detalles de la historia, fundamentalmente por dos razones: una, porque para hablar de vaguedades ya están los demás y, dos, porque no se puede hacer sangre sin hundir la hoja siquiera un poquito.

La historia comienza con un hombre defendiendo a una mujer que antes de la medianoche ya se había fugado con un joven malandrín que conoció a la hora del té. Otra mujer, entrada en años, como sesenta y cinco años de entrada, escucha la conversación, las acusaciones y, sobre todo, la defensa que nuestro héroe y narrador hace de la mártir. Nace así en su corazón la esperanza de ser comprendida, a su edad, que ya no contaba. Resumiendo: la cosa acaba en confesión a la luz de las velas. Que si ella hizo lo suyo, también, hace años; que si ahora, viendo posibilidad de aceptación por parte de tan ilustre y sensato y, por qué no decirlo, guapo caballero, le da por compartirlo. Y esto es lo que sale de su desdentada boquita:

Se casa joven. Tiene hijos. Dos. Cuando ella tiene cuarenta su marido muere. Ay. Entra en la viudez con un hijo de dieciocho y otro menor que no ve porque está estudiando, angelito. Se aburre, claro, así sin nada que hacer. Pasan los años. Dos años. Se-a-bu-rre. Se va de viaje, será por dinero. Paseos paseos paseos. Inevitable: Montecarlo. ¡Casinos! Para dejarlo claro: es la clase de burguesita que a los cuarenta disfruta más en un casino de Montecarlo que atendiendo a su prole al calor de la chimenea o preparando muffins de arándanos, por más que ella lo venda diferente:

«Hablando con sinceridad, he de decir que eso se debió al tedio, al afán de ahuyentar aquel penoso vacío de mi corazón que no podía nutrirse sino de pequeños estímulos del mundo exterior. Cuanto mayor era mi atonía, más intenso era en mí el deseo de hallarme allí donde la vida se agita más febrilmente. Para quien se siente desasido de todo, la apasionada inquietud de los otros produce una sacudida en los nervios, como el teatro o la música».

Ya lo siguiente es ella con una prima acodadas en la barra mirando la vida pasar o buscando braguetas abiertas, no sé. De entre todos jugadores hay uno que llama su atención: joven, guapo, apasionado, expresivo. VITAL. Típico imbécil que lo pierde todo, que abandona el casino, huye al parque, se sienta en un banco, llueve y se moja, como los demás. Y así, en camisa, bajo la lluvia, húmero y transido de dolor es como ella lo enfrenta, lo sube a la calesa, «¡Llévenos a cualquier pensión!», y no queriendo no queriendo no queriendo no deja de querer.

«Y aquella noche estuvo tan llena de lucha y de palabras, de pasión y de cólera, de odio y de lágrimas, de promesas y de embriaguez, que pareció haber durado mil años. Hundidos en el abismo, dando tumbos, el uno deseando locamente la muerte, el otro absolutamente ajeno a lo que había de acontecer, salimos ambos de aquel mortal tumulto transformados con otros sentidos y otros sentimientos».

Polvazo, vaya.

Luego, lo habitual: ella: por favor, acepta mi dinero; él: que no que no, bueno, vale, sí pero quedamos a las siete. Y más: que si huyamos o no sé qué pero antes déjame darme una ducha; que si dónde está, por qué no ha venido; que si qué haces aquí, gastándote mi dinero; que si lo quieres tómalo aquí lo tienes, ya no te necesito; que si me lo juraste, que si tú no eres así. Que si…, que si… pero al final que no. Que si la prima en lo alto de la escalera, muda de asombro y estupefacción y adiós reputación y adiós todo y dónde habré dejado las bolitas chinas.

Resumiendo: media novela son las manos del jugador sobre la mesa, otra media es ella justificando sus arrobos y el resto (me van a permitir la licencia matemática) es simple decoración. 

Total, QUE TAMPOCO.



lunes, 16 de enero de 2012

Lo odioso de las comparaciones




"Cuando Dickens se decidió a leer en público, cuando apareció por primera vez cara a cara ante sus lectores, Inglaterra fue presa del delirio. La gente asaltó la sala, la llenó hasta los topes, algunos entusiastas se colgaron de los pilares, otros se arrastraron bajo la tribuna, sólo para poder oír al adorado escritor. En Estados Unidos la gente durmió sobre colchones extendidos ante la taquilla las noches más rigurosas de invierno y los camareros le traían comida de los restaurantes cercanos, pero la aglomeración fue imparable. Todas las salas resultaban demasiado pequeñas y finalmente se tuvo que acondicionar una iglesia de Brooklyn como sala de conferencias para el escritor." 

[...]


"Respecto de las grandes obras de arte no hay que preguntar sólo por su intensidad, no sólo por el hombre que estaba detrás de ellas, sino también por su extensidad, por el efecto que produjo en las multitudes. Y de Dickens se puede decir más que de cualquier otro escritor de nuestro siglo que ha aumentado la alegría en el mundo. Lágrimas de millones de ojos han centelleado con sus libros; a miles cuya sonrisa se había marchitado o perdido se la plantó de nuevo en el pecho: su influencia iba más allá de lo literario. Gentes ricas reflexionaron e hicieron donaciones después de leer sobre los hermanos Chereby; corazones duros se ablandaron; con la publicación de Oliver Twist, los niños—es auténtico—recibían más limosnas en la calle; el gobierno mejoró los asilos para pobres y controló las escuelas privadas. La compasión y la benevolencia se acrecentaron en Inglaterra gracias a Dickens, muchísimos pobres e infelices vieron aliviado su destino. Ya sé que estos efectos extraordinarios nada tienen que ver con el valor estético de una obra de arte. Pero son importantes, porque demuestran que toda gran obra trasciende el mundo de la imaginación, donde todo creador puede dar rienda suelta a su fantasía y su magia, y contribuir también a transformar la vida real. Cambios en lo esencial, en lo visible y también en la temperatura de los sentimientos. Dickens, al contrario que los autores que piden compasión y aliento para sí mismos, incrementó la alegría y el goce de su tiempo, estimuló su circulación sanguínea. El mundo se hizo más claro desde el día en que el joven taquígrafo del Parlamento cogió la pluma para escribir acerca de hombres y destinos."
Stefan Zweig "Tres Maestros (Balzac, Dickens, Dostoievski)"