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miércoles, 2 de agosto de 2017

“Manifiesto Redneck” de Jim Goad (Trad. Javier Lucini)

Pregunta (fundamental): ¿qué demonios es “un redneck”? 

Respuesta: Jim Goad: «El redneck, tal y como se suele entender, es una entidad estadounidense, pero el paradigma, el arquetipo, el anteproyecto, el modelo, el puto antecedente socialmente evolutivo del redneck norteamericano fue el campesino europeo en sus distintas manifestaciones a lo largo del Oscurantismo y de la Alta Edad Media. Los cimientos para que un pequeño grupo de élites blancas despreciase y abusase de una gran masa rural de desposeídos blancos se construyeron al menos hace mil años, puede que incluso antes».

Esto es: redneck es la basura blanca americana. Los hemos visto en cien mil películas: los pobres, miserables blanquitos que no tienen dónde caerse muertos, que han sido puteados y ninguneados sistemáticamente desde el origen de los tiempos, que no han tenido jamás posibilidad alguna de salir del lodazal (aquellos para quienes el sueño americano es sólo eso, un sueño) y que pese a ello deben cargar con la misma culpa de quienes han llevado el país al desastre, pagar por errores que nunca tuvieron ocasión de cometer y aceptar igualmente su papel de parias, violentos, ignorantes, racistas y hasta terroristas, si quieres.

Esto, Jim Goad, que es a su vez redneck; un redneck que, harto de tragar lo indecible, escribe un libro que quiere ser una patada en la boca al sistema. Escrito desde el estómago, Manifiesto Redneck es la rabia incontenible de un don nadie que no tiene nada que perder:

«Soy un cínico. Un escéptico. Un epiléptico a ratos. Soy sádico, pero me veo incapaz de disfrutarlo. Soy un mestizo cultural, un bastardo ideológico. Soy un psicópata solitario en lo alto de un puente que se niega a saltar porque todo el mundo aplaudiría. Soy una mosca en la sopa. Un Goad en la máquina. Un pegote de esperma en el fondo de tus palomitas. Puede que sea una célula cancerígena flotante que se dedica a infectar el corpus collectivus. Quizá solo soy un cracker canijo descarriado que espolea a un caballo muerto. No soy Juan el Bautista, soy Jim Peligro en Potencia. No soy una persona malvada. Solo soy un poco extraño. No soy un nazi. Lo que pasa es que tengo la tripa descompuesta. No os quiero matar. Solo necesito alejarme. Y no os odio, simplemente os tengo calados. Así que, por favor, aire».

Y funciona. La ira de Goad es contagiosa y sus argumentos (de los que ahora hablaremos) fácilmente extrapolables a cualquier a cualquier otra nación del mundo. Pero por encima de todo, lo que Goad parece pretender realmente con este libraco de 400 páginas es poner en evidencia que, en lo tocante a él, esto es, a su país, se está mareando la perdiz y se está utilizando la excusa del racismo para sostener el capitalismo más salvaje y mantener oculto a la vista de todos —a golpe de ruido y furia— el auténtico problema, a saber, el mantenimiento de un sistema de clases al que ese uno por ciento que dirige el mundo no parece tener intención de renunciar. 

«Los blancos integraron la mayoría de los trabajadores coloniales esclavizados a lo largo de casi todo el siglo XVII. Los esclavos negros alcanzaron la paridad numérica con los siervos blancos en algún momento, ya avanzado, del mismo siglo o a principios del XVIII. La idea de la supremacía racial tuvo poco que ver con el cambio gradual de la esclavitud blanca a la negra».

Para demostrarlo, Goad se remonta prácticamente al origen de los tiempos (concretamente a la conquista del oeste e incluso más allá cuando habla de Europa) a lo largo de tres magníficos capítulos (los primeros) que destacan por su didactismo, su humor y su voluntad abiertamente desmitificadora, total para acabar fantaseando con algo tan simple como la idea de un anarquismo global que arranque con la desobediencia civil organizada. Lamentablemente su discurso es en ocasiones (en demasiadas ocasiones) demasiado parecido al de Donald Trump (America First y toda esa mierda). Pese a esto, quiero pensar que el odio de Goad, al estar dirigido al establisment evita que sea esa clase de imbécil. No completamente, al menos.

Porque, sí, Goad dispara, en este libro, contra todo y contra todos en tanto que el ser humano no merece otra cosa que hostias de puro despreciable: dispara contra los demócratas, contra los republicanos, contra los populistas… pero también contra los negros, los blancos… Contra todos. Tanto contra la clase privilegiada (que la hay), como directa responsable del desastre global, como a esa otra clase, la desfavorecida o directamente pobre, a quien considera responsable solidaria del sostenimiento y perpetuación del citado desastre con su silencio, su ignorancia supina y su inactividad manifiesta. Básicamente lo que Goad reclama es que dejemos de prestar tanta atención a la cuestión racial, a todas luces falsa en tanto minoritaria, para denunciar el verdadero problema de la sociedad, que es el económico y que sí afecta a un sector mucho más amplio de seres humanos. 

«Economía. De eso se trató, se trata y se tratará siempre, sin más. El racismo solo es una pantalla de humo, una táctica cínica de distracción. Una vez que se entiende eso, el resto es fácil».

«La gente tiende a excusar el ejercicio de cebarse con la basura con un: «Oh, bueno, su experiencia histórica ha sido completamente distinta a la de los afroamericanos». Como el espinoso pez globo que son, hincharán sus carrillos y escupirán tibios y melodiosos flujos de aire acerca de cómo los rednecks no tuvieron ni remotamente la misma historia de pobreza, sufrimiento y explotación que los negros americanos. De su investigación exhaustiva por producciones televisivas y semanarios alternativos gratuitos, han concluido que es IMPOSIBLE que un varón norteamericano blanco sea oprimido, con independencia de cómo cojones definan la opresión. Porque ellos SABEN que la hégira del chico blanco ha sido un enorme y monolítico polo de coco de privilegio cutáneo y que hay que ser muy estúpido para ser blanco y no triunfar en este país. Cuando ellos hablan de «igualdad» se expresan estrictamente en términos raciales y de género, como si los varones blancos hubiesen gozado alguna vez de una verdadera igualdad entre ellos, como si la experiencia del varón blanco en América hubiese sido un período vacacional estándar ininterrumpido».

El último capítulo (y ya termino) es puro Goad, esto es, pura rabia e incontinencia y se lo dedica a los progres de izquierdas a quienes deja a la altura del betún, como no podía ser de otro modo, por su cobardía y su doble moral y tantas otras cosas que estamos hartos de ver. Un gran final.

«En su encarnación hippie de finales de la década de 1960, el progresismo resultó a menudo divertido e irreverente. Ahora es irreverente hasta un punto que bordea lo cómico. No estoy muy seguro de cuándo perdieron exactamente su humor los progres, pero la pérdida parece irreversible. Al igual que a veces el pene de un hombre bascula de un lado al otro del pantalón, el péndulo ha oscilado hacia el otro lado. Con todo lo sensibles que son los progres para todo, se han vuelto completamente insensibles al humor. Oh, dirán que pueden apreciar la comedia, pero que hay ciertos temas que NUNCA SON GRACIOSOS. Han llegado a dominar la fisión nuclear y la teoría del caos, pero siguen sintiéndose incómodos con las palabras. ¿Cómo vas a confiar en gente que ni siquiera se da cuenta de cuándo estás de coña? Cuidadito con las caras sonrientes que no aguantan una broma. Y no solo es que sean incapaces de aguantar una broma, es que además te demandarán por difamación».

Lo sé, muchas citas. Lo siento; el libro se prestaba a ello.

Les dejo la última y así prácticamente no se tendrán que comprar el libro para poder leerlo.

«Harriet Beecher Stowe, la autora de La cabaña del tío Tom, de estar viva en la actualidad, habría sido una progre blanca. El problema con ella no era que criticase la esclavitud negra en el Sur, sino que era una chavala pudiente de la alta sociedad de Nueva Inglaterra que ignoraba a todos los obreros blancos mutilados de las fábricas y a los niños trabajadores blancos y lastimados que se amontonaban a las puertas de su puesta de largo. Era una aristócrata norteña que reprendía a los aristócratas sureños por el modo en que trataban a sus clases desfavorecidas, aunque ella defecaba sobre las clases desfavorecidas de su propia tierra natal.
Stowe se fue de gira a Gran Bretaña en 1853 auspiciada por la Duquesa de Sutherland, otra señora blanca de salón abominablemente adinerada que solía organizar tés y bollos en favor del negrodesarrollismo y la afrocaridad. Tras su viaje, Stowe se refirió a la familia Sutherland como «ilustrada». Debía referirse a esto: retrotrayéndonos a 1811, los Sutherland iniciaron la expulsión sistemática de los campesinos escoceses que llevaban siglos viviendo en las tierras comunales. De los ochocientos mil acres en disputa, los Sutherland reclamaron setecientos noventa y cuatro mil. Contrataron a la policía inglesa para expulsar por la fuerza a los escoceses aborígenes e incendiar sus hogares. A una anciana la quemaron viva en su choza. Apalearon a los campesinos y los abandonaron a su suerte. Muchos murieron de hambre. La variedad de ilustración de los Sutherland creó quince mil personas sin hogar que fueron reemplazadas por ovejas. Fue muy altruista por parte de la Duquesa de Sutherland derramar lágrimas por la esclavitud negra en el Sur de Norteamérica después de haber esquilmado a su propio campesinado. Ella también habría sido hoy una progre blanca.
Karl Marx se refirió al estilo de caridad de la Duquesa de Sutherland como «filantropía que escoge sus objetivos lo más lejos posible de casa, y mucho mejor si es al otro lado del océano». Charles Dickens se refirió a las sociedades británicas de apoyo al Negro como «filantropía telescópica», dado que se concentraban en ultramar e ignoraban la muerte y la hambruna que anidaba bajo su propio techo.
El progresista blanco moderno es igual. No puede llevarse bien con los oprimidos de su propia raza, pero quiere demostrar lo abierto de mente que es llevándose bien con los negros. Es el sufrimiento visto a través de la lente gruesa del monóculo de una matrona de alta sociedad. No es más que mecenazgo de ganchillo, como siempre ha sido. En su afán por ayudar a los pueblos oprimidos al otro lado del océano, se saltan la basura blanca de su propio lodazal. Niños muertos de hambre en la India. Niños muertos de hambre en África. Niños muertos de hambre en todas partes, menos en los Apalaches. Piensan globalmente, ignoran a la basura blanca localmente. Hay una extraña esquizofrenia de clase alta con respecto a qué sufrimiento parece más urgente. Los apuros de los indígenas excavadores de ñame a dieciséis mil kilómetros de distancia les provocan más lágrimas que los traumas apestosos de la basura del parque de caravanas que está a quince kilómetros de la ciudad. La primera norma del progresismo blanco parece ser que la caridad nunca empieza en casa».

Que pasen buena tarde. Nos vemos pronto.



jueves, 4 de mayo de 2017

“Padre e hijo” de Larry Brown (Trad. Javier Lucini)

Esto será rápido.

No se dejen engañar por la portada, tan sugerente, tan oscura, tan sureña; tampoco se dejen engañar por la estética o la trayectoria de la editorial, también tan sugerente, también tan oscura, también tan sureña. Esta novela es absolutamente convencional y lo es de una forma que, expectativas mediante, resulta francamente molesta cuando no directamente irritante.

La literatura está plagada de repeticiones (que si crisis familiares, que si huidas hacía delante, que si procesos de madurez) que navegan o bien sobre sí mismas o bien sobre tramas de espías arrepentidos, naves espaciales, brujas malvadas o casas encantadas. En este maremágnum de lo cien veces visto hay un género que al cine le gusta especialmente: el de los ex convictos que buscan venganza, esto es, el joven o el adulto que, tras sufrir condena (previo abuso, ya sea violación ya sea simple agresión), sale con ganas de ajustar cuentas con el culpable de su desgracia, tarea que se le da especialmente bien gracias a lo mucho que ha aprendido en prisión los últimos años en materia de espionaje, persecución, cerraduras armamento pesado y nudos marineros. 

Esta novela es exactamente eso y de ahí la brevedad de este post, y de ahí las pocas (por no decir inexistente) ganas de perder mucho el tiempo con algo que ya ha sido reseñado en idénticas novelas (novelas en las que sólo cambia el título y el autor) tantas otras veces a lo largo del tiempo.

Ya no es tanto un problema de escritura plana (y quien dice plana lo dice en el sentido de impersonal, de automática, esto es, en el peor de los sentidos posibles), que la tiene, o de poseer una estructura que bebe hasta atragantarse de la novela de intriga o acción o suspense de los años noventa (léase John Grisham, John Case, Steve Martini o demás ralea, por ejemplo), que también, es que la novela, además de abusar del estereotipo de buenos buenísimos y malos malísimos, recurre a algunos de los tópicos propios de este tipo de novelas, tópicos que uno creía superados hace tiempo, tópicos del tipo estupidez supina, de actos del todo injustificables con el único, insisto, único objetivo de llevar la novela a un punto de tensión más falso que un Judas venido a menos.

Me sabe mal ponerme así pero es que la recta final de esta novela, las últimas cuarenta o cincuenta páginas, son tan absolutamente vergonzosas, es todo tan forzado, tan barato, tan directamente cutre, tan lamentable, que solitas ellas se cargan todo lo que el resto de la novela pudiese tener de bueno, que es casi nada más allá de la tan cacareada, alabada e incomprensiblemente agradecida lectura fácil



Mero entretenimiento. Y cuando digo mero, quiero decir MERO y ni esto más.

viernes, 5 de agosto de 2016

‘Volt’ de Alan Heatcock

Me niego a seguir dedicando reseñas de mil y pico palabras a libros de relatos por muy buenos que sean. 

No soy experto en relatos y no puedo ofrecerles, lo lamento, demasiadas referencias que les ayuden a entender de qué hablamos cuando hablamos de Volt, pero que no sea mucho de algo no quiere decir que no sea nada de nada. Es por ello que, si les sirve de ayuda, les diré que en Volt hay mucho, o así me lo ha parecido, de Donald Ray Pollock (recordarán aquel estupendo Knokensiff) y un tanto, no mucho, del Winesburg, Ohio de Sherwood Anderson, que es un libro a mí francamente tampoco es que me volviese loco.

Hablamos pues, de relatos que, buscando el paralelismo con Pollock, tienen como protagonistas seres humanos que ha tenido la mala suerte de nacer o caer, de vivir, en definitiva, un lugar tan de mierda como cabe imaginar en la américa profunda y desolada, un espacio carente por completo de atractivo y por la que cruza un tren que demasiada gente sueña con poder coger algún día. La gente que huye de muchos países, seguro que están al corriente, pero también de lugares como ese del que se habla en este libro. 

Los protagonistas son pues, aquellos que se quedan o aquellos que vuelven o aquellos que no se pueden ir. Aquellos que están, en definitiva, de mierda hasta el cuello sin tener que mover una ceja.

Un ejemplo sería un hombre que un día mata a su hijo por accidente con el tractor por esa puta manía del nene de meterse donde no debe. Él huye de sí mismo y el silencio que se ha instalado en su casa pero lo hace de forma literal, cruzando bosques y arroyos y montañas y un buen día, meses después se encuentra en otro pueblo de mierda viviendo una vida que ni es vida ni es nada. El relato no es esto, sino la imposibilidad de huir de lo intangible: léase un hijo muerto, el recuerdo de una mujer o el terruño que te vio nacer y que es básicamente todo lo que tienes de aquí a que te mueras de asco.

O el criajo que vuelve de la guerra de Irak y que se reintegra contra una voluntad de la que carece en un grupo de jóvenes que sólo encuentran salida a golpe de crueldad y actos infantiles de venganza. O el que entierra el cadáver de un hombre que su padre ha matado un poco por accidente y otro poco no sabe por qué; o los que chavales que organizan su propia película de catástrofes cuando son expulsados del cine. 

Jóvenes y no tan jóvenes, seres violentos por necesidad o por aburrimiento o por simple desahogo, desesperados frente a su encierro y enfrentados a una vía del tren que parece no servir absolutamente para nada, que anula toda esperanza de cambio al tiempo que les recuerda que no hay soledad mayor que aquella que se siente estando acompañado.

Volt es el relato de un grupo de gente que, básicamente, está condenada a la infelicidad permanente; es un microcosmos que sólo invita al suicidio que muchas veces parece buscado con ansia.

«—No importa —dijo Hep, las lágrimas se le acumulaban en el ojo partido-. Quedarse o marcharse, es lo mismo. Yo me largué al extranjero a matar chavales que no eran como yo porque odiaban a otros chavales que tampoco eran como ellos. ¿Y qué cambió eso? Mete a un chaval negro en ese bar, o a uno de esos judíos, y ya verás lo que pasa. No me importa lo que diga Lonnie. Quema mil boleras, quema todo el puto mundo si quieres, pero nada va a cambiar».

En mi opinión, bien, pero no lo suficiente. 



jueves, 15 de octubre de 2015

‘Trabajo sucio’ de Larry Brown

Con este libro podemos hacer dos cosas (tres, si tenemos a mano un bote grande vaselina): nos lo podemos tomar en serio o no. Yo prefiero que no. A ustedes no sé pero a mí, si me lo tomo en serio, me entra la risa. En cambio, si no es así, es decir, si me lo tomo a cachondeo, nos reímos juntos, los dos, el libro y yo. Y oye, mucho mejor. 

Hoy toca reseña breve. Mi sentirlo mucho, pero somos lo que queda de nosotros al llegar la noche y yo últimamente me recojo con cucharita. 

Ahora, la reseña.

* * * * * * * 

La historia.

Un negro y un blanco. Un hospital. Al negro le faltan los brazos y las piernas. Al blanco no. Al blanco le falta un poquito de cara por aquí y otro poquito de cara por allí y tiene el cutis más arrugado que una chaqueta de Adolfo Dominguez. Total, que acaban los dos en un hospital veintidós años después de haber salido hechos unos zorros del puto Vietman. Y dice el gangoso… No qué va, es broma. Están los dos en un hospital, eso es verdad. Esto también: la acción tiene lugar un día, un único día con su única noche y la novela es aquello que se cuentan uno a otro. Sobre todo uno al otro, que la cara la habrá perdido, el blanquito, pero la lengua se ve que la tiene intacta. El mutilado es más de profundidad en la mirada y dobles intenciones. Ya lo irán conociendo.

La situación es la siguiente: el negro no puede estar más jodido ni queriendo (ya es seguro a quién le darán el Oscar cuando hagan la película) y el blanco está allí por haber sufrido un desvanecimiento (de tantos) mientras se beneficiaba a la que parecía que iba a ser la mujer de su vida, una señorita de una juventud rayana en lo legal que va fina también de lo suyo. Resulta que a la pobra criatura, cuando tenía nada más que cinco años y jugaba en un jardín, la pilló por banda un perro cabrón que le dejo las piernas más machacadas que las teclas de un piano. 

Total, que están los tres para montar una parada de monstruos.

Pues bien, ese día pasa lo siguiente: 

«Le miré y pensé: «Cómo tiene que ser estar tumbado de espaldas sin brazos ni piernas, sin poder sonarte la nariz, ni poner la tele, ni fumarte un pitillo, ni beberte una cerveza, ni leer un libro, ni rascarte el culo».
—¿Desearías estar muerto? -le pregunté. Mantuve la cerveza oculta entre las sábanas y le miré directamente a los ojos. Ardían.
—Cada minuto que pasa -me respondió.
Me lo temía».

Mal rollito. O sea, veintidós añacos mirado al techo y recurriendo a la evasión mental como solución al lento paso del tiempo. Y mira que veintidós son muchos años pero ni con esas está nuestro protagonista tan loco como para no ver una posibilidad donde en realidad hay un hombre desfigurado. Y le dice, así como quien no quiere la cosa: mátame. Ni por favor le pide. El otro quenó-quenó que él no es así, que él sólo quiere dejar atrás los malos rollos. Y los problemas de conciencia, se ve. Qué malos rollos ni que ocho cuartos, le insiste el negro. Y entonces va y se le cuenta. Su vida digo. Se la cuenta. La novela es, pues, un negro con grandes carencias y un blanco con grandes lagunas pasando revista a la vida del segundo un poco por darle contenido a la novela y otro poco por darle al colega material para pensar en cómo llevarlo a su terreno. También para que tengamos muy clara una cosa: la suerte que ha tenido de dar con tan fantástica mujer, porque si a la novela le quitas demembramientos, desfiguramientos y dos o tres cervezas lo que te va a quedar es poco más que una historia de amor entre feos.

Toda la novela uno preguntándose si lo hará o no lo hará (matarlo, digo) y si lo hace por qué lo hace y si no lo hace cómo puede ser tan hijo de puta. No se plantea realmente una cuestión ética, que es lo primero que espera uno encontrarse, porque no se trata de convencer a nadie a golpe de argumentos desde el momento en que no hay nada que argumentar ni nadie a quien convencer: vivir así no sólo no es vivir, sino que es peor que morir y si no se hace lo que se tiene que hacer es, o bien porque no se tiene corazón o bien porque se tiene demasiado.


* * * * * * *


Por cambiar de tema, toda vez que no me interesa seguir hablando del asunto (que ya sé yo que, si sigo así, se me va a escapar lo que no debiera como, por ejemplo, la razón por la que prefiero reírme de la novela que sufrir con ella), les diré que esta es la segunda publicación de (redoble de tambores) una nueva editorial.

Sí, otra.

¿Hacemos publicidad? Venga, va, que no se diga.

Dirty Works se llaman, casi como la novela. Es decir, que te estrenas y te bautizas al mismo precio. Cuentan en su haber, los señores, con dos libritos. De momento. El diseño, muy bueno, las cosas como son. Tanto el título del libro como el de la editorial no pueden ser más atractivos ni queriendo. 

Lo otro que tienen por ahí es algo que también pinta bien, una cosa autobiográfica de Burrougs Jr. Y lo que está por llegar también promete, pero de eso ya se informan ustedes donde corresponda que a mí no me pagan por palabra. Aquí la web: http://www.dirtyworkseditorial.com/ que, por cierto, tiene un botoncito por ahí que pone blog que lo pinchas y hace clic y abre, pues eso, un blog, pero un blog más que interesante en el que Javier Lucini (editor, escritor y traductor) comenta, pues cosillas que va viendo tipo series (muchas series) pero sobre (aquí quería yo llegar) discos que va escuchando porque se los recomienda no sé quién de no sé qué tienda de Callao o por ahí. Bueno, el caso es que ni corto ni perezoso y sabiendo como sabemos que somos lo que comemos, vemos y escuchamos, me hice con un par de cosillas (tipo Gill Landry, William Elliot Whitmore, Old Crow Medicine Show…) que resulta que me vienen haciendo las horas muerta al volante y las lecturas de las últimas semanas un tanto más felices que antes. 

Y acabo ya esta reseña que iba a ser tan breve.

Dirty Works (y digo esto sin haber cruzado una palabra con ninguno de sus miembros, a los que conozco por ocultarse por otro botón de la web, y habiendo leído nada más que un libro que tampoco es que me haya dejado con el culo torcido) parece, así, a primera vista e independientemente de lo más o menos que te gusten estas cosas, una editorial con un estilo bastante definido, cosa que es muy de agradecer en estos tiempos de publicar lo primero que se ponga a tiro. Mi atención ya la tienen; mi dinero de momento no. Abusaremos un poco más de lo público, si nos dejan, y después… bueno, después ya veremos.

Les mantendré informados.