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miércoles, 6 de mayo de 2015

‘El protegido’ de Pablo Aranda

Creo que voy a empezar a hacer lo que los novelistas con sus novelas: escribiré siempre la misma reseña. Diré exactamente lo mismo (si acaso no lo hago ya) en todas las ocasiones. En todos y cada uno de los posts plantearé las cuestiones en los mismos o similares términos, partiré de las mismas premisas, haré pequeñas variaciones, trataré de sorprenderles al final (diciendo que algo me ha gustado, por ejemplo), pero en rigor serán más o menos las mismas soplapolleces de la semana anterior.

O soy yo, que elijo mal, o el universo —que me la tiene jurada—, o que el patio está fatal, que es lo más probable, pero el caso es que de un tiempo a esta parte no me encuentro otra cosa que novelas en las que los protagonistas, meras farolas, huyen de su vida anodina y vulgar utilizando como excusa, no sé, lo que sea, un crimen, un misterio, un robo, por ejemplo, cualquier cosa que obligue al lector a sentir interés, a creer que se encuentra frente a una novela de corte negro sobre fondo dramático o un drama sobre fondo de pistolas, cuando a lo que realmente asiste es a la enésima práctica de la nada.

Algún día nuestra generación (y ya de la que viene ni hablamos) será recordada como aquella que no sabía hacer otra cosa que escapar de una realidad que entendía como opresivamente vulgar gracias al desarrollo de un complejo aparato virtual: que si redes sociales para quedar, que si google maps para viajar. Somos el homo virtualis. Y va a peor. Esto se traduce en novelas que, buscando reflejar el decadente estado de la situación en el que nos vemos sumidos, cuentan con protagonistas con querencia a la aburrición enfrentados a una situación que, como decíamos antes, los supera y gracias a la cual descubrirán algo sobre sí mismos, algo que desconocían, obviamente, o bien madurarán por las malas, que de todas la posibles es la más efectiva. Que evolucionarán, vaya. Serán mejores personas o personas más complejas o mejores y más completas y mejores personas o lo que prefieran ustedes, sin descartar en ningún momento que puedan ser igualmente unos perfectos imbéciles.

Ese era y es —como hemos visto hace nada— exactamente el caso de las novelas de Luisgé Martín, que utiliza lo oscuro como campo gravitatorio para sacudir la vida de seres humanos de clase media baja ligeramente acomodada. Y es también el caso de Pablo Aranda, que hace lo propio en esta ocasión (fuera de esta novela ya no sabría decirles, no le sigo la pista) con un asunto de drogas, argumento que algún avezado periodista no ha dudado en esgrimir para defender que existe en la novela un fuerte componente de crítica social, que me río yo de janeiro y del periodismo y de tanto sexo oral no remunerado.

La historia, por si les interesa, gira en torno a un personaje (que, por supuesto, no puede ser más vulgar ni queriendo) que acaba de romper una relación total para empezar otra (que hace falta estar desesperado) que no le irá mucho mejor toda vez que se ha constituido, pese a su espontaneidad, más por sincero interés que por verdadero afecto. En un momento dado el hombre —que, dentro de su inmadurez e innata estupidez, no deja de ser buena gente—, hace algo que le honra y le condena al mismo tiempo: devuelve algo que no es suyo a quien supone justo destinatario en el peor momento posible: a la vista de un montón de gente codiciosa, avariciosa, envidiosa, rencorosa, malosa. Entremedias, un crimen, y él, sin comerlo ni beberlo, directamente por lelo, se encarama a la rama reservada a los principales sospechoso en el árbol de la vida.

A partir de aquí, las peripecias. Lo de intentar salir del enredo enredándolo todo a cada paso un poco más. Enredándolo, seamos claros, en exceso; llevándolo hasta lo increíble. Llevarlo tan allá que casi lo metemos en el terreno de la fantasía heroica, que nos falta nada más que el caballo y la espada de Conan el destructor para acabar de entender tamaño absurdo. 

Se acompaña la novela de escenas de cama con poco sexo, para que veamos flotar el amor y sintamos los afectos como propios y no caigamos en lo soez. Lágrimas correteando por las mejillas, hijos putativos, amores no correspondidos y algunos no entendidos y uno que no se sabe cómo demonios ha llegado dónde ha llegado; policías eficientes, proactivos, tenientes deficientes, poli bueno poli tonto, poli enamorado, poli salido y ya todo qué más da si está más visto que el tebeo.

Y frases cortas. Muy cortas. Mucho. Siempre. Así. Zum, zum, zum. Mira qué rápido, mira.

«El padre pasando cuentas del rosario en la esquina del salón, ante la televisión apagada. Las persianas casi bajadas del todo. Haces de luz encendiendo sus manos, las cuentas gastadas. La madre en la cocina, ante dos cacerolas que vertían hilos espumosos de agua. Al otro lado del tabique donde apoyaba la cabeza su padre, Karim evocaba a Mariam. Mariam con el hombre que le devolvió la fianza de un alquiler. Ni él, Karim, había sido quien pretendía alquilar el apartamento ni Jaime era el propietario. Mariam con Jaime y él sentado en el suelo de su cuarto. No le gustaba el policía, con sus preguntas. No le gustaba Jaime, ya no. Haberlo matado. En su momento, en la casa de Ismael. Ismael, un nombre. Quiso dirigir la culpa hacia Mariam pero no pudo. Si se hubiese quedado en Marruecos. Pero todo se debía a la ambición de Abdu. Tú no te metas, enano, le dijo, moro. Abdu lo llamó moro. No lo entendía».

Zum.