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lunes, 5 de agosto de 2013

“Un hombre soltero” de Christopher Isherwood

Hoy toca recomendación. Que no se diga que en Tongoy no tenemos corazón. Lo que no tenemos es paciencia para aguantar mucho tiempo leyendo memeces y por eso de cuando en vez nos regalamos un mes de buenas lecturas como otros se regalan un fin de semana en la sierra. 

Así como julio fue una mierda, agosto empezó bien, bastante bien. De las lecturas de julio ya hablaremos en septiembre, que me gusta a mí sangriento ese mes, pero las de agosto haremos lo posible por reseñarlas el mismo día que sean finiquitadas, así, sin pensarlas ni nada, total para qué. 

[Por si sienten curiosidad, agosto debería ser el mes de Buzzati, Bufalino, Donoso, Pablo d’Ors, Lydia Davis, quizá Paasilinna, quizá Coetzee, quizá Florian Illes y, seguramente, Chejov. Y poco más, que treinta días pasan volando y cuando escribo estas líneas ya estamos a cinco y apenas un par de libros leídos.]

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Christopher Isherwood es un viejo conocido. “El cóndor y las vacas, diario de un viaje por Sudamérica”, ya fue superficialmente reseñado por este blog en noviembre del año pasado en una entrada que pueden leer haciendo clic AQUÍ

Esta novela guarda con aquella crónica una relación cero. Lo digo para que no cunda el pánico ni se dejen llevar por el desánimo. 

“Un hombre soltero” (*) cuenta un día en la vida de un hombre, soltero para más señas, al que medio se le acaba de morir el novio. Vive en una casita muy bonita al lado un viejo puente y tiene los típicos vecinos un poco memos con hijos insoportables. La novela comienza con George, que así se llama el protagonista, despertándose una mañana cualquiera y empezando, poco a poco, a ser él mismo:

El despertar se inicia con el soy y el ahora. Después, lo que ha despertado permanece algún tiempo echado, fijando la mirada en el techo y escudriñando su interior hasta que capta el yo y deduce yo soy, yo soy ahora. Sólo más tarde surge el aquí como una apaciguante negatividad; pues es aquí, esta mañana, donde esperaba encontrarse; en eso que se llama en casa.
Pero ahora no es simplemente ahora. Ahora es además una helada admonición; un día más allá de ayer, un año más tarde que el año pasado. Cada ahora lleva el sello de su fecha, y convierte a los previos ahoras en caducos, hasta que (más tarde o más temprano) quizás (no, no quizás) con toda certeza: llegue.
El miedo retuerce el nervio vago. Un enfermizo eludir eso que espera, ahí fuera, en alguna parte, abominablemente cercano.

Abominablemente cercano y apaciguante negatividad no son expresiones que inviten precisamente a la lectura pero había un algo en ese ir despertándose que hacía albergar esperanzas. Total, que el tipo se levanta, hace sus cosillas matutinas y se marcha al trabajo (es profesor universitario) mientras acompaña cada acto de su correspondiente reflexión, que en su caso, además, va acompañado del temor a ser descubierto, como si sólo pudiera ser él mismo (no me refiero a su condición sexual) en la más estricta intimidad. También sale una mujer, una amiga, una noche de alcohol y pocas confesiones y otra amiga y un rencor que se apaga y un largo etcétera de lo que viene siendo la vida un día cualquiera que acaba con un hombre queriendo salir un ratito a la luz.

El siguiente párrafo tiene lugar durante el largo clímax final de la novela, con George en su casa frente a un alumno y demasiadas copas encima de cualquiera de los dos y sin ser un ejemplo de nada, ni un buen resumen, es interesante porque para George (el eternamente contendido George) es un momento liberador de confesión oculta en una recriminación.

— Sé exactamente lo que quieres. Quieres que te diga lo que yo sé... »¡Oh, Kenneth, Kenneth, créeme... no hay nada que hiciera más gustoso! Deseo terriblemente decírtelo. Pero no puedo. Literalmente no puedo. Porque, ¿no lo entiendes?, lo que yo sé es lo que yo soy. Y eso no te lo puedo decir. Tendrás que averiguarlo por ti mismo. Soy como un libro que has de leer. Él no se puede leer a sí mismo para ti. Ni siquiera sabe de qué trata.
—Yo no sé cómo soy...
—Tú sí puedes saber cómo soy. Podrías. Pero no quieres molestarte. ¿Sabes?, creo que eres el único muchacho que he conocido en el campus que podría. Esto es lo que hace todo tan trágicamente inútil. En lugar de intentar saber, cometes la inexcusable trivialidad de decir es un viejo sucio, y conviertes esta tarde, que podría ser la más preciada e inolvidable de tu juventud, en un flirteo. ¿No te agrada esa palabra, verdad? Pero es la que conviene. Es la eterna tragedia de hoy en día. El flirteo. Flirtear en lugar de fornicar, si me perdonas la grosería. Todo lo que hacéis es flirtear, y dejar que la manta destape un hombro, y quejaros de los moteles. Y dejáis pasar lo que podría de verdad (y no lo digo por decir, Kenneth) transformar vuestra vida entera.

En definitiva, la típica novela que habla de todo sin hablar de nada, correcta, elegante, formal como un traje de domingo a pesar de los puntuales horrores de traducción (no hay nada que hiciera más gustoso) que al igual que el Stoner de Williams (novela que considero superior) no quiere ser nada más que ese botón que sirva de muestra para las conclusiones que saquemos nosotros (y que bien pudieran ser una reflexión el torno al tiempo que dedicamos a dejarnos el pellejo en fingir que somos lo que no somos total para acabar siendo una chapita cromada en un nicho).

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(Cuenta con una reciente adaptación cinematográfica que tiene una pinta horrible y que, por lo que se ve en el tráiler, incluye un montón de secuencias que se ha sacado el guionista de la manga.)




(*) Título de la edición original: «A SINGLE MAN»
Traducción: José Martínez de Aragón
Primera edición: mayo de 1982 Copyright © 1964 by Christopher Isherwood
Edición en lengua castellana, propiedad de Editorial Argos Vergara, S.A. Aragón, 390, Barcelona-13 (España)



domingo, 25 de noviembre de 2012

Sexto Piso “Realidades” [Capítulos I y II]

Descubro en el catálogo de Sexto Piso que este mismo año echa a andar una nueva colección llamada “Realidades” que, según sus propias palabras, será “una colección de crónicas y otros textos a medio camino entre la narrativa y el ensayo, en busca de dar cabida en el catálogo a libros imprescindibles para comprender la realidad de nuestro mundo.” Así a primera vista, leyendo esto y ojeando el mencionado catálogo, la primera impresión es que se trata de diarios de viaje. Y, bueno, todas mis reservas hacia ello, por lo poco amigo que soy que este tipo de narrativa; tantas (reservas) que cuando me preguntaron si estaba interesado en alguna les dije que no, gracias. Inmediatamente antes de recibir "La herencia colonial y otras maldiciones" de Anderson, que pedí a la biblioteca tras haber leído el prólogo, me llegó a casa -directamente de la editorial y sospecho que por error- "El cóndor y las vacas" de Isherwood, casi con seguridad el libro de su catálogo que menos interés despierta. 

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El Condor y las vacas es el diario de viaje de Isherwood, un escritor americano de adopción que a mediados de siglo pasado decide darse una vuelta por Latinoamérica de la mano (es un decir) de un fotógrafo a quien, por hacer el chiste, llamaremos Viernes. La idea, si no me equivoco, consistía en recopilar información para una serie de artículos. Parece que Isherwood evitó documentarse en exceso para darle al texto cierta espontaneidad. Pues vale. No sé qué prefiero, honestamente. Su viaje no acaba de ser todo lo especial que prometía; todo aquello de Colombia, Ecuador, Perú y un par de países más en los años cincuenta queda ya un poco alejado en el tiempo y el retrato sociopolítico resultante no es de gran utilidad en el presente. Quedaría, pues, este libro, como un extenso y detallado diario de viaje por selvas, montañas y caudalosos ríos. Es decir, que aquello que salva el relato es exactamente lo mismo que lo condena. No está exento de interés, cierto, pero fundamentalmente porque Isherwood es un excelente narrador capaz de amenizar incluso los pormenores de un larguísimo y tedioso viaje en tren. Isherwood, que lamenta profundamente no tener más nociones de geología para describir paisajes, es un hombre con una capacidad asombrosa para describir situaciones y dibujar personajes en apenas dos pinceladas. Resulta especialmente divertido el comienzo (seguramente lo que me convenció para seguir con el libro), cuando narra el crucero en el que viajan hacia su primer destino. El retrato que hace de los viajeros y el propio trayecto es sensacional. Angel Barrueco sería el destinatario perfecto de este libro. Le ayudaría a entender qué es eso que hizo tan mal en “Asco”, la novela de la que hablé no hace mucho tiempo, creo que en septiembre.


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La herencia colonial y otras maldiciones” de Jon Lee Anderson es un libro completamente diferente, empezando por la portada, que es una auténtica maravilla. Anderson conoce perfectamente el terrero en el que se mueve y sus artículos, más que de un relatar los detalles de un viaje, se ocupan de ponernos al corriente de la situación política y social de cada uno de los países que visita.

La conclusión a la que se llega con esta lectura es que África es el infierno en la tierra. De Libia, Angola, Liberia, Zimbabue, Guinea o Sudán, que son los países de los que nos habla Anderson, se explica tanto la situación actual (un puto desastre, siempre) como aquello que ha venido siendo el país desde la descolonización que tuvo lugar, en la mayoría de los casos, en la segunda mitad del siglo XX (otro puto desastre). África levanta la cara del polvo sólo para que se la vuelvan a partir.

Nunca he sido aficionado a la literatura de viajes, pero de todos los lugares del mundo ninguno me ha interesado menos que África. La imagen que uno arrastra desde la infancia (esa selva tan poco frondosa, repleta de senderos y parques naturales; ese Johnny Weissmuller en taparrabos; esos porteadores negros precipitándose al vacío desde montañas escarpadas repletas de tesoros ocultos) se disuelve cual pastilla efervescente para dejar paso a la imagen de un país como Angola, por ejemplo, en cuya capital conviven, en una armonía impuesta por la fuerza de las armas, la mayor de las riquezas con la mayor de la miserias. A un lado de la avenida principal está la tercera ciudad más cara del mundo, al otro lado los ciudadanos, sin absolutamente ningún futuro, deambulan por la calles llenas de escombros y mierda y orines y cadáveres con piernas. Una ciudad en la que comparten pista de aterrizaje los aviones que llegan con armamento ruso con aquellos que traen ayuda humanitaria. Y todo bajo la atenta mirada de los desplazados de Naciones Unidas.

Y lo mismo en Libia, que busca petróleo desesperadamente o Zimbabue o Santo Tomé y Príncipe, una isla misérrima que lleva años peleando sin recursos (y con el temor permanente a una invasión) unos metros de mar con la salvaje Nigeria tratando de decidir cuál de los dos se llevará el trozo más grande de oro negro que por supuesto succionará y gestionará alguna empresa americana. Porque eso sí, los americanos están en todo. Su amoralidad los convierte en los más perfectos hijos de puta, una actitud ideal para hacer negocios (hablo de altas esferas, no de fabricantes de calcetines) con los dictadores de hoy en que se han convertido los revolucionarios de ayer. Por no hablar de Sudán del norte y su eterna guerra con el sur o Libia y el apasionante y detallado relato de la revolución que acabó con la vida Gadafi. O la silenciosa pero asfixiante presencia de la maquinaria china, la solución a todos los problemas de financiación del continente. No hay ni un solo país que salvar. No hay ni un solo inocente que no sufra hasta la muerta el infierno de haber nacido en el peor lugar del mundo.

Leyendo esta recopilación de artículos se convence uno, nuevamente, de que lo único que puede salvar este planeta es el exterminio, la aniquilación total, de la raza humana, empezando por los poetas y acabando por los dictadores. Bromeo sin ganas. Si los ojos son el espejo del alma, África es el reflejo de la mezquindad y el egoísmo sin límite del ser humano. La solidaridad no ha fracasado; la solidaridad es una pantomima; es el analgésico que nos permite, al primer mundo, tener dulces sueños cada noche. África, lo que hacemos con ella, todos, es la enésima razón para perder la fe en el ser humano.

Creo sinceramente que “La herencia colonial y otras maldiciones” de Jon Lee Anderson es un libro excepcional y muy necesario siempre y cuando no se prefiera seguir mirando para otro lado.



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Nota: La traducción de "El cóndor y las vacas" ha estado a cargo de Andrés Barba. La de "La herencia colonial..." está hecha a dos cuatro manos por A. L. Tobajas y M. Tabuy. Ambas traducciones, a entender de este ignorante en la materia, son impecables. (Quizá convendría que las editoriales incluyesen más información sobre la trayectoria laboral de los traductores. La experiencia es un grado.)