No me canso de oír hablar sobre mujeres que viajan y se llevan este libro para leer en el tren o de mujeres que se identifican absolutamente con la protagonista y me pregunto si no será este uno de esos libros que esas mentes simples con pene que somos hombres no llegaremos jamás a comprender.
Quiero pensar que sí, o de otro modo no se entiende.
Tanta pasión, digo; tanto tácito acuerdo, tanto consenso sobre lo grande, inmensa y maravillosa que es esta novela; sobre la (¿alguien ha dicho?) originalísima y personalísima voz de la narradora y a la vez protagonista.
Yo de verdad que no lo veo y mira que le tengo cariño y mira que le he tenido fe a Elizabeth Strout tras lo de Olive Kitteridge.
Pero.
Pero tampoco soy tan imbécil como para creer que escribir una buena novela lo hace a uno invencible.
Elizabeth Strout no ha escrito una novela lo suficientemente buena, y lo sabe. Ocurre que aquí estamos ya muy acostumbrados a las simplezas de la narrativa patria, de personajes planos y lugares comunes y así tampoco es de extrañar el entusiasmo. Quiero decir que no es lo mismo venir de leer a Zutanita que a Zutanitha. Digo. Y luego está la tontada de suponer que porque un libro esté escrito y protagonizado por una mujer ya tenemos medio paraíso ganado y garantizado un mínimo de calidad, que así es la causa y quienes la conforman. No sé si apuntándome a un club de lectura feminista…
Machismos aparte, a mí, que quieren que les diga, me ha aburrido soberanamente, por más que sí he encontrado cierto interés fuera de lo que viene siendo la historia que se narra. Les contaré de qué va, lo salpicaré con malévolas opiniones y dejaré que saquen ustedes sus propias conclusiones, que ya tienen una edad.
O se leen el libro, que a la postre es siempre la mejor opción.
Una mujer (una mujer que algunos han querido comparar con la autora por más que ésta ha insistido en que, pese a los puntos en común, no tiene nada que ver con ella) recuerda, en algún momento de su vida, los equis días que pasó ingresada en el hospital por algo que ni viene al caso ni tiene la menor importancia siendo nada más que la excusa para colocar a nuestra heroína en un clara situación de indefensión e sensibilidad extrema. Allí, más sola que la una, toda vez que el cerdo de su marido tiene mejores cosas que hacer y sus egoístamente infantiles hijas son demasiado pequeñas, recibe la visita de su madre a la que no veía desde hace tanto tanto tanto. El sopapo, mortal de necesitad, la sumerge en recuerdos de entonces un poco porque sí y otro poco porque la madre prefiere pensar en pasado a tener que afrontar un presente plagado de desencuentros.
Es así que descubrimos la triste y demoledora infancia de una niña física y psicológicamente maltratada además de otras cosas que no se atreve a afrontar,
[Más adelante, después de que se publicara mi primer libro, fui a una doctora que es la mujer más educada que he conocido en mi vida. Escribí en un papel lo que había dicho la alumna sobre la persona de Nuevo Hampshire llamada Janie Templeton [tuvo una depresión nerviosa, el padre de Janie. Le dio por masturbarse por toda la casa]. Escribí cosas que habían pasado en la casa de mi infancia. Escribí cosas que había descubierto en mi matrimonio. Escribí cosas que no podía decir. La doctora lo leyó y dijo: Gracias, Lucy. Todo irá bien.]
a la vez que culturalmente mutilada (esa infancia sin teleñecos) y menospreciada en grado sumo que, gracias a su fuerza de voluntad y una oportuna beca, logra salir adelante hasta convertirse en una mujer si no fuerte sí al menos moderadamente independiente.
Es decir, todo un ejemplo para las jóvenes y bellas integrantes de mi futuro club de lectura.
En la novela hay otro personaje (mujer, también, ay) que refuerza la conveniencia de incluir este libro en nuestro club, nenas. Se trata de una escritora que imparte un curso al que va nuestra querida Lucy Barton (y ahora me voy a callar lo que pienso de las personas que asisten a talleres de esa escritura que dicen creativa para no enturbiar más de lo necesario esta magnífica reseña) y del que saldrá la novela que estamos leyendo. Más metaliterario no se puede, no me digan. Pues bien, las conversaciones con la escritora parecen pensadas para ayudarnos a encontrar la clave de la novela cuando ya les digo yo que para nada o sí pero no:
«Lo que estás escribiendo, lo que quieres escribir es muy bueno y te lo publicarán. Pero escúchame bien. La gente se te echará encima por unir pobreza y maltrato. Una palabra tan absurda, una palabra tan convencional y absurda como maltrato, pero la gente dirá que puede haber pobreza sin maltrato, y tú no dirás nada. Nunca defiendas tu trabajo, nunca. Ésta es una historia de amor, tú lo sabes. Es la historia de un hombre atormentado todos los días de su vida por cosas que hizo en la guerra. Es la historia de una esposa que se quedó a su lado, porque eso es lo que hacían la mayoría de las esposas de esa generación, y cuando va a la habitación del hospital a ver a su hija habla compulsivamente de que el matrimonio de todo el mundo va mal, y ella ni siquiera lo sabe, ni siquiera sabe lo que está haciendo. Es la historia de una madre que quiere a su hija. De una manera imperfecta, porque todos amamos de una manera imperfecta. Pero si mientras escribes esta novela te das cuenta de que estás protegiendo a alguien, recuerda una cosa: que no lo estás haciendo bien».
Me ha gustado de la novela la habilidad que demuestra Strout a la hora de dirigir al lector, las sutiles maniobras para hacernos mirar aquello que realmente le interesa, esto es, la posición de superioridad que algunas personas adoptan frente a otras, ya sea por cuestiones económicas, ya sea por cuestiones intelectuales, ya sea, como en este caso, por ambas (y aquí mis pupilas, excitadas antes tamaña injusticia, se ajustan los cueros y tensan los látigos):
«Ya lo he dicho: me interesa cómo encontramos maneras de sentirnos superiores a otra persona, a otro grupo de personas. Pasa en todas partes, y todo el tiempo. Le pongamos el nombre que le pongamos, creo que es lo más rastrero que hay en nosotros, esa necesidad de encontrar a alguien a quien rebajar».
La jugada de Strout, y, con diferencia, lo mejor de una novela que revisita por enésima vez el drama de ser pobre como una rata y tener un padre y un marido a cual más hijo de puta, es hacernos creer que ese, o el amor irracional o incondicional que una hija siente hacia su madre o incluso hacia un padre, son el tema cuando en realidad, el tema, es otro.
«Sarah Payne en la clase de escritura de Arizona: «Sólo tendréis una historia», dijo. «Escribiréis esa única historia de muchas maneras. No os preocupéis por la historia. Sólo tenéis una.»
Lo que Strout hace, y lo hace desde la primera página y no lo hace del todo mal, es “engañar” al lector; situarlo en una posición de superioridad a golpe de abusar del recurso de pobre niña boba, niña de pocas luces, medio lela, infeliz e ignorante que sigue amando a una familia de perros malnacidos; una incómoda posición que tratamos de evitar no dándonos por enterados, fingiendo que la cosa no va con nosotros, en realidad, ya que aquí de lo que se habla, juramos, es de pobreza, de amor filial y demás zarandajas. Y no. Nos sabemos mejores que Lucy Barton, la compadecemos y la queremos (la queremos, de hecho, porque la compadecemos) y la defendemos y la subimos a los altares y le hacemos el club de lectura que no se merece, mis ninfas queridas, pero en el fondo no somos más que unos cerdos que se saben mucho mejores que esa pobre y boba infeliz.