Mostrando entradas con la etiqueta Duomo Ediciones. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Duomo Ediciones. Mostrar todas las entradas

jueves, 22 de septiembre de 2016

“Me llamo Lucy Barton” de Elizabeth Strout

No me canso de oír hablar sobre mujeres que viajan y se llevan este libro para leer en el tren o de mujeres que se identifican absolutamente con la protagonista y me pregunto si no será este uno de esos libros que esas mentes simples con pene que somos hombres no llegaremos jamás a comprender.

Quiero pensar que sí, o de otro modo no se entiende.

Tanta pasión, digo; tanto tácito acuerdo, tanto consenso sobre lo grande, inmensa y maravillosa que es esta novela; sobre la (¿alguien ha dicho?) originalísima y personalísima voz de la narradora y a la vez protagonista.

Yo de verdad que no lo veo y mira que le tengo cariño y mira que le he tenido fe a Elizabeth Strout tras lo de Olive Kitteridge.

Pero.

Pero tampoco soy tan imbécil como para creer que escribir una buena novela lo hace a uno invencible.

Elizabeth Strout no ha escrito una novela lo suficientemente buena, y lo sabe. Ocurre que aquí estamos ya muy acostumbrados a las simplezas de la narrativa patria, de personajes planos y lugares comunes y así tampoco es de extrañar el entusiasmo. Quiero decir que no es lo mismo venir de leer a Zutanita que a Zutanitha. Digo. Y luego está la tontada de suponer que porque un libro esté escrito y protagonizado por una mujer ya tenemos medio paraíso ganado y garantizado un mínimo de calidad, que así es la causa y quienes la conforman. No sé si apuntándome a un club de lectura feminista…

Machismos aparte, a mí, que quieren que les diga, me ha aburrido soberanamente, por más que sí he encontrado cierto interés fuera de lo que viene siendo la historia que se narra. Les contaré de qué va, lo salpicaré con malévolas opiniones y dejaré que saquen ustedes sus propias conclusiones, que ya tienen una edad.

O se leen el libro, que a la postre es siempre la mejor opción.

Una mujer (una mujer que algunos han querido comparar con la autora por más que ésta ha insistido en que, pese a los puntos en común, no tiene nada que ver con ella) recuerda, en algún momento de su vida, los equis días que pasó ingresada en el hospital por algo que ni viene al caso ni tiene la menor importancia siendo nada más que la excusa para colocar a nuestra heroína en un clara situación de indefensión e sensibilidad extrema. Allí, más sola que la una, toda vez que el cerdo de su marido tiene mejores cosas que hacer y sus egoístamente infantiles hijas son demasiado pequeñas, recibe la visita de su madre a la que no veía desde hace tanto tanto tanto. El sopapo, mortal de necesitad, la sumerge en recuerdos de entonces un poco porque sí y otro poco porque la madre prefiere pensar en pasado a tener que afrontar un presente plagado de desencuentros.

Es así que descubrimos la triste y demoledora infancia de una niña física y psicológicamente maltratada además de otras cosas que no se atreve a afrontar,

[Más adelante, después de que se publicara mi primer libro, fui a una doctora que es la mujer más educada que he conocido en mi vida. Escribí en un papel lo que había dicho la alumna sobre la persona de Nuevo Hampshire llamada Janie Templeton [tuvo una depresión nerviosa, el padre de Janie. Le dio por masturbarse por toda la casa]. Escribí cosas que habían pasado en la casa de mi infancia. Escribí cosas que había descubierto en mi matrimonio. Escribí cosas que no podía decir. La doctora lo leyó y dijo: Gracias, Lucy. Todo irá bien.]

a la vez que culturalmente mutilada (esa infancia sin teleñecos) y menospreciada en grado sumo que, gracias a su fuerza de voluntad y una oportuna beca, logra salir adelante hasta convertirse en una mujer si no fuerte sí al menos moderadamente independiente.

Es decir, todo un ejemplo para las jóvenes y bellas integrantes de mi futuro club de lectura.

En la novela hay otro personaje (mujer, también, ay) que refuerza la conveniencia de incluir este libro en nuestro club, nenas. Se trata de una escritora que imparte un curso al que va nuestra querida Lucy Barton (y ahora me voy a callar lo que pienso de las personas que asisten a talleres de esa escritura que dicen creativa para no enturbiar más de lo necesario esta magnífica reseña) y del que saldrá la novela que estamos leyendo. Más metaliterario no se puede, no me digan. Pues bien, las conversaciones con la escritora parecen pensadas para ayudarnos a encontrar la clave de la novela cuando ya les digo yo que para nada o sí pero no:

«Lo que estás escribiendo, lo que quieres escribir es muy bueno y te lo publicarán. Pero escúchame bien. La gente se te echará encima por unir pobreza y maltrato. Una palabra tan absurda, una palabra tan convencional y absurda como maltrato, pero la gente dirá que puede haber pobreza sin maltrato, y tú no dirás nada. Nunca defiendas tu trabajo, nunca. Ésta es una historia de amor, tú lo sabes. Es la historia de un hombre atormentado todos los días de su vida por cosas que hizo en la guerra. Es la historia de una esposa que se quedó a su lado, porque eso es lo que hacían la mayoría de las esposas de esa generación, y cuando va a la habitación del hospital a ver a su hija habla compulsivamente de que el matrimonio de todo el mundo va mal, y ella ni siquiera lo sabe, ni siquiera sabe lo que está haciendo. Es la historia de una madre que quiere a su hija. De una manera imperfecta, porque todos amamos de una manera imperfecta. Pero si mientras escribes esta novela te das cuenta de que estás protegiendo a alguien, recuerda una cosa: que no lo estás haciendo bien».

Me ha gustado de la novela la habilidad que demuestra Strout a la hora de dirigir al lector, las sutiles maniobras para hacernos mirar aquello que realmente le interesa, esto es, la posición de superioridad que algunas personas adoptan frente a otras, ya sea por cuestiones económicas, ya sea por cuestiones intelectuales, ya sea, como en este caso, por ambas (y aquí mis pupilas, excitadas antes tamaña injusticia, se ajustan los cueros y tensan los látigos):

«Ya lo he dicho: me interesa cómo encontramos maneras de sentirnos superiores a otra persona, a otro grupo de personas. Pasa en todas partes, y todo el tiempo. Le pongamos el nombre que le pongamos, creo que es lo más rastrero que hay en nosotros, esa necesidad de encontrar a alguien a quien rebajar».

La jugada de Strout, y, con diferencia, lo mejor de una novela que revisita por enésima vez el drama de ser pobre como una rata y tener un padre y un marido a cual más hijo de puta, es hacernos creer que ese, o el amor irracional o incondicional que una hija siente hacia su madre o incluso hacia un padre, son el tema cuando en realidad, el tema, es otro.

«Sarah Payne en la clase de escritura de Arizona: «Sólo tendréis una historia», dijo. «Escribiréis esa única historia de muchas maneras. No os preocupéis por la historia. Sólo tenéis una.»

Lo que Strout hace, y lo hace desde la primera página y no lo hace del todo mal, es “engañar” al lector; situarlo en una posición de superioridad a golpe de abusar del recurso de pobre niña boba, niña de pocas luces, medio lela, infeliz e ignorante que sigue amando a una familia de perros malnacidos; una incómoda posición que tratamos de evitar no dándonos por enterados, fingiendo que la cosa no va con nosotros, en realidad, ya que aquí de lo que se habla, juramos, es de pobreza, de amor filial y demás zarandajas. Y no. Nos sabemos mejores que Lucy Barton, la compadecemos y la queremos (la queremos, de hecho, porque la compadecemos) y la defendemos y la subimos a los altares y le hacemos el club de lectura que no se merece, mis ninfas queridas, pero en el fondo no somos más que unos cerdos que se saben mucho mejores que esa pobre y boba infeliz.


sábado, 9 de febrero de 2013

“Un mundo para Mathilda” de Victor Lodato

Un mundo para Mathilda” fue la última novela que estuve a nada de abandonar algo así como setenta veces. Tirando por lo bajo. Esta podría ser la reseña más corta del mundo, pero ya saben que yo cobro por carácter (tómense esto como quieran). Total, que lo de Mathilda es muy muy bobo. Mucho. No es lo más bobo del mundo, pero casi. 

Mathilda es una niña de unos trece años a la que se le muere una hermana no mucho mayor que ella. La información que la criaja nos da sobre el percance parece bastante clara porque uno pone siempre toda su fe en el narrador pero Mathilda tiene 13 años y arrastra un sentimiento de culpa que nubla nuestro entendimiento lector. Claro que de esto te vas enterando de a poquito. (Des)ventajas de (leer) escribir en primera persona, supongo. La niña está pelín perturbada, trastornada; la niña está fuera de sí la mitad de la novela (algo evidente por el exceso de tonterías y pequeños detalles en los que no viene mucho a cuento entrar). Para ella todo es desatención hacia su persona y sus padres no son nada más que esos señores que leen y callan todo el santo día. 

Quiero ser mala. Quiero hacer cosas malas, ¿por qué no? Mi vida es aburridísima. Como ahora. Es de noche, todavía es temprano para acostarse pero demasiado tarde para estar fuera, y ellos dos leyendo leyendo leyendo, moviendo los ojos como la luz interior de una fotocopiadora. Esta noche, cuando metía los platos en el lavavajillas, he roto un plato. He dicho lo siento mamá me ha resbalado. Pero no me había resbalado, soy así a veces, y quiero ser peor. 

Temía lo peor cuando la empecé. Lo mejor y lo peor. Me explico. Por un lado me veía venir una puta novela sobre un fondo de entorno literario. Horror. Por el otro pensaba en mi bendita ignorancia que de allí (de ese párrafo inicial) podía salir una novela sobre la incomunicación infantil absolutamente maravillosa. Absolutamente maravillosa es exactamente lo que pensé, sí, porque yo a veces también soy de esperarlo todo de una novela. 

Pues esta niña mala, tan dada a llamar la atención a golpe de vajilla, nos cuenta lo que es su vida en los días previos y posteriores al primer aniversario de la muerte de esa hermanísima, una chica popular, guapísima, comprometida con nobles causas y, como buena adolescente, secretamente enamorada. ¿Cómo se muere? Sí, perdón. Se muere arrollada por un tren. Si quieren ustedes saber si se cae o no se cae, si la empujan o no la empujan se leen ustedes la novela que no todo va a ser leer de gorra. 

Se adorna todo esto con el gran trauma que fue, es, el 11S. Algún día los novelistas americanos tendrán que empezar a hablar de otra cosa. Viendo lo rentable del asunto habrá que ir pensando en una masacre. Ya tienen ustedes deberes para el fin de semana. Retomando: hay por lo tanto una niña angustiada y sin rumbo en un mundo desesperado por recuperar su control. O algo así. Dejo la frase porque me quedó cachonda más que porque sea verdad. 

Lo injustificable es el aburrimiento de una novela que no lleva a ninguna parte, que todo es dar vueltas sobre la tristeza y el desequilibrio a través de anodinas acciones protagonizadas por anodinos personajes. Llámenlo anodinosis. Tampoco tiene nada de especial la voz narradora (hubiera sido una inmejorable oportunidad para salvar la situación) por lo que todo lo que le queda al lector es la curiosidad propia del cotilla. 

Pues a este clavo ardiendo, para ilustrar el argumento, es al que se aferra, por ejemplo, María José Obiol en la reseña que hace para Babelia el dos de febrero cuando dice (y cito textualmente, que no se diga que me presto a libre interpretación cuando me place) que 
A Mathilda se la escucha con atención en sus inquisitivas, demoledoras e incluso hilarantes preguntas y razones, pero el buen comienzo, ese punto furioso, tiene en ocasiones una deriva que no acaba de cumplir con las expectativas, por lo menos no todas, pues sucede que el interés de la novela decae y el proceso de lectura, ese camino regulado por la tensión narrativa de la historia que se va desarrollando no siempre mantiene vibrante la peculiar voz de Mathilda.” 
Llámenle deformación profesional, si quieren, pero voy a meterme un poquito con Obiol. O mejor, voy a decirles lo que no hay en la novela utilizando el parrafito de Mariajo. Aclaro: de hilarantes preguntas nada. Las preguntas normalitas de toda la vida de dios de niña resabida y con más traumas que un marine. Inquisitivas todas, o de preguntas tendrían poco y demoledoras, bueno, a ratos, es verdad que un poco puta sí que es algunas veces, pero más en resoluciones que en cuestiones. 

El resto es un poco de risa. Sigo hablando de MJ. Que “ese punto furioso” tiene en ocasiones una deriva sería reconocer que la deriva se corrige y unas veces está bien y otras no, que es lo que vuelve a dar a entender cuando dice que no siempre se mantiene la vibrante (!) peculiar (!!!) voz de Mathilda. En fin, pilarín, que si lo de Mathilda es una voz peculiar la mía es de crítico literario experto y documentado. 

No le hagan ni caso a Mariajo, angelito, que sólo quiere salvar la novela de ser pasto de las llamas. La cosa no empieza mal, es verdad, pero cuando una novela no tiene nada que aportar se muere y esta se va muriendo como sin querer por culpa de no ser capaz de mantener el interés y dotar, precisamente, de una voz especial a Mathilda. Esperaba más de un poeta que golpes de efecto al final de cada una de las cuatro o cinco partes en que se descompone el libro. “De todos modos”, continúa Obiol, “conviene salvar escollos y continuar hasta la resolución de la historia”. ¿Por qué conviene? Si lo dice porque es el único modo de descubrir la sorpresa final que propone el autor ya les adelanto que no vale la pena. Y paso de entrar a discutir la chorrada de si un buen final (no es el caso) puede salvar una novela porque ya doy por hecho que NO. 

Créanme, “Un mundo para Mathilda” no merece el esfuerzo de su lectura. No hay recompensa final. Y además la portada es horrible. 




Un mundo para Mathilda
Victor Lodato
Traducción de Carme Camps
Duomo. Barcelona 2012
310 páginas. 19,50 €

viernes, 31 de agosto de 2012

“Desventuras de un fanático del deporte” de Frederick Exley

Cuando me recomendaron esta novela mi primer impulso fue decir NO. Es que yo tengo alergia al deporte, ¿saben?, y una novela de 400 páginas tratando el asunto y con un protagonista que suponía –por razones obvias- fanático, además, pues no me parecía el plan más atractivo para un sábado por la tarde, para qué nos vamos a engañar. Igualmente me hice con él (cosas de la fe ciega en según quién) y, casualidades de la vida, precisamente fue un sábado cuando me senté bajo una higuera a ver qué pinta tenía aquello. Tardé cuatro días en leerlo. Esa pinta tenía. 

Porque “Desventuras…” no trata de un fanático del deporte sino de un fanático del alcohol aficionado al futbol americano. Cambia de cojones, la cosa. De hecho originalmente la novela se llama “A fan´s notes. A fictional memoir”, un título con diferencia mucho más apetecible. ¿En qué piensan algunos editores cuando ponen los títulos, me pregunto? ¿Creían acaso que haciéndolo así conseguirían que los aficionados al deporte equis se tirasen de cabeza a la novela cuando fuesen a comprarse un plasma a la Fnac para ver las olimpiadas en HD? En fin... 

Exley, el autor, es también el protagonista. Para los que no sean mucho de letras, eso es lo que se quiere dar a entender con “a fictional memoir”. Pues bien, Exley, el autor, decía, a poco que haya dicho la verdad fue un borrachuzas de padre muy señor nuestro. Y un vago, también, redomado además. Pero sobre todo un escritor excepcional. Mi héroe. El tío, si no me equivoco, no sólo fue capaz de vivir casi toda su vida sin dar palo al agua, sino que llegó a casarse (cómo pudo un tipo como él enamorar a una mujer es una cuestión a la que únicamente da respuesta la lectura de la novela), llegó a tener hijos y aún así se las arregló para no estar sobrio más que en momentos puntuales (como aquellas largas jornadas que se pasó en algún manicomio psiquiátrico.) 

La gracia del chiste está en que una novela con un personaje de estas características, que además no hace nada de provecho en su vida, pueda no sólo resultar interesante sino ser además un relato sorprendentemente lúcido y divertido de la América de entonces (hablamos de mediados del siglo XX). Terminada la lectura le queda a uno la sensación de haber aprovechado bien el tiempo, lo cual, visto el panorama actual, es todo un logro. En cambio, a la hora de explicarles de qué trata no sabría muy bien por dónde empezar, ni siquiera si vale realmente la pena el esfuerzo. Es decir, ¿aportaría algo si les cuento que detrás del alcoholismo del protagonista hay un vivir permanentemente a la sombra de un padre perfecto o que el futbol, y más concretamente ese fanatismo deportivo, esconde la necesidad de un referente en el que volcar todas las esperanzas una vez ha fracaso su intento de ser alguien? No, claro que no; no serviría de nada y por eso no voy a perder más tiempo con esta reseña. Hay libros que valen la pena independientemente de la historia que cuentan y seguramente “Desventuras de un fanático del deporte” sin ser el mejor, ni de los más grandes, es uno de ellos.