Nunca lo entenderé. Lo juro. Y, sin embargo, me fascina. Nunca entenderé por qué determinada gente escribe-lo-que-escribe. Qué es eso que lleva a unos a sentarse y escribir-lo-que-escriben y a otros a leer-lo-que-leen y unos pocos (demasiados, en cualquier caso) a publicar-lo-que-publican precisamente ahora, en los tiempos que corren, ahora que todo lo que vale la pena ha sido ya escrito; ahora que todo lo que vale la pena no ha sido todavía leído.
Ahora que es tan barato el Imagenio.
Uno tiene que saber lo que escribe. Uno, yo creo, tiene que saber que lo que está haciendo un día y otro día y otra noche más, eso que le exige tanto esfuerzo (entendiendo esfuerzo como "documentarse en Google"), tiene un valor en el mercado, y que ese valor tiene o debería tener algo que ver con su calidad quisiéramosla objetiva; que hay un lector, en su casa, visitando Amazon, que puede que un día haga click en un banner y se compre su libro, ya sea por la faja o el argumento o por puro aburrimiento; alguien que busca algo que no sea Ken Follet o Dolores Redondo. Alguien que aspira a leer algo mejor o, cuando menos, diferente.
Uno tiene que escribir algo que ese lector no lamente haber comprado. Y si no puede, si sabe que no puede (me resisto a aceptar que uno no sepa, de antemano, que lo suyo no es, como lo de su vecino de congreso literario, másdelomismo) no perder el tiempo ni hacérselo perder a los más; a ese pobre infeliz, por ejemplo, que arriesgó sus últimos veinte euros de este mes en una novela que no vale lo que su pasta de dientes.
Uno tiene que ser consciente de su falta de (in)genio. O debería.
No me hagan caso, estoy divagando. Será que empiezo a estar un poco harto.
Vamos con la reseña.
Vamos con la reseña.
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«Nos estamos convirtiendo en ellos. No significa ser de izquierdas o de derechas, comunista o fascista. Conozco el comunismo y lo que nos traen no es comunismo sino esclavismo. No es cuestión tampoco de racismo —explicaba el señor Otoño—. Cada año es peor, los trabajadores tienen menos derechos, ganan menos y trabajan más. Trabajar se ha convertido para muchos en un privilegio. Milán es la avanzadilla, la metáfora perfecta de lo que va a suceder en toda Europa. Los demás países nos miran con el aliento entrecortado, nadie quiere contagiarse de nuestra desgracia —concluyó arrastrando la silla».
Pues básicamente, para desarrollar esta idea, doscientas páginas de humor grotesco.
Argumento: un español y un chino en Milán. El español va a jugar a los profes, que es a lo que van los españoles a Milán; el chino, que siempre llega tarde a trabajar, a ser puteado. Claro. No pasa nada. Todo forma parte del plan. Qué plan. Este plan: conquistar el mundo. Todo, todo, es una trampa mortal. ¿Los restaurantes chinos? Trampa. ¿Los bazares chinos? Trampa. Los hoteles, los comercios, los “japoneses”. Trampa. Se empieza alquilando una esquina y se acaba comprando deuda nacional. Un día te levantas y ya eres comunista, vistes con camisa blanca y pantalón negro y trabajas doce horas al día. Bueno, tal vez esto último no suponga un cambio significativo.
El caso es que el español pasea por la ciudad. Quiere llegar a su trabajo cuando estalla la revolución. Y adiós a la baguette. Ahora todo pan chino y rollitos de plimavela y carne de gato en el pollo agridulce. Y todos los tópicos son verdad: los chinos y sus pasaportes y la ausencia de cadáveres y demás zarandajas sobre la multiplicación de los panes y los peces. Los chinos y la obediencia y los hacinamientos y la corrupción del poder chino, que es igualita que la corrupción del poder italiano y el poder español y creo también que el francés. Para una cosa en la que estamos de acuerdo…
La novela es como una inmensa broma —o eso quisiera, pobre— que en ningún momento trata de tomarse en serio a sí misma y que hace realidad los tópicos sobre los chinos para justificar o explicar lo posible que es conquistar el mundo. Será muy divertido pero también muy bobo. Esto es llevar al extremo el parecer de mucho jubilado o jubiloso de derechas. La gracia estaría en darles la razón y plantear una distopía en la que los chinos se hiciesen dueños y señores de nuestro futuro. Europa asiente, en la novela: lo entiende y no quiere problemas. Europa nunca quiere problemas. Es lo que tiene, Europa.
A mí no me gustan los relatos, pero esto no debería ser otra cosa. Como mucho una nouvelle y ya me parece mucho ceder. Hay demasiados personajes que no sabe qué quieren hacer con su culo y se llenan demasiadas páginas de demasiada insustancialidad, lo cual sólo puede acabar en aburrimiento, y se repiten demasiadas veces las mismas actitudes y el mismo chiste y no no no. No.
El largo invierno chino es lo de siempre: otra novela, una más, que caerá justamente en el olvido, si acaso ha llegado a ser medianamente conocida. Esa es otra: Eutelequia… ¿en serio existe una editorial llamada Eutelequia o es un efecto óptico?